Mario Benedetti: Pacto de sangre (Cuento completo-Resumen-Análisis)

Mario Benedetti - Pacto de sangre

En «Pacto de sangre», cuento de Mario Benedetti incluido en su libro Despistes y franquezas (1989), el protagonista, Octavio, es un anciano de 84 años que vive aislado en su habitación, pasando los días entre su cama y la silla mecedora. Convertido simplemente en «abuelo» para su núcleo familiar, su vida se ha reducido a una existencia casi anónima. Aunque puede hablar, todos creen que ha perdido la voz, algo que él no trata de corregir ya que prefiere mantenerse en silencio. Su única conexión emocional es su nieto, Octavio, con quien comparte un pacto de sangre que les permite comunicarse en secreto. Esta relación especial le da un propósito y lo mantiene vivo, a pesar de la soledad y el desinterés de los demás.

Mario Benedetti - Pacto de sangre

Pacto de sangre

Mario Benedetti
(Cuento completo)

A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama. No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda. Esos siete pasos que me separan del lavabo o del inodoro aún puedo darlos. Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene una vez por semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale muy caro) el enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más remedio. Es más cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final me pasa una toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño, miro en el espejo mis vergüenzas y nunca mejor aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso son. Pero confieso que la toalla fría del enfermero hace que me sienta mejor. Es lo más parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista hace unos sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso, con una mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra y sin embargo afable. Me hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo el texto en voz alta, probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era increíble. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces sarampión, una vez rubeola y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría problemas respiratorios; varices prematuras, hernia inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera. Hasta ese día no me había dado cuenta de que era poseedor de tantas taras juntas. Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista ni matasanos que te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo quieto y callado (quieto, por obligación; callado, por vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún recoveco de la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello (¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una cintura (¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes, en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el de Ema?) que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como en mis pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a menudo me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez nos sumerge en una suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios: murió un anciano de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la paleta con los amigos de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama, si la interlocutora cumplía dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro que es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero sobre todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero jamás me hizo una escena de celos, esas porquerías que corroen la convivencia. Como contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es algo que no se perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de alguna manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente. Le hice tres varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó fue el prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy a hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso muerto. No diré que no me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de microondas. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi hija por la mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía y dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de afecto, que aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide, italiano tal vez, puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre completo. A una y a otro les respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y una mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy diciendo a mí mismo, de modo que no es vanidad ni presunción ni coquetería senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente porque es así. También tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor que yo no pueda hablar (eso se creen). Imagino que se imaginan: cuánta cháchara de viejo nos estamos ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque sé que podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué saben ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los olímpicos de Colombes, de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a Rodó cuando se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo converso sólo conmigo, no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de página, o una mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó tres a dos a Italia en las semifinales de Amsterdam y el relato del partido no venía como ahora por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede córner; los italianos presionan sobre la valla defendida por Mazali; Scarone tira desviado, etc.). Nada saben y se lo pierden. Cuando mi hija viene y me dice qué tal abuelo, yo debería decirle te acordarás de cuando venías a llorar en mis rodillas porque el hijo del vecino te había dicho che negrita y vos creías que era un insulto ya que te sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del vecino te decía eso sólo porque tenías el pelo oscuro, pero que además, de haber sido negrita, eso no habría significado nada vergonzoso porque los negros, salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden ser tan buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en mis rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te decía no te preocupes mijita las lágrimas no manchan) y salías de nuevo a jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo sumías en un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de tus siete años: che blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal vez dirías, ay abuelo con qué pavadas me venís ahora. A lo mejor no lo decías, pero no quiero arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamás como tu madre, se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas cosas y tu madre también. Pero por qué cuando hablás de ella decís, entonces vivía mamá, y a mí en cambio me preguntás qué tal abuelo. A lo mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía papá. La cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no habla pero piensa, no habla pero siente.

