Mary Shelley: El sueño

En El sueño, cuento de Mary Shelley, la joven y hermosa condesa Constance de Villeneuve vive en soledad, afligida por la pérdida de su padre y hermanos en las guerras civiles. Decidida a ingresar en un convento, sus planes se ven desafiados por la inesperada visita del rey y de Gaspar de Vaudemont, un antiguo amor cuyo regreso despierta emociones intensas en su corazón. En una noche tormentosa, Constance, buscando guía divina, se adentra en una cueva sagrada, donde visiones reveladoras la confrontan con su amor y su destino. En una la lucha entre el deber y la pasión, Constance se enfrenta a decisiones que podrían cambiar su vida para siempre.

Mary Shelley - El sueño

El sueño

Mary Shelley
(Cuento completo)

Chi dice mal d’amore
Dice una falsità!
Canción italiana

La época en la que aconteció esta pequeña leyenda que se va ahora a narrar fue el comienzo del reinado de Enrique IV de Francia, cuyo ascenso y conversión, aunque llevaron la paz al reino a cuyo trono había ascendido, fueron inadecuados para cicatrizar las profundas heridas mutuamente infligidas por los bandos enemigos. Entre los que ahora parecían tan unidos existían enemistades privadas y el recuerdo de daños mortales; y, a menudo, las manos que se habían estrechado en aparente saludo amistoso, cuando soltaban su apretón asían la empuñadura de su daga, haciendo más caso a sus pasiones que a las palabras de cortesía que acababan de salir de sus labios. Muchos de los más fieros católicos se retiraron a sus distantes provincias; y, mientras ocultaban en soledad su enconado descontento, anhelaban no menos profundamente el día en que pudieran mostrarlo abiertamente.

En un enorme y fortificado castillo, construido en una empinada escarpa que dominaba el Loira, no lejos de la ciudad de Nantes, moraba la última de su raza y heredera de su fortuna, la joven y hermosa condesa de Villeneuve. El año anterior lo había pasado en completa soledad en su apartada mansión; y el luto que llevaba por su padre y sus dos hermanos, víctimas de las guerras civiles, era una gentil y buena razón para no aparecer en la corte, y no mezclarse en sus festejos. Pero la huérfana condesa había heredado un título de alcurnia y extensas tierras; y pronto comprendió que el rey, su tutor, deseaba que ella otorgara ambos, junto con su mano, a algún noble cuyo nacimiento y talento personal le dieran derecho a la dote. Como respuesta, Constance expresó su intención de profesar votos y retirarse a un convento. El rey se lo prohibió sincera y resueltamente, creyendo que semejante idea era el resultado de la sensibilidad sobreexcitada por la pena, y confiando en la esperanza de que, pasado un tiempo, el jovial espíritu de la juventud despejaría esa nube.

Pasó un año y la condesa todavía persistía; y, finalmente, Enrique, partidario de no ejercer presión… y deseoso también de juzgar por sí mismo los motivos que habían conducido a una joven tan hermosa, y agraciada con los favores de la fortuna, a desear enterrarse en un claustro… anunció su intención de visitar su castillo, ahora que había expirado el periodo de su luto; y si no aportaba, dijo el monarca, suficientes atractivos para hacerla cambiar de plan, daría su consentimiento para su realización.

Constance había pasado muchas horas tristes… muchos días de llanto y muchas noches de doloroso insomnio. Había cerrado sus puertas a todos los visitantes; y, como la Lady Olivia de Twefth Night, hizo votos de soledad y llanto. Dueña de sí misma, fácilmente silenció los ruegos y protestas de sus subordinados, y alimentó su pesar como si fuera la única cosa que amara en este mundo. Con todo, era demasiado agudo, demasiado amargo, demasiado ardiente, para ser un huésped favorecido. De hecho, Constance, joven, ardiente y vivaz, estaba en su contra, se esforzaba y anhelaba deshacerse de él; pero todo lo que era jubiloso en sí mismo, o hermoso en su apariencia externa, servía únicamente para renovarlo; y con paciencia ella podía soportar mejor el peso de su aflicción, ya que, cediendo ante él, este la oprimía pero no la torturaba.

Constance había abandonado el castillo para vagar por las tierras vecinas. Aun siendo excelsos y vastos los aposentos de su mansión, se sentía acorralada entre sus paredes, bajo los techos adornados con grecas. Asociaba las extensas tierras altas y el viejo bosque con los queridos recuerdos de su vida pasada, lo que la inducía a pasar horas y aun días bajo su frondosa espesura. El movimiento y el cambio perpetuo, como el viento agitando las ramas, o el viajero sol esparciendo sus rayos sobre ellas, la calmaban y la disuadían a abandonar ese tedioso pesar que embargaba a su corazón con tan implacable agonía bajo el techo de su castillo.

