“Un visitante”, cuento de Mario Vargas Llosa, narra la historia de Doña Merceditas, una mujer que vive en un aislado tambo al borde de la selva. Un día la rutina de Doña Merceditas se ve interrumpida con la inesperada visita de un sujeto apodado: Jamaiquino. Aunque en un principio se comporta de forma cordial, luego el Jamaiquino se devela como un ser despiadado y calculador, que anda tras los pasos de otro sujeto: Numa. A través de una serie de interacciones tensas y enigmáticas entre los protagonistas, Vargas Llosa desarrolla una trama de traición y venganza, en la que el pasado de los personajes y sus relaciones complejas juegan un papel crucial para dar vida a una narración cargada de una atmósfera de suspenso.
Un visitante
Mario Vargas Llosa
(Cuento completo)
Los arenales lamen la fachada del tambo y allí acaban: desde el hueco que sirve de puerta o por entre los carrizos, la mirada resbala sobre una superficie blanca y lánguida hasta encontrar el cielo. Detrás del tambo, la tierra es dura y áspera, y a menos de un kilómetro comienzan los cerros bruñidos, cada uno más alto que el anterior y estrechamente unidos; las cumbres se incrustan en las nubes como agujas o hachas. A la izquierda, angosto, sinuoso, estirándose al borde de la arena y creciendo sin tregua hasta desaparecer entre dos lomas, ya muy lejos del tambo, está el bosque; matorrales, plantas salvajes y una hierba seca y rampante que lo oculta todo, el terreno quebrado, las culebras, las minúsculas ciénagas. Pero el bosque es sólo un anuncio de la selva, un simulacro: acaba al final de una hondonada, al pie de una maciza montaña, tras la cual se extiende la selva verdadera. Y doña Merceditas lo sabe; una vez, hace años, trepó al vértice de esa montaña y contempló desde allí, con ojos asombrados, a través de los manchones de nubes que flotaban a sus pies, la plataforma verde, desplegada a lo ancho y a lo largo, sin un claro.
Ahora, doña Merceditas dormita echada sobre dos costales. La cabra, un poco más allá, escarba la arena con el hocico, mastica empeñosamente una raja de madera o bala al aire tibio de la tarde. De pronto, endereza las orejas y queda tensa. La mujer entreabre los ojos.
—¿Qué pasa, Cuera?
El animal tira de la cuerda que la une a la estaca. La mujer se pone de pie, trabajosamente. A unos cincuenta metros, el hombre se recorta nítido contra el horizonte, su sombra lo precede en la arena. La mujer se lleva una mano a la frente como visera. Mira rápidamente en torno; luego, queda inmóvil. El hombre está muy cerca; es alto, escuálido, muy moreno; tiene el cabello crespo y los ojos burlones. Su camisa descolorida flamea sobre el pantalón de bayeta, arremangado hasta las rodillas. Sus piernas parecen dos tarugos negros.
—Buenas tardes, señora Merceditas. —Su voz es melodiosa y sarcástica. La mujer ha palidecido.
—¿Qué quieres? —murmura.
—¿Me reconoce, no es verdad? Vaya, me alegro. Si usted es tan amable, quisiera comer algo. Y beber. Tengo mucha sed.
—Ahí adentro hay cerveza y fruta.
—Gracias, señora Merceditas. Es usted muy bondadosa. Como siempre. ¿Podría acompañarme?
—¿Para qué? —La mujer lo mira con recelo; es gorda y entrada en años, pero de piel tersa; va descalza—. Ya conoces el tambo.
—¡Oh! —dice el hombre, en tono cordial—. No me gusta comer solo. Da tristeza.
La mujer vacila un momento. Luego camina hacia el tambo, arrastrando los pies dentro de la arena. Entra. Destapa una botella de cerveza.
—Gracias, muchas gracias, señora Merceditas. Pero prefiero leche. Ya que ha abierto esa botella, ¿por qué no se la toma?
—No tengo ganas.
—Vamos, señora Merceditas, no sea usted así. Tómesela a mi salud.
—No quiero.
La expresión del hombre se agria.
—¿Está sorda? Le he dicho que se tome esa botella. ¡Salud!
La mujer levanta la botella con las manos y bebe, lentamente, a pequeños sorbos. En el mostrador sucio y agujereado, brilla una jarra de leche. El hombre espanta de un manotazo a las moscas que revolotean alrededor, alza la jarra y bebe un largo trago. Sus labios quedan cubiertos por un bozal de nata que la lengua, segundos después, borra ruidosamente.
