M. R. James: El conde Magnus

M. R. James - El conde Magnus

«El conde Magnus», escrito por M. R. James, es un relato clásico de terror que narra la historia de Mr. Wraxall, un curioso viajero británico que explora una antigua mansión en Suecia mientras investiga para un libro. Durante su estancia, descubre un oscuro secreto relacionado con el antiguo propietario de la mansión, el conde Magnus, un hombre violento cuya vida estuvo marcada por el misterio y las artes oscuras. La curiosidad de Wraxall lo llevarán a desenterrar secretos que pondrán a prueba su cordura y su seguridad personal.

M. R. James - El conde Magnus

El conde Magnus

M. R. James
(Cuento completo)

Lo último que explicaré al lector en estas páginas es de qué modo llegaron a mis manos los documentos a base de los cuales he construido este relato. Pero antes debo explicar la clase de documentos que poseo.

Consisten, parcialmente, en una serie de apuntes para un libro de viajes, uno de esos volúmenes tan corrientes en los años 1840 a 1850. El Journal of a Residence in Jutland and the Danish Isles, de Horace Marryat, es un ejemplo típico de la clase de libro a que me refiero. El tema suele ser la descripción de algún país poco conocido del continente. Tienen ilustraciones al boj o al metal. Proporcionan información acerca de los hoteles y de los medios de comunicación, tal como la que ahora esperamos encontrar en una guía, y reproducen conversaciones con extranjeros inteligentes, con mesoneros ocurrentes y con locuaces campesinos. En una palabra, se trata de unos libros que en lenguaje moderno llamaríamos «periodísticos».

Partiendo, como habían partido, de la idea de reunir material para un libro de ese tipo, los documentos a medida que aumentaron fueron asumiendo el carácter de testimonio de una experiencia personal, y ese testimonio fue continuado hasta la víspera, casi, de su terminación.

El escritor era un tal Mr. Wraxall. Mi conocimiento de él se basa por completo en sus escritos, y de ellos deduzco que era un hombre de edad madura, dueño de algunos medios de fortuna y que estaba solo en el mundo. Al parecer, no tenía hogar fijo en Inglaterra, sino que era huésped permanente de hoteles y pensiones. Es probable que alimentara la idea de instalarse definitivamente en algún lugar en el futuro, cosa que no llegó a realizar; y creo también que el paso de los años fue apagando aquel deseo, hasta hacerlo desaparecer.

Parece ser que Mr. Wraxall había publicado un libro, y que éste versaba sobre unas vacaciones que en cierta ocasión había pasado en Bretaña. No puedo decir más, acerca de su obra, ya que una minuciosa búsqueda a través de las obras bibliográficas me ha llevado a la conclusión de que debió publicarla anónimamente, o bajo un seudónimo.

En cuanto a su carácter, no resulta difícil formarse una opinión superficial. Debió ser un hombre inteligente y culto. Parece que estuvo a punto de graduarse en Oxford. Su mayor defecto era un exceso de curiosidad, un buen defecto para un viajero, pero evidentemente un defecto que, al final, le costó muy caro.

En el curso de lo que fue su última expedición, estaba preparando otro libro. Hace cuarenta años, los países escandinavos eran muy poco conocidos de los ingleses, y a Mr. Wraxall le impresionaron profundamente. Debió inspirarse en algunos libros antiguos de la historia de Suecia, y se le ocurrió la idea de dar a luz un libro acerca de aquel país, alternando las notas de viaje con episodios de la historia de algunas de las grandes familias suecas. En consecuencia, se procuró cartas de presentación para algunas personas de elevada categoría de Suecia, y emprendió el viaje a principios del verano de 1863.

No es necesario hablar de sus viajes por el Norte, ni de su estancia de algunas semanas en Estocolmo. Únicamente me creo obligado a mencionar que algún savant residente allí le puso tras la pista de una importante colección de documentos familiares pertenecientes a los propietarios de una mansión campestre de Vestergothland, y le consiguió una autorización para examinarlos.