Existía un lugar al borde del bien arbolado parque, un rincón de tierra, desde donde podía percibir el campo que se extendía más allá, todavía muy poblado de árboles altos umbrosos… un lugar del que ella había abjurado, pero hacia donde, inconscientemente, la llevaban siempre sus pasos, y en el que de nuevo, por vigésima vez aquel día, se encontró de improviso. Se sentó en un montículo herboso y contempló melancólicamente las flores que ella misma había plantado para adornar el frondoso escondrijo… para ella templo de la memoria y del amor. Cogió la carta del rey, que era para ella motivo de tanto desespero. El abatimiento se apoderó de sus facciones, y su noble corazón le preguntó al hado por qué, siendo tan joven, desprotegida y desamparada, tenía que enfrentarse a esa nueva forma de vileza.

«Únicamente deseo», pensó, «vivir en la mansión de mi padre… en el lugar que conocí en mi infancia… para rociar con mis frecuentes lágrimas las tumbas de los que amé; y aquí en estos bosques, donde tuve semejante sueño loco de felicidad, ¡para festejar eternamente las exequias de la Esperanza!».

Un crujido entre las ramas llegó a sus oídos; su corazón latió velozmente; todo de nuevo estaba en calma.

—¡Qué tonta soy! —medio murmuró—. Me dejé engañar por tu vehemente fantasía; porque aquí fue donde nos conocimos; aquí me senté a esperarlo, y ruidos como este anunciaban su deseada proximidad; de modo que, cada conejo que se mueve, cada pájaro que despierta de su silencio, hablan de él. ¡Oh, Gaspar!… en una ocasión fuiste mío… nunca alegraréis de nuevo con vuestra presencia este amado lugar… ¡nunca más!

De nuevo se agitaron las ramas y se oyeron pasos entre los matorrales. Constance se levantó; su corazón latía a gran velocidad; debía de ser la tonta de Manon, con sus impertinentes súplicas para que regresara. Pero los pasos eran más firmes y más silenciosos que los de su doncella; y entonces, emergiendo de las sombras, pudo percibir directamente al intruso. Su primer impulso fue huir… luego quiso verlo de nuevo… oír su voz… estar otra vez juntos antes de que los votos eternos de ella se interpusieran entre ambos, y rellenar el inmenso abismo que la ausencia había abierto; eso ofendería a los muertos y suavizaría la fatal pena que hacía palidecer sus mejillas.

Y ahora él estaba frente a ella, el mismo ser amado con el que ella había intercambiado promesas de felicidad. Parecía, como ella, triste. Constance no pudo resistir la implorante mirada que le suplicaba que se quedara un momento.

—Vengo, señora —dijo el joven caballero—, sin ninguna esperanza de lograr doblegar vuestra inflexible voluntad. Vengo de nuevo a veros, y a despedirme antes de partir para Tierra Santa. Vengo a suplicaros que no os enterréis en vida en un oscuro claustro para evitar a alguien tan odioso como yo, alguien a quien nunca veréis más. No importa si vivo o muero en Palestina, ¡Francia y yo partimos para siempre!

—¡Palestina! —dijo Constance—; eso sería tremendo, si fuera cierto. Pero el rey Enrique nunca perdería así a su cavalier favorito. El trono que le ayudasteis a edificar, todavía debéis protegerlo de sus enemigos. No, si alguna vez tuve influencia en vuestros pensamientos, no iréis a Palestina.

—Una sola palabra vuestra, Constance, podría detenerme… una sonrisa…

Y el joven amante se arrodilló ante ella; mas la severa intención de la joven fue anulada por la imagen antes tan querida y familiar, ahora tan extraña y prohibida.

—¡No os demoréis más aquí! —gritó—. Ninguna sonrisa, ninguna palabra mía, serán de nuevo para vos. ¿Por qué estáis aquí… donde vagan los espíritus de los muertos que reclaman esas sombras como propias y maldicen a la falsa doncella que permite que su asesino perturbe su sagrado reposo?

—Cuando nuestro amor era reciente y vos amable —replicó el caballero— me enseñasteis a penetrar en los laberintos de estos bosques… y me disteis la bienvenida a este querido lugar donde una vez os juré que seríais mía… bajo estos mismos árboles vetustos.

