Ha perdido su pasaje y tras las rejas blancas de la boletería se le ha negado la compra de otro por falta de cambio. Desde un banco de la estación, mira el inmenso campo seco que se abre hacia los lados. Cruza las piernas y extiende las páginas del periódico para encontrar artículos que apuren el paso del tiempo. La noche cubre el cielo y a lo lejos, sobre la línea negra en la que se pierden los rieles de la estación, una luz amarilla anuncia próximo el último tren de la tarde. Gruner se incorpora. El diario cuelga de su mano como un arma que ya no tiene utilidad. Adivina en la ventanilla de la boletería una sonrisa que, oculta tras las rejas, está exclusivamente dirigida a él. Un perro flaco que antes dormía se incorpora atento. Gruner avanza hacia la ventanilla, confía en la hospitalidad de la gente de campo, en la camaradería masculina, en la buena voluntad que nace en los hombres que son bien encarados. Va a decir por favor, qué le cuesta, usted sabe que ya no hay tiempo de encontrar cambio. Y si el hombre se niega va a preguntar por otras opciones, usted sabe, comprar el boleto en el tren o, al llegar, pedirlo en la boletería de la terminal. Hágame un vale al menos, facilíteme un papel que indique que debo abonarlo después. Pero ya en la ventanilla, cuando las luces del tren prolongan las sombras y la bocina es fuerte y molesta, Gruner descubre que tras las rejas no hay nadie, solo un banco alto y una mesa atiborrada de papeles sin sellar, futuros boletos hacia distintos destinos. Con el tren que entra a la estación a velocidad considerable los ojos de Gruner encuentran, a un lado de las vías y en el campo, al hombre que aún sonríe y mediante señas indica al conductor que no debe detenerse, puesto que nadie ha comprado un boleto. Después, al alejarse el sonido de la máquina, el perro vuelve a echarse y la única lámpara de la estación parpadea hasta apagarse por completo. El diario ahora enroscado vuelve a apoyarse en el regazo de Gruner sin que ninguna conclusión logre incorporarlo para ir en busca del miserable que le ha negado la civilización alegre de la Capital.
Todo permanece quieto y en silencio. Incluso Gruner, sentado en la punta de un banco en la noche fresca. Una sombra se mueve entre los faros de luz y los bancos, y se revela como el hombre de la boletería. Se acerca con sigilo, se sienta en la otra punta del banco y apoya junto a él un tazón con un líquido humeante. Lo arrastra hasta dejarlo a unos pocos centímetros de Gruner. Se aclara la garganta y mira el gran campo negro que se extiende frente a ellos. Gruner, con el humo del tazón despertándole el apetito, se concentra en la resistencia. Piensa que, después de todo, de alguna forma llegará a la Capital y denunciará lo ocurrido. Pero su mano se mueve sola hacia al tazón, y el calor entre los dedos lo distrae. Si quiere hay más, dice el hombre, y entonces Gruner —no, él no lo hubiese hecho—, las manos de Gruner, levantan el cálido recipiente y lo llevan a la boca: un remedio milagroso que reanima el cuerpo. Con el último sorbo comprende que, de tratarse de una guerra, el miserable contaría ya con dos batallas ganadas. Victorioso, el hombre se incorpora, toma el tazón vacío y se aleja.
El perro está enroscado, el hocico escondido entre el estómago y las patas traseras, y aunque Gruner lo ha llamado varias veces no hace caso. Se le ocurre que lo que había en el tazón era la comida del perro y está preocupado por saber cuánto tiempo hace que ese perro está allí. Saber si en algún momento ese perro también habrá querido viajar de un sitio a otro, como él esa misma tarde. Tiene la ocurrencia de que los perros del mundo son el resultado de hombres cuyos objetivos de desplazamiento han fracasado. Hombres alimentados y retenidos a puro caldo humeante, a los que los pelos les crecen, las orejas se les caen y la cola se les estira, un sentimiento de terror y frío que incita a todos al silencio, a permanecer acurrucados bajo algún banco de estación, contemplando a los nuevos fracasados que, como él, aún con esperanza, aguardan la oportunidad de su viaje.
Una sombra se mueve en la boletería. Gruner se incorpora y camina con decisión. Desde el enrejado blanco escapan vapores de calefacción impregnados de aromas hogareños. El hombre sonríe con amabilidad y ofrece más caldo. Gruner pregunta a qué hora pasa el próximo tren. Dentro de una hora, dice el hombre, y su mano ofendida cierra la ventana de la boletería para dejarlo otra vez solo.