La mansión campestre, o herrgard, se llamaba Räbäck (la pronunciación es algo parecido a Roebeck), aunque no es éste su verdadero nombre. Es uno de los mejores edificios de su clase en todo el país, y su reproducción en el libro Suecia antiqua et moderna, de Dahlenberg, grabada en 1694, la muestra exactamente igual que el turista puede verla hoy. Fue construida poco después del 1600, y en lo que respecta al material —ladrillo rojo con revestimientos de piedra— y al estilo, es muy parecida a una casa inglesa de aquella misma época. El hombre que la construyó era un vástago de la gran casa de De la Gardie, y sus descendientes la poseen aún. De la Gardie es el nombre por el cual les designaré cuando sea necesario mencionarles.

Recibieron a Mr. Wraxall con gran amabilidad y cortesía, y le rogaron que permaneciera en la casa todo el tiempo que durasen sus investigaciones. Pero éste, prefiriendo la independencia, y desconfiando de su capacidad de conversar en sueco, se instaló en la posada del pueblo, la cual resultó ser bastante cómoda, al menos durante los meses de verano. Esta solución significaba un corto paseo diario desde la posada a la mansión campestre: algo menos de una milla.

La casa se alzaba en medio de un parque, rodeado de altos árboles. Pasados los árboles se entraba en el vallado jardín, en el que había uno de los pequeños lagos que tanto abundan en aquel país. Luego llegaba la tapia de la heredad, y se trepaba a un pequeño otero, y en la cima del otero se alzaba la iglesia, rodeada de altos árboles. A los ojos de un inglés, resultaba un edificio muy raro. La nave central y las alas eran bajas y estaban llenas de bancos y de tribunas. En la tribuna occidental había un antiguo y hermoso órgano, pintado de alegres colores con los tubos de plata. El techo era plano, decorado por un artista del siglo XVII con un extraño y espantoso «Juicio Final», lleno de cárdenas llamas, ciudades destruidas, buques ardiendo, almas en pena y oscuros y sonrientes demonios. El púlpito parecía una casa de muñecas, cubierto de querubines y de santos pintados en la madera. Del pupitre del predicador colgaba una hornacina con tres relojes de arena.

En Suecia pueden verse actualmente iglesias de ese tipo, pero lo que distinguía a aquélla era un añadido al edificio original. En el extremo oriental del ala norte, el propietario de la mansión había hecho edificar un mausoleo para él y para su familia. Era una construcción octogonal, iluminada por una serie de ventanas ovaladas, y tenía el techo en forma de cúpula, rematada por una especie de espiral: un estilo por el que los arquitectos suecos sienten especial predilección.

El techo estaba revestido de cobre y pintado de negro, en tanto que las paredes, al igual que las de la iglesia, eran cegadoramente blancas. Desde la iglesia no había acceso directo al mausoleo, el cual tenía su propia puerta de entrada en el lado septentrional.

Pasado el patio de la iglesia se llegaba al camino del pueblo, y tres o cuatro minutos de andar le dejaban a uno ante la puerta de la posada.

En el primer día de su estancia en Räbäck, Mr. Wraxall encontró abierta la puerta de la iglesia, y tomó las notas de su interior que acabo de transcribir. En cambio, no pudo entrar en el mausoleo. Mirando a través del ojo de la cerradura, pudo apreciar únicamente, que había hermosas estatuas de mármol y sarcófagos de cobre, y una gran cantidad de adornos heráldicos, todo lo cual le hizo desear ardientemente poder pasar al interior del panteón para contemplar de cerca toda aquella riqueza.

