Sinopsis: «El dios caballo» (The Horse Lord) es un cuento de la escritora estadounidense Lisa Tuttle, publicado en junio de 1977 en The Magazine of Fantasy and Science Fiction. La historia sigue a Marilyn, una escritora de suspense que se muda con su esposo y cinco niños a una antigua casona familiar, enclavada en una zona remota del norte del estado de Nueva York. Mientras se adapta a la vida rural, descubre un viejo establo clausurado, vinculado a una trágica historia familiar y a antiguas leyendas indígenas. Lo que comienza como una nueva etapa lejos del bullicio urbano se convierte, poco a poco, en una experiencia cada vez más opresiva e inquietante.

El dios caballo
Lisa Tuttle
(Cuento completo)
Las dobles puertas del establo estaban aseguradas con una cadena de buen tamaño, robusta y oxidada, atada con un viejo candado.
Marilyn sopesó el candado con una mano y tiró de la cadena, que no cedió. Observó la madera gris astillada de las puertas y se preguntó cómo habrían entrado los niños.
Sacudiéndose un polvillo rojo de las manos, Marilyn dio la vuelta al antiguo establo. Hierba moribunda y hojas caducas crujían bajo sus pies enfundados en zapatillas de deporte, y encogió los hombros para protegerse del viento helado.
—Hay mucho sitio para tener caballos —le había dicho Kelly la noche anterior durante la cena—. El establo está en perfecto estado. No puedes decir que sería poco práctico tener un caballo ahí. —Kelly era la hija de Derek, tenía once años y estaba loca por los caballos.
El establo podía volver a ponerse en uso, pensó Marilyn. ¿Por qué no comprarle a Kelly un caballo? ¿Y uno para ella también? De niña, Marilyn había montado a caballo en Central Park. Contempló la construcción: por alguna razón, la puerta de cada compartimento individual había sido cerrada con candado también.
Marilyn se dio cuenta de que estaba tiritando, y terminó de rodear el establo con rápidos pasitos, regresando a la casa al trote.
La casa era grande y sólida, construida de piedra gris 170 años atrás. Parecía estar allí por error, un objeto perdido y hallado en medio de aquella tierra, solitaria y fría. ¿Quién pensaría en asentarse allí, quién intentaría arrebatarle un sustento a la tierra pedregosa de aquel lugar?
La vieja casona y el lóbrego campo abandonado componían un paisaje muy parecido a uno que Marilyn, que escribía novelas de suspense, había creado en una ocasión para un relato. Le gustaba la realidad mucho menos de lo que lo había hecho su heroína en la ficción.
La gran cocina era cálida y agradable después del aire de afuera. Marilyn se apoyó contra el fregadero para recuperar el aliento, y sintió como se iba relajando. Pero en realidad estaba en tensión. La casa le parecía extrañamente silenciosa ahora que todos los niños estaban en el colegio. Marilyn se dedicó una sonrisa torcida. Una semana antes, los niños habían enloquecido con su ruido y sus continuas exigencias, y ahora que se pasaban nueve horas del día en el colegio los echaba de menos.
De un extremo a otro, pensó. La historia de mi vida.
Solo un año atrás, ella y Derek, recién casados, estaban haciendo planes para tener un hijo juntos, a lo mejor dos «algún día».
Entonces Joan, la exmujer de Derek, había decidido que había ejercido como madre lo suficiente, y antes de que Marilyn tuviera tiempo de pensarlo, se había encontrado con una hija entre manos.
No mucho tiempo después, cuando Marilyn y Kelly todavía recelaban la una de la otra, la hermana viuda de Derek había muerto, dejando sus cuatro hijos en manos de Derek.
¡Cinco niños! Tal vez no le habrían parecido una manada tan descomunal si le hubieran llegado de la forma normal, uno detrás de otro con intervalos de tiempo apropiados.
Era la situación con los niños lo que había imposibilitado seguir viviendo en Nueva York. Esta casa llevaba en la familia de Derek desde que fue construida, pero nadie la había habitado durante años. Había sido utilizada de vez en cuando como residencia vacacional, pero aquel lugar no tenía nada que la recomendase como lugar de descanso: ni lagos ni montañas, y el tiempo solía ser desagradable. Era un lugar poco hospitalario, una esquina olvidada del estado de Nueva York.
