Mario Benedetti: La vieja inocencia

Mario Benedetti - La vieja inocencia

Sinopsis: «La vieja inocencia» es un cuento de Mario Benedetti publicado en 1999 en el libro Buzón del tiempo. La historia sigue a un hombre mayor que escribe una carta a una antigua amiga de juventud y rememora el pasado desde la soledad de su vejez. Con un tono íntimo y reflexivo, evoca con ternura los momentos compartidos, el paso del tiempo, las pérdidas y la distancia que los separa. Con un lenguaje directo y nostálgico, el relato entrelaza recuerdos personales con confesiones que se han ido posponiendo durante mucho tiempo y muestra cómo un instante del pasado puede persistir intacto en la memoria emocional de toda una vida.

Mario Benedetti - La vieja inocencia

La vieja inocencia

Mario Benedetti
(Cuento completo)

Querida Isabel: Me decidí a escribirte porque estamos viejos (al menos yo lo estoy), solos, y con un océano de por medio. Un océano que también es de sucesos, guerras y paces, frustraciones, quereres y desquereres, urgencias y tardanzas. Te escribo porque ahora, aislado y medio tullido, tengo tiempo de sobra para recorrer parsimoniosamente mi currículum, no el que solemos redactar para entrevistadores y universidades, sino el otro, el verdadero.

Por suerte, he ganado con mi trabajo lo suficiente como para tener un apartamento cómodo y bastante amplio, con estantes llenos de libros que ya no puedo leer, y paredes con varios de los muchos cuadros que dejó mi mujer, pertinaz en su oficio/arte hasta sólo unos meses antes de morir. Son muestras de una técnica correcta, impecable, con imágenes que trasmiten sosiego y se solazan con la veracidad de sus colores. Nunca tuve el valor de confesarle que su pintura no me interesaba y tengo la impresión de que ella(que no era nada tonta) supo captarlo con resignación. Creo, además, que no tuvo el coraje de decirme que mis sesudos ensayos filosóficos la dejaban indiferente. Pero gracias a ese intercambio de discreciones, convivimos y nos quisimos; moderadamente, es cierto, pero nos quisimos. Y no te oculto que su muerte significó para mí, no una catástrofe, pero sí una deshilachada tristeza.

Tuvimos dos hijos que hace diez años se afincaron en Australia, donde fundaron una empresa (en Sidney) y les va bien, o al menos todo lo bien que les puede ir a dos expatriados voluntarios. Allí se casaron, el mayor con una australiana y el menor con una chilena. Me escriben dos o tres veces por año (para mi cumpleaños, para Navidad), pero no volvieron al país, ni siquiera de visita. No se los reprocho: la distancia es enorme y los pasajes cuestan una fortuna. De ellos tengo tres nietos, pero sólo los conozco en fotografías. Parecen lindos y saludables.

A lo largo de tantos años vos y yo hemos vivido recíprocamente ausentes. Ahora voy a cumplir 84 y vos debés andar por los 82 ¿no? ¿Te sentís bien? Sé que tenés una hija y que tampoco está contigo, aunque reside y enseña en Liverpool, de modo que no la tenés tan lejos y me imagino que de vez en cuando atravesará el Canal de la Mancha (sobre todo ahora que hay ferrocarril) para ir a verte. Te preguntarás cómo es que tengo tantos datos sobre vos. Los he ido obteniendo, al compás de los años, gracias a un amigo argentino, Edelberto Ruiz, al que seguramente conocés, ya que al fallecimiento de tu marido quedó como albacea. Fue él quien me proporcionó tu dirección y hasta tu e-mail, pero no me entiendo con esas maquinarias, así que he optado por el calmoso ritmo del correo, y ni siquiera le pondré al sobre la etiqueta autoadhesiva de urgente, en la convicción de que a nuestras edades ya no hay urgencias.

En realidad, resolví escribirte, después de mucho repasar mi camino, porque llegué a la conclusión de que te debo el momento más feliz y recordable de ese itinerario. Acaso vos también te acuerdes (ojalá), pero por las dudas te transcribiré lo que todavía es capaz de dictarme mi memoria, en cuyas repentinas lagunas es donde se nota especialmente mi edad vetusta (más que en el uso de mi bastón o en el moderado alerta prostático). Por suerte vos te has salvado (hasta ahora al menos) de los caprichos de mi olvido.

Tendrías catorce años. Te recuerdo con toda nitidez, en la misa de los domingos, sentada siempre en la misma fila, nunca de rodillas, como ordenaba el cura, junto a tu madre que sí se hincaba. El pelo castaño te caía sobre los hombros. Yo me situaba (tampoco me arrodillaba) dos hileras atrás. A veces, aprovechando que tu madre rezaba con los ojos cerrados, te volvías y nos mirábamos y nos sonreíamos. Como dos tontos de época.

Sólo después de tres o cuatro semanas de ese juego inútil, una tarde, a la hora de la siesta, nos encontramos al borde de un camino vecinal. No había nadie a la vista y todo surgió espontáneamente. Mi primer saludo fue abrazarte y la primera respuesta tuya fue abrazarme. Sin decir una sola palabra, nos besamos y besamos interminablemente, y como el bosquecito de pinos quedaba tan al alcance, sin ponernos previamente de acuerdo corrimos hacia allí. Además de los pinos había un espeso follaje.

Ahí, sobre las hojas, nos estrenamos sexualmente, vírgenes y torpes pero encantados con nosotros mismos. ¿Te acordás ahora? ¿Qué pasó después? ¿Por qué no te volví a ver ni en la capilla ni en el camino vecinal ni en el bosquecito, sitios que fui recorriendo como si fueran una cadena de santuarios? Alguien me dijo que, precisamente el día siguiente a nuestro encuentro, te habías ido con tus padres. ¿Adónde? Nadie tenía noticias. ¿Acaso lo sabías cuando nos amamos? ¿Fue para no desperdiciar la única ocasión de que disponías? ¿O tus padres, fanáticos católicos, se enteraron de algo y decidieron ipso facto arrancarte de las garras del humilde satanás pueblerino que era este servidor?

Hoy este viejo te hace justicia confirmándote que nunca fue tan feliz como sobre aquellas hojas otoñales y cómplices. Durante esta larga vida que se acerca a su punto final, me he acostado con varias mujeres, pero esas brevísimas relaciones extra conyugales (después de todo, no fueron tantas, meras oportunidades durante algún largo stage universitario) significaron muy poca cosa. Desahogos sexuales, qué menos, pero ni siquiera borradores de amor. Es curioso que en nuestro acto inaugural y clandestino no necesitáramos palabras, sólo hablamos con nuestros cuerpos incipientes, inocentes, ajenos a todo sentimiento de culpa, o, en todo caso, gozosos practicantes del mejor de los pecados. Gracias, Isabel, por aquel placer intacto. Gracias por alegrar todavía mi memoria octogenaria. Te abraza, MATÍAS.

FIN

Mario Benedetti - La vieja inocencia
  • Autor: Mario Benedetti
  • Título: La vieja inocencia
  • Publicado en: Buzón del tiempo (1999)

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