—¡Fue un nefando pecado —dijo Constance— abrir las puertas de la casa de mi padre al hijo de su enemigo, y abrumador debe ser el castigo!

El joven caballero recuperó su valor mientras ella hablaba; sin embargo no se atrevía todavía a moverse, no fuera que ella, que parecía en todo momento lista para huir, se asustara de su momentánea tranquilidad. Pero le contestó sin prisa.

—Aquellos fueron días felices, Constance, llenos de terror y de profundo júbilo, cuando la noche me traía a vuestros pies; y mientras el odio y la venganza se apoderaban de aquel torvo castillo, este frondoso cenador iluminado por las estrellas era el santuario del amor.

¿Felices?… ¡días lamentables! —repitió Constance—, cuando pienso en el bien que podría haber reportado que yo faltase a mi deber, y que la desobediencia sería recompensada por Dios. ¡No me habléis de amor, Gaspar! ¡Un mar de sangre nos separa para siempre! ¡No os acerquéis! Los difuntos y los seres queridos permanecen con nosotros incluso ahora: sus pálidas sombras me advierten de mi falta, y me amenazan por escuchar a su asesino.

—¡Yo no soy eso! —exclamó el joven—. Mirad, Constance, cada uno de nosotros somos los últimos de nuestras respectivas estirpes. La muerte nos ha tratado cruelmente y estamos solos. No era así cuando nos amamos por vez primera… cuando mi padre, mis parientes, mi hermano, más aún, mi propia madre, lanzaban maldiciones sobre la casa de Villeneuve, y yo la bendecía a pesar de todo. Os vi, adorable Constance, y os bendije. El Dios de la paz implantó el amor en nuestros corazones, y durante muchas noches de verano nos estuvimos viendo en secreto y por sorpresa en los valles bañados por la luz de la luna; y, cuando llegaba el amanecer, huíamos de aquel dulce escondrijo para evitar que nos escudriñara, y aquí, aquí mismo, donde ahora os suplico de rodillas, nos arrodillábamos juntos y nos hacíamos promesas… ¿Debemos romperlas?

Constance lloró al recordar su amante las imágenes de horas felices.

—Nunca —exclamó—. ¡Oh, nunca! Ya conocéis, o pronto las conoceréis, la fe y la resolución de alguien que no se atreve a ser vuestra. ¡Lo nuestro era hablar de amor y de felicidad, mientras la guerra, el odio y la sangre hacían furor a nuestro alrededor! Las efímeras flores que esparcían nuestras manos jóvenes eran pisoteadas en los mortíferos encuentros entre enemigos mortales. La mía murió a manos de vuestro padre; y poco importa saber si fue o no vuestra mano, como juró mi hermano y vos negasteis, la que asestó el golpe que lo destruyó. Vos ibais con los que lo mataron. No digáis más… ni una palabra más: escucharos es una impiedad hacia los muertos sin reposo eterno. Idos, Gaspar; olvidadme. A las órdenes del caballeroso y galante Enrique vuestra carrera puede ser gloriosa; y algunas hermosas doncellas escucharán, como yo hice una vez, vuestras promesas, y serán felices por ello. ¡Adiós! ¡Que la Virgen os bendiga! En la celda del claustro no olvidaré el mejor precepto cristiano: rezar por nuestros enemigos. ¡Adiós, Gaspar!

Constance se deslizó con premura del cenador: a paso rápido se abrió camino por el claro del bosque y se dirigió al castillo. Una vez en la soledad de su propio aposento, se entregó a ese frenético pesar que desgarraba su gentil corazón como si fuera una tempestad; para ella era esta aflicción lo que borraba alegrías pasadas, haciendo que el remordimiento aplazase el recuerdo de la felicidad, y uniendo el amor y la culpa imaginada en tan terrible compañía, como cuando un tirano encadena un cuerpo vivo a un cadáver. Súbitamente, un pensamiento afloró en su mente. Al principio lo rechazó por pueril y supersticioso; pero no lo ahuyentó. A toda prisa llamó a su doncella.

—Manon —dijo—, ¿has dormido alguna vez en el lecho de Santa Catalina?

—¡Que el Cielo no lo permita! —contestó Manon, persignándose—. Nadie lo hizo desde que yo nací, salvo dos personas: una se cayó al Loira y se ahogó; la otra, únicamente echó un vistazo a la estrecha cama, y volvió a su casa sin decir palabra. Es un lugar atroz; y si el devoto no lleva una vida piadosa y de provecho, ¡maldita sea la hora en que su cabeza repose sobre la sagrada piedra!

