«La Prueba de Amor», cuento de Mary Shelley publicado en 1834, narra la historia de Angeline, una joven huérfana que vive en un convento y mantiene un amor secreto con Ippolito, un joven aristócrata. Ambos se someten a una prueba de un año de separación sin comunicarse, prometida al padre de Ippolito, para demostrar la constancia de sus sentimientos. La llegada de Faustina, una amiga de infancia de Angeline, pone a prueba la lealtad y el destino de los amantes.
La prueba de amor
Mary Shelley
(Cuento completo)
Después de conseguir el permiso de la priora para salir unas horas, Angeline, interna en el convento de Santa Anna, en la pequeña ciudad lombarda de Este, se puso en camino para hacer una visita. La joven vestía con sencillez y buen gusto; su faziola le cubría la cabeza y los hombros, y bajo ella brillaban sus grandes ojos negros, extraordinariamente hermosos. Quizá no fuera una belleza perfecta; pero su rostro era afable, noble y franco; y tenía una profusión de cabellos negros y sedosos, y una tez blanca y delicada, a pesar de ser morena. Su expresión era inteligente y reflexiva; parecía estar en paz consigo misma, y era ostensible que se sentía profundamente interesada, y a menudo feliz, con los pensamientos que ocupaban su imaginación. Era de humilde cuna: su padre había sido el administrador del conde Moncenigo, un noble veneciano; y su madre había criado a la única hija de éste. Los dos habían muerto, dejándola en una situación relativamente desahogada; y Angeline era un trofeo que buscaban conquistar todos los jóvenes que, sin ser nobles, gozaban de buena posición; pero ella vivía retirada en el convento y no alentaba a ninguno.
Llevaba muchos meses sin abandonar sus muros; y sintió algo parecido al miedo cuando se encontró en medio del camino que salía de la ciudad y ascendía por las colinas Euganei hasta Villa Moncenigo, su lugar de destino. Conocía cada palmo del camino. La condesa Moncenigo había muerto al dar a luz su segundo hijo y, desde entonces, la madre de Angeline había residido en la villa. La familia estaba formada por el conde, que, salvo algunas semanas de otoño, estaba siempre en Venecia, y sus dos hijos. Ludovico, el primogénito, había sido enviado en edad temprana a Padua para recibir una buena educación; y sólo vivía en la villa Faustina, cinco años menor que Angeline.
Faustina era la criatura más adorable del mundo: a diferencia de los italianos, tenía los ojos azules y risueños, la tez luminosa y los cabellos color caoba; su figura ágil, esbelta y nada angulosa recordaba a una sílfide; era muy bonita, vivaz y obstinada, y tenía un encanto irresistible que empujaba a todos a ceder alegremente ante ella. Angeline parecía su hermana mayor: se ocupaba de ella y le consentía todos los caprichos; una palabra o una sonrisa de Faustina lo podían todo. «La quiero demasiado —decía a veces—, pero soportaría cualquier cosa antes que ver una lágrima en sus ojos.» Era propio de Angeline no expresar sus sentimientos; los guardaba en su interior, donde crecían hasta convertirse en pasiones. Pero unos excelentes principios y la devoción más sincera impedían que la joven se viera dominada por ellas.
Angeline se había quedado huérfana tres años antes, cuando había muerto su madre, y Faustina y ella se habían trasladado al convento de Santa Anna, en la ciudad de Este; pero un año más tarde, Faustina, que entonces tenía quince años, había sido enviada a completar su educación a un famoso convento de Venecia, cuyas aristocráticas puertas estaban cerradas a su humilde compañera. Ahora, a los diecisiete años, después de finalizar sus estudios, había vuelto a casa; y se disponía a pasar los meses de septiembre y octubre en Villa Moncenigo con su padre. Los dos habían llegado aquella misma noche, y Angeline había salido del convento para ver y abrazar a su amiga del alma.
Había algo muy maternal en los sentimientos de Angeline; cinco años es una diferencia considerable entre los diez y los quince años, y muy grande entre los diecisiete y los veintidós.
«Mi querida niña —pensaba Angeline, mientras iba andando—, debe de haber crecido mucho, e imagino que estará más hermosa que nunca. ¡Qué ganas tengo de verla, con su dulce y pícara sonrisa! Me gustaría saber si ha encontrado a alguien que la mimara tanto como yo en su convento veneciano… alguien que asumiera la responsabilidad de sus faltas y que le consintiera sus caprichos. ¡Ah, aquellos días no volverán! Ahora estará pensando en el matrimonio… Me pregunto si habrá sentido algo parecido al amor —suspiró—. Pronto lo sabré… estoy segura de que me lo contará todo. Ojalá pudiera abrirle mi corazón… detesto tanto secreto y tanto misterio; pero he de cumplir mi promesa, y dentro de un mes habrá acabado todo… dentro de un mes conoceré mi destino. ¡Dentro de un mes! ¿Lo veré a él entonces? ¿Volveré a verlo algún día? Pero será mejor que olvide todo eso y piense únicamente en Faustina… ¡mi dulce y entrañable Faustina!»
Angeline subía lentamente la colina cuando oyó que alguien la llamaba; y en la terraza que dominaba el camino, apoyada en la balaustrada, se hallaba la querida destinataria de sus pensamientos, la bonita Faustina, la pequeña hada… en la flor de la vida, sonriendo de felicidad. Angeline sintió un cariño aún mayor por ella.
No tardaron en abrazarse; Faustina reía con ojos chispeantes, y empezó a contarle todo lo sucedido en aquellos dos años, y se mostró obstinada e infantil, aunque tan encantadora y cariñosa como siempre. Angeline la escuchó con alegría, contemplando extasiada y en silencio los hoyuelos de sus mejillas, el brillo de sus ojos y la gracia de sus ademanes. No habría tenido tiempo de contarle su historia aunque hubiese querido, Faustina hablaba tan deprisa…
—¿Sabes, Angelinetta mía —exclamó—, que me casaré este invierno?