El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto, que se llama Octavio como yo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba la imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo, claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible, carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que me conmovió. Le pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que no había nadie, le propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que yo podía hablar, y por otro, yo le contaría cuentos que nadie sabía. Está bien, dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las arregla muy bien y además conoce esos trámites desde que le dieron toda una serie de inyecciones con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras heridas mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el algodón con un poco de alcohol, lo apoyó en ambas señales secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo a dejar todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que quedamos solos en la casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en cumplimiento del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde que sí, con un gestito de fastidio para disimular, pero enseguida me hace un guiño cómplice, y no bien se escucha el portazo que garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda a la espera de mis cuentos, que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben ser totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si en un cuento anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa y ahora anda corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aún no tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y donde dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y en un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida observa, pero cómo ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del atolladero, ya que el brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un ensalmo, recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso de que él quede pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni serás brujo. Y él dice que lástima y tiene un poco de razón, porque si yo hubiera sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que perdí sin remedio antes de los cincuenta. No soy yo el único que narra, también él me cuenta lo que ocurre en el colegio, en la calle, en la televisión, en el estadio. Es hincha de Danubio y se asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer proselitismo, pero evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en tránsfuga. Entonces le cuento viejos partidos o jugadas célebres, como cuando Piendibeni le hizo el célebre gol al divino Zamora, o cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el área penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su valla (claro que los backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía) durante una rueda y media, o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en el Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me escucha como a un oráculo y yo pienso qué suerte que todavía puedo hablar para crear este asombro suyo y este placer mío.

La verdad es que no recuerdo cómo eran mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió. ¿Cuánto hace que murió Simón? Fue después de lo de Teresa. Al fin y al cabo, ¿qué importa la fecha? Murió y se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca estoy seguro de mis lagunas, que a veces son océanos. El segundo, Braulio, sí los tuvo, pero todos están en Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es que no recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o alguna postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. Él no me dice abuelo, me dice Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a transistores. Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo se queda sin pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada. Reconozco que soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a reeducarme, ¿no es cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio tuviera siempre pilas, podría escuchar alguno que otro partido, no muchos porque los locutores en general me cansan con su entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También podría escuchar el Sodre cuando pasan música clásica, que es la única que digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el Septimino. Lo tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está. Quizá lo de las pilas podría solucionarse, sin mengua de mi podrido orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para que éste, en cumplimiento de nuestro pacto de sangre y guardando siempre nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo está sin pilas y entonces lo mandaran a la ferretería de la esquina para que me las trajera. Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las pongo al revés y la radio no funciona. En alguna ocasión me ha llevado un buen cuarto de hora hallar la posición adecuada para las cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve para entretenerme un poco. ¿Qué más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, tampoco. Pero escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se llama Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y todo. Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en cambio no saben español. Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos escribidor que Braulio, y eso que su especialidad es la literatura, pero, naturalmente, la literatura suiza. Para las navidades manda también su tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos pero en alemán. Yo no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme en correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando era gerente de La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones. Digamos, frasecitas como I acknowledge receipt of your kind letter, o Very truly yours, lo suficiente para que los de allá puedan contestar Dear sirs, o Gentlemen. También ese hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia un llavero suizo de oro 18 quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo, pero en realidad pensando qué boludo, para qué quiero yo un llavero de oro 18, si estoy aquí semipostrado.

De modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al médico, al enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y también el resto de este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me besó y me dijo abuelo me voy por quince días a Denver con el tío Braulio, ya que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablar (y no sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya que también estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a violar nuestro pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y sé que él entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba a tener a quién contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, sólo Aldo, y me dijo, mire abuelo que Octavio no se fue por quince días sino por un año y tal vez más, queremos que se eduque en los Estados Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá una formación que va a servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa. Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ése, abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la mano como diciendo: cosas de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quien hablar. Me tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y a uno lo toma de sorpresa. A mí no.

Ahora tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi nieto. No voy a suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado. No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se darán cuenta cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice entonces papá, pero ya será tarde. Y yo en cambio no diré ni chau, apenas adiosito con la última mirada. No diré ni chau, para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con mis cuentos a otra parte. O a ninguna.

FIN

Guía de apoyo a la lectura: Pacto de sangre, resumen y análisis

Resumen de Pacto de sangre de Mario Benedetti

«Pacto de sangre», cuento corto de Mario Benedetti publicado en el libro Despistes y franquezas (1989), nos presenta una introspectiva y conmovedora narración en primera persona a través de la voz de Octavio, un anciano de ochenta y cuatro años. Llamado por todos «abuelo», incluso por su propia hija, la vida de Octavio refleja sobre sí la pasividad de una vejez marginada y reducida a una existencia de casi absoluto silencio. La narrativa nos lleva a través de los pensamientos y recuerdos de este hombre anciano, ofreciéndonos una ventana a su pasado y a su presente solitario.

Octavio recuerda su juventud y las diversas mujeres que marcaron su vida, aunque sus recuerdos son fragmentados. Reflexiona sobre su matrimonio con Teresa, una relación llena de cariño y respeto mutuo, donde ambos sabían lidiar con las imperfecciones del otro. Teresa, quien falleció hace catorce años, dejó un vacío profundo en Octavio, marcando el inicio de su declive.