Constance se persignó a su vez, añadiendo:

—En cuanto a nuestras vidas, solamente del Señor y de los benditos santos podemos esperar la virtud. ¡Dormiré en ese lecho mañana por la noche!

—¡Mi querida señora!… el rey llega mañana.

—Mayor razón para tomar una resolución. No es posible albergar en el corazón un sufrimiento tan intenso, sin que se encuentren remedios. Esperaba ser la que llevase la paz a nuestras casas; y si la tarea ha de ser para mí una corona de espinas, el Cielo me guiará. Mañana por la noche descansaré en el lecho de Santa Catalina: y si, como he oído, la santa se digna dirigir a sus devotos en sueños, ella me guiará; y, creyendo actuar según los dictados del Cielo, me resignaré incluso a lo peor.

El rey iba a Nantes desde París, y durmió esa noche en un castillo, distante solamente unas pocas millas. Antes del amanecer, un joven cavalier fue introducido en su cámara. Tenía un aspecto serio o, mejor aún, triste; y aunque era hermoso de facciones y de figura, parecía fatigado y macilento. Permaneció silencioso en presencia de Enrique, quien, activo y alegre, volvió sus animados ojos azules hacia su huésped, diciendo gentilmente:

—De modo que comprobaste su obstinación, ¿verdad, Gaspar?

—Comprobé que había tomado una resolución acerca de nuestro mutuo sufrimiento. ¡Ay, mi señor! ¡El menor de mis pesares no es, creedme, que Constance sacrifique su propia felicidad, destrozando la mía!

—¿Crees que rechazará al gallardo caballero que nosotros le presentemos?

—¡Oh, mi señor, no penséis en eso! No es posible. Mi corazón os agradece profundamente… muy profundamente… vuestra generosa condescendencia. Pero si no la ha podido persuadir la voz de su amante a solas… ni sus súplicas, cuando el recuerdo y la reclusión contribuían al encanto… se resistirá incluso a las órdenes de vuestra majestad. Está decidida a entrar en un convento; y yo, si os place, me despediré ahora: de aquí en adelante seré un cruzado y moriré en Palestina.

—Gaspar —dijo el monarca—, conozco a la mujer mejor que tú. No es con sumisión ni con lacrimosos lamentos como se la puede conquistar. Naturalmente al corazón de la joven condesa le pesa mucho la muerte de sus parientes; y, alimentando a solas su pesadumbre y su arrepentimiento, se imagina que el propio Cielo prohíbe vuestra unión. Deja que le llegue la voz del mundo… la voz del poder y la bondad terrenales… una ordenando y la otra suplicando, pero ambas encontrando respuesta en su propio corazón… y, por mi fe y la Santa Cruz, ella será tuya. Deja que nuestro plan siga adelante. Y ahora a caballo: la mañana se agota y el sol está alto.

El rey llegó al palacio del obispo, y se dirigió sin dilación a la misa de la catedral. Siguió un suntuoso almuerzo, y era ya por la tarde cuando el monarca atravesó la ciudad del Loira en dirección al lugar, un poco más alto que Nantes, en donde estaba situado el castillo Villeneuve. La joven condesa lo recibió en la puerta. Enrique buscó en vano sus mejillas pálidas por el sufrimiento, o el aspecto de desesperación y abatimiento que esperaba encontrar. En lugar de eso, sus mejillas estaban encendidas, sus modales eran animados, y su voz casi trémula.

«No le ama», pensó Enrique, «o su corazón ya ha dado su consentimiento».

Se preparó una colación para el monarca; y este, después de algunas pequeñas vacilaciones a causa de la alegría que ella mostraba en su semblante, le mencionó el nombre de Gaspar. Constance se sonrojó en lugar de palidecer, y replicó velozmente:

—Mañana, mi buen señor. Os pido un respiro sólo hasta mañana… entonces todo estará decidido; mañana me consagraré a Dios o…

Parecía confusa, y el rey, a la vez sorprendido y complacido, dijo:

—Entonces no odias al joven De Vaudemont; le perdonaste la sangre enemiga que corre por sus venas.

—Nos han enseñado que debemos perdonar, que debemos amar a nuestros enemigos —replicó la condesa, ligeramente inquieta.

—Por Saint Denis que es una grata respuesta por el momento —dijo el rey, riendo—. ¡Vaya, mi fiel servidor, Don Apolo, disfrazado! Adelántate y agradécele a tu dama su amor.

