Margarita García Robayo: Los álamos y el cielo de frente

Los aeropuertos la ponían nerviosa, pero no por las despedidas. No tenía un solo recuerdo de haberse despedido de alguien antes de tomar un avión. Lo que no le gustaba era la espera, la incomodidad de los asientos, el olor penetrante de los baños. Y las personas que viajaban, sobre todo eso. Tampoco era que hubiese tomado muchos aviones. De chica no viajaba en avión porque sus padres no tenían plata, y ya de grande nunca le encontró la gracia. A lo mejor era uno de esos gustos adquiridos, pensaba, como el de comer quesos podridos.

—Buen viaje —Jerónimo le pasó la maleta envuelta en un plástico fluorescente.

Ema se levantó del asiento donde lo había estado esperando. Sintió una pierna dormida. De los últimos meses le había quedado un sobrepeso importante y problemas de circulación. Jerónimo había insistido en ir a pagar las tasas y en envolver la maleta, aunque ella le dijo que no llevaba nada de valor, ni nada que pudiera romperse. Obviamente era una excusa para no esperar con ella, para alejarse así fuera diez minutos.

En el medio una niña la escupió. Una niña hiperactiva, maquillada ferozmente. La madre estaba leyendo una revista dedicada a Grecia y se interesaba poco en sus maromas: saltaba por encima de los asientos como un chimpancé. Después se sentó al lado de Ema, abrió la boca y se tocó un colmillo flojo: «Mira, se mueve». Ahí se le salió un chorro de baba espesa y caliente que fue a parar en su brazo.

Ahora Ema agarraba la maleta y le decía a Jerónimo, gracias, no te hubieras molestado, y esperaba que él dijera algo más, pero todo lo que hizo fue mirar el reloj:

—Bueno, va siendo hora.

—Espera, por favor.

Jerónimo la miró con la boca torcida, en esa mueca que le desbalanceaba la papada, como si un lado de la cara le pesara más.

—¿Qué pasó ahora? —dijo, impaciente.

Él también había engordado en los últimos meses y no tenía ninguna excusa.

—No sé, los aeropuertos no me gustan. Nunca me despedí de nadie, no sé cómo es.

Otra vez tenía ganas de llorar.

—Es así. —Jerónimo hizo un movimiento histérico con las manos, como un mimo que saluda—. Adiós.

—Me gustaría llamarte cuando llegue, ¿te parece? Así hablamos bien. Me parece que tenemos que hablar bien, y quizá el teléfono ayude.

Ahora Jerónimo se había puesto las manos en los bolsillos y alzaba los hombros en esa pose en que el cuello le desaparecía. Jerónimo estaba lleno de tics, movimientos innecesarios, ademanes sobreactuados. Jerónimo era horrible. Ella también era horrible, y esa coincidencia debía bastarles para hacerse la reverencia mutuamente.

—Ema —la voz era un gruñido—, no quiero hablar contigo nunca más, ¿se entiende? —Ema alzó los hombros, se tragó una bola de saliva—. Anda, vete. —Le señaló la puerta de embarque internacional.

La madre y la niña estaban de últimas en la fila. Si iba ahora se las cruzaría otra vez.

Jerónimo le había comprado el pasaje la noche anterior. Era el pasaje más caro del mundo: solo había lugar en Business. No le importó; gastó dos sueldos y no le importó.

—Cuando vuelvas —dijo Jerónimo— ya no estaré en el apartamento.

Se dio vuelta y caminó rápido hacia la salida, antes de que ella pudiera contestarle.

Ella fue a la fila. La niña le sonrió, Ema la esquivó y se concentró en la revista de la madre: Descubra Patmos, decía la portada. Al fondo una playa y, en primer plano, una pareja con trajes griegos. Alguna vez Jerónimo le había dicho que fueran a Grecia. No a Patmos, no se acordaba a dónde, pero seguramente a un lugar más obvio, más de postal. Ema le dijo que no le gustaban los lugares demasiado bellos.

Él no entendió. «Odio la belleza, por eso te amo ti», le dijo, y extendió la mano para acariciarle la cara, pero Jerónimo justo se dio vuelta y ella le metió el dedo en el ojo. «¡Perra!», le gritó. Y a Ema le dio tanta rabia que, sin pensarlo, apretó el puño y se lo mandó a la cara.