—Y ¿quién será tu señor esposo?
—Todavía no lo sé; pero lo encontraré en el próximo carnaval. Debe ser muy noble y muy rico, dice papá; y yo digo que debe ser muy joven, tener buen carácter y dejarme hacer lo que yo quiera, como siempre has hecho tú, querida Angeline.
Finalmente, Angeline se levantó para despedirse. A Faustina no le agradó que se marchara —quería que pasara la noche con ella—, y señaló que enviaría a alguien al convento para conseguir permiso de la priora. Pero Angeline, sabiendo que esto era imposible, estaba decidida a irse y convenció a su amiga de que la dejara partir. Al día siguiente, Faustina visitaría personalmente el convento para ver a sus antiguas amistades, y Angeline podría regresar con ella por la noche si lo permitía la priora. Una vez discutido este plan, las dos jóvenes se separaron con un abrazo; y, mientras bajaba con paso ligero, Angeline levantó la mirada y vio como Faustina, muy sonriente, le decía adiós con la mano desde la terraza. Angeline estaba encantada con su amabilidad, su hermosura, la animación y viveza de su conducta y de su conversación. Faustina ocupó al principio todos sus pensamientos, pero, en una curva del camino, cierta circunstancia le trajo otros recuerdos. «¡Oh, qué feliz seré si él demuestra haberme sido fiel! —pensó—. ¡Con Faustina e Ippolito, será como vivir en el Paraíso!»
Y luego rememoró cuanto había ocurrido en los dos últimos años. Del modo más breve posible, seguiremos su ejemplo.
Cuando Faustina partió para Venecia, Angeline se quedó sola en el convento. Aunque era una persona retraída, Camilla della Toretta, una joven dama de Bolonia, se convirtió en su mejor amiga. El hermano de Camilla vino a visitarla, y Angeline la acompañó al locutorio para recibirlo. Ippolito se enamoró desesperadamente de ella, y consiguió que Angeline le correspondiera. Todos los sentimientos de la joven eran sinceros y apasionados; sin embargo, sabía atemperarlos, y su conducta fue irreprochable. Ippolito, por el contrario, era impetuoso y vehemente: la amaba ardientemente y no podía tolerar que nada se opusiera a sus deseos. Decidió contraer matrimonio, pero, como pertenecía a la nobleza, temía la desaprobación de su padre. Mas era necesario pedir su consentimiento; y el anciano aristócrata, presa del temor y de la indignación, llegó a Este, dispuesto a adoptar cualquier medida que separase para siempre a los dos enamorados. La dulzura y la bondad de Angeline mitigaron su cólera, y el abatimiento de su hijo le movió a compasión. Desaprobaba el matrimonio, pero comprendía que Ippolito deseara unirse a tanta hermosura y gentileza. Pero después pensó que su hijo era muy joven y podía cambiar de parecer, y se reprochó a sí mismo haber dado tan fácilmente su consentimiento. Por ese motivo llegó a un compromiso: les daría su bendición un año más tarde, siempre que la joven pareja se comprometiera, con el más solemne juramento, a no verse ni escribirse durante ese intervalo. Quedó sobreentendido que sería un año de prueba; y que no habría ningún compromiso hasta que éste expirara, y si permanecían fieles, su constancia sería premiada. No hay duda de que el padre creía, e incluso esperaba, que, en aquel período de ausencia, los sentimientos de Ippolito cambiarían, y que éste entablaría una relación más conveniente.
Arrodillados ante una cruz, los dos enamorados prometieron un año de silencio y de separación; Angeline, con los ojos iluminados por la gratitud y la esperanza; Ippolito, lleno de rabia y desesperación por aquella interrupción de su felicidad, que jamás habría aceptado si Angeline no hubiera empleado todas sus dotes de persuasión y de mando para convencerlo; pues la joven había afirmado que, a menos que obedeciera a su padre, ella se encerraría en su celda, y se convertiría voluntariamente en una prisionera, hasta que terminara el tiempo prescrito. De modo que Ippolito prestó juramento e inmediatamente después partió hacia París.
Faltaba sólo un mes para que expirara el año, y no es de extrañar que los pensamientos de Angeline pasaran de su dulce Faustina al destino que la esperaba. Además del voto de ausencia, habían prometido mantener su compromiso y cuanto se relacionaba con él en el más profundo secreto durante ese período. Angeline accedió de buena gana (pues su amiga se hallaba lejos) a guardar silencio hasta que transcurriera el año; pero Faustina había regresado, y ella sentía el peso de aquel secreto en su conciencia. Pero no importaba: tenía que cumplir su palabra.
Ensimismada en sus pensamientos, había llegado al pie de la colina y empezaba a subir la ladera que conducía a la ciudad de Este cuando en los viñedos que bordeaban un lado del camino oyó un ruido… de pisadas… y una voz conocida que pronunciaba su nombre.
—¡Virgen Santa! ¡Ippolito! —exclamó—. ¿Es ésta tu promesa?
—Y ¿es éste tu recibimiento? —respondió él en tono de reproche—. ¡Qué cruel eres! Como no soy lo bastante frío para seguir alejado… como este último mes ha durado una intolerable eternidad, te alejas de mí… deseas que me vaya. Son ciertos, entonces, los rumores… ¡amas a otro! ¡Ah! Mi viaje no será en vano… descubriré quién es y me vengaré de tu falsedad.