Todo se repite como en un ciclo natural, piensa Gruner más tarde mientras observa desolado la nueva línea de vagones que otra vez se aleja reproduciendo la imagen del tren anterior. De todos modos amanecerá y los trabajadores se acercarán a la estación para comprar boletos, muchos de ellos probablemente con cambio. Si hay trenes a la Capital es gracias a los pasajeros que cada mañana deben volver a viajar en tren. Sí, en cuanto llegue denunciará a ese hombre y en algún día libre regresará con cambio a la estación del miserable solo para comprobar que él ya no trabaja allí. Con el alivio de esa certeza se sienta en el banco, y espera.
Pasa un tiempo en el que los ojos de Gruner se acostumbran a la noche y leen formas hasta en los sitios más oscuros. Así es como descubre a la mujer, su figura apoyada en el marco de la puerta del salón de espera, y ve el gesto de su mano que lo invita a pasar. Gruner, seguro de que el gesto ha sido para él, se incorpora y camina hacia ella, que sonríe y en efecto lo invita a pasar.
En la mesa hay tres platos, los tres servidos, y la comida humeante no es sopa, caldo, o comida para perros, sino presas sustanciosas bañadas en una aromática crema blanca. Huele a pollo, a queso, y a papa, y después, cuando la mujer suma a la mesa la cacerola repleta de verduras, Gruner recuerda las cenas típicas de la alegre civilización de la Capital. Aquel hombre miserable, inaccesible a la hora de comprar un boleto, entra ahora y le ofrece a Gruner un asiento.
—Siéntese, por favor. Como en su casa.
El hombre y la mujer comen satisfechos. Junto a ellos está Gruner, su plato también servido. Sabe que afuera el frío es húmedo e inhóspito y sabe también que ha perdido otra batalla, puesto que no tarda en llevarse a la boca el primer bocado de una exquisita presa de pollo. Pero la comida no asegura una pronta salida.
—Usted no me vende el boleto por alguna razón —dice Gruner.
El hombre mira a la mujer y pregunta por el postre. Del horno surge una tarta de manzana que pronto se reparte equitativamente. La mujer y el hombre se miran con ternura al ver cómo Gruner devora su porción.
—Pe, llevalo al cuarto que debe estar cansado —dice la mujer, y entonces el primer bocado de una segunda porción de tarta que se dirigía a la boca de Gruner se detiene y espera.
Pe se incorpora y pide a Gruner que lo acompañe.
—Puede dormir adentro. Afuera hace frío. No hay más trenes hasta la mañana.
No hay opción, piensa Gruner, y deja el resto de tarta para seguir al hombre hasta el cuarto de huéspedes.
—Su cuarto —dice el hombre.
No pagaré por esto, piensa Gruner, mientras comprueba que las dos frazadas de la cama parecen nuevas y abrigadas. Hará la denuncia de todos modos, la hospitalidad no compensa lo ocurrido. Del cuarto de al lado llegan débiles los comentarios de la pareja. Antes de quedarse dormido, Gruner escucha a la mujer decirle a Pe que debe de ser más considerado, que el hombre está solo y debe extrañar, y la voz de un Pe ofendido, contando cómo lo único que le importa a ese miserable es comprar su boleto de regreso. Desagradecido es lo último que llega a sus oídos, el sonido de la palabra se pierde gradualmente y renace por la mañana cuando el silbato de un tren alejándose lo despierta en un nuevo día en el campo.
—No lo despertamos porque dormía muy tranquilo —dice la mujer—, espero que no le moleste.
Café con leche caliente y tostadas de canela con manteca y miel. Mientras Gruner desayuna en silencio, sigue con la mirada los pasos de la mujer que cocina lo que al parecer será el almuerzo. Entonces algo ocurre. Un oficinista, un hombre de facciones orientales vestido como él, uno que posiblemente tome el próximo tren y lleve consigo suficiente cambio para dos boletos, entra a la cocina y saluda a la mujer.
—Hola, Fi —dice, y con el cariño de un hijo besa a la mujer en la mejilla—. Ya terminé afuera, ¿ayudo a Pe en el campo?