Los documentos que tuvo ocasión de examinar en la mansión campestre eran precisamente lo que Mr. Wraxall deseaba para su libro. Había correspondencia familiar, diarios y libros de cuentas de los propietarios más antiguos de la posesión, cuidadosamente conservados y claramente escritos, llenos de pintorescos y divertidos detalles. El primer De la Gardie aparecía en ellos como un hombre fuerte y capaz. Poco después de haber sido edificada la casa hubo un período de disturbios en la región, y los campesinos se habían amotinado, atacando varios castillos y causando algunos daños. El propietario de Räbäck tomó una parte preponderante en la represión del conflicto, y en los documentos había referencias a ejecuciones de cabecillas de la revuelta y a severos castigos infligidos con mano dura.

El retrato de aquel Magnus de la Gardie era uno de los mejores de la casa, y Mr. Wraxall lo examinó con gran interés después de su primer día de trabajo. No da ninguna descripción detallada de él, aunque sospecho que el rostro le impresionó más por su expresión de poder que por su belleza o bondad; en realidad, Mr. Wraxall escribe que el conde Magnus era un hombre horriblemente feo.

Aquel día, Mr. Wraxall cenó con la familia y emprendió el camino de regreso a la posada a última hora de la tarde.

«Tengo que acordarme de pedirle al sacristán —escribe— que me permita entrar en el mausoleo de la iglesia. Es evidente que tiene acceso a él, porque al marcharme le he visto delante de la puerta, como si la estuviera abriendo o cerrando».

Encontré que al día siguiente, a primera hora de la mañana, Mr. Wraxall sostuvo una conversación con el dueño de la posada. Al principio, me sorprendió que la anotara con tanta minuciosidad; pero no tardé en darme cuenta de que los documentos que estaba leyendo eran, al menos en sus comienzos, los materiales para el libro que estaba preparando, y que iba a ser una de aquellas obras casi periodísticas que admiten la inclusión de tales diálogos.

Su propósito, según decía, era el de comprobar si las actividades del actual conde de la Gardie tenían algún punto de contacto con las que eran atribuidas a su antepasado, el conde Magnus, y si la opinión popular le era favorable o no. Descubrió que el conde no era un hombre apreciado. En la época en que sus colonos le consideraban como su dueño y señor, si llegaban tarde al trabajo eran atados al potro y azotados sin compasión. Se habían dado un par de casos de hombres que habían ocupado tierras que limitaban con los dominios del conde, y cuyas casas habían sido misteriosamente incendiadas en una noche de invierno, con toda la familia dentro. Pero lo que parecía ocupar de un modo especial la mente del posadero —ya que aludió a ello más de una vez— era que el conde había estado en el Peregrinaje Negro, y se había traído algo o alguien con él.

Como es lógico, ustedes se preguntarán, como se preguntó Mr. Wraxall, en qué consistía el Peregrinaje Negro. Pero su curiosidad en este aspecto debe quedar insatisfecha, como quedó la de Mr. Wraxall. El posadero no se mostró dispuesto a dar una respuesta concreta, ni siquiera una respuesta, sobre aquel punto, y, como en aquel preciso instante le llamaron desde abajo, se marchó evidentemente satisfecho. Unos minutos más tarde asomó la cabeza por la puerta para explicar que le habían llamado porque tenía que marcharse a Skara y no regresaría hasta la noche.

De modo que Mr. Wraxall tuvo que marcharse a su tarea cotidiana en la mansión campestre sin poder satisfacer su curiosidad. Los documentos que estaba examinando en aquellos momentos no tardaron en dar otro curso a sus pensamientos, ya que se trataba de la correspondencia entre Sophia Albertina, de Estocolmo, y su prima casada Ulrica Leonora, de Räbäck, durante los años 1705-1710. Las cartas tenían un interés excepcional, por cuanto aclaraban muchos aspectos de la cultura de aquel período en Suecia, como puede atestiguar cualquiera que las haya leído en la edición publicada por el Comité de Manuscritos Históricos Suecos.