Angeline le lanzó una mirada de asombro y desaprobación; pero guardó silencio y prosiguió su camino. Tenía miedo de romper su juramento, y que la maldición del cielo cayera sobre su unión. Decidió que nada le induciría a decir otra palabra; si seguía fiel a la promesa, perdonarían a Ippolito por haberla incumplido. Caminó muy deprisa, sintiéndose alegre y desgraciada al mismo tiempo… aunque esto no es exacto… lo que le embargaba era una felicidad sincera, absorbente; pero temía en cierto modo la cólera de su amado, y sobre todo las terribles consecuencias que podría tener la ruptura de su solemne voto. Sus ojos resplandecían de amor y de dicha, pero sus labios parecían sellados; y, resuelta a no decir nada, escondió el rostro bajo su faziola, para que él no pudiera verlo, y continuó andando con la vista clavada en el suelo. Loco de ira, vertiendo torrentes de reproches, Ippolito se mantuvo a su lado, ora reprochándole su infidelidad, ora jurando venganza, o describiendo y elogiando su propia constancia y su amor inalterable. Era un tema muy grato, aunque peligroso. Angeline tuvo la tentación de decirle más de mil veces que sus sentimientos no habían cambiado; pero logró reprimir ese deseo y, cogiendo el rosario en sus manos, empezó a rezar. Se acercaban a la ciudad y, consciente de que no podría persuadirla, Ippolito decidió finalmente alejarse de ella, afirmando que descubriría a su rival, y se vengaría por su crueldad e indiferencia. Angeline entró en el convento, corrió a su celda y, poniéndose de rodillas, pidió a Dios que perdonara a su amado por romper la promesa; luego, radiante de felicidad por la prueba que él le había dado de su constancia, y recordando lo poco que faltaba para que su dicha fuera perfecta, apoyó la cabeza en sus brazos y se sumió en una especie de ensueño celestial. Había librado una amarga lucha resistiéndose a las súplicas del joven, pero sus dudas se habían disipado: él le había sido fiel y, en la fecha acordada, vendría a buscarla; y ella, que durante aquel largo año le había amado con ferviente, aunque callada, devoción, ¡se vería recompensada! Se sentía segura… agradecida al cielo… feliz. ¡Pobre Angeline!
Al día siguiente, Faustina fue al convento: las monjas se apiñaron a su alrededor. «Quanto è bellina», exclamó una. «E tanta carina!», dijo otra. «S’è fatta la sposina?»… ¿Está ya prometida en matrimonio?, preguntó una tercera. Faustina respondía con sonrisas y caricias, bromas inocentes y risas. Las monjas la idolatraban; y Angeline estaba a su lado, admirando a su encantadora amiga y disfrutando de los elogios que le prodigaban. Finalmente, Faustina tuvo que partir; y Angeline, tal como habían previsto, consiguió permiso para acompañarla.
—Puedes ir a la villa con Faustina, pero no quedarte allí a pasar la noche —señaló la priora, pues iba en contra de las reglas del convento.
Faustina suplicó, protestó y consiguió, mediante halagos, que dejara regresar a su amiga al día siguiente. Entonces iniciaron el regreso juntas, acompañadas de una vieja criada, una especie de señora de compañía. Mientras andaban, un caballero las adelantó a caballo.
—¡Qué guapo es! —exclamó Faustina—. ¿Quién será?
Angeline se puso roja como la grana, pues se dio cuenta de que era Ippolito. Él pasó a gran velocidad, y no tardaron en perderlo de vista. Estaban subiendo la ladera, y ya casi divisaban la villa, cuando les alarmó oír toda clase de gritos, berridos y bramidos, como si unas bestias salvajes o unos locos, o todos a la vez, hubieran escapado de sus guaridas y manicomios. Faustina palideció; y pronto su amiga estuvo tan asustada como ella, pues vio un búfalo, escapado de su yugo, que se lanzaba colina abajo, llenando el aire de rugidos, perseguido por un grupo de contadini chillando y dando alaridos… y enfilaba directamente hacia las dos amigas. La anciana acompañanta exclamó: «O, Gesu Maria!» y se tiró al suelo. Faustina lanzó un grito desgarrador y cogió a Angeline por la cintura; ésta se puso delante de su aterrorizada amiga, dispuesta a afrontar ella todo el peligro para salvarla… y el animal se acercaba. En ese momento, el caballero bajó galopando la ladera, adelantó al búfalo y, dándose media vuelta, se enfrentó al animal salvaje con valentía. Con un bramido feroz, la bestia se desvió bruscamente a un lado y cogió un sendero que salía a la izquierda; pero el caballo, despavorido, se encabritó, arrojó el jinete al suelo y huyó a galope tendido colina abajo. El caballero quedó tendido en el suelo, completamente inmóvil.
Le llegó entonces el turno de gritar a Angeline; y ella y Faustina corrieron angustiadas hacia su salvador. Mientras esta última le daba aire con el enorme abanico verde que llevan las damas italianas para protegerse del sol, Angeline se apresuró a ir a buscar agua. A los pocos minutos, el color volvió a las mejillas del joven, que abrió los ojos; y entonces vio a la hermosa Faustina e intentó levantarse. Angeline apareció en ese instante y, ofreciéndole agua en una calabaza, la acercó a sus labios. Él apretó su mano, y ella la retiró. Fue entonces cuando la anciana Caterina, extrañada de aquel silencio, empezó a mirar a su alrededor y, al ver que sólo estaban las dos jóvenes inclinadas sobre un hombre en el suelo, se levantó y fue a reunirse con ellas.
—¡Se está usted muriendo! —exclamó Faustina—. Me ha salvado la vida y se ha matado por ello.
Ippolito trató de sonreír.
—No, no me estoy muriendo —dijo—, pero estoy herido.