Todos sus amigos le habían dicho que sería un lugar perfecto para escribir. Una vieja casa llena de historia, situada en medio de un paisaje lóbrego y pedregoso, debajo de un cielo limpio, muy lejos de las distracciones y el ruido de la ciudad. Pero Derek podía escribir en cualquier parte, él llevaba consigo su atmósfera, una parte de su férrea disciplina, mientras que Marilyn necesitaba los bares, los restaurantes, los museos, las tiendas y las bibliotecas de una gran ciudad para llenar las horas en las que las palabras no llegaban.
De repente el silencio era imposible de ser soportado. Derek no estaba escribiendo en su máquina, tal vez quería charlar. Marilyn atravesó el largo y oscuro pasillo, pensando que la casa necesitaba más lámparas, así como cuadros en las paredes y alfombras sobre los gélidos suelos de madera.
Derek estaba sentado detrás de la enorme mesa bauhaus que había convertido en su escritorio, limpiando una de sus sesenta y siete pipas. La alfombra que cubría el suelo, gastada pero con vistosos dibujos, el resplandor de la luz de la lámpara y los libros en las paredes hacían que esta habitación, biblioteca y oficina de Derek, pareciera más acogedora y bien calentada que el resto de la casa.
—¿Quieres charlar? —preguntó Marilyn, de pie con la mano en el picaporte.
—Claro, entra. Me he quedado estancado pensando en cómo conseguir que el esclavo jefe se meta en la cama con la dueña de la plantación sin caer en otro cliché de ninfomanía.
—Haz que la consuele en un mal momento —dijo Marilyn. Cerró la puerta al pasillo oscuro—. Puede estar con ella cuando recibe una carta informándole de la muerte de su hermano. Con la pena, y como una reivindicación de la vida, ella y el esclavo acaban en la cama.
—No está mal —dijo Derek—. ¿Y tú? ¿Tienes un problema con el que pueda ayudarte?
—No se trata de un problema literario —dijo, cruzando la habitación en su dirección. Derek la rodeó con su brazo—. Me estaba preguntando si podemos conseguirle un caballo a Kelly. He ido a ver el establo. Está completamente cerrado, pero estoy segura de que podríamos entrar y arreglarlo. Y no creo que costase mucho mantener un caballo, o dos.
—O dos —repitió él. Inclinó la cabeza y la miró de soslayo—. ¿Estás segura de que quieres empezar a usar un establo con una historia tan sombría?
—¿Qué quieres decir?
—¿No te he contado la historia de mi… tío-abuelo? Supongo que debía ser mi tío-abuelo Martin. ¿No te he contado cómo murió?
Marilyn denegó con la cabeza, su expresión sospechosa.
—Es una historia muy desagradable.
—Derek…
—Es cierta, te lo prometo. En fin… ¿te acuerdas de mi primera novela de esclavos?
—¿Cómo podría olvidarla? Pagó nuestra luna de miel.
—¿Te acuerdas de la parte en la que el malvado patrón que tortura a sus esclavos y a sus caballos al final es matado por un semental enloquecido?
Marilyn hizo una mueca.
—Pues sí. Te pasaste un poco, creo. Los caballos no son carnívoros.
—Pues la idea de esa escena vino de la muerte de mi tío-abuelo Martin. Sus caballos, y tenía un establo lleno de ellos, enloquecieron, al parecer. No sé si se lo llegaron a comer, pero estaba hecho papilla cuando encontraron su cadáver. —Derek se removió en su silla—. Martin no era considerado un hombre cruel. No abusaba de sus caballos; los amaba. A quien no amaba era a los indios, y por lo que se cuenta los establos fueron construidos en terreno sagrado para ellos, quienes le echaron una maldición a él y a sus caballos como venganza.
Marilyn sacudió la cabeza.
—Vaya historia. ¿Cuándo ocurrió todo esto?
—Sería 1880.
—¿Y desde entonces está cerrado el establo?
—Supongo que sí. Recuerdo que Anna y yo vinimos aquí unas cuantas veces cuando éramos pequeños, pero que nunca encontramos una forma de entrar. Nos inventamos historias sobre los fantasmas de los caballos desquiciados, que todavía estaban dentro del establo. Pero, como eran fantasmas, no podían ser contenidos por paredes normales, y salían por la noche. Recuerdo noches en las que nos quedábamos los dos hechos un ovillo juntos, convencidos de que escuchábamos los relinchos fantasmagóricos… —sus ojos contemplaron el infinito. Recordando cuánto había querido a su hermana, Marilyn se sintió culpable sobre lo poco que le había gustado acoger a los niños de Anna. Después de todo, eran cuanto le quedaba a Derek de ella.