Una vez más, la comida que se dirigía a la boca de Gruner, en este caso una tostada, se detiene a mitad de camino y permanece en el aire.
—No, Cho, gracias —dice Fi—. Gong y Gill ya fueron, tres alcanzan para eso, ¿podrías conseguir un conejo para la cena?
—Seguro —responde Cho que, ganando entusiasmo, toma el rifle que cuelga junto a la chimenea y se retira.
La tostada de Gruner regresa al plato y queda allí. Gruner va a preguntar algo pero entonces la puerta vuelve a abrirse y otra vez entra Cho, que primero lo mira a él, y después, con curiosidad, se dirige a la mujer.
—¿Es nuevo? —pregunta.
Fi sonríe y mira a Gruner con cariño.
—Llegó ayer.
Las acciones de Gruner en el primer día son iguales a las de todas las personas que alguna vez estuvieron en esa situación. Recluirse ofendido y pasar la mañana junto a la boletería de un tren que no llega. Después, negarse a almorzar y, por la tarde, estudiar en secreto las actividades del grupo. Bajo el mando de Pe, los oficinistas trabajan la tierra. Descalzos, los pantalones arremangados hasta los tobillos, sonríen y festejan sus propias ocurrencias. Después Fi trae té para todos y todos, Pe, Cho, Gong y Gill, le hacen señas a Gruner, que se creía oculto, para invitarlo a unirse al grupo.
Pero Gruner, lo sabemos, se niega. Nada más terco que un oficinista como él. De escritorios sin divisiones, pero con línea telefónica particular, en el campo aún conserva su orgullo y sentado en un banco de madera se esfuerza por permanecer inmóvil durante toda la tarde. Aunque no pase ningún tren, piensa. Aunque me pudra en este asiento. La noche los reúne a todos en la preparación de una cálida cena familiar, donde las luces de la casa se encienden poco a poco y los primeros aromas de lo que será una gran comida escapan hacia el frío por las rendijas de las puertas. Gruner, con la paciencia y el orgullo atenuados con el correr del día, se rinde sin culpa y se prepara para aceptar la invitación: una puerta que se abre y la mujer que, como la noche anterior, lo invita a pasar. Dentro, el murmullo familiar. Con fraternales palmadas en los hombros, Pe felicita a sus hombres de oficina mientras ellos, agradecidos por todo, preparan una mesa que a Gruner le recuerda aquellas íntimas festividades navideñas de su infancia y, por qué no, a la alegre civilización de la Capital. Un Cho triunfal, complacido cazador exitoso, sirve el conejo. En la mesa rectangular, Pe y Fi se ubican a las cabeceras. A un lado se encuentran los oficinistas y, frente a ellos, Gruner, que a pedido de Gong y Gill pasa a uno y a otro lado de la mesa un salero que se solicita constantemente pero nunca alcanza a ser utilizado, hasta que Pe descubre en los rostros infantiles de Gong y Gill sonrisas ansiosas e infectadas de malicia, y con un llamado de atención concede a Gruner la posibilidad de abstenerse de ese pase agotador y de probar, por fin y ya de noche, su primer plato del día.
En los días siguientes Gruner ensaya diversas estrategias. Sobornar a Pe, o incluso a Fi, en busca de cambio, es lo primero que se le ocurre. Después, con lágrimas en los ojos, ofrecer el boleto a la ciudad a cambio de todo su dinero, nada de vuelto, suplica, quédese con todo, suplica una y otra vez, y escucha con desesperación una respuesta que habla de cierta ética ferroviaria que implica la imposibilidad de quedarse con dinero ajeno. Propone Gruner en esos días comprarles algo. La suma del precio de su boleto más cualquier cosa que ellos deseen venderle será el total de su dinero, el trato sería perfecto. Pero tampoco. Y debe soportar las risas escondidas de los oficinistas, y otra cena familiar.