—¿Dónde? ¿Cómo? —gritó Angeline—. Mi querida Faustina, enviemos a buscar un carruaje y llevémosle a la villa.
—¡Oh, sí! —repuso Faustina—. Vamos, Caterina, corre… cuéntale a papá lo ocurrido… que un joven caballero se ha matado por salvarme la vida.
—No me he matado —le interrumpió Ippolito—; sólo me he roto el brazo y, tal vez, la pierna.
Angeline adquirió una palidez cadavérica y se dejó caer al suelo.
—Pero morirá antes de que consigamos ayuda —afirmó Faustina—; esa estúpida Caterina es más lenta que una tortuga.
—Iré yo a la villa —exclamó Angeline—, Caterina se quedará contigo y con Ip… Buon Dio! ¿Qué estoy diciendo?
Se alejó presurosa y dejó a Faustina abanicando a su amado, que volvió a sentirse muy débil. En seguida se dio la alarma en la villa, el señor conde envió a buscar un médico y ordenó que sacaran un colchón, entre cuatro hombres, para ir en ayuda de Ippolito. Angeline se quedó en la casa; por fin pudo abandonarse a sus sentimientos y llorar amargamente, abrumada por el miedo y el dolor.
—¿Oh, por qué rompería su promesa para ser castigado? ¡Ojalá pudiera yo expiar su culpa! —se lamentó.
No tardó, sin embargo, en recobrar el ánimo; y, cuando entraron con Ippolito, le había preparado la cama y había cogido las vendas que había creído necesarias. Pronto llegó el médico; y vio que el brazo izquierdo estaba claramente roto, pero que la pierna no había sufrido más que una contusión. Entonces redujo la fractura, sangró al paciente y, dándole una pócima para serenarle, ordenó que estuviera tranquilo. Angeline pasó toda la noche a su lado, pero Ippolito durmió profundamente y no se dio cuenta de su presencia. Jamás lo había amado tanto. Comprendió que su desgracia, sin duda fortuita, hacía honor al cariño que sentía por ella, y contempló su hermoso rostro, apaciblemente dormido.
«¡Que el cielo guarde al amante más leal que jamás haya bendecido las promesas de una joven», pensó.
A la mañana siguiente, Ippolito se despertó sin fiebre y muy animado. La herida de la pierna apenas le dolía, y quería levantarse; recibió la visita del médico, quien le rogó que guardara cama un día o dos para evitar una infección, y le aseguró que se curaría antes si obedecía sus órdenes sin reservas. Angeline pasó el día en la villa, pero no volvió a verlo. Faustina no dejó de hablar de su valentía, heroísmo y simpatía. Ella era la heroína de la historia. El caballero había arriesgado su vida por ella; era ella a quien había salvado. Angeline sonrió un poco ante su egotismo y pensó que se sentiría humillada si le contaba la verdad; así que guardó silencio. Por la noche, se vio obligada a regresar al convento; ¿entraría a despedirse de Ippolito? ¿Era correcto? ¿No significaba romper su promesa? Y, sin embargo, ¿cómo resistirse a hacerlo? Así, pues, entró en la habitación y se acercó sigilosamente a él; Ippolito oyó sus pasos, levantó ilusionado la mirada y sus ojos reflejaron cierta decepción.
—¡Adiós, Ippolito! —dijo Angeline—. He de volver al convento. Si empeoras, ¡Dios nos libre!, vendré a cuidarte y atenderte, y moriré contigo; si te restableces, como parece ser la voluntad divina, antes de un mes te daré las gracias como mereces. ¡Adiós, querido Ippolito!
—¡Adiós, querida Angeline! Cuanto piensas es bueno y justo, y tu conciencia lo aprueba: no temas por mí. Siento mi cuerpo lleno de salud y de vigor, y, puesto que tú y tu dulce amiga estáis a salvo, ¡benditas sean las incomodidades y los dolores que sufro! ¡Adiós! Pero espera, Angeline, tan sólo unas palabras… mi padre, según he oído, se llevó a Camilla de vuelta a Bolonia el año pasado… ¿os escribís tal vez?
—Te equivocas, Ippolito; de acuerdo con los deseos del marqués, no hemos intercambiado ninguna carta.
—Has obedecido tanto en la amistad como en el amor… ¡qué bondadosa eres! Pero yo también quiero que me hagas una promesa… ¿la cumplirás con la misma firmeza que la de mi padre?
—Si no va en contra de nuestro voto…
—¡De nuestro voto! ¡Pareces una novicia! ¿Acaso nuestros votos tienen tanto valor? No, no va en contra de nuestro voto; sólo te pido que no escribas a Camilla o a mi padre, ni dejes que este accidente llegue a sus oídos. Les inquietaría inútilmente… ¿me lo prometes?
—Te prometo que no les enviaré ninguna carta sin tu permiso.
—Y yo confío en que serás fiel a tu palabra, de igual modo que lo has sido a tu promesa. Adiós, Angeline. ¡Cómo! ¿Te vas sin un beso?
La joven se apresuró a salir del cuarto para no ceder a la tentación; pues acceder a aquella demanda habría sido un quebrantamiento mucho mayor de su promesa que cualquiera de los ya perpetrados.