—Entonces, este lugar está encantado —dijo, intentando bromear, pero su tono era inseguro.
—No la casa —dijo Derek de inmediato—. El viejo tío Martin murió en el establo.
—¿Y qué hay de tus ancestros que vivieron aquí antes? ¿Los rozó la maldición india?
—Hmm…
—Derek —insistió ella.
—Muy bien. Vamos allá. La primera familia, el primer montón de Hoskins que se instalaron aquí, fueron asesinados por los indios. Los padres y los dos criados que vivían en la casa fueron asesinados, y se llevaron a los niños. La casa fue quemada. No era esta casa, obviamente.
—Pero está en el mismo sitio.
—No exactamente. Esa casa estaba al otro lado del establo, aunque dudo que el establo estuviera levantado entonces. Anna y yo solíamos jugar en los cimientos. Encontré un cuchillo allí una vez, y ella encontró una cajita de metal que tenía unas cenizas y un anillito de estaño.
—Pero nunca encontrasteis fantasmas.
Derek levantó la cabeza y la miró a los ojos.
—¿Se quedan los fantasmas en los alrededores de una casa que desaparece incendiada?
—A lo mejor.
—Pues no, nunca los vimos. Esos Hoskins quedaban muy atrás en el tiempo. Nunca vimos fantasmas indios tampoco.
—¿Y visteis el fantasma de algún caballo?
—¿Verlos? —parecía pensativo—. No me acuerdo. Es posible. Es curioso cómo uno se olvida de su infancia. No importa lo relevante que te parezcan las cosas cuando eres pequeño…
—Nos convertimos en gente distinta cuando crecemos —dijo Marilyn.
La mirada de Derek se perdió en el infinito un momento, luego se levantó y apuntó a la pared de libros detrás de él.
—Si te interesa la historia de la familia, ese pequeño libro encuadernado en cuero verde fue escrito por uno de mis tíos y auto-publicado. Persigue a los Hoskins hasta los tiempos de Shakespeare, creo. Lo más que he pasado aquí hasta ahora fue un verano lluvioso cuando tenía doce años… me pareció que duraba para siempre… y leí casi todos los libros que había en la casa, incluyendo estos.
—Me gustaría leerlos.
—Adelante —la observó cruzar la habitación y colocar la escalera de la biblioteca—. ¿Por qué? ¿Estás pensando en escribir una novela sobre mi familia?
—No, es solo que tengo curiosidad por descubrir qué perversión le hizo decidir a tu ancestro construir una casa aquí, de todos los malditos lugares posibles en este continente.
Marilyn pensó en Jane Eyre mientras se acomodaba en el asiento de la ventana, las pesadas cortinas verdes regresando a su lugar para esconderla de la habitación. Contempló la gélida tierra grisácea, y cogió el primer volumen.
James Hoskins había ganado una parcela de tierra al norte del estado de Nueva York en una partida de cartas. Marilyn imaginó su decepción cuando vio su premio por primera vez, pero era un hombre testarudo, que solía perder a las cartas. Esta tierra podía no ser mucho, pero era suya. Trajo a su familia y sus enseres y construyeron una casa de madera. Una casa más permanente, más grande y levantada con la roca del lugar, sería construida en su momento.
Pero James Hoskins no llegaría a verla. En una carta a familiares en Filadelfia, Hoskins escribió:
«La tierra que he ganado es de gran valor, al menos para unos cuantos empobrecidos y vagabundos indios. Dos valientes se acercaron a la casa ayer, y mi querida esposa acabó casi llorando tras escuchar sus cuentos de magia poderosa y espíritus vengativos que habitan esta tierra.
»Idos, decían, pues es un espíritu poderoso, tan viejo como las rocas, y tu dios no puede protegerte. Esta tierra no es buena para gente de ninguna raza. Un espíritu (cuyo nombre no debe ser pronunciado) dejó su marca sobre este lugar cuando la Tierra era joven. Esta tierra está maldita… Y mucho más por el estilo, hasta que perdí la paciencia y les dije que se fueran antes de que yo mismo hiciera magia poderosa con mi vieja Betsy.
»Aunque mi esposa temblaba, mi hijita resultó ser más temible que su madre, jurando que cortaría en pedacitos al espíritu pagano y se lo comería para cenar, lo que me hizo desternillarme de risa, y a los indios sacudir la cabeza mientras se alejaban».
Marilyn se preguntó qué habría ocurrido a aquella niña indomable. ¿La habrían raptado los indios al admirar su espíritu?