El protagonista describe su rutina diaria, limitada a la mecedora y la cama, con visitas ocasionales de su hija y su yerno, quienes lo tratan más como un objeto antiguo que como una persona. Su única compañía real y consuelo es su nieto, también llamado Octavio, con quien tiene un vínculo especial sellado por un «pacto de sangre». Este pacto secreto consiste en que el abuelo le cuenta cuentos inéditos al nieto, y a cambio, el niño guarda el secreto de que su abuelo puede hablar, algo que sólo él sabe ya que todo el resto piensa que el anciano ha perdido el habla, algo que él mismo fomenta ya que prefiere no conversar con nadie.

La relación con su nieto se convierte en el centro de su existencia, ofreciéndole una razón para seguir viviendo. Sin embargo, esta frágil felicidad se ve amenazada cuando el nieto es enviado a Estados Unidos para una educación mejor, una decisión que el abuelo recibe de manera abrupta y sin previo aviso, incrementando su sentimiento de abandono.

Con la partida del nieto, Octavio decide que está listo para morir, encontrando consuelo en la idea de llevarse consigo los recuerdos y cuentos que había preparado para su nieto. En sus últimos pensamientos, resuelve que no traicionará su pacto de sangre ni siquiera en su lecho de muerte, eligiendo un final silencioso y digno.

El cuento de Benedetti es una reflexión sobre la vejez, la soledad y la importancia de los vínculos humanos, mostrando cómo incluso en las etapas finales de la vida, la conexión con los demás puede dar sentido y propósito. La narrativa introspectiva y detallada del autor nos permite empatizar profundamente con el protagonista, sintiendo su dolor y su ternura por su nieto, al tiempo que nos invita a reflexionar sobre nuestras propias relaciones y la forma en que tratamos a nuestros mayores.

Personajes de Pacto de sangre de Mario Benedetti

Octavio (el abuelo): Octavio, el protagonista y narrador del cuento, es un anciano de ochenta y cuatro años que vive con su hija y su yerno. Su avanzada edad y su estado de salud lo han llevado a una vida de inactividad física y silencio autoimpuesto, lo que contribuye a su percepción de inutilidad y aislamiento. Octavio es una figura compleja, marcada por el orgullo y la melancolía. A pesar de su aparente inactividad, su mente está viva con recuerdos y pensamientos. Su relación con su nieto es su única fuente de alegría, un vínculo secreto que le da sentido a sus días.

El nieto (Octavio): El nieto, también llamado Octavio, es un niño que comparte un vínculo especial con su abuelo. Este personaje representa la juventud, la curiosidad y la inocencia. Su relación con el abuelo está sellada por un «pacto de sangre», una promesa que refuerza su conexión única. El nieto es un oyente atento de los cuentos del abuelo, y aunque es joven, muestra una madurez y una capacidad de comprensión notable para su edad. A través de su interacción con el abuelo, vemos un contraste entre la vitalidad de la juventud y la decadencia de la vejez, así como la importancia de la transmisión de historias y experiencias entre generaciones.

La hija (Teresita): La hija de Octavio, llamada Teresa, como su madre, es un personaje secundario pero crucial en el relato. Ella representa la generación intermedia, ocupada y quizás abrumada por las responsabilidades de la vida adulta. Su trato hacia su padre es respetuoso, aunque distante, refiriéndose a él simplemente como «abuelo», lo que contribuye al sentimiento de anonimato y despersonalización que Octavio experimenta. La hija cuida de su padre, pero no parece comprender completamente sus necesidades emocionales ni su capacidad para comunicarse, lo que refuerza la sensación de aislamiento de Octavio.

El yerno (Aldo Cagnoli): Aldo, el yerno de Octavio, también juega un papel secundario pero significativo. Su trato hacia Octavio es cordial y respetuoso, aunque igualmente distante. Es él quien revela la verdad sobre el viaje prolongado del nieto, mostrando una preocupación por la educación y el futuro del niño, pero sin una profunda empatía por los sentimientos del anciano. A través de Aldo, Benedetti muestra cómo las decisiones prácticas de la vida moderna pueden afectar emocionalmente a los miembros más vulnerables de la familia.

Teresa (esposa de Octavio): Aunque Teresa no está presente en el relato, su memoria y su influencia en la vida de Octavio son palpables. Ella fue la esposa de Octavio y madre de sus hijos, y su muerte marcó el inicio del declive emocional y físico de Octavio. A través de sus recuerdos de Teresa, se revela un matrimonio basado en el respeto mutuo y el cariño, lo que contrasta con la fría realidad que Octavio enfrenta en su presente. Teresa simboliza el amor perdido y la estabilidad que una vez tuvo en su vida.