Regresó a Este, preocupada y, sin embargo, alegre; convencida de la lealtad de su amado y rezando fervorosamente para que no tardara en recuperarse. Durante varios días acudió regularmente a Villa Moncenigo para preguntar por su salud, y se enteró de que el joven mejoraba poco a poco; finalmente, le comunicaron que Ippolito tenía permiso para abandonar su habitación. Faustina le dio la noticia, con los ojos brillantes de alegría. Hablaba sin cesar de su caballero, así le llamaba, y de la gratitud y admiración que sentía por él. Le había visitado a diario acompañada de su padre, y siempre tenía alguna nueva historia que contar sobre su ingenio, elegancia y amables cumplidos. Ahora que él podía reunirse con ellos en la sala, se sentía doblemente feliz. Después de recibir esa información, Angeline renunció a sus visitas diarias, ya que corría el peligro de encontrarse con su amado. Enviaba todos los días a alguien y tenía noticias de su restablecimiento; y todos los días recibía un mensaje de su amiga, invitándola a Villa Moncenigo. Pero ella se mantuvo firme: sentía que obraba bien. Y, aunque temía que él estuviera enfadado, sabía que trascurridos quince días —lo que quedaba del mes— podría expresarle sus verdaderos sentimientos; y, como él la amaba, la perdonaría en seguida. No llevaba ningún peso en el corazón, nada que no fuera gratitud y alegría.
Todos los días, Faustina le suplicaba que fuera y, aunque sus ruegos se volvieron cada vez más apremiantes, Angeline siguió dándole excusas. Una mañana su joven amiga entró atropelladamente en su celda para llenarla de reproches y mostrarle su extrañeza por su ausencia. Angeline se vio obligada a prometer que la visitaría; y entonces se interesó por el caballero, a fin de descubrir cuál era la mejor hora para evitar su encuentro. Faustina se sonrojó… un adorable rubor se extendió por todo su rostro mientras exclamaba:
—¡Oh, Angeline! ¡Quiero que vengas por él!
Angeline enrojeció a su vez, temiendo que Ippolito hubiera traicionado su secreto, y se apresuró a decir:
—¿Te ha dicho algo?
—Nada —respondió alegremente su amiga—; por eso te necesito. ¡Oh, Angeline! Papá me preguntó ayer si Ippolito me gustaba, y añadió que, si su padre lo aprobaba, no veía ninguna razón por la que no pudiéramos casarnos. Tampoco yo… pero ¿me querrá él? Oh, si no me ama, no dejaré que se hable del asunto, ni que pregunten a su padre… ¡no me casaría con él por nada del mundo!
Y los ojos de la delicada joven se llenaron de lágrimas, y se arrojó a los brazos de Angeline.
«Pobre Faustina —pensó su amiga—, ¿seré yo la causante de su sufrimiento?»
Y empezó a acariciarla y a besarla con palabras cariñosas y tranquilizadoras. Faustina prosiguió. Estaba convencida, dijo, de que Ippolito la amaba. Angeline se sobresaltó al oír su nombre así pronunciado por otra mujer; y palideció y se estremeció mientras se esforzaba por no traicionarse a sí misma. El joven no daba demasiadas muestras de amor, pero parecía tan feliz cuando ella entraba, e insistía tanto en que se quedara… y luego sus ojos…
—¿En alguna ocasión te ha dicho algo de mí? —inquirió Angeline.
—No… ¿por qué iba a hacerlo? —replicó Faustina.
—Me salvó la vida —contestó su amiga, ruborizándose.
—¿De veras? ¿Cuándo? ¡Oh, sí, ahora lo recuerdo! Sólo pensaba en mí; pero lo cierto es que tu peligro fue tan grande… no, más grande, pues me protegiste con tu cuerpo. Mi amiga del alma, no soy una desagradecida, aunque Ippolito me vuelva tan olvidadiza…
Todo esto sorprendió, mejor dicho, dejó estupefacta a Angeline. No dudó de la fidelidad de su amado, pero temió por la felicidad de su amiga, y cualquier idea que se le ocurría daba paso a ese sentimiento… Prometió visitar a Faustina aquella misma tarde.
Y ahí está de nuevo, subiendo lentamente la colina, con el corazón encogido a causa de Faustina, confiando en que su amor repentino y no correspondido no comprometa su felicidad futura. Al doblar una curva, cerca de la villa, oyó que la llamaban; y, cuando levantó los ojos, volvió a contemplar, asomado a la balaustrada, el rostro sonriente de su hermosa amiga; e Ippolito estaba junto a ella. El joven se sobresaltó y dio un paso atrás cuando sus miradas se encontraron. Angeline había ido decidida a ponerle en guardia, y estaba ideando el mejor modo de explicarle las cosas sin comprometer a su amiga. Fue una labor inútil; cuando entró en el salón, Ippolito se había marchado, y no volvió a aparecer.
«No querrá romper su promesa», pensó Angeline.
Pero se quedó terriblemente angustiada por su amiga, y muy confusa. Faustina sólo podía hablar de su caballero. Angeline estaba llena de remordimientos, y no sabía qué hacer. ¿Debía revelar la situación a su amiga? Quizá fuera lo mejor, y, sin embargo, le parecía muy difícil; además, a veces tenía casi la sospecha de que Ippolito la había traicionado. El pensamiento venía acompañado de un dolor punzante que luego desaparecía, hasta que creyó enloquecer, y fue incapaz de dominar su voz. Regresó al convento más inquieta y acongojada que nunca.
Visitó la villa en dos ocasiones, e Ippolito volvió a eludirla; y el relato de Faustina sobre el modo en que él la trataba se tornó más inexplicable. Una y otra vez, el miedo de haberlo perdido la atormentó; y de nuevo se tranquilizó a sí misma pensando que su alejamiento y su silencio eran debidos al juramento, y que su misterioso comportamiento con Faustina sólo existía en la imaginación de la joven. No dejaba de dar vueltas al modo en que debía comportarse, mientras el apetito y el sueño la abandonaban; finalmente, cayó demasiado enferma para ir a la villa y, durante dos días, se vio obligada a guardar cama. En aquellas horas febriles, sin fuerzas para moverse, y desconsolada por la suerte de Faustina, tomó la decisión de escribir a Ippolito. Él se negaría a verla, así que no tenía otro modo de comunicarse. Su promesa lo prohibía, pero la habían roto ya de tantas maneras… Además, no lo hacía por ella, sino por su querida amiga. Pero, ¿qué pasaría si su carta llegaba a manos extrañas? ¿Y si Ippolito pensaba abandonarla por Faustina? Entonces el secreto quedaría enterrado para siempre en su corazón. Por ese motivo, resolvió escribir su misiva sin que nada la traicionara ante una tercera persona. No fue una tarea fácil, pero finalmente la llevó a cabo.