Continuó leyendo sobre las muertes de los Hoskins. No solo habían quemado los indios la casa de madera, sino que antes habían asesinado a sus ocupantes.
«Fueron destripados y descuartizados, destrozados por los cuchillos de la forma más salvaje e inhumana, y todo por el pecado de vivir sobre una tierra sagrada para un espíritu sin nombre». Marilyn pensó en el cuchillo que Derek decía que había encontrado de niño.
Algo golpeteó la ventana. Marilyn levantó la cabeza y miró al otro lado del cristal. Había empezado a llover, y un viento huracanado lanzaba puñitos de lluvia contra su superficie.
Contempló el paisaje, que parecía amortajado por la lluvia furiosa, y se preguntó por qué aquella tierra rocosa y desolada era considerada sagrada por alguien. Su mente divagó sobre libros de antropología que pudieran ayudarle, tal vez libros sobre indios de la región que pudieran explicarle algo más. La biblioteca en Janeville no tendría mucho; ya había estado allí, y no era mucho más que una pequeña habitación llena de novelas históricas y tratados de geología, pero tal vez la bibliotecaria pudiera conseguirle libros de otras bibliotecas del estado, tal vez alguno de una biblioteca universitaria…
Miró su reloj, y se dio cuenta de que la escuela había terminado hacía tiempo; los niños tenían que estar esperando en la parada de autobús, en aquella tarde desapacible. Descorrió las pesadas cortinas verdes.
—Derek…
Pero la habitación estaba vacía. Él ya había salido a por los niños, pensó con alivio. No cabía duda de que ejercía de padre mucho mejor de lo que podría hacerlo ella nunca.
Por supuesto, Kelly era su hija; él había tenido años para hacerse a la idea de ser padre. Se preguntó si le compraría un caballo, y deseó que no lo hiciera.
Tal vez era absurdo preocuparse por antiguas maldiciones indias y tener miedo de que algo que ocurrió mucho tiempo atrás pudiera repetirse, pero Marilyn no quería caballos en un establo en el que unos caballos se habían vuelto locos. Ahora no había indios, y no había caballos. A lo mejor estarían a salvo.
Marilyn ojeó los libros a su alrededor, pensando mirar si tenían secciones sobre caballos. Pero la idea le incomodaba. Derek ya le había contado la historia; podría comprobar los detalles más tarde, cuando no estuviera sola en la casa.
Se levantó. Iría a ocuparse en la cocina, y tendría chocolate caliente y tostadas con canela preparado para los niños cuando volvieran a casa.
El grito resonaba en sus oídos y vibraba por todo su cuerpo. Marilyn estaba echada sin moverse, respirando con dificultad, y observó el techo. ¿Había estado soñando?
El grito volvió a resonar, amortiguado por la distancia, pero tan espeluznante como una daga de hielo. No era un sueño; alguien, alguien no demasiado lejos de donde se encontraba, estaba gritando.
Marilyn visualizó la casa como en un mapa, intentando decirse que no había sido nada, el grito de algún pájaro. No podía haber nadie ahí fuera, a millas de ninguna parte, gritando; no tenía sentido. Y Derek seguía durmiendo, imperturbable. Pensó en despertarlo, pero se contuvo ya que le parecía una acción débil, y se incorporó en la cama. Lo mejor que podía hacer era comprobar que los niños estaban bien, ya que lo más probable era que uno de ellos estuviera llorando y teniendo una pesadilla. No se acercó a la ventana, se dijo que ahí afuera no había nada que ver.
Marilyn encontró a Kelly fuera de la cama, dándose calor con los brazos, y mirando hacia el jardín.
—¿Qué es lo que pasa?
Kelly no se movió.
—He escuchado un caballo —dijo en voz baja—. Le he oído relinchar. Me ha despertado.
—¿Un caballo?
—Creo que debe ser un caballo salvaje. Si pudiera hacerme con él, lo domaría. ¿Podría quedármelo?
Se volvió a mirarla, los ojos relucientes bajo la luz de la luna.
—No creo que…
—Por favor…
—Kelly, lo más probable es que haya sido un sueño.
—Lo he escuchado. Me ha despertado. He vuelto a oírlo. No me estoy imaginando cosas —dijo con firmeza.
—Entonces es probable que se trate del caballo de uno de los granjeros de por aquí.
—No creo que tenga dueño.