—¡Ah! —dice, relamiéndose—. Qué buena estaba la leche, señora Merceditas. Fijo que es de cabra, ¿no? Me ha gustado mucho. ¿Ya terminó la botella? ¿Por qué no se abre otra? ¡Salud!
La mujer obedece sin protestar; el hombre devora dos plátanos y una naranja.
—Oiga, señora Merceditas, no sea usted tan viva. La cerveza se le está derramando por el cuello. Le va a mojar su vestido. No desperdicie así las cosas. Abra otra botella y tómesela en honor de Numa. ¡Salud!
El hombre continúa repitiendo «salud» hasta que en el mostrador hay cuatro botellas vacías. La mujer tiene los ojos vidriosos; eructa, escupe, se sienta sobre un costal de fruta.
—¡Dios mío! —dice el hombre—. ¡Qué mujer! Es usted una borrachita, señora Merceditas. Perdone que se lo diga.
—Esto que haces con una pobre vieja te va a pesar, Jamaiquino. Ya lo verás —tiene la lengua algo trabada.
—¿De veras? —dice el hombre, aburridamente—. A propósito, ¿a qué hora vendrá Numa?
—¿Numa?
—¡Oh, es usted terrible, señora Merceditas, cuando no quiere entender las cosas! ¿A qué hora vendrá?
—Eres un negro sucio, Jamaiquino. Numa te va a matar.
—¡No diga esas palabras, señora Merceditas! —Bosteza—. Bueno, creo que tenemos todavía para un rato. Seguramente hasta la noche. Vamos a echar un sueñecito, ¿le parece bien?
Se levanta y sale. Va hacia la cabra. El animal lo mira con desconfianza. La desata. Regresa al tambo haciendo girar la cuerda como una hélice y silbando: la mujer no está. En el acto, desaparece la perezosa, lasciva calma de sus gestos. Recorre a grandes saltos el local, maldiciendo. Luego, avanza hacia el bosquecillo seguido por la cabra. Esta descubre a la mujer tras de un arbusto, comienza a lamerla. El Jamaiquino ríe viendo las miradas rencorosas que lanza la mujer a la cabra. Hace un simple ademán y doña Merceditas se dirige al tambo.
—De veras que es usted una mujer terrible, si señor. ¡Qué ocurrencias tiene!
Le ata los pies y las manos. Luego la carga fácilmente y la deposita sobre el mostrador. Se la queda mirando con malicia y, de pronto, comienza a hacerle cosquillas en las plantas de los pies, que son rugosas y anchas. La mujer se retuerce con las carcajadas; su rostro revela desesperación. El mostrador es estrecho y, con los estremecimientos, doña Merceditas se aproxima al canto: por fin rueda pesadamente al suelo.
—¡Qué mujer tan terrible, sí señor! —repite—. Se hace la desmayada y me está espiando con un ojo. ¡Usted no tiene cura, señora Merceditas!
La cabra, la cabeza metida en la habitación, observa a la mujer, fijamente.
El relincho de los caballos sobreviene al final de la tarde; ya oscurece. La señora Merceditas levanta la cara y escucha, los ojos muy abiertos.
—Son ellos —dice el Jamaiquino. Se para de un salto. Los caballos siguen relinchando y piafando. Desde la puerta del tambo, el hombre grita, colérico:
—¿Se ha vuelto loco, Teniente? ¿Se ha vuelto loco?
En un recodo del cerro, de unas rocas, surge el Teniente; es pequeño y rechoncho: lleva botas de montar, su rostro suda. Mira cautelosamente.
—¿Está usted loco? —repite el Jamaiquino—. ¿Qué le pasa?
—No me levantes la voz, negro —dice el Teniente—. Acabamos de llegar. ¿Qué ocurre?
—¿Cómo qué ocurre? Mande a su gente que se lleve lejos los caballos. ¿No sabe usted su oficio?
El Teniente enrojece.
—Todavía no estás libre, negro —dice—. Más respeto.
—Esconda los caballos y córteles la lengua si quiere. Pero que no se los sienta. Y espere ahí. Yo le daré la señal —el Jamaiquino despliega la boca y la sonrisa que se dibuja en su rostro es insolente—. ¿No ve que ahora tiene que obedecerme?
El Teniente duda unos segundos.
—Pobre de ti si no viene —dice. Y, volviendo la cabeza, ordena—: Sargento Lituma, esconda los caballos.
—A la orden, mi Teniente —dice alguien detrás del cerro. Se oye ruido de cascos. Luego, el silencio.
—Así me gusta —dice El Jamaiquino—. Hay que ser obediente. Muy bien, general. Bravo, comandante. Lo felicito, capitán. No se mueva de ese sitio. Le daré el aviso.