El señor caballero sabría disculparla, confiaba. Ella era… siempre había sido como una madre para la señorita Faustina… la amaba más que a su vida. El señor caballero estaba actuando, quizá, de un modo irreflexivo. ¿Comprendía sus palabras? Y, aunque no tuviese ninguna intención, la gente haría conjeturas. Todo cuanto le pedía era permiso para escribir a su padre, a fin de que aquella situación de incertidumbre y misterio terminara lo antes posible.
Angeline rompió diez notas… y, aunque no estaba satisfecha con esta última, la cerró; y luego se arrastró fuera de la cama para enviarla inmediatamente por correo.
Aquel acto de valentía tranquilizó su ánimo, y fue muy beneficioso para su salud. Al día siguiente se sentía tan bien que decidió ir a la villa para descubrir el efecto que había producido su carta. Con el corazón palpitante, subió la ladera y, al doblar la curva de siempre, levantó la mirada. No había ninguna Faustina en la balaustrada. Y no era de extrañar, pues nadie la esperaba; sin embargo, sin saber por qué, se sintió muy desgraciada y los ojos se le llenaron de lágrimas.
«Si pudiera ver a Ippolito un momento… y él me diera la más pequeña explicación, ¡todo se arreglaría!», caviló.
Con esos pensamientos llegó a la villa y entró en el salón. Oyó unos pasos rápidos, como si alguien huyera de ella. Faustina estaba sentada delante de una mesa leyendo una carta… sus mejillas rojas como la grana, su pecho palpitando de agitación. El sombrero y la capa de Ippolito se hallaban a su lado, e indicaban que acababa de abandonar precipitadamente la estancia. La joven se volvió… divisó a Angeline… sus ojos despidieron fuego… y arrojó la misiva que estaba leyendo a los pies de su amiga; Angeline comprendió que era la suya.
—¡Cógela! —dijo Faustina—. Te pertenece. Por qué motivo la has escrito… y qué significa… es algo que no preguntaré. Ha sido algo despreciable por tu parte, además de inútil, te lo aseguro… No soy alguien que entregue su corazón antes de que se lo pidan, ni que pueda ser rechazada cuando mi padre me ofrece en matrimonio. Coge tu carta, Angeline. ¡Oh! ¡Yo nunca creí que te comportarías así conmigo!
Angeline seguía allí como si la escuchara, pero no oía una sola palabra; completamente inmóvil… las manos enlazadas con fuerza, los ojos anegados en lágrimas y fijos en su carta.
—Te digo que la cojas —exclamó Faustina con impaciencia, dando una patada en el suelo con su pequeño pie—; ha llegado demasiado tarde, fueran cuales fueran tus intenciones. Ippolito ha escrito a su padre pidiéndole su consentimiento para nuestra boda; mi padre también lo ha hecho.
Angeline se estremeció y miró con ojos desorbitados a su amiga.
—¡Es cierto! ¿Acaso lo dudas? ¿Quieres que llame a Ippolito para que confirme mis palabras?
Faustina se dirigió a ella exultante. Angeline, muda de espanto, se apresuró a coger la carta; y abandonó la sala… y la casa, bajó la colina y regresó al convento. Con el corazón al rojo vivo, sintió su cuerpo poseído por un espíritu que no era el suyo: no lloraba, pero sus ojos parecían a punto de salirse de las órbitas… y sus miembros se contraían espasmódicamente. Corrió a su celda, se arrojó al suelo, y entonces pudo estallar en llanto; después de derramar torrentes de lágrimas, consiguió rezar, y más tarde… cuando recordó que su sueño de felicidad había terminado para siempre, deseó la muerte.
A la mañana siguiente, abrió los ojos de mala gana y se levantó. Era de día; y todos debían levantarse y seguir adelante, y ella entre los demás, aunque el sol ya no brillase como antes y el dolor convirtiera su vida en un tormento. No pudo evitar sobresaltarse cuando, poco después, le informaron de que un caballero deseaba verla. Buscó refugio en un rincón, y rehusó bajar al locutorio. La portera regresó un cuarto de hora más tarde. El joven se había marchado, pero le había escrito una nota; y le entregó la misiva. Estaba sobre la mesa, delante de Angeline… pero le traía sin cuidado abrirla… todo había terminado, y no necesitaba aquella confirmación. Finalmente, muy despacio, y no sin esfuerzo, rompió el sello. Estaba fechada el día en que expiraba el año. Las lágrimas asomaron a sus ojos, y entonces nació en su corazón la cruel esperanza de que todo fuera un sueño, y de que ahora que la Prueba de Amor llegaba a su fin, él la reclamara como suya. Empujada por esta incierta suposición, se enjugó las lágrimas y leyó las siguientes palabras:
He venido a excusarme por mi bajeza. Rehúsas verme y yo te escribo; pues, aunque siempre seré un hombre despreciable para ti, no pareceré peor de lo que soy. Recibí tu carta en presencia de Faustina y ella reconoció tu letra. Conoces bien su obstinación, su impetuosidad; no pude impedir que me la arrebatara. No añadiré nada más. Debes de odiarme; y, sin embargo, tendrías que compadecerme, pues soy muy desdichado. Mi honor está ahora comprometido; todo terminó antes de que yo empezara a ser consciente del peligro… pero ya no se puede hacer nada. No encontraré la paz hasta que me perdones, y, sin embargo, merezco tu maldición. Faustina no sabe nada de nuestro secreto. Adiós.