De repente Marilyn se dio cuenta de lo cansada que estaba. Le dolía todo el cuerpo. No quería discutir con Kelly. A lo mejor había habido un caballo… un relincho podía sonar igual que un grito, pensó.
—Vuelve a la cama, Kelly Mañana hay colegio. Ahora mismo no puedes ir a por ese caballo.
—Pero voy a buscarlo —dijo Kelly, metiéndose en la cama—. Y lo voy a encontrar.
—Mañana.
Ya que estaba levantada, pensó Marilyn, podía ir a comprobar cómo estaban los otros niños, asegurarse de que dormían.
Derek se despertó cuando volvió a meterse en la cama a su lado.
—¿Dónde estabas? —preguntó, retorciéndose en la cama—. Dios, tienes los pies helados.
—Kelly estaba despierta. Dice que ha oído un caballo relinchar.
—Ya te lo dije —dijo Derek medio dormido—. Ahí tienes a nuestro caballo fantasma, vuelto de entre los muertos.
En el cielo pesaba la amenaza de nieve; era un día frío y calmado. Marilyn se levantó de su máquina de escribir disgustada y bajó las escaleras. Toda la casa estaba en silencio, a excepción del ruido distante de la máquina de escribir de Derek.
—¿Dónde están los niños? —le preguntó sin entrar.
Derek la miró distraído, las manos sobre las teclas.
—Creo que han ido a limpiar el establo.
—Pero, el establo está cerrado, con llave.
—Mmm.
Marilyn suspiró y salió. Se sentía agobiada por las tareas de supervisión infantil. Si solo los niños pudieran ir al colegio todos los días, donde estaban a salvo y fuera de su jurisdicción… Pensó en lo fácilmente que podían sufrir daños, incluso morir, lo fácilmente que podían romperse sus cuerpecillos. Tantos peligros por todas partes, pensó, mientras sacaba su abrigo rojo del armario de la entrada. ¿Cómo podía la gente soportar la tremenda responsabilidad de tener otras vidas bajo su protección? Era una tarea imposible.
Los niños se habían movilizado en un pequeño pero efectivo ejército, saliendo y entrando del establo con sus brazos llenos de paja, tableros o herramientas. Marilyn buscó a Kelly, que estaba en la entrada, cerca de los amplios portalones, dirigiéndolo todo.
—Las puertas estaban cerradas con un candado —dijo algo confundida—, ¿cómo has podido…?
—He cortado las cadenas —dijo Kelly—. Había una sierra de metales en el cobertizo de las herramientas. —Miró de soslayo a Marilyn—. Papá nos dijo que cogiéramos lo que necesitáramos.
Ante eso no podía decir nada, pero no se sintió menos inquieta. Marilyn observaba cómo los otros niños trabajaban con las manos y los martillos, sacando todas las puntillas que mantenían en su sitio los tableros que cerraban los cubículos individuales. Una linterna de acampada que colgaba de un gancho mitigaba la oscuridad del lugar.
—Alguien cerró este sitio a conciencia —dijo Kelly—. ¿Sabes por qué?
Marilyn titubeó, pero decidió contárselo:
—Supongo que estaba cerrado a cal y canto por la manera en la que murió aquí uno de tus antepasados.
La cara de Kelly se tensó con interés:
—¿Murió? ¿Cómo? ¿Fue asesinado?
—No exactamente. Lo mataron sus caballos. Los caballos… una noche se volvieron contra él, nadie sabe por qué.
Kelly puso cara de entender.
—Pues porque sería un hombre horrible. Sería terriblemente cruel. Porque los caballos lo aguantan casi todo. Debió hacerles algo…
—Pues no. No se le tenía por un hombre cruel.
—A lo mejor no era cruel, con las personas.
—Hay quien cree que su muerte se debió a una antigua maldición india. La tierra por aquí se supone que es sagrada; pensaron que era la forma del espíritu de vengarse.
Kelly se rio.
—Pues vaya, eso sí que es una razón para cerrar un sitio. Mira, tengo que seguir con esto, ¿vale?
Marilyn soñó que salía una noche a ensillar un caballo. El establo estaba lleno de ellos, todos sus caballos, su orgullo y su gran alegría. Se acercó a ponerle la brida a uno, un alazán capón, y de pronto sintió, con una sorpresa que aminoró el dolor, los dientes poderosos del animal mordiendo su brazo. Escuchó los huesos romperse, vio la carne arrancada, y la sangre…
Levantó la mirada, horrorizada, hacia unos ojos enrojecidos que no reconoció.