Los hijos ausentes: Los otros hijos de Octavio, mencionados brevemente, viven lejos y tienen sus propias vidas. Simón, el mayor, ya fallecido; Braulio, que vive en Denver; y Diego, que reside en Europa, representan la distancia y la desconexión que a menudo ocurre en las familias modernas. A través de estos personajes, Benedetti toca el tema de la emigración y cómo las familias pueden dispersarse, llevando a una pérdida de contacto y apoyo emocional.

El enfermero: El enfermero es un personaje menor pero significativo en la rutina de Octavio. Su papel es cuidar de la higiene del anciano, lo que Octavio acepta con una mezcla de resignación y gratitud. Este personaje simboliza la dependencia de los ancianos en los cuidadores y la dignidad que puede perderse en el proceso de ser cuidado.

Análisis de Pacto de sangre de Mario Benedetti

«Pacto de sangre» de Mario Benedetti es un cuento que se despliega en un escenario doméstico y cotidiano, centrado principalmente en el hogar de un anciano llamado Octavio, quien es también el narrador en primera persona de la historia. La narrativa se desarrolla desde la perspectiva íntima y reflexiva de Octavio, sumergiéndonos en su mundo interior y en sus recuerdos. Este entorno restringido, casi claustrofóbico, resalta la soledad y el aislamiento que siente el protagonista.

La historia se narra desde la voz de Octavio, un hombre de ochenta y cuatro años que observa su vida desde la pasividad de su vejez. Este punto de vista en primera persona es crucial, ya que permite al lector adentrarse en los pensamientos y emociones del protagonista, ofreciendo una visión clara de su estado mental y emocional. Octavio utiliza la narrativa para dialogar consigo mismo, reflexionando sobre su pasado y su presente, y revelando una vida llena de recuerdos, pérdidas y un último vínculo significativo: su nieto.

Uno de los principales temas que Benedetti aborda en este cuento es la vejez y el aislamiento. Octavio, relegado a una existencia casi invisible dentro de su propia familia, siente cómo su identidad se ha ido desdibujando con el tiempo, reducido a ser simplemente «el abuelo». La relación con su nieto, sin embargo, le proporciona una chispa de vida y un propósito, destacando la importancia de las conexiones humanas en cualquier etapa de la vida. Esta relación especial y secreta con su nieto, sellada por un pacto de sangre, es un tema central que simboliza la transmisión de historias y experiencias entre generaciones.

El estilo de escritura de Benedetti en «Pacto de sangre» es característicamente introspectivo y detallado. Utiliza un lenguaje sencillo pero cargado de emociones, permitiendo que la voz del anciano resuene con autenticidad. El tono de la narración es melancólico y contemplativo, reflejando la tristeza y la resignación del protagonista ante su situación. Al mismo tiempo, hay momentos de ternura y humor sutil, especialmente en las interacciones con su nieto, que equilibran la narrativa y añaden profundidad al personaje de Octavio.

El ritmo del cuento es pausado, acorde con la vida lenta y rutinaria del anciano. Esta cadencia lenta permite una exploración minuciosa de los pensamientos y recuerdos de Octavio, creando una atmósfera de introspección y nostalgia. Benedetti emplea técnicas literarias como el monólogo interior y la retrospección, permitiendo que el lector viaje junto con Octavio a través de su memoria y sus reflexiones sobre el pasado.

La interpretación del sentido del cuento puede ser múltiple. A nivel superficial, es una reflexión sobre la vejez y el aislamiento. Sin embargo, a un nivel más profundo, «Pacto de sangre» puede interpretarse como una meditación sobre la identidad y la necesidad de ser visto y recordado. Octavio encuentra en su nieto una razón para existir, un testigo de su vida y sus historias. La promesa secreta de mantener la capacidad de hablar en secreto es un acto de resistencia contra la invisibilidad y el olvido que le imponen los demás.

Finalmente, desde una perspectiva más filosófica, el cuento podría interpretarse como una exploración de la existencia y el sentido de la vida en la vejez. Octavio se enfrenta a su mortalidad con una mezcla de aceptación y resistencia, encontrando consuelo en los recuerdos y en la transmisión de sus experiencias a su nieto. La idea de que uno muere cuando realmente quiere morir sugiere una reflexión sobre el control que podemos tener sobre nuestra propia existencia, incluso en los momentos más oscuros.