Por la tarde Mr. Wraxall había estado leyendo las cartas en cuestión, y después de devolver las cajas en que estaban guardadas a sus respectivos estantes, cogió, al azar, algunos de los libros que tenía más al alcance de la mano, a fin de decidir cuál de aquéllos revestía más interés para dedicarle su atención al día siguiente. El estante que había delante de él estaba ocupado, en su mayor parte, por una colección de libros de cuentas procedentes del primer conde Magnus. Pero uno de ellos no era un libro de cuentas, sino un libro de alquimia escrito por una mano que no era la del conde. Mr. Wraxall no estaba muy familiarizado con la literatura alquimista, y perdió mucho tiempo, que podía haberse ahorrado, leyendo los nombres y el comienzo de los diversos tratados: El Libro del Fénix, el Libro de las Treinta Palabras, el Libro del Sapo, el Libro de Miriam, la Turba Philosophorum, y así por el estilo. Luego expresó de un modo muy circunspecto su alegría al descubrir, en una hoja de papel colocada entre las páginas del libro, unas líneas escritas por el conde Magnus bajo el título de «Líber nigrae peregrinationis». Es verdad que sólo había unas líneas, pero eran suficientes para demostrar que el conde Magnus se refería a una creencia tan antigua como él mismo y probablemente compartida por él. Esto es lo que había escrito:

«Si cualquier hombre desea obtener una larga vida, si desea obtener un fiel mensajero y ver la sangre de sus enemigos, es necesario que vaya primero a la ciudad de Chorazin, y allí salude al príncipe…». Aquí había una palabra tachada, aunque con cierto descuido, de modo que Mr. Wraxall estuvo casi seguro de que la palabra en cuestión era aëris («del aire»). El texto no continuaba, sólo había una línea en latín: «Quaere reliqua hujus materiei inter secretiora». (Ver el resto de esta materia entre las cosas más privadas).

No puede negarse que esto arrojaba una luz más bien carmesí sobre los gustos y creencias del conde; pero para Mr. Wraxall, separado de él por casi tres siglos, la idea de que se había ocupado de alquimia, y de una alquimia que tenía mucho de magia, sólo le convertía en una figura más pintoresca. Y cuando, después de haber contemplado durante largo rato el retrato del conde Magnus que había en el vestíbulo, Mr. Wraxall emprendió el camino de regreso a la posada, su mente estaba llena del pensamiento del conde. No tenía ojos para lo que le rodeaba, ni olfato para la fragancia nocturna de los árboles, ni oído para la brisa que murmuraba sobre el lago. Y cuando, súbitamente, alzó la mirada, quedó estupefacto al encontrarse ya en la verja del patio de la iglesia, y a unos minutos de distancia de su cena. Sus ojos se posaron en el mausoleo:

«¡Ah! —dijo—. ¡Estás ahí, conde Magnus! Me gustaría muchísimo verte».

«Al igual que muchos hombres solitarios —escribe—, tengo la costumbre de hablar conmigo mismo en voz alta. Pero nunca aguardo una respuesta. Evidentemente, y quizá por fortuna en este caso, no hubo ninguna voz ni ninguna dama que mirar: únicamente la mujer que, supongo, estaba limpiando la iglesia, dejó caer algún objeto metálico al suelo, y el sonido me sorprendió. El conde Magnus debe de estar durmiendo el más profundo de los sueños».

La misma noche, el dueño de la posada, que había oído decir a Mr. Wraxall que deseaba ver al capellán, le presentó a aquel caballero en la posada. Tras concertar una visita al panteón de los De la Gardie para el día siguiente, se entabló una ligera conversación.

Mr. Wraxall, recordando que una de las funciones de los diáconos escandinavos es la de instruir a los candidatos a la Confirmación, pensó que podría refrescar su propia memoria acerca de un punto bíblico.

—¿Puede decirme usted algo acerca de Chorazin? —preguntó.

El capellán pareció sorprendido, pero no tardó en recordarle cómo había sido denunciada aquella ciudad.

—Lo sé —dijo Mr. Wraxall—. Y supongo que ahora estará en ruinas.

—Eso espero —replicó el capellán—. He oído decir a algunos sacerdotes ancianos que el Anticristo nació allí; y se cuentan cosas…

—¡Ah! ¿Qué clase de cosas? —inquirió Mr. Wraxall.