Disfrazado de manera que nadie lo reconociera, el caballero había estado observando a sus espaldas, y había visto con infinita sorpresa el comportamiento y el semblante tranquilo de la dama. No pudo oír sus palabras, pero ¿era la misma que había visto temblar y lamentarse la noche anterior?… ¿la misma cuyo corazón estaba destrozado por la conflictiva pasión?… ¿la misma que vio los pálidos fantasmas de su padre y de sus parientes interponerse entre ella y el amado a quien adoraba más que a su vida? Era un enigma difícil de resolver. La visita del rey llegó al unísono con su impaciencia, y no pudo contenerse más y saltó. Estaba a sus pies, mientras ella, dominada todavía por la pasión, crispada por la misma tranquilidad que había asumido, profirió un grito al reconocerlo, y se desplomó al suelo sin sentido.

Todo era incomprensible. Incluso cuando sus doncellas la devolvieron a la vida, siguió otro ataque y a continuación apasionados torrentes de lágrimas. Mientras, el monarca esperaba en el vestíbulo, mirando de reojo la medio consumida colación, y tarareando algún romance en celebración de la indocilidad de la mujer; no sabía cómo responder a la mirada de amarga desilusión y ansiedad de Vaudemont. Finalmente, la principal dama de compañía de la condesa vino con una justificación.

—La señora está enferma, muy enferma. Mañana se postrará a los pies del rey, a la vez para solicitar su perdón y revelar su propósito.

—Mañana… ¡otra vez mañana! ¿Hay previsto algún encanto para mañana, doncella? —dijo el rey—. ¿Puedes explicarnos el enigma, preciosa? ¿Qué extraño enredo ocurrirá mañana, que todo depende de su advenimiento?

Manon se sonrojó, miró hacia abajo y titubeó. Pero Enrique no era un aprendiz en el arte de atraerse con halagos a las damas de compañía para descubrir sus propósitos. Manon estaba además asustada por el plan de la condesa, quien todavía se obstinaba en llevarlo adelante; así que era muy fácil inducirla a traicionarlo. Dormir en el lecho de Santa Catalina, descansar en un estrecho saliente por encima de los profundos rápidos del Loira y, si como era lo más probable, el soñador sin suerte escapaba a todo aquello, soportar las inquietantes visiones que ese turbador sueño pudiera producir al dictado del Cielo, era una locura de la que ni el mismo Enrique apenas podía creer capaz a ninguna mujer. Pero ¿podía Constance, cuya belleza era tan sumamente espiritual, y a la cuál él había oído constantemente elogiar su fortaleza de ánimo y sus talentos, podía estar tan extrañamente chiflada? ¿Puede tener la pasión semejantes caprichos… como la muerte, nivelando incluso la aristocracia de las almas, y llevando al noble y al plebeyo, al sabio y al tonto, a la misma esclavitud? Era extraño… sin embargo, debía salirse con la suya. Que vacilase en su decisión significaba mucho; y era de esperar que Santa Catalina no le jugase una mala faena. Si no, cualquier propósito gobernado por un sueño podría ser influido por otros pensamientos en estado de vigilia. Alguna protección tendrá que tener frente al más material de los peligros.

No hay sentimiento más atroz que el que invade a un corazón humano débil, inclinado a satisfacer sus ingobernables impulsos en contradicción con los dictados de la conciencia. Está dicho que los placeres prohibidos son los más agradables; puede que así sea para las naturalezas rudas, para aquellos que aman la lucha, el combate y la contienda, que encuentran la felicidad en una riña, y gozan con los conflictos pasionales. Pero más suave y más dulce era el gentil espíritu de Constance; y el amor y el deber contendían, abrumando y torturando su pobre corazón. Confiar su conducta a las inspiraciones de la religión, o de la superstición, si así se la podía llamar, era un bendito alivio. Los mismos peligros que amenazaban su tarea le daban sabor. Arriesgarse por él fue una bendición; la misma dificultad del camino que conducía al cumplimiento de sus deseos satisfacía a su amor y, a la vez, apartaba sus pensamientos de la desesperación. Si se decretara que ella debía sacrificarlo todo, el riesgo de peligro, y aun de muerte, sería de insignificante importancia en comparación con la angustia, que ya siempre sería parte de ella.