Un golpe súbito la lanzó hacia delante y cayó de cara en mitad del polvo y la paja. No podía respirar. Otro caballo, una yegua noble de oscuro pelaje, le había golpeado en la espalda. Sintió un agudo y terrible dolor en la pierna. Cuando ya no podía moverse giró la cabeza y vio los grandes dientes amarillos, manchados de sangre, de sus dos caballos alimentándose de ella. Y luego los otros caballos, todos a su alrededor, dando coces a las puertas de sus establos. Al cabo los tablones de madera cedieron, y todos pudieron unirse al festín.
Los niños entraron a la hora del almuerzo charlando entre ellos, dejando tras de sí un reguero de nieve y barro sobre el suelo de ladrillo rojo. Había estado nevando desde la mañana, pero a los niños parecía no importarles. Marilyn había esperado que se dirigieran con gritos de júbilo a jugar en la nieve, pero no había sido así. Seguían ocupándose del establo, como hacían todos los fines de semana. Decían que ya casi estaba listo.
Kelly se sentó en su silla y echó sal en su sopa.
—Esperad a que os enseñemos lo que hemos encontrado —dijo sin aliento.
—¿Animal, vegetal o mineral? —preguntó Derek.
—Animal y mineral.
—¿Dónde lo habéis encontrado? —preguntó Marilyn.
El niño más pequeño se echó sopa en la falda y gritó de dolor. Cuando Marilyn volvió a la mesa, todo el mundo estaba hablando del descubrimiento en el establo: Derek con curiosidad, los niños haciéndose los misteriosos.
—Pero ¿de qué se trata? —preguntó Marilyn.
—Es mejor verlo. Venid con nosotros después de comer.
Los niños habían trabajado con ahínco. La luz amortajada del invierno se vertía dentro del espacio vacío en el que se había convertido el establo a través de las puertas medio abiertas. La paja podrida y el grano habían desaparecido, y el suelo sucio había sido limpiado a conciencia y a fondo. El dibujo de gran tamaño podía verse con claridad, blanco y limpio contra la tierra dura.
No era un caballo. Después de examinarlo con más cuidado, Marilyn se preguntó cómo había podido pensar que era un dibujo de un semental salvaje. Los caballos tienen cascos, no pezuñas de tres partes, y tampoco tienen una cola que recuerda a una serpiente. Las proporciones del cuerpo tampoco eran las correctas, una vez que lo miró más de cerca.
Derek se puso de rodillas y marcó con su dedo la línea de la bestia. Había sido dibujado con tiza, pero era mucho más que un simple dibujo. Las líneas habían sido profundamente marcadas en la tierra, y los surcos después rellenados con más polvo blanco.
—Creo que es tiza —dijo—. Me pregunto qué profundidad tienen estos surcos —comenzó a rascar con un dedo una de las líneas blancas.
Kelly se agachó y le cogió por el brazo.
—No lo eches a perder.
—No lo estoy echando a perder, querida. —Levantó la mirada hacia Marilyn, que todavía estaba a un lado, contemplando el dibujo.
—Debe ser la maldición india —dijo. Intentó decirlo sonriendo, pero sintió un temor que sabía que acabaría siendo terror puro.
—¿Crees que se trata del espíritu que merodea por estas tierras? —preguntó Derek.
—¿Y qué otra cosa puede ser?
—Es raro que fuera un caballo, en lugar de algún animal de la fauna local. La leyenda debe de haber surgido después de que el hombre blanco…
—Pero no es un caballo —dijo Marilyn—. Solo tienes que mirarlo.
—No es un caballo exactamente, no —dijo, levantándose y sacudiéndose las manos—. Pero es más un caballo que cualquier otra cosa.
—Es tan violento… —murmuró Marilyn. Miró para otro lado, al rostro expectante de Kelly—. Bien, ahora que habéis limpiado el establo, ¿qué pensáis hacer?
—Ahora vamos a buscar al caballo.
—¿Qué caballo?
—El salvaje, el que escuchamos la otra noche.
—Oh, ese. Bueno, ya debe estar a varias millas de distancia. O bien alguien debe haberlo cogido.
Kelly denegó con la cabeza.
—Volví a escucharlo anoche. Estaba prácticamente fuera de mi ventana, pero cuando me asomé ya se había ido. Podía ver las marcas de los cascos en la nieve.
—¿No vais a salir otra vez?
Los niños se giraron hacia ella con expresiones que no pudo leer, preparados para volverse hostiles, o llorosos, si les planteaba problemas.