—Cosas, iba a decir, que ya he olvidado —dijo el capellán.

Y casi inmediatamente le dio las buenas noches a su interlocutor.

El dueño de la posada estaba ahora solo y a merced de Mr. Wraxall; y Mr. Wraxall no estaba dispuesto a desaprovechar la ocasión que se le presentaba.

Herr Nielsen —dijo—, esta mañana me ha hablado usted de algo relacionado con el Peregrinaje Negro. ¿Qué es lo que el conde se trajo de allí?

Los suecos suelen ser lentos en contestar desde luego, el posadero no era una excepción. No estoy seguro; pero Mr. Wraxall señala el hecho de que el posadero se pasó por lo menos un minuto mirándole, antes de pronunciar una palabra. Luego se acercó más a su huésped, y con evidente esfuerzo rompió a hablar:

Mr. Wraxall, puedo contarle a usted esa historia, y nada más… absolutamente nada más. No debe usted preguntarme nada cuando se la haya contado. En tiempos de mi abuelo —es decir, hace noventa y dos años—, había dos hombres que decían: «El conde está muerto; no debemos preocuparnos por él. Esta noche iremos a cazar a sus bosques». Se referían a los bosques que se encuentran detrás de Räbäck y que usted ya ha visto. Los que les oyeron decir esto, les aconsejaron: «No vayáis allí; estamos seguros de que encontraréis personas que se pasean y que no deberían pasear. Deberían estar descansando, y no paseando…». Los dos hombres se echaron a reír. Los bosques no estaban vigilados, porque no había nadie que deseara cazar en ellos. La familia no estaba en la casa. Los dos hombres podían hacer lo que les viniera en gana.

»Bueno, aquella noche fueron al bosque. Mi abuelo estaba sentado aquí, en esta habitación. Era una noche de verano, muy clara. A través de la ventana abierta, mi abuelo podía ver y oír lo que sucedía en el bosque.

»De modo que estaba sentado, en compañía de dos o tres hombres, escuchando. Al principio no oyeron absolutamente nada; luego oyeron a alguien —ya sabe usted cuán lejos está el bosque—, oyeron a alguien que gritaba, como si estuvieran arrancándole el alma del cuerpo. Todos los que estaban en la habitación se miraron entre sí, y permanecieron sentados por espacio de unos tres cuartos de hora. Luego oyeron a alguien más, a sólo trescientos pies de distancia. Le oyeron reír en voz alta: desde luego, no se trataba de ninguno de los dos hombres, y todos los que oyeron aquella risa hubieran jurado que no procedía de un ser humano. Después de esto oyeron cerrarse una gran puerta.

»Luego, cuando empezaba a hacerse de día, fueron a ver al párroco. Y le dijeron:

»—Padre, póngase la sotana y el roquete, y vaya a enterrar a esos hombres, Anders Bjornsen y Hans Thorbjoern.

»Como puede ver, estaban convencidos de que los dos hombres habían muerto. De modo que se dirigieron al bosque… mi abuelo nunca olvidó aquello. Dijo que todos ellos estaban muy asustados. Incluso el párroco estaba muerto de miedo. Cuando los hombres que estaban con mi abuelo fueron a verle, les dijo:

»—He oído a alguien que gritaba, y después he oído una risa. Si no puedo olvidar esto, no creo que en adelante pueda conciliar el sueño.