La noche amenazaba tormenta… el violento viento sacudía los marcos de las ventanas… y los árboles agitaban sus descomunales y umbríos brazos, cual gigantes en fantástica danza y mortal pendencia. Constance y Manon, sin comitiva, abandonaron el castillo por la poterna y comenzaron a descender la colina. La luna no había salido todavía; y, aunque el camino les era familiar a ambas, Manon se tambaleaba y temblaba, mientras que la condesa bajaba con paso firme la empinada pendiente, arrastrando su capa de seda. Llegaron a orillas del río, donde una pequeña barca estaba amarrada, y esperaba un hombre. Constance se introdujo en ella, y ayudó a su temerosa acompañante. En pocos segundos estuvieron en mitad de la corriente. El cálido, vigorizante y tempestuoso viento equinoccial las arrastraba. Por primera vez desde que se puso de luto, un escalofrío de placer llenó el pecho de Constance; y ella acogió la emoción con doble regocijo.

«No puede ser», pensó, «que el Cielo me prohíba amar a alguien tan valiente, tan generoso y tan bueno como el noble Gaspar. Nunca podría amar a otro; moriré si me separan de él; y este corazón, estos miembros tan radiantemente vivos, ¿están ya predestinados a una tumba prematura? ¡Oh, no!, la vida clama dentro de ellos. Viviré para amar. ¿No aman todas las cosas?… los vientos cuando susurran a las impetuosas aguas… las aguas cuando besan los márgenes floridos y se apresuran a mezclarse con el mar. El cielo y la tierra se sostienen y viven por y para el amor. Si mi corazón había sido siempre un profundo, efusivo y desbordante manantial de verdaderos afectos, ¿me vería obligada a taponarlo y cerrarlo definitivamente?».

Estos pensamientos prometían sueños placenteros; y quizás por eso la condesa, adepta a la creencia popular en el dios ciego, se entregó a ellos con más facilidad. Pero mientras estaba ensimismada en aquellas suaves emociones, Manon la agarró del brazo.

—¡Señora, mirad! —gritó—. Viene… aunque todavía no se oyen los remos. ¡Ahora que la Virgen nos ampare! ¡Ojalá estuviéramos en casa!

Un oscuro bote se deslizó junto a ellas. Cuatro remeros, cubiertos con capas negras, manejaban los remos, que, como dijo Manon, no hacían ruido; otro iba sentado junto al timón: como el resto, iba cubierto con un manto oscuro, pero no llevaba gorra; y aunque ocultó su rostro, Constance reconoció a su amante.

—Gaspar —gritó en voz alta—. ¿Vivís todavía?

Pero la figura del bote ni volvió la cabeza ni contestó, y rápidamente se perdió en las sombrías aguas.

¡Cómo cambió entonces la ensoñación de la bella condesa! El Cielo había iniciado ya su prodigio, y formas sobrenaturales la rodeaban, mientras forzaba la vista por entre las tinieblas. Ora veía y ora perdía de vista a la barca que la había asustado; y le parecía que iba en ella otra persona, portadora de los espíritus de los muertos; y su padre le hacía señales desde la orilla, y sus hermanos no la miraban con buenos ojos.

Mientras tanto se acercaron al embarcadero. Su barca fue anclada en una pequeña ensenada, y Constance tomó pie en la orilla. Temblaba, y casi se rindió a los ruegos de Manon para que regresara al castillo; hasta que la indiscreta suivante mencionó los nombres del rey y de Vaudemont, y habló de la respuesta que debía darles mañana. ¿Qué respuesta, si ella se volvía atrás en su intento?

Constance corrió a lo largo del quebrado terreno que bordeaba el río hasta llegar a una colina que abruptamente surgía de la corriente. Cerca había una pequeña capilla. Con dedos temblorosos, la condesa extrajo la llave y abrió la puerta. Entraron. Estaba a oscuras… salvo una pequeña lámpara, que titilaba al viento, y proyectaba una incierta luz sobre la imagen de Santa Catalina. Las dos mujeres se arrodillaron y oraron; luego, se levantaron y la condesa, con tono complaciente, dio las buenas noches a su doncella. Luego abrió una pequeña puerta baja de hierro. Conducía a una angosta caverna. Más allá se oía el rugido de las aguas.

—No debes seguirme, mi pobre Manon —dijo Constance—. Ni siquiera con el deseo: esta aventura es sólo para mí.