*

Un ruido en el techo la despertó. Los pasos de algún animal pesado: una zorra, quizá. Se le daba por arañar el cielo raso y chillar, como pidiendo ayuda. Ema se sentó en la cama. Recordaba ese animal de toda la vida. Cuando era chica lloraba de terror; después se fue acostumbrando. Afuera, alguien prendió una licuadora. Ema salió del cuarto y caminó hasta la sala. Había cuatro fuentecitas artificiales, una en cada esquina, haciendo todo el tiempo el sonido de cascada. Había móviles metálicos tintineando en las ventanas. Sobre la mesita de centro había una pecera que no tenía peces, sino cuarzos de colores.

En la cocina, su mamá, de espaldas a la puerta, licuaba algo verde. Sostenía el teléfono inalámbrico entre la oreja y el hombro y hablaba. Su voz le llegó como un látigo, un golpe seco en la nuca:

—Emanuella siempre viaja en Business, y me parece muy bien que lo haga. Ha estado muy estresada últimamente. Con todo lo que pasó no es para menos, mi pobrecita.

—¿Mamá?

Su mamá echaba hojas de espinaca en la licuadora encendida y seguía hablando. Tenía puesta una bata de tela hindú que dejaba ver su ropa interior. Un brasierenorme, un calzón gastado. Ema se sentó en el comedor de plástico, apoyó los codos en la mesa, la barbilla en las palmas de las manos. El reloj de pared marcaba las nueve. Hacía años su mamá le había enviado un reloj de pared bastante parecido a ese. Era de acrílico transparente y estaba lleno de un líquido tornasolado que iba cambiando de tonalidad a medida que pasaban las horas: «Convierte tu volubilidad en algo bello», decía la tarjeta. Ema lo tiró sin sacarlo de la caja.

—…sí, ahora ya está mejor, pero todavía le cuesta creerlo, nos cuesta a todos. Qué tragedia, pobre mijita. —Su mamá apagó la licuadora y se dio vuelta. Cuando la vio se puso seria—. Hablamos luego, querida, adiós. —Colgó.

Sirvió un vaso del menjurje verde y le ofreció a Ema, que negó con la cabeza.

—Es puro hierro, te vendría bien probar un poco. 

Se tragó el líquido a borbotones.

—¿Con quién hablabas? —preguntó Ema.

Su mamá lavaba el vaso. El grifo de la cocina tenía poca presión.

—¿Qué quieres desayunar?

El diálogo no era algo que se le diera de a mucho. Los parlamentos de su mamá respondían a su monólogo interno, nada más.

—Café —dijo Ema—. ¿Por qué dijiste que siempre viajaba en Business? Nunca en mi vida viajé en Business. Tú estás convencida de que soy Carolina de Mónaco, ¿no?

—Hay leche de soya, ¿le pongo?

Su mamá sacó una caja de cartón de la nevera. La abrió y estaba por inclinarla sobre el café que le había servido a Ema.

—No, no quiero eso.

Su mamá metió de vuelta la caja en la nevera, le llevó el café y se sentó frente a ella:

—Hay horarios muy estrictos para visitar a tu tía Ana. Ahora voy a llamar a la doctora para ver si nos deja pasar hoy, así sea un ratito. Se va a poner tan contenta de verte… Siempre me pregunta por ti, aunque está un poco perdida la pobre.

Ema soplaba el café. Su mamá tenía un resto de líquido verde en la comisura del labio.

Recordó la baba de la niña en el aeropuerto y le dio asco. Sacó una servilleta del servilletero que había en la mesa: un gran girasol de plástico.

—Límpiate —le dijo, extendiéndole la servilleta—, tienes la boca verde.

Su mamá se enjugó los labios. La mancha verde no desapareció, solo se dispersó.

—Hace muy bien a los intestinos este jugo, Emanuella, ayuda a digerir lo indigerible. Es una receta que aprendí en ese curso de nutrición. Te dije, ¿no?, lo del cupón de la revista…

—Sí, me dijiste. 

Ema sorbía el café.

Su mamá se quedó callada, como si se le hubiese olvidado la siguiente línea y estuviera tratando de recordarla.

Odiaba que hablara de intestinos.

—¿Dónde está mi papá?

Su mamá había agarrado el control del equipo de música y lo apuntaba. Sonó algo tipo new age.