—Quiero decir —dijo Marilyn disculpándose—, habéis estado fuera toda la mañana, correteando. Y todavía está nevando. ¿Por qué no os quedáis por aquí tranquilos hasta que hayáis digerido la comida, sacáis los libros de colorear, o un juego o alguna cosa, y jugáis aquí que se está calentito?
—Ahora no podemos dejarlo —dijo Kelly—. Es posible que atrapemos al caballo esta tarde.
—Y si no lo coges, ¿piensas salir todos los días hasta que lo encuentres?
—Por supuesto —dijo Kelly. Los otros niños asintieron.
Los hombros de Marilyn se desplomaron mientras admitía su derrota.
—Bueno, pues abrigaros bien. Y no os alejéis mucho de la casa en caso de que arrecie la nieve. Y no estéis fuera mucho rato, o se os helarán las manos.
Los niños ya salían mientras les hablaba. Viven en otro mundo, pensó Marilyn, sin saber qué hacer.
Se preguntó cuánto duraría aquello. El proyecto de adecentar el establo tenía fecha de término; pero Marilyn no creía que los niños llegaran a atrapar el caballo salvaje. Ni siquiera estaba segura de que hubiera un caballo que atrapar en aquel paisaje nevado, aunque en más de una ocasión la había despertado el grito agudo y lejano que bien podría haber sido un relincho.
Fue a la oficina de Derek y volvió a sentarse en la ventana, oculta tras las pesadas cortinas, que amortiguaban el ruido de las teclas de la máquina de escribir tal y como la nieve que caía amortiguaba el paisaje al otro lado. Cogió otro de los pequeños libros de color verde y comenzó a leerlo.
«Un mes después de llegar allí, Martin Hoskins era conocido en Janeville por dos cosas. La primera: su intención era traer industria, riqueza y población a aquella zona del estado de Nueva York, y convertir la pequeña aldea en una ciudad. Segunda: era un hombre sin esposa ni hijos, y su orgullo, su pasión y su alegría eran sus seis hermosos caballos.
»Martin había escuchado la leyenda de que aquella tierra estaba maldita, pero, como escribió a una amiga en Nueva York, “los indios fueron expulsados de estas tierras hace mucho, y con ellos se marcharon sus maldiciones, me apuesto lo que sea. Puesto que, ¿qué es una maldición india sin un cuchillo o una flecha india que le dé cuerpo?”.
»Era cierto que las grandes tribus indias habían sido dispersadas, o destruidas, pero quedaban algunos indios: mendigos sin hogar y harapientos en el mundo del Hombre Blanco. Martin Hoskins se encontró en la carretera que llevaba a Janeville con un valiente joven indio una mañana:
»“Señor, tengo que advertirle”, dijo el harapiento pero orgulloso joven salvaje. “La tierra sobre la que se encuentra su casa está habitada por un poderoso espíritu”.
»“Ya lo he oído antes”, respondió Hoskins, hablándole al joven en un tono respetuoso. “Y no creo en tus dioses paganos, y tampoco les tengo miedo”.
»“Ese espíritu tampoco es bueno con nosotros. Pero mi gente sabe de él, y lo respeta, puesto que ha vivido mucho tiempo en estas tierras. Piense en una fuerza de la naturaleza, más que en un espíritu… algo poderoso con lo que no se puede razonar, y contra lo que no se puede luchar, como una tormenta”.
»“¿Y qué aconsejas que haga?”, preguntó Hoskins.
»“Márchese de ese lugar. No intente vivir allí. Ese espíritu no puede seguirle si se marcha, pero tampoco se le puede expulsar. Pertenece a la tierra tanto como la tierra le pertenece a él”.
»Martin Hoskins se rio con dureza.
»“¡Me pides que me aleje de algo en lo que no creo! Te diré algo: creo en las tormentas, pero no huyo de ellas. Soy fuerte, ¿qué podría hacerme un espíritu?”.
»El indio sacudió la cabeza con pesadez.
»“No puedo decirle lo que podría hacerle. Lo único que sé es que le ofenderá si insiste en levantar su hogar donde él reside, y que cuanto más lo ofenda, más querrá él destruirle. Ahí no puede sembrar, ni tener ganado. La tierra solo reconoce un único señor, y no aceptará otro. Solo existe una ley, y un amo para ella. Usted debe obedecerla, o marcharse”.
»“El único amo al que obedezco es a mí mismo, y a mi Dios”, respondió Martin».