No era muy justo dejar sola en la capilla a la temblorosa sirvienta, que no tenía ninguna esperanza, ni miedo, ni amor, ni pena que la entretuviera. Pero en aquellos días los escuderos y las criadas interpretaban, a menudo, el papel de los subalternos en el ejército… ganaban golpes en lugar de fama. A su lado, Manon estaba segura en tierra santa. Mientras tanto, la condesa seguía su camino a tientas en la oscuridad por el estrecho y tortuoso pasadizo. Finalmente, brilló lo que a su prolongada visión a oscuras le pareció una luz. Llegó a una caverna abierta en la pendiente de la colina, mirando hacia la impetuosa corriente de abajo. Contempló la noche. Las aguas del Loira iban de prisa, como desde ese día se han apresurado siempre… cambiantes, pero siempre lo mismo; los cielos estaban densamente velados por nubes, y el viento entre los árboles era tan lúgubre y de tan mal agüero como si soplara alrededor de la tumba de un asesino. Constance se estremeció un poco y miró su lecho… una estrecha repisa de tierra y una musgosa piedra al borde mismo del precipicio. Se quitó el manto… era una de las condiciones del prodigio… inclinó la cabeza y soltó las trenzas de su cabello oscuro… se descalzó… y así, completamente preparada para sufrir al máximo la escalofriante influencia de la fría noche, se tendió sobre el estrecho lecho, que apenas le proporcionaba espacio para el descanso, y donde, si se movía en sueños, podía precipitarse a las frías aguas de abajo.

Al principio creyó que ya nunca más volvería a dormirse. No sería muy extraño que la exposición a las ráfagas del viento y su peligrosa posición le impidieran cerrar los párpados. Por fin, cayó en una ensoñación tan delicada y sosegante que incluso quería velar… y entonces, sus sentidos se aturdieron poco a poco. Estaba en el lecho de Santa Catalina… el Loira se precipitaba por debajo, y el viento barría con furia… ¿Adónde… y qué tipo de sueños le enviaría la santa? ¿La conduciría a la desesperación, o le ofrecería su amparo para siempre?

Bajo la escarpada colina, sobre la oscura corriente, vigilaba otra persona, que temía a un millar de cosas y apenas se atrevía a tener esperanza. Su intención había sido preceder a la dama en su trayecto, pero cuando descubrió que se había demorado demasiado tiempo, se precipitó, con los remos enfundados y jadeante premura, hacia la barca que contenía a su Constance; y ni siquiera se volvió al oír su voz, temeroso de incurrir en culpa ante ella, así como de sus órdenes de regresar. La había visto surgir del corredor, y se estremeció cuando ella se inclinó sobre el precipicio. La vio dar un paso adelante, vestida de blanco como iba, y pudo advertir cómo se tumbaba en la repisa que sobresalía arriba. ¡Qué vigilia guardaron los amantes! Ella, entregada a pensamientos visionarios; y él, sabiendo… y ese conocimiento conmovía su corazón con extraña emoción… que el amor, el amor por él, la había conducido a aquel peligroso lecho; y que, mientras la rodeaban todo tipo de peligros, ella sólo vivía para la vocecita callada que susurraba a su corazón el sueño que iba a decidir sus destinos. Quizás ella durmiese… pero él veló y vigiló; pasó la noche ora rezando, ora arrebatado por la esperanza y el miedo alternativamente, sentado en su bote, con los ojos fijos en la vestidura blanca de la durmiente de arriba.

La mañana… ¿era la mañana la que forcejeaba con las nubes? ¿Vendría la mañana a despertarla? ¿Había dormido? ¿Qué sueños de bienestar o de infortunio habían poblado su dormir? Gaspar se impacientaba cada vez más. Ordenó a sus remeros que siguieran esperando y él se arrojó al agua, intentando escalar el precipicio. En vano le advirtieron del peligro, y más aún de la imposibilidad del empeño. Se pegó a la abrupta superficie de la colina, y encontró puntos de apoyo donde parecía que no había. La pendiente no era muy elevada, en efecto; los peligros del lecho de Santa Catalina provienen de la posibilidad que tiene cualquiera que duerma en un sitio tan estrecho de precipitarse a las aguas de abajo. Gaspar continuó afanándose en la ascensión de la pendiente, y finalmente alcanzó las raíces de un árbol que crecía cerca de la cima. Ayudado por sus ramas, consiguió tomar posición en el mismo borde de la repisa, cerca de la almohada sobre la que yacía la cabeza descubierta de su amada. Sus manos estaban recogidas sobre el pecho; el cabello oscuro le caía alrededor de la garganta y reposaba en su mejilla; su rostro estaba sereno: dormía con toda su inocencia y todo su desamparo; sus más delirantes emociones se habían acallado, y su pecho palpitaba con regularidad. Podía ver que su corazón latía por la elevación de sus hermosas manos cruzadas sobre él. Ninguna estatua labrada en mármol de efigie monumental fue nunca la mitad de hermosa; y dentro de aquella incomparable forma moraba un alma verdadera, tierna, sacrificada y afectuosa, como jamás albergó pecho humano.