—No me gusta que inventes cosas de mí —le dijo Ema—. No entiendo cuál es el placer que sientes al mentirle a tus amigas acerca de mí.

—No sé de qué hablas, querida. ¿Te levantaste de mal humor?

Se paró, fue hasta el mesón: pasó el líquido verde a una jarra de vidrio y la metió en la nevera. Después se puso a lavar la licuadora. Ema terminó su café en tres grandes buches. El primero le quemó la garganta, los otros dos pasaron bien. En la taza, la borra formaba una figura confusa. Una figura de nada, un montoncito marrón sin ton ni son. Se levantó de la mesa:

—Me voy a bañar.

—No te comprometas con nadie para esta tarde, Emanuella.

¿Con quién mierda se iba a comprometer? No conocía a nadie en esa ciudad. Todos se habían ido, como ella. Ahora su mamá tenía de vuelta el teléfono en la mano y marcaba un número.

—No estoy estresada, mamá.

Su mamá estaba concentrada en las teclas del teléfono. A Ema le pareció que marcaba más números de los necesarios, como si estuviera llamando a Tokyo. La licuadora se escurría en el secaplatos. Formaba un charquito verde. No tan verde como el jugo, un verde diluido. Su mamá lavaba mal. Siempre lavó mal. Le quedaban restos de cosas en la vajilla: restos de comida, restos de jabón, huellas digitales sobre espuma seca.

—¿Aló?, sí, necesito hablar con la doctora Jaimes, por favor; es de parte de un familiar de la paciente Ana Soto. —Agarró un repasador y lo pasó por el mesón en un movimiento circular. Quedaron órbitas blancas adornando la superficie: grasa vieja—. Sí, como no, espero.

Ema seguía parada frente a la mesa de plástico. Se tocó la barriga. Era un pellejo colgante, fofo. En los últimos meses se había acostumbrado a la sensación de turgencia: era como tocar un globo de agua, lleno a reventar. En los últimos meses Jerónimo le preguntaba cosas como: ¿qué se siente? Y ella decía: que aprieta. O: ¿qué estará haciendo? Y ella: aplastando mis pulmones, queriéndome asfixiar.

—Nunca viajé en Business. Detesto que inventes cosas sobre mí. Detesto que digas cualquier cosa sobre mí.

Su mamá se dio vuelta, sudaba a chorros; la miró y se llevó el índice a los labios:

—Shh.

Ema fue a bañarse.

*

Salió de la ducha escurriendo agua. El celular estaba sonando desde hacía un rato.

—Aló.

Era Jerónimo. No sabía qué hacer con la ropa del bebé.

—Dónala a la iglesia —contestó ella.

—Eres el ser más perverso del universo. 

Lloraba.

Ema colgó. Lo imaginó borracho, maloliente.

El celular volvió a sonar. Ella buscó una toalla y se envolvió el pelo mojado. Le dolía la cabeza.

—Aló —contestó.

—Voy a quemarla. 

Estaba furioso.

Ella estaba desnuda y se sentía en desventaja. Le parecía tan injusto que él pudiera llamarla cuando se le diera la gana y agredirla con cada cosa que se le ocurriera.

—Has lo que te dé la puta gana, me tienes harta con esa voz de víctima.

—¿Y no soy una víctima? —Ahora se reía con esa risa seca, cínica, falsa—. Entonces, ¿qué soy?

—…

—Estás feliz. —Volvió a llorar—. Estás aliviada. Es tan evidente que…

—Muérete.

—¿Quieres que me muera yo también? Ve a revisarte la cabeza, psicópata.

Colgó.

Ema temblaba. Se sacó la toalla de la cabeza y se frotó el pelo. El espejo estaba donde siempre había estado: en la puerta del cuarto del lado de adentro. Todavía tenía unas calcomanías de Jem and the Holograms. Se acercó, se paró lo más derecha que pudo y se miró de frente. Incluso en su pose más erguida era jorobada. Y esa barriga, ese maldito pellejo: la cicatriz le iba de extremo a extremo y era rojiza. El tajo estaba mal hecho. Había quedado torcido y eso hacía que el resto de su cuerpo se viera también desbalanceado. Tenía las tetas hinchadas: para ese momento debía estar amamantando. Los primeros días, cuando se ordeñaba, temía que el chorro de leche le saliera con mucha presión y le reventara los pezones. Se las tocó. Parecían de piedra: se presionó y expulsó un poco de esa agua blanca, claruchenta, que descendió por su barriga y aterrizó en la alfombra.