Las primeras tareas de Gruner que comienzan a hacerse habituales son el lavado de los platos después de la cena y, en la mañana, la preparación de la comida del perro. Después suplica otra vez. Ofrece pagar a cambio de su trabajo. Pagar por cualquier cosa, pagar por la merienda. Arrimarse poco a poco a las tareas de campo. Charlar una que otra vez con los hombrecitos de oficina. Descubrir en Gong facultades increíbles en lo que se refiere a teorías de eficiencia y trabajo grupal. En Gill, a un abogado de alto prestigio. En Cho, un contador capaz. Volver a llorar frente a la boletería y por la noche ofrecerse para preparar el almuerzo del día siguiente. Cazar con Cho conejos de campo, sugerir pagar para agradecer la buena voluntad de la familia, pagar al menos por la tan rica comida. Procurar saber cómo se hace esto y cómo lo otro y procurar también pagar por aquella información tan importante, que la cosecha se levanta por la mañana cuando aún el sol no molesta, y las horas del mediodía se destinan a las tareas de la casa. Y cada tanto, con la esperanza que solo renace en algunos días, la esperanza de conseguir cambio para pagar su pasaje, sentarse en el banco de la estación y contemplar un nuevo tren que, ante las inevitables señas de Pe, pasa sin detenerse.
Después, poco a poco, considerar la alegría oficinista como una falsa alegría. Sospechar de todo aquello, del ingenuo agradecimiento de Cho, de la animosa hospitalidad de Gong y de la constante actitud servicial de Gill, intuir en todos las acciones de un plan secreto contrario al amor que Pe y Fi les profesan. Y entonces algo sucede. Es algo que ya no esperaba y lo toma por sorpresa. Comienza por una invitación: Cho, Gong y Gil armarán la cama de Papá y Mamá. Gruner está invitado. Entran a la habitación matrimonial, extienden en equipo las sábanas y controlan los pliegues que, mal doblados, podrían dibujar diagonales. Es así que ocurre, que algo se revela: Gong sonríe y mira a Gill, y juntos, enfrentados a los lados de la cama, levantan cada uno una almohada y, ante la mirada sorprendida de Gruner y de Cho, escupen las sábanas antes de volver a apoyarlas. Es el momento en que están rebelándose y Gruner lo sabe, tanto amor no podía ser real. Así que se anima. Gruner pregunta:
—¿Tienen cambio?
Los tres parecen sorprendidos. Quizá la pregunta aún es precipitada, pero también lo es la respuesta:
—¿Y usted?
Gruner dice:
—¿Creen que estaría acá?
Y ellos:
—¿Y nosotros?
En un largo silencio las conclusiones de todos parecen encontrarse y formular un plan que, aún no definido, los une ahora en un reciente pero sincero sentimiento de hermandad. Como si esa acción pudiese ocultar las palabras pronunciadas, Gill acomoda con timidez las sábanas de una cama que aún no se ha desarreglado. Es así que en la noche, cuando renace el eufórico amor familiar, Gruner comprende que todo es y ha sido siempre parte de una farsa que ha comenzado muchos años antes de su llegada. Así que nada le impide ahora disfrutar de los consejos instructivos de Pe ni de los besos tiernos que Fi reparte en la frente de sus hombres cuando estos se despiden para ir a dormir. Por la mañana se somete con gusto a las actividades cotidianas, y en la noche, cuando la duda lo invade y reconsidera el plan como una táctica audaz de su autoengaño, descubre que los ruidos que ahora lo molestan en su cuarto son en realidad pequeños golpecitos de alguien que llama a su puerta. Golpecitos que, como claves a descifrar, lo invitan a incorporarse, abrir, y descubrir a un Cho ansioso que bajo el mando organizativo de Gong ha ido a buscarlo para participar de su primera reunión.
El encuentro es en los baños públicos, junto a la boletería. Gill, eficiente, ha tapado con cartón las ventanas rotas para que no pase el frío y ha conseguido velas y comida. Todo se dispone sobre un mantel prolijamente extendido sobre el piso, en el centro del baño. Sentados como indios y atentos como verdaderos oficinistas, los cuatro se ubican alrededor del mantel y reúnen su dinero en la mano de Gong. Cuatro billetes grandes y nuevos. Es raro para Gruner descubrir en las caras infantiles de sus compañeros una expresión para él desconocida hasta entonces, mezcla de angustia y recelo. Quizá hace meses, hace años que están aquí, quizá sospechan que en la Capital ya han perdido todo. Mujeres, hijos, trabajo, un hogar. Los ojos de Gill se humedecen y pronto, sobre el mantel, cae una lágrima. Cho le da a Gill unas palmadas en la espalda y le hace apoyar la cabeza en su hombro. Entonces Gong mira a Gruner, saben que Gill y Cho son débiles, que están agotados y que ya no creen en la posibilidad de un escape sino solo en el penoso consuelo de más días de campo. Gong y Gruner, que son fuertes, deberán luchar por los cuatro. Un plan implacable, piensa Gruner, y en la mirada de Gong descubre a un compañero que sigue con atención sus pensamientos. Gill continúa llorando, y se lamenta:
—Con todo este dinero podemos comprarles parte de la huerta, y al menos vivir de forma independiente…
—Hay que detener el tren —propone Gong, con seriedad desconocida.