¡Con qué profunda pasión miraba fijamente Gaspar, concibiendo esperanzas de la placidez de su angelical semblante! Una sonrisa adornaba sus labios; y él también sonrió involuntariamente al percibir el feliz presagio. Súbitamente, las mejillas de la joven se encendieron, su pecho palpitó, una lágrima se escabulló de sus oscuras pestañas y a continuación cayó una verdadera avalancha.

—¡No! —comenzó a gritar Constance—. ¡No morirá! ¡Soltaré sus cadenas! ¡Lo salvaré!

La mano de Gaspar estaba allí. Cogió su ligera figura a punto de caerse de su peligroso lecho. Constance abrió los ojos y contempló a su amante, que había velado su fatal sueño, y la había salvado.

Manon también durmió bien, soñando o no, poco importa, y se sobrecogió por la mañana al descubrir que había despertado rodeada por una multitud. La pequeña y desierta capilla estaba adornada con tapices… el altar tenía cálices de oro… el sacerdote cantaba misa a un considerable despliegue de caballeros arrodillados. Manon vio que el rey Enrique estaba también; y buscó con la mirada a otro, que no pudo encontrar, cuando la puerta de hierro del corredor de la caverna se abrió y entró Gaspar de Vaudemont, seguido de la hermosa Constance, que, con sus ropas blancas y su desgreñado cabello oscuro, y un rostro en el que sonrisas y rubores contendían con emociones más profundas, se acercó al altar, y, arrodillándose con su amante, profirió los votos que los unían para siempre.

Pasó mucho tiempo hasta que Gaspar consiguió que su dama le contara el secreto de su sueño. Pese a la felicidad de que ahora gozaba, Constance había sufrido mucho al recordar con terror aquellos días en que pensó que el amor era un crimen, y que cada suceso conectado con ellos mostraba un aspecto atroz.

Aquella terrible noche, le dijo ella, tuvo muchas visiones. Vio en el Paraíso a los espíritus de su padre y de sus hermanos; contempló a Gaspar combatiendo victoriosamente entre los infieles; lo volvió a contemplar en la corte del rey Enrique, querido y favorecido; y a ella misma… ora lánguida en un claustro, ora de novia… ora agradecida al Cielo por haberla colmado de felicidad, ora llorando en sus días tristes… hasta que, súbitamente, pensó que se encontraba en tierra pagana; y que la misma Santa Catalina la guiaba a través de la ciudad de los infieles sin que nadie la viera. Entró en un palacio y contempló a los herejes celebrando su victoria. Luego, descendiendo a las mazmorras de abajo, atravesaron a tientas húmedas bóvedas y corredores bajos y enmohecidos, hasta una celda más oscura y espantosa que el resto. Sobre el suelo yacía una figura humana vestida con sucios harapos, el pelo en desorden y una barba salvaje y enmarañada. Sus mejillas estaban consumidas; sus ojos habían perdido el brillo; su figura era un simple esqueleto; sus descarnados huesos pendían flojamente de unas cadenas.

—¿Y fue mi aspecto en aquel atractivo estado y mi vestimenta favorecedora lo que ablandó el duro corazón de Constance? —preguntó Gaspar, sonriendo por esta pintura de lo que nunca sería.

—Así es —replicó Constance—; pues mi corazón me susurró que aquello era obra mía. ¿Quién podría hacer volver la vida que menguaba en vuestro pulso… restaurarla, sino la persona que la destruyó? Mi corazón nunca se apasionó tanto con el caballero, cuando estaba vivo y feliz, como lo hizo con su consumida imagen yaciendo, en sus visiones nocturnas, a mis pies. Un velo cayó de mis ojos; la oscuridad se desvaneció ante mí. Me pareció entonces que sabía por vez primera lo que era la vida y la muerte. Me ordenaron creer que una vida feliz consistía en no ofender a los muertos; y sentí cuán inicua y cuán vana era esa falsa filosofía que colocaba a la virtud y al bien al lado del odio y la crueldad. Vos no moriríais: yo rompería vuestras cadenas y os libraría, y os ofrecería una vida consagrada al amor. Me precipité, y la muerte que desaprobaba en vos, presumiblemente habría sido mía… justo cuando por vez primera sentía el verdadero valor de la vida… pero vuestro brazo estaba allí para salvarme, y vuestra querida voz para bendecirme por siempre jamás.

Mary Shelley - El sueño
  • Autor: Mary Shelley
  • Título: El sueño
  • Título Original: The Dream
  • Publicado en: The Keepsake (1831)
  • Traducción: Juan Antonio Molina Foix