—¿Emanuella? 

Su mamá abrió la puerta. 

Ema trató de detenerla con las manos pero ella ya estaba adentro, mirándola con una expresión que pasó rápidamente de la lástima a la repulsión. Ema la empujó hacia fuera, le tiró la puerta en la cara.

—Perdón —alcanzó a susurrarle desde afuera. Se oyeron pasos rápidos que se alejaban.

*

—¿Me puedes decir dónde está mi papá?

Ema y su mamá iban en un taxi rumbo al hospital psiquiátrico. Su mamá la ignoraba, le daba indicaciones al chofer. Indicaciones absolutamente innecesarias: era el único hospital psiquiátrico que había en esa ciudad.

—Sinceramente, Emanuella, yo no quiero meterme…

—Entonces no te metas.

—…pero es que la actitud de Jerónimo se me hace muy desconsiderada.

—Cállate.

—Cruel, se me hace.

—Shh —se tapó los oídos.

—…irse justo ahora, cuando más lo necesitas.

Su mamá subió la ventanilla, se abanicó con las manos.

—¿Podemos poner un poco de aire, señor?

Ema también subió su ventanilla pero no del todo. No le gustaba sentirse encerrada.

—Yo creo que…

—Me tiene sin cuidado lo que creas. 

Su madre suspiró hondo. Al poco rato dijo:

—Anita va a estar encantada de verte.

Ni siquiera le caía bien la tía Ana. Tendría que habérselo dicho a su mamá cuando se empeñó en que fueran a visitarla: «Es tu tía preferida». «No es mi tía, es una momia». Pero estaba harta de discutir.

—Voy a adelantar mi regreso, mamá —dijo Ema.

Su mamá, que había estado callada, mirando la ficha del taxista en el respaldo del asiento, se volvió a ella súbitamente. Tenía la boca abierta y la expresión de su cara era una reacción a otro tipo de frase: «Te vomitaré encima, mamá». Y sudaba. Ema recordaba los sudores de su mamá desde que tenía uso de razón. Ella los atribuía a «una cuestión hormonal». Era como si hubiese padecido la menopausia toda la vida: era una menopáusica crónica.

—Haz lo que quieras, Emanuella.

La voz le temblaba. Miró la ventanilla y en el vidrio se reflejaron sus ojos acuosos. Afuera, una fila de álamos bordeaba la ruta. Los álamos no eran árboles de esa zona. Fue que un alcalde sofisticado los hizo traer de tierra templada y los sembró en las avenidas más grandes. El resultado fue ese paisaje tranquilo y delicado, que no tenía nada que ver con ese pueblo.

El taxi se paró en la vereda del hospital. Se bajaron. Su mamá tocó el timbre y salió una enfermera que sonreía. Atravesaron un pasillo oscuro, hediondo a orín, y llegaron a la habitación donde estaba la tía Ana en silla de ruedas. Las paredes estaban pintadas de verde manzana y había un olor fuerte a remedio. La tía Ana estaba maquillada: un par de bolas rojas en las mejillas, un lápiz negro inventándole las cejas que no tenía. Se estaba quedando calva. Lo peor era la frente: poblada de venas azules. Telarañas finas que parecían cosas bajo el agua, tentáculos ahogados.

—Se mantiene espléndida, ¿viste? —dijo su mamá señalando con el mentón a la tía Ana. Ema asintió.

La cama era de una plaza y en la mesita de noche tenía una radio, una foto de ella misma, joven y sonriente: un copete gigantesco adornándole la cara. No era linda ni fea. Y, hasta donde Ema recordaba, tampoco era especialmente habilidosa en nada. Era una absoluta simplona. Su mamá, en cambio, tenía una gran habilidad para ser mediocre en todo lo que hacía. Se destacaba por eso: ponía gran empeño en ser mediocre.

—Espléndida —repitió su mamá; no le gustaban los baches en las conversaciones.

—Es porque no tuvo hijos —dijo la enfermera. 

Y la tía Ana sonrió como si la hubieran piropeado.

—¿Cómo no? —dijo la mamá de Ema, que se había parado detrás de la silla y le peinaba el pelo ralo con los dedos—. Yo siempre fui como una hija para ella.