El Teniente le muestra el puño y desaparece entre las rocas. El Jamaiquino entra al tambo. Los ojos de la mujer están llenos de odio.
—Traidor —murmura—. Has venido con la policía. ¡Maldito!
—¡Qué educación, Dios mío, qué educación la suya, señora Merceditas! No he venido con la policía. He venido solo. Me he encontrado con el Teniente aquí. A usted le consta.
—Numa no vendrá —dice la mujer—. Y los policías te llevarán de nuevo a la cárcel. Y cuando salgas, Numa te matará.
—Tiene usted malos sentimientos, señora Merceditas, no hay duda. ¡Las cosas que me pronostica!
—Traidor —repite la mujer; ha conseguido sentarse y se mantiene muy tiesa—. ¿Crees que Numa es tonto?
—¿Tonto? Nada de eso. Es una cacatúa de vivo. Pero no se desespere, señora Merceditas. Seguro que vendrá.
—No vendrá. Él no es como tú. Tiene amigos. Le avisarán que aquí está la policía.
—¿Cree usted? Yo no creo, no tendrán tiempo. La policía ha venido por otro lado, por detrás de los cerros. Yo he cruzado el arenal solo. En todos los pueblos preguntaba: «¿La señora Merceditas sigue en el tambo? Acaban de soltarme y voy a torcerle el pescuezo». Más de veinte personas deben haber corrido a contárselo a Numa. ¿Cree usted siempre que no vendrá? ¡Dios mío, qué cara ha puesto, señora Merceditas!
—Si le pasa algo a Numa —balbucea la mujer, roncamente— lo vas a lamentar toda tu vida, Jamaiquino.
Este encoge los hombros. Enciende un cigarrillo y principia a silbar. Después va hasta el mostrador, coge la lámpara de aceite y la prende. La cuelga en uno de los carrizos de la puerta.
—Se está haciendo de noche —dice—. Venga usted por acá, señora Merceditas. Quiero que Numa la vea sentada en la puerta, esperándolo. ¡Ah, es cierto! No puede usted moverse. Perdóneme, soy muy olvidadizo.
Se inclina y la levanta en brazos. La deja en la arena, delante del tambo. La luz de la lámpara cae sobre la mujer y suaviza la piel de su rostro: parece más joven.
—¿Por qué haces esto, Jamaiquino? —La voz de doña Merceditas es, ahora, débil.
—¿Por qué? —dice el Jamaiquino—. Usted no ha estado en la cárcel, ¿no es verdad, señora Merceditas? Pasan los días y uno no tiene nada que hacer. Se aburre uno mucho allí, le aseguro. Y se pasa mucha hambre. Oiga, me estaba olvidando de un detalle. No puede estar con la boca abierta, no se vaya a poner a dar gritos cuando venga Numa. Además, podría tragarse una mosca.
Se ríe. Registra la habitación y encuentra un trapo. Con él venda media cara a doña Merceditas. La examina un buen rato, divertido.
—Permítame que le diga que tiene un aspecto muy cómico así, señora Merceditas. No sé qué parece.
En la oscuridad del fondo del tambo, el Jamaiquino se yergue como una serpiente: elásticamente y sin bulla. Permanece inclinado sobre sí mismo, las manos apoyadas en el mostrador. Dos metros adelante, en el cono de luz, la mujer está rígida, la cara avanzada, como olfateando el aire: también ha oído. Ha sido un ruido leve pero muy claro, proveniente de la izquierda, que se destacó sobre el canto de los grillos. Brota otra vez, más largo: las ramas del bosquecillo crujen y se quiebran, algo se acerca al tambo. «No está solo», susurra el Jamaiquino. «Miéchica». Mete la mano en el bolsillo, saca el silbato y se lo pone entre los labios. Aguarda, sin moverse. La mujer se agita y el Jamaiquino maldice entre dientes. La ve retorcerse en el sitio y mover la cabeza como un péndulo, tratando de librarse de la venda. El ruido ha cesado: ¿está ya en la arena, que apaga las pisadas? La mujer tiene la cara vuelta hacia la izquierda y sus ojos, como los de una iguana aplastada, sobresalen de las órbitas. «Los ha visto», murmura el Jamaiquino. Coloca la punta de la lengua en el silbato: el metal es cortante. Doña Merceditas continúa moviendo la cabeza y gruñe con angustia. La cabra da un balido y el Jamaiquino se agazapa. Unos segundos después ve una sombra que desciende sobre la mujer y un brazo desnudo que se estira hacia la venda. Sopla con todas sus fuerzas a la vez que se arroja de un salto contra el recién llegado. El silbato puebla la noche como un incendio y se pierde entre las injurias que estallan a derecha e izquierda, seguidas de pasos precipitados. Los dos hombres han caído sobre la mujer. El Teniente es rápido: cuando el Jamaiquino se incorpora, una de sus manos aferra a Numa por los pelos y la otra sostiene el revólver junto a su sien. Cuatro guardias con fusiles los rodean.