—¿Qué pretende? —dice Gruner—. ¿Cómo se detiene un tren? Acá hay que ser realista, la objetividad es la base de un buen plan.
—Díganos, Gruner, ¿por qué cree usted que el tren no para? —dice Gong.
Y la respuesta ansiosa de Cho es:
—Por las señales de Pe, que avisa que no hay pasajeros.
—Sabemos la señal de «No detenerse», lo que no sabemos es la señal de «Sí detenerse» —dice Gong.
—Ya veo —dice Gruner. Y después, luminoso—: ¿Y probaron ya la negativa?
—¿La negativa? —pregunta Gong.
—Sí «la señal» indica «No detenerse»… —dice Gruner—, «la negativa» indica…
—¡La «no señal»! —grita Cho.
—Habrá que rezar —dice Gruner.
—Habrá que rezar —repite Gill, limpiándose los ojos con una servilleta de papel.
Todo sucede como debe suceder, como el plan lo indica. Antes que nada, amanece. Fi se asoma por la puerta de la cocina e invita a la familia a desayunar. Los oficinistas, cada uno en su cuarto, colocan calcetines en sus pies, sacos sobre los piyamas, alpargatas en los pies con calcetines. Pe es el primero en utilizar el baño y el resto sigue por orden de llegada: Gong, Gill, Cho, y al fin Gruner, que como se sabe último aprovecha el tiempo para alimentar al perro, que a esa hora aguarda en la puerta. Fi saluda a todos y los apura para que el desayuno no se enfríe. Entonces Cho distrae a Fi llevándola hasta la ventana y señalándole algo en el campo, quizá un posible animal para almorzar o cenar ese día. Mientras tanto, Gong vigila el baño para que Pe no salga, después de todo el turno siguiente es el suyo y no es raro que aguarde junto a la puerta. Y es ahí que Gruner y Gill diluyen en la gran taza de café de Pe las pastillas sedantes que han robado de la mesita de luz de Fi. Cuando todos están sentados y la ceremonia del desayuno puede comenzar, los oficinistas no hacen otra cosa que mirar la taza de Pe. Pero en la concentración que implica esa primera comida, ni Pe ni Fi perciben las miradas y con las delicias que se sirven a la mesa los mismos oficinistas parecen olvidar el tema. Al concluir, Gill levanta la mesa y Cho lava la vajilla. Gong y Gruner declaran que irán a ordenar los cuartos y a tender las camas y, ante la permisiva sonrisa de Fi, se retiran.
En el cuarto de Gruner, lugar acordado para el encuentro posterior al triunfo de la primera parte del plan, los oficinistas, o mejor dicho, Gill y Cho, y no Gong y Gruner, encuentran la nostalgia. Porque Gill cree que después de todo Fi ha sido como su madre y Cho acepta que ha aprendido mucho sobre el campo de la mano de un hombre como Pe. Las horas de trabajo conjunto y los desayunos en familia no podrán ser olvidados con facilidad. Gong y Gruner realizan actividades paralelas a estas conclusiones: empacar en bolsitas unos pocos recuerdos, como piedritas y otras cosas que han recolectado Gill y Cho, y algunas manzanas para el viaje de regreso.
Entonces suena la alarma del reloj de Gong, y suena porque es la hora. Pronto pasará el tren, porque es en este preciso momento en el que todos los días Pe se incorpora del matinal sillón de lectura y camina hacia el campo para colocarse junto a las vías y efectuar la señal. Gruner se incorpora, se incorpora también Gong, y ahora todo está en manos de ellos. Gill y Cho aguardarán sentados en el banco de la estación. En el living encuentran a Pe dormido en su sofá. Prueban con palabras fuertes y ruidosas: roer, estrepitar y escudriñar, pero Pe, sumido en el profundo sueño que provocan los sedantes, no despierta. Gill lo besa en la frente y Cho lo imita, en sus ojos hay lágrimas de despedida. Gong se asegura de que Fi se encuentre en el jardín trasero, regando sus plantas como cada mañana, y allí está. Perfecto, se dicen entre sí, y al fin salen de la casa. Gill y Cho hacia la estación, Gong y Gruner hacia el campo, bordeando las vías en dirección al tren. En el horizonte, el humo de un tren que aún no se ve pero ya se oye.