»De modo que se dirigieron al bosque, y encontraron a los dos hombres en la misma linde. Hans Thorbjoern estaba de pie con la espalda apoyada en un árbol, y no cesaba de empujar algo con las manos… algo que no estaba allí, delante de él. Por tanto, no estaba muerto. Se lo llevaron a la casa de Nykjoping, y murió antes de la llegada del invierno, y se pasó el tiempo empujando algo con las manos. También Anders Bjornsen estaba allí; pero estaba muerto. Y en lo que respecta a Anders Bjornsen puedo decirle a usted que había sido un hombre guapo, pero se había quedado sin rostro, porque la carne de su cara había desaparecido, dejando los huesos al descubierto. ¿Comprende usted esto? Mi abuelo no lo olvidó nunca. Le tendieron en una camilla que habían llevado a prevención, cubrieron su cabeza con un lienzo, y el párroco echó a andar; y los hombres empezaron a cantar el salmo de los muertos con voz estrangulada. Y cuando llegaban al final del primer versículo, uno de los hombres, el que iba detrás, calló, y los otros miraron hacia atrás, y vieron que el lienzo había caído, y que los ojos de Anders Bjornsen estaban abiertos, puesto que no había nada que los cubriera. Y no pudieron soportar aquella mirada. De modo que el párroco decidió que fueran a buscar herramientas para enterrar al muerto allí mismo…

Al día siguiente, Mr. Wraxall recordó que el capellán le esperaba inmediatamente después de la hora del desayuno, para acompañarle a visitar el panteón. La llave del panteón estaba colgada de un clavo en el púlpito de la iglesia, y se le ocurrió pensar que, dado que la puerta de la iglesia no se cerraba nunca, no le sería difícil efectuar una segunda visita, a solas, si su interés la justificaba. Cuando entró en el edificio, no le pareció impresionante, ni mucho menos. Los monumentos, en su mayoría de los siglos XVII y XVIII, eran muy lujosos, y estaban llenos de epitafios. El centro de la nave estaba ocupado por tres sarcófagos de cobre, recubiertos de adornos finamente labrados. Dos de ellos tenían un crucifijo en la parte superior, según es costumbre en Dinamarca y en Suecia. El tercero, el del conde Magnus, en vez de crucifijo tenía grabada una efigie de tamaño natural, y alrededor del sarcófago había varias franjas de adornos similares, representando diversas escenas. Una de ellas era una batalla, con un cañón humeante, y ciudades amuralladas, y grupos de soldados armados con picas. Otra representaba una ejecución. En una tercera, había un hombre corriendo a toda velocidad entre los árboles, con los cabellos en desorden y las manos extendidas hacia delante. Detrás de él corría una extraña forma. Resultaba difícil saber si el artista había querido representar a un hombre, y fue incapaz de darle el parecido adecuado, o si la monstruosa forma que tenía, respondía a un deliberado propósito. En vista de la habilidad demostrada en el resto de la obra, Mr. Wraxall se sintió inclinado a adoptar la última idea. La figura era muy bajita, y llevaba un largo manto que le arrastraba por el suelo. La única parte de la figura que salía de aquella especie de manto no tenía forma de brazo ni de mano. Mr. Wraxall lo compara con el tentáculo de un pulpo, y añade: «Al ver aquello me dije a mí mismo que se trataba, evidentemente, de una representación alegórica: tal vez un demonio persiguiendo a una pobre alma, tal vez el origen de la historia del conde Magnus y de su misteriosa compañía».

Mr. Wraxall se fijó en las cerraduras —en número de tres— que aseguraban el sarcófago y que estaban finamente labradas en acero. Una de ellas se había desprendido y estaba en el suelo. Entonces, no deseando molestar más al capellán ni perder su propio tiempo, emprendió el camino de regreso a la casa.

«Resulta curioso comprobar —escribe— cómo funciona la mente, prescindiendo de todo lo que nos rodea, cuando recorremos un sendero con el cual estamos familiarizados. Esta noche, por segunda vez, he dejado de darme cuenta del lugar hacia el cual me dirigía (había planeado una visita particular al panteón para copiar los epitafios), para recobrar súbitamente la conciencia al llegar a la verja del patio de la iglesia y oírme a mí mismo murmurar: “¿Estás despierto, conde Magnus? ¿Estás durmiendo, conde Magnus?”, y algo más que no consigo recordar. Al parecer, me he estado portando de tan extraño modo durante algún tiempo».