El papel cayó de las manos de Angeline.
Sería inútil describir los diversos sufrimientos que soportó la infortunada joven. Su piedad, resignación y carácter noble y generoso acudieron en su ayuda, y le sirvieron de apoyo cuando sentía que sin ellos podía morir. Faustina le escribió para decirle que le hubiera gustado verla, pero que Ippolito era reacio a la idea. Habían recibido la respuesta del marqués de la Toretta, un feliz consentimiento; pero el anciano se hallaba enfermo y todos se marchaban a Bolonia. A la vuelta, hablarían.
Su partida ofreció cierto consuelo a la desdichada joven. Y no tardó en prodigárselo también una carta del padre de Ippolito, llena de alabanzas de su conducta. Su hijo se lo había confesado todo, escribía; ella era un ángel… el cielo la premiaría, pero su recompensa sería aun mayor si se dignaba perdonar a su infiel enamorado. Responder a esa misiva alivió el dolor de la joven, que desahogó su pena y los pensamientos que la atormentaban escribiéndola. Perdonó de buen grado a Ippolito, y rezó para que él y su adorable esposa gozaran de todas las bendiciones.
Ippolito y Faustina contrajeron matrimonio y pasaron dos o tres años en París y en el sur de Italia. Ella fue inmensamente feliz al principio; pero pronto el mundo cruel y el carácter ligero e inconstante de su marido infligieron mil heridas en su joven corazón. Echaba de menos la amistad y la comprensión de Angeline; apoyar la cabeza en su pecho y ser consolada por ella. Propuso una visita a Venecia, Ippolito accedió y, de camino, pasaron por Este. Angeline había tomado el hábito en el convento de Santa Anna. Se sintió muy complacida, por no decir feliz, de su visita; escuchó con gran sorpresa las penas de Faustina, y se esforzó por consolarla. También vio a Ippolito con enorme serenidad, pues sus sentimientos habían cambiado; no era el ser que ella había amado, y comprendió que, de haberse casado con él, con su profunda sensibilidad y sus elevadas ideas sobre el honor, se habría sentido incluso más decepcionada que Faustina.
La pareja llevó la vida que suelen llevar los matrimonios italianos. Él era amante de las diversiones, inconstante, despreocupado; ella se consolaba con un cavaliere servente. Angeline, consagrada a Dios, se asombraba de todo aquello; y de que alguien pudiera cambiar con tanta ligereza sus afectos, para ella tan sagrados e inmutables.
FIN
Guía de apoyo a la lectura: La prueba de amor, resumen y análisis
Resumen de La prueba de amor de Mary Shelley
En La prueba de amor Mary Shelley narra la compleja relación entre Angeline, una joven de noble espíritu, e Ippolito, un caballero noble y apasionado. Ambientado en la Lombardía del siglo XIX, el relato explora temas relacionados con el amor, la lealtad y el sacrificio.
Angeline, una joven huérfana que reside en el convento de Santa Anna, obtiene el permiso de la priora para salir y visitar a su amiga Faustina, con quien se ha criado en la Villa Moncenigo. Faustina, hija del conde Moncenigo, ha estado ausente en un convento de Venecia completando su educación y acaba de regresar a casa. Angeline, aunque emocionada por ver a su amiga, está también ansiosa por otro motivo: el próximo retorno de Ippolito, el hermano de su amiga Camilla, con quien Angeline ha mantenido una relación amorosa secreta y complicada.
Hace un año, Ippolito y Angeline se enamoraron profundamente. Sin embargo, el padre de Ippolito, un marqués, desaprobó la relación debido a la diferencia de estatus social entre ambos y les impuso una condición: mantenerse separados y sin comunicarse durante un año. Si concluido el plazo se continuaban amando, daría su consentimiento para el matrimonio. Angeline aceptó la prueba con la esperanza de que su amor sobreviviera al tiempo y la distancia, mientras que Ippolito, aunque con reticencia, también aceptó el reto.
En su camino a Villa Moncenigo, Angeline recuerda con cariño a Faustina y reflexiona sobre su amor por Ippolito. Al llegar, se encuentra con Faustina, quien, con su alegría y vivacidad, la recibe calurosamente. Faustina le cuenta a Angeline que espera encontrar a su futuro esposo en el próximo carnaval, sin sospechar los sentimientos de su amiga, quien no le ha contado a Faustina nada sobre Ippolito.
De regreso al convento, Angeline se encuentra inesperadamente con Ippolito, quien ha regresado antes del año, rompiendo su promesa de mantenerse alejado. Ippolito, celoso y confundido, acusa a Angeline de haberlo olvidado y de amar a otro. Angeline, sin embargo, mantiene su silencio para no romper su juramento de no comunicarse con su amado, rezando para que el amor que siente por Ippolito sea suficiente para superar esta prueba.
Al día siguiente, Faustina visita el convento y convence a la priora de que Angeline la acompañe a la villa. Durante el camino, un búfalo se desboca y se dirige hacia las jóvenes. Ippolito aparece justo a tiempo para salvarlas, aunque sufre heridas en el proceso. Faustina se muestra agradecida y fascinada por el heroísmo de Ippolito, a quien conducen a Villa Moncenigo para que se recupere.
A medida que Ippolito se recupera en la villa, Faustina comienza a enamorarse de él, sin saber que su corazón ya pertenece a Angeline. Angeline, por su parte, lucha con su deseo de ver a Ippolito y la necesidad de mantener su promesa de no hablarle. Los apasionados relatos de Faustina sobre Ippolito llenan de confusión y dolor a Angeline, quien teme por el futuro de su amiga y por el suyo propio.