La tía Ana la miró con ojos inexpresivos. Después se volvió hacia Ema, que estaba parada enfrente. La agarró de la muñeca y la atrajo hacia ella, como para decirle un secreto:

—¿Qué hicieron con el cuerpecito, Emanuella?

Ema se zafó y miró a su mamá, que inmediatamente intervino:

—Mira, Anita, qué día tan radiante. 

Llevó la silla de ruedas hasta la ventana.

Ema se sentó en la cama: el colchón era una piedra. El corazón le latía muy rápido y se le había plantado un aire en la costilla. La enfermera, que estaba en el umbral de la puerta, la escudriñaba. Ema le sostuvo la mirada por unos segundos y luego dijo:

—¿Qué me miras, estúpida?

*

Esa misma noche hizo su maleta y cambió el vuelo de regreso. En dos horas pasaría un taxi para llevarla al aeropuerto. Esperaba en la mesa de la cocina, mientras su mamá preparaba un guiso de pescado que no olía bien. Miraba el reloj de acrílico cada dos segundos. Todavía no se explicaba cómo era que había llegado hasta allí. Un día Jerónimo llegó con esa idea y ella no reaccionó a tiempo. Dijo no sé, puede ser, y él salió corriendo a comprar el tiquete, a llevarla al aeropuerto, a sacársela de encima como a un sarnoso indeseable.

—Qué lástima que no vi a mi papá —dijo Ema—. ¿Dónde lo tienes escondido?

—¿Te gusta con mostaza, Emanuella?

Su mamá sostenía en alto el frasco amarillo, la cuchara en la otra mano, esperando para ser zambullida.

Ema resopló, se levantó de la mesa. Atravesó la sala, acompañada por el murmullo de las fuentecitas y salió por atrás, hacia el jardín: un patio de tierra con algunos arbustos en el contorno y hojas secas que ya nadie barría. Al fondo había una especie de baulera donde guardaban trastos viejos. En medio, un farol y un banco de piedra que alguna vez había servido de soporte para una mesita de té improvisada con un tríplex. Se sentó allí.

Antes, el jardincito tenía la gracia de la vista abierta: los álamos y el cielo de frente. Ahora habían construido un edificio detrás. Las ventanas del contrafrente tenían macetas de plástico y ropa tendida; las paredes estaban tiznadas. El jardincito se había convertido en un lugar frío y oscuro porque no le llegaba el sol.

Cuando era chica, Ema invitaba a sus amigas del colegio a hacer picnicsen el jardincito. Su mamá les extendía un mantel en el piso y, después de comer, se echaban allí a mirar las nubes y a cantar y a casarse con los compañeros del curso. Una vez, muy al principio de todo, había llevado a Jerónimo a su casa. Le enseñó el jardincito, que todavía tenía vista abierta, y se echaron en el piso a mirar las nubes. Él cantó Me and Boby McGee con muy mal acento. Dijo que esa canción se parecía a ellos. Ema pensó que esa canción no tenía nada que ver con ellos, pero asintió, enfática: «Es cierto».

La puerta de la baulera se abrió. Salió su papá.

—¿Papá?

Ema se levantó, sorprendida, y amagó con acercarse, pero su papá dio un paso atrás, impulsivo, casi asustado.

—Emanuella —dijo.

Se aclaró la garganta y se alisó la camisa a cuadros de tela muy delgada. Estaba despeinado. La pata derecha de sus lentes estaba adherida a la montura con cinta pegante. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y miró el piso. Ema también miró el piso. Una fila de hormigas salía de un arbusto y se extendía hasta la antigua casita del perro, que recién descubría arrumada en una esquina.

—¿Has estado todo el tiempo acá? —preguntó Ema.

Su papá dio un paso adelante, se sacó los lentes y limpió los vidrios con la camisa; se los guardó en el bolsillo.

—Es que me hice un tallercito.

—¿Qué?

—No sé si tu mamá te dijo. Volví con eso de la carpintería y, bueno, no sé.

—¿No sabes qué? 

Respiró muy hondo:

—Para mí es una situación difícil, Emita.

—¿Qué situación?

—Me pareció que tu mamá lo iba a hacer mejor que yo, y la tía Ana, que siempre quisiste tanto. Yo no iba a saber qué hacer, qué decirte. —Negó con la cabeza—. Tu actitud… —se le quebró la voz.