Después de dar varios pasos, Gong se detiene. Gruner deberá seguir, se necesita solo un hombre para hacer la no señal. Tras aceptar las palmadas de Gong, Gruner continúa andando. Va a ser difícil, ver el tren acercarse y desear que se detenga, y sin embargo solo contar con la no señal. Permanecer junto a las vías sin hacer nada, solo rezar, como dijo Gill, porque quizá esa sea la señal de Dios para que el tren se detenga.
El tren se acerca, avanza sobre las dos líneas que cruzan el campo de horizonte a horizonte. Y pronto está sobre la estación. Gruner se concentra. Permanece tan quieto como le es posible, y cuando el tren pasa junto a él le es difícil deducir si ese es el ruido de un tren que acelera o de uno que va a detenerse. Entonces mueve sus ojos hacia abajo, hacia las ruedas que siguen los rieles y nota que los brazos de hierro que lo empujan comienzan a disminuir el énfasis de su marcha. No ve a Gong, no sabe dónde está, pero escucha sus gritos de alegría. El tren se aleja y, al fin, se detiene del todo en la estación. Gruner contempla victorioso cómo la dársena se llena de pasajeros y descubre que, detrás del clamor general, los gritos de Gong van dirigidos a él: está muy lejos de la estación, es una gran distancia, y el silbato del tren ya empieza a anunciar la partida. Gruner empieza a correr.
En la estación, para subir al tren, Gill y Cho empujan pasajeros que aún descienden. Todo está repleto de gente y de valijas. Los mismos comentarios se repiten como un eco a lo largo de todo el andén:
—Pensé que nunca bajaríamos.
—Años viajando en este tren, pero hoy al fin…
—Ya no recuerdo el pueblo, y en cambio ahora, de pronto, llegar…
La gente festeja y grita, ya casi no hay sitio en la estación. Entonces un nuevo silbato y el ruido del tren que comienza a arrancar. Gruner ya casi está llegando. Ve a Gong, que lo espera al final de la dársena, y lo ayuda a subir salteándose las escaleras. Un grupo de hombres que han desempacado sus instrumentos tocan una melodía alegre para celebrar la ocasión. Gong y Gruner avanzan entre niños, hombres y mujeres, y antes de que puedan llegar a la primera puerta el tren ya avanza junto a ellos. Es entonces cuando Gruner ve, entre los pasajeros jubilosos que lograron descender, la figura delgada y gris del perro.
—¡Gruner! —grita Gong, que ya ha alcanzado la primera puerta.
—Sin el perro no me voy —declara Gruner, y como si esas palabras le diesen la fuerza que necesitaba para hacerlo, retrocede hasta el animal y lo alza en brazos. El perro se deja llevar, su cara de espanto avanza esquivando cuerpos eufóricos al ritmo de Gruner. Alcanzan la cola del tren y se emparejan con ella. Gruner intuye que desde alguna ventana Gill y Cho lo observan con angustia y sabe que no puede fallarles. Se aferra a la escalera trasera del tren y el mismo impulso de la velocidad de la máquina los desprende de la estación como de un recuerdo que se ha pisado hasta hace poco pero que ahora se aleja y se pierde en el campo. La puerta trasera del vagón se abre y Gong ayuda a Gruner a subir. Dentro Gill y Cho toman al perro y felicitan a Gruner. Están los cuatro, los cinco, y están a salvo. Pero, y siempre hay un pero, en la puerta trasera hay una ventana, y desde esa ventana aún pueden adivinarse los vestigios de su estación. Una estación llena de gente alegre, repleta de artículos de oficina y probablemente repleta de cambio. Una mancha que ha sido para ellos un sitio de amargura y miedo y que sin embargo ahora, imaginan, se asemeja a la civilización alegre de la Capital. Una última sensación, común a todos, es de espanto: intuir que, al llegar a destino, ya no habrá nada.
© Samanta Schweblin: Hacia la alegre civilización. Publicado en El núcleo del disturbio, 2002.