—¡Corran! —grita el Jamaiquino a los guardias—. Los otros están en el bosque. ¡Rápido! Se van a escapar. ¡Rápido!
—¡Quietos! —dice el Teniente. No le quita los ojos de encima a Numa. Éste, con el rabillo del ojo, trata de localizar el revólver. Parece sereno; sus manos cuelgan a los lados.
—Sargento Lituma, amárrelo.
Lituma deja el fusil en el suelo y desenrolla la soga que tiene en la cintura. Ata a Numa de los pies y luego lo esposa. La cabra se ha aproximado, y después de oler las piernas de Numa, comienza a lamerlas, suavemente.
—Los caballos, sargento Lituma.
El Teniente mete el revólver en la cartuchera y se inclina hacia la mujer. Le quita la venda y las amarras. Doña Merceditas se pone de pie, aparta a la cabra de un golpe en el lomo y se acerca a Numa. Le pasa la mano por la frente, sin decir nada.
—¿Qué te ha hecho? —dice Numa.
—Nada —dice la mujer—. ¿Quieres fumar?
—Teniente —insiste el Jamaiquino—. ¿Se da usted cuenta que ahí nomás, en el bosque, están los otros? ¿No los ha oído? Deben ser tres o cuatro, por lo menos. ¿Qué espera para mandar a buscarlos?
—Silencio, negro —dice el Teniente, sin mirarlo. Prende un fósforo y enciende el cigarrillo que la mujer ha puesto en la boca de Numa. Éste comienza a chupar largas pitadas; tiene el cigarrillo entre los dientes y arroja el humo por la nariz—. He venido a buscar a éste. A nadie más.
—Bueno —dice el Jamaiquino—. Peor para usted si no sabe su oficio. Yo ya cumplí. Estoy libre.
—Si —dice el Teniente—. Estás libre.
—Los caballos, mi Teniente —dice Lituma. Sujeta las riendas de cinco animales.
—Súbalo a su caballo, Lituma —dice el Teniente—. Irá con usted.
El sargento y otro guardia cargan a Numa y, después de desatarle los pies, lo sientan en el caballo. Lituma monta tras él. El Teniente se aproxima a los caballos y coge las riendas del suyo.
—Oiga, Teniente, ¿con quién voy yo?
—¿Tú? —dice el Teniente, con un pie en el estribo—. ¿Tú?
—Si —dice el Jamaiquino—. ¿Quién si no yo?
—Estás libre —dice el Teniente—. No tienes que venir con nosotros. Puedes ir donde quieras.
Lituma y los otros guardias, desde los caballos, ríen.
—¿Qué broma es ésta? —dice el Jamaiquino. Le tiembla la voz—. ¿No va a dejarme aquí, verdad, mi Teniente? Usted está oyendo esos ruidos Ahí en el bosque. Yo me he portado bien. He cumplido. No puede hacerme eso.
—Si vamos rápido, sargento Lituma —dice el Teniente—, llegaremos a Piura al amanecer. Por el arenal es preferible viajar de noche. Los animales se cansan menos.
—Mi Teniente —grita el Jamaiquino; ha cogido las riendas del caballo del oficial y las agita, frenético—. ¡Usted no va a dejarme aquí! ¡No puede hacer una cosa tan perversa!
El Teniente saca un píe del estribo y empuja al Jamaiquino, lejos.
—Tendremos que galopar de rato en rato —dice el Teniente—. ¿Cree usted que llueva, sargento Lituma?
—No creo, mi Teniente. El cielo está clarito.
—¡No puede irse sin mí! —clama el Jamaiquino, a voz en cuello.
La señora Merceditas comienza a reír a carcajadas, cogiéndose el estómago.
—Vamos —dice el Teniente.
—¡Teniente! —grita el Jamaiquino—. ¡Teniente, le ruego!
Los caballos se alejan, despacio. El Jamaiquino lo mira, atónito. La luz de la lámpara ilumina su cara desencajada. La señora Merceditas sigue riendo estruendosamente. De pronto, calla. Alza las manos hasta su boca, como una bocina.
—¡Numa! —grita—. Te llevaré fruta los domingos.
Luego, vuelve a reír, a grandes voces. En el bosquecillo brota un rumor de ramas y hojas secas que se quiebran.