Ema sintió un puño metálico y frío en medio del pecho.

—Hablaste con Jerónimo.

 Su papá caminó en dirección al farol:

—¿Cómo lo pasaron hoy?

Cuando pasó por su lado, Ema sintió el olor familiar a colonia de cardamomo. Tragó en seco:

—Bien —dijo.

Su papá dio vuelta a la bombilla y el farol se encendió con una luz débil y amarillenta.

Se sacó un cigarrillo del bolsillo y se lo puso en la boca, apagado.

—Ya pedí un carro para que me lleve al aeropuerto —dijo Ema.

Su papá asintió, se sentó en el banco con las piernas muy abiertas. Era un banco bajo: parecía una rana. Se guardó el cigarrillo en el bolsillo de la camisa y señaló el edificio con el mentón:

—¿Viste ese armatoste que nos hicieron ahí?

—Sí.

—Es un horror, Emita, ¿no te parece? Toda esa gente mirando el jardincito. —Negó con la cabeza, acongojado—. Cuando arrancó la obra quise hablar con el arquitecto jefe, era amigo de un primo de Julio, ¿te acuerdas de Julio?

Ema asintió: los brazos cruzados, muy apretados contra el pecho; le parecía que las tetas otra vez se le estaban derramando.

—Ese Julio era un plato. Pero, bueno, me consiguió una cita con el arquitecto y fui a ver al tipo: todo un señorito de sociedad. Me dijo a todo que sí, que tenía razón, que patatín patatán. Y cuando le pregunté qué pensaba hacer me miró sorprendido y me dijo: «¿Ah, usted quiere que yo haga algo?» —Se reía.

Ema lo recordó haciendo bromas en el comedor: «Mira, Emanuella un pajarito morado», y cuando ella volteaba a mirar el pajarito morado su papá le sacaba la presa de pollo o el pedazo de carne y lo ponía en su plato.

—En fin, que las cosas han cambiado por acá, Emita —dijo mirándola de frente, los ojos reducidos por los años y la miopía—, pero tampoco tanto.

Ella volvió al banco, junto a él. Sintió un ardor en el estómago y recordó que, salvo el café de la mañana, no había comido nada en todo el día.

—¿Por qué no me cuentas a mí, Emita? —Un hilo de voz salió de su boca y su mano tocó la de ella, tímidamente—. Cuéntame qué pasó.

Ema miraba la hilera de hormigas que moría en la casita del perro. O quizá nacía allí y moría detrás del arbusto. Le dio rabia que le preguntara eso. Le dio rabia que antes le hablara de «su actitud». Le pareció violento. Sentía sus ojos chiquitos incrustados en el pómulo: eso también le parecía violento. Estaban tan cerca en ese banco que si ella decidía encararlo sus narices se rozarían.

—¡Emanuella! 

Su mamá salió de la casa.

Ambos se volvieron a mirarla; traía el teléfono inalámbrico en la mano. Ema estuvo segura de que había estado espiándolos y que, cuando vio que se sentaron a hablar, salió disparada. Se paró frente a ellos, a una distancia que le permitió estirar el brazo al frente y, por muy poco, no golpear la cara de Ema con el aparato.

—Es Jerónimo.

Ema agarró el teléfono, desganada, se lo puso en la oreja:

—Aló.

No había nadie del otro lado. Sus padres se habían alejado unos pasos: de espaldas a ella, de cara al edificio. En una de las ventanas un gato miraba el vacío; detrás flameaba una cortina.

Su mamá se volvió y le sacó el teléfono de la mano:

—¿Todo bien, Emanuella? —preguntó, ya caminando hacia la casa, sin esperar una respuesta.

Antes de entrar anunció que la comida estaba servida, que fueran rápido porque se iba a enfriar.

—Malditas hormigas. 

Su papá se sacudía la bota del pantalón.

Después le puso la mano en la cabeza y le revolvió el pelo. La luz del farol lo iluminaba muy de cerca: su cara tenía el color ceniciento de los viejos.

—Papá —le dijo.

Él se volvió a mirarla, otra vez sus ojos chiquitos y expectantes. Pero ella no tenía nada que decirle.

—Vamos. —Avanzó rumbo a la casa—. Vamos, Emita, que se enfría.

© Margarita García Robayo: Los álamos y el cielo de frente. Publicado en Cosas peores, 2014.