Marilyn cerró el libro, sin querer seguir leyendo hasta el final inevitable y terrible de Martin. Trajo animales a aquella tierra, pensó vagamente. ¿Qué habría pasado si hubiera sembrado los campos? ¿Cómo lo habría destruido aquel espíritu entonces?
Miró por la ventana y vio con alivio que los niños estaban jugando. Al final habían preferido jugar a salir en busca del caballo, y se preguntó a qué jugaban. ¿Era a sigue al jefe? ¿Bailar como los indios? O caballos, pensó, de pronto, viéndoles relinchar y sacudir los brazos como patas delanteras. Estaban jugando a ser caballos.
Un ruido la despertó. Su cuerpo se arqueó hacia delante, su corazón latía desbocado, tenía la boca seca. Volvió a oírlo: el salvaje, enloquecido, relinchar de un caballo. Lo había escuchado antes en mitad de la noche, pero nunca tan cercano, y nunca había sonado tanto como un grito humano.
Salió de la cama, temblando violentamente cuando sus pies tocaron el suelo desnudo, y el aire helado hizo que se le pusiera la carne de gallina en los brazos. Se acercó a la ventana, descorrió las cortinas, y se asomó.
Era una noche tan tranquila y límpida como un grabado. A la luna solo le faltaba una tajada de nada para estar del todo llena, y brillaba en un cielo sin nubes, lleno de estrellas. Un grupo de figuras pequeñas bailaban sobre el suelo nevado, levantando las patas delanteras, trotando y salpicando la nieve. De vez en cuando, uno de ellos soltaba un gritito: a medias el relincho de un caballo, a medias un gemido humano. Marilyn sintió su nuca erizarse cuando reconoció a los bailarines que estaba observando asustada: eran los niños.
Se sintió tentada a echar las cortinas, volver a la cama y no decir nada, no hacer nada, actuar como si nada inusual hubiera pasado. Pero aquellos eran sus hijos ahora, y no se le permitía tamaña irresponsabilidad.
La ventana gimió cuando trató de abrirla a la fuerza, y los niños se pararon en seco al escuchar el ruido. Todos se giraron a la vez y miraron a Marilyn.
El aire se negaba a salir de su garganta cuando contempló sus rostros. Todo estaba muy quieto, como si el momento hubiera sido congelado en un trozo de hielo. Marilyn no podía hablar, no sabía qué decir.
Retrocedió hacia la habitación, dejando las cortinas caer frente a la ventana abierta, y corrió a la cama.
—Derek —dijo, agarrándolo—. Derek, despierta. —No podía dejar de temblar.
Los ojos de él se movieron detrás de sus párpados.
—Derek —repitió ella con urgencia.
Al final él abrió los ojos, nublados por el sueño, y la miró.
—¿Qué pasa, amor? —debía haber visto el miedo en su cara, puesto que se incorporó de inmediato sobre sus codos—. ¿Has tenido una pesadilla?
—No, no era una pesadilla. Derek, tu tío Martin; podría haberse quedado si él mismo no hubiera sido un amo. Si no hubiera tenido caballos. Los caballos se volvieron contra él porque habían encontrado otro amo.
—¿De qué estás hablando?
—El espíritu que vive en estas tierras —dijo. Ya no temblaba. Perlas de sudor cubrían su frente—. Utiliza los… los siervos… o como quieras que los llames… no soporta que nadie esté al mando aquí. Si nosotros…
—Has estado soñando, amor mío. —Intentó que se echara en la cama a su lado, pero ella se lo impidió. Ya los escuchaba subir las escaleras.
—¿Está nuestra puerta cerrada con llave? —preguntó de repente.
—Sí, sí. Me parece que sí —Derek frunció el ceño—. ¿Has oído algo? Creía que…
—Los niños son un poco como animales, ¿no te parece? Al menos, la gente los trata como si lo fueran… los adultos, quiero decir. Supongo que los niños creerán…
—¡Espera! Ahí pasa algo. Voy a ver…
—¡Derek! ¡No salgas!
El picaporte se agitaba, y alguien golpeteaba la puerta desde fuera.
—¿Quién está ahí? —gritó Derek.
—Los niños —explicó Marilyn en un susurro.
La puerta se desencajó y cedió antes de que Derek llegara hasta ella, y los niños entraron en tropel. Había tantos, pensó Marilyn, que esperaba sentada en la cama. Y lo único que podía ver eran sus fuertes y cuadrados dientes equinos.
FIN