Encontró la llave del panteón en el lugar donde había esperado encontrarla, y copió una gran parte de los epitafios que deseaba copiar; en realidad, se quedó en el panteón hasta que la luz empezó a faltarle.

«Debo de haberme equivocado —escribe— al decir que una de las cerraduras del sarcófago de mi conde estaba abierta; esta noche he visto que dos de ellas están sueltas. Las he recogido y las he puesto cuidadosamente sobre el antepecho de la ventana, después de tratar infructuosamente de colocarlas en su sitio. La otra sigue estando firme, y, aunque creo que se trata de una cerradura de muelle, no he conseguido descubrir cómo se abre. De haberlo conseguido, creo que me hubiera tomado la libertad de abrir el sarcófago. Resulta muy raro el interés que siento por la personalidad del feroz, y me temo que desagradable, conde Magnus».

El día siguiente fue el último de la estancia de Mr. Wraxall en Räbäck. Recibió una carta relacionada con ciertas inversiones que aconsejaban su inmediato regreso a Inglaterra; su tarea con los documentos había terminado prácticamente, y el viaje era largo. En consecuencia, decidió despedirse, añadir unos datos finales a sus notas, y marcharse.

Las notas finales y las despedidas le tomaron más tiempo del que había esperado. La hospitalaria familia insistió en que se quedara a comer —comían a las tres—, y eran las seis y media cuando cruzó la verja de hierro de Räbäck. Emprendió el camino de regreso lentamente, deseoso de saturarse, ahora que la vivía por última vez, de la sensación del lugar y de la hora. Y cuando llegó a la cima del otero donde se alzaba la iglesia, se detuvo unos minutos, contemplando la ilimitada perspectiva de los árboles cercanos y distantes, bajo un cielo de color verde agua. Cuando al fin se dispuso a marcharse, se le ocurrió la idea de que debía despedirse del conde Magnus, así como del resto de los De la Gardie. La iglesia estaba a veinte metros de allí, y Mr. Wraxall sabía dónde estaba colgada la llave del panteón. Al cabo de un rato se encontraba junto al gran ataúd de cobre, y, como de costumbre, hablándose a sí mismo en voz alta.

«En tus tiempos fuiste un individuo de cuidado —estaba diciendo—, pero por eso mismo me gustaría verte, o, mejor aún…».

«En aquel preciso instante —escribe— noté un golpe en el pie. Lo sacudí con cierta violencia, y algo cayó al suelo con un chasquido. Era la tercera, la última de las tres cerraduras del sarcófago. Me incliné a recogerla, y antes de que me hubiera incorporado de nuevo oí un ruido chirriante y vi perfectamente que empezaba a levantarse la tapadera del ataúd. Tal vez me porté como un cobarde, pero lo cierto es que por nada del mundo hubiese podido permanecer allí un segundo más. Salí del espantoso mausoleo en menos tiempo del que tardo en escribir —casi con tanta rapidez con que las hubiera dicho— estas palabras; y lo que me asustó todavía más fue que no pude hacer girar la llave en la cerradura de la puerta. Mientras estoy sentado aquí, en mi habitación, anotando estos hechos, me pregunto a mí mismo (la cosa ha ocurrido hace menos de veinte minutos) si aquel ruido chirriante continúa, y no puedo contestar en ningún sentido. Lo único que sé es que hubo algo más de lo que he escrito que me alarmó, pero no puedo recordar si fue una sensación auditiva o visual. ¿Qué es lo que he hecho?».

* * *

¡Pobre Mr. Wraxall! Salió para Inglaterra al día siguiente, tal como había planeado, y llegó sano y salvo; y, sin embargo, a través de lo que escribió a partir de entonces, he podido llegar a la conclusión de que estaba moralmente destrozado. Uno de los varios cuadernos de notas que me han llegado con los documentos, da una pista —no me atrevo a decir la clave— de sus experiencias. La mayor parte de su viaje lo hizo por mar, y encuentro no menos de seis trabajosos intentos de enumerar y describir a sus compañeros de viaje. Las anotaciones son de este tipo:

«24. Pastor del pueblo de Skäne. Chaqueta negra y sombrero negro.