Finalmente, Angeline decide escribir una carta a Ippolito, pidiéndole que aclare sus sentimientos y propósitos. Sin embargo, la carta es interceptada por Faustina, quien se siente traicionada por su amiga. Faustina le revela que Ippolito ha solicitado el consentimiento de su padre para casarse con ella. Desesperada y devastada, Angeline se retira al convento, donde recibe una última carta de Ippolito. En ella, él se disculpa por su comportamiento y le explica que la situación se ha salido de su control.
El cuento concluye con el matrimonio de Ippolito y Faustina, y la resignación de Angeline, quien se convierte en monja. Años después, Faustina, desilusionada por el comportamiento inconstante de su esposo, visita a Angeline en el convento buscando consuelo. Angeline, aunque todavía herida, encuentra paz en su vocación religiosa y en la certeza de que su amor, aunque no correspondido, siempre fue puro y verdadero.
Personajes de La prueba de amor de Mary Shelley
Angeline: Angeline es la protagonista del cuento. Es una joven de noble carácter, humilde origen y una profunda capacidad de amar. Huérfana desde hace tres años, reside en el convento de Santa Anna en Este. Su apariencia es descrita con sencillez y elegancia, con grandes ojos negros y una expresión inteligente y reflexiva. Angeline demuestra una devoción inquebrantable hacia sus seres queridos, especialmente hacia Faustina e Ippolito. Su naturaleza retraída y su capacidad de ocultar sus sentimientos la convierten en un personaje complejo y lleno de matices. A pesar de las adversidades, Angeline mantiene su integridad y lealtad, incluso cuando su corazón se ve destrozado por la traición de Ippolito y la ingenuidad de Faustina.
Ippolito: Ippolito es el hermano de Camilla, una compañera del convento, y el hombre a quien Angeline ama. Pertenece a una familia noble y es descrito como un joven impetuoso y vehemente. Su amor por Angeline es ardiente y apasionado, pero también es impulsivo y egoísta, incapaz de someter sus deseos a las circunstancias que lo rodean. La prueba de separación de un año impuesta por su padre revela la debilidad de su carácter, ya que, aunque comienza con la intención de respetarla, sucumbe a la presión de Faustina y la situación en que se ve envuelto, traicionando así a Angeline. Su falta de firmeza y su inconstancia lo llevan a un destino que contrasta con la firmeza y el sacrificio de Angeline.
Faustina: Faustina es la amiga querida de Angeline y la hija del conde Moncenigo. Es descrita como una joven de belleza deslumbrante, con ojos azules y cabello color caoba, contrastando con la apariencia más sobria de Angeline. Faustina es vivaz, obstinada y encantadora, con una personalidad que la hace irresistible. Sin embargo, su carácter caprichoso e infantil refleja una inmadurez que la hace vulnerable a la manipulación y al desengaño. A lo largo del cuento, Faustina se convierte sin saberlo en la rival amorosa de Angeline, y su falta de comprensión de la profundidad de los sentimientos de Angeline contribuye a la tragedia de la historia.
Análisis de La prueba de amor de Mary Shelley
La prueba de amor de Mary Shelley es un cuento que se desarrolla en la Lombardía del siglo XIX, específicamente entre el convento de Santa Anna y la Villa Moncenigo, con una breve mención de ciudades como Este, Padua y Venecia. La historia es narrada en tercera persona por un narrador omnisciente que proporciona una perspectiva completa de los pensamientos y sentimientos de los personajes principales, especialmente de Angeline, la protagonista.
El escenario es clave para comprender la atmósfera y el contexto de la historia. El convento de Santa Anna representa un espacio de recogimiento y devoción, un refugio para Angeline, mientras que la Villa Moncenigo simboliza el mundo exterior, lleno de complicaciones sociales y emocionales. Esta dicotomía entre el convento y la villa refleja el conflicto interno de Angeline entre su amor puro y sus deberes religiosos y sociales.
Los principales temas que Mary Shelley desarrolla en este cuento son el amor, la lealtad, el sacrificio y la traición. El amor entre Angeline e Ippolito es presentado como una fuerza poderosa y pura, pero también como una fuente de sufrimiento y prueba. La lealtad de Angeline hacia su promesa y su amiga Faustina contrasta con la inconstancia de Ippolito, resaltando la nobleza y la fortaleza de la protagonista. El sacrificio es un tema recurrente, especialmente en el personaje de Angeline, que renuncia a su felicidad personal por el bien de otros. La traición, tanto real como percibida, añade una capa de complejidad y tragedia a la historia.
El estilo de escritura de Shelley es elegante y detallado, con descripciones vívidas que ayudan a crear una atmósfera rica y envolvente. Utiliza un tono melancólico y reflexivo, que refuerza los temas de amor y sacrificio. El ritmo del cuento es pausado, permitiendo una exploración profunda de los sentimientos y pensamientos de los personajes. Este ritmo lento es adecuado para la naturaleza introspectiva de la narrativa, enfocándose en los dilemas internos de Angeline y las consecuencias emocionales de sus decisiones.
Shelley emplea varias técnicas literarias para contar la historia. Utiliza descripciones detalladas y diálogos que revelan el carácter y las emociones de los personajes. La autora también hace uso del simbolismo, como el contraste entre el convento y la villa, y el incidente con el búfalo, que simboliza el peligro y la intervención heroica en un momento de crisis. La ironía también está presente, especialmente en la manera en que la fidelidad de Angeline se ve recompensada con la traición y el desengaño.
El contexto histórico y cultural en que