Comentario general sobre el cuento Pacto de sangre de Mario Benedetti

En «Pacto de sangre», Mario Benedetti logra una conmovedora reflexión sobre la vejez y la soledad, temas que aborda con una sensibilidad y profundidad excepcionales. A través de la voz introspectiva de Octavio, el autor nos invita a contemplar el aislamiento emocional que sufren muchos ancianos, relegados a un segundo plano en sus propias familias y en la sociedad. El cuento no solo ilumina la experiencia de Octavio, sino que también nos insta a cuestionar cómo tratamos a nuestros mayores y la importancia de mantener viva la conexión intergeneracional.

La relación entre Octavio y su nieto es el corazón palpitante del relato, un vínculo que trasciende la mera compañía para convertirse en un refugio emocional y un motivo para seguir adelante. Este pacto secreto entre abuelo y nieto es una metáfora poderosa sobre la necesidad de ser escuchado y recordado, algo fundamental para la identidad y el sentido de pertenencia de cualquier persona. La transmisión de historias y experiencias a través de este lazo especial subraya la continuidad y la relevancia de los lazos familiares, aún en las circunstancias más adversas.

Benedetti emplea un estilo narrativo sencillo pero cargado de detalles emocionales, lo que permite al lector sumergirse en la mente y el corazón de Octavio. La prosa es fluida y melancólica, reflejando con precisión el estado de ánimo del protagonista y su resignación ante la inevitable llegada de la muerte. Sin embargo, también hay momentos de ternura y humor que equilibran la tristeza, revelando la capacidad del ser humano para encontrar consuelo y alegría en las pequeñas cosas, incluso en los momentos más oscuros.

El cuento también nos confronta con la realidad de la pérdida y el olvido, no solo de personas sino de historias y vivencias. Octavio es consciente de que su vida y sus recuerdos desaparecerán con él, una verdad que lo impulsa a compartir sus cuentos con su nieto, asegurando que al menos una parte de su legado perdure. Esta lucha silenciosa contra el olvido es un tema universal y atemporal, que resuena con cualquier lector que haya experimentado la pérdida de un ser querido.

En última instancia, «Pacto de sangre» es una obra que nos recuerda la importancia de la empatía y la comunicación en nuestras relaciones. Benedetti nos muestra que, aunque el cuerpo puede deteriorarse con la edad, la mente y el espíritu pueden permanecer vibrantes y llenos de vida, siempre y cuando haya alguien dispuesto a escuchar. El cuento nos invita a valorar y respetar las historias de nuestros mayores, reconociendo su papel fundamental en la construcción de nuestra identidad y nuestra historia colectiva.

Para que público se recomienda el cuento Pacto de sangre de Mario Benedetti

«Pacto de sangre» de Mario Benedetti es un cuento que, debido a su profundidad temática y su estilo introspectivo, sería más adecuado para lectores maduros, generalmente a partir de la adolescencia. La complejidad emocional y los temas de la vejez, la soledad y la reflexión sobre la vida y la muerte requieren una capacidad de comprensión y una sensibilidad que suelen desarrollarse en edades más avanzadas.

Para los adolescentes, especialmente aquellos que ya están en la etapa final de la secundaria, el cuento puede servir como una introducción profunda a la literatura que aborda temas universales y emocionales. A esta edad, los jóvenes están en una etapa de formación de su identidad y sus relaciones, lo que les permite apreciar la conexión intergeneracional entre el abuelo y su nieto, así como reflexionar sobre el trato hacia los ancianos en su propia vida y comunidad.

En el caso de los adultos jóvenes y adultos, el cuento ofrece una oportunidad de introspección y una reflexión más madura sobre el ciclo de la vida. La experiencia de Octavio puede resonar especialmente con aquellos que han tenido que lidiar con el cuidado de sus propios padres o abuelos, o que están empezando a confrontar la realidad de la vejez en sus seres queridos. La narrativa de Benedetti, con su mezcla de melancolía y ternura, puede despertar en estos lectores una mayor empatía y comprensión hacia los mayores y sus experiencias.

Para los adultos mayores, «Pacto de sangre» puede tener un impacto emocional profundo, ya que muchos podrán identificarse directamente con las vivencias de Octavio. La historia puede ofrecerles consuelo y una voz que refleja sus propias preocupaciones y emociones sobre la soledad, la memoria y el legado. A través de la lectura, pueden encontrar una representación literaria de sus propios desafíos y una validación de sus sentimientos.

Mario Benedetti - Pacto de sangre
  • Autor: Mario Benedetti
  • Título: Pacto de sangre
  • Publicado en: Despistes y franquezas (1989)

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