»25. Un comerciante de Estocolmo que se dirige a Thollhättan. Chaqueta negra y sombrero pardo.

»26. Hombre con levita negra, muy larga, y sombrero de ala ancha, todo muy anticuado».

Esta última anotación está subrayada, y lleva el siguiente añadido: «Tal vez idéntico al n.º 13. Todavía no he visto su cara».

El resultado concreto de la cuenta es siempre el mismo. En la enumeración aparecen veintiocho personas, y una de ellas es siempre un hombre con levita negra, muy larga, y sombrero de ala ancha, y la otra «un hombre bajito, con túnica oscura y capuchón». Por otra parte, a la hora de las comidas sólo aparecen veintiséis pasajeros, sin que en ella estén presentes los dos que han sido citados en último lugar.

* * *

Al llegar a Inglaterra, Mr. Wraxall desembarcó en Harwich, y allí decidió ponerse fuera del alcance de alguna persona o personas a las cuales no cita, pero por las que es evidente creía ser perseguido. En consecuencia, alquiló un carruaje —no confiaba en el ferrocarril— y se hizo conducir al pueblo de Belchamp St. Paul.

Cuando llegó allí eran las nueve de una noche de agosto, iluminada por la luna. A través de la ventanilla del carruaje desfilaban los campos. De pronto, llegaron a un cruce de caminos. Y allí, de pie, completamente inmóviles, había dos hombres: el más alto llevaba un sombrero de ala ancha, el más bajito se cubría la cabeza con un capuchón. Mr. Wraxall no tuvo tiempo de verles la cara, y los dos hombres no hicieron ningún movimiento que él pudiera distinguir. El caballo se encabritó y se lanzó a un desenfrenado galope, mientras Mr. Wraxall se hundía en su asiento, presa de un sentimiento muy parecido a la desesperación. Había visto a aquellos dos hombres en ocasiones anteriores.

Llegado a Belchamp St. Paul, tuvo la suerte de encontrar un alojamiento aceptable, y, durante las veinticuatro horas siguientes, vivió relativamente en paz. Sus últimas notas fueron escritas ese día. Están redactadas de un modo tan confuso, que no puedo reproducirlas íntegramente, aunque su sentido está bastante claro. Mr. Wraxall estaba esperando una visita de sus perseguidores —ignoraba cómo y cuándo—, y repite constantemente: «¿Qué es lo que he hecho?», y «¿No hay esperanza?». Sabía que los médicos le tratarían de loco, y que la policía se reiría de él. La persona en cuestión ha desaparecido. ¿Qué otra cosa podía hacer, sino cerrar su puerta y apelar a Dios?

* * *

El año pasado, en Belchamp St. Paul, la gente recordaba aún la llegada de un caballero muy raro, una noche del mes de agosto, años atrás; y recordaba que a la mañana siguiente fue encontrado muerto en su habitación, y que hubo una encuesta; y que el jurado que vio el cadáver quedó tan impresionado, que siete de sus miembros se desmayaron, y ninguno de ellos quiso hablar de lo que había visto. Y que la gente que estaba al cuidado de la casa alquilada por el difunto se había marchado aquella misma semana. Pero nadie sabía nada que proyectara un poco de luz sobre el misterio.

Ocurrió que el pasado año la casita en cuestión llegó a mis manos como parte de un legado. Había estado vacía desde 1863, y no parecían existir perspectivas de alquilarla o de venderla. Y los documentos de que acabo de darles un extracto fueron encontrados en un armario, debajo de la ventana del mejor de los dormitorios de la casa.

M. R. James - El conde Magnus
  • Autor: Montague Rhodes James
  • Título: El conde Magnus
  • Título Original: Count Magnus
  • Publicado en: Ghost Stories of an Antiquary (1904)
  • Traducción: Alfredo Herrera – José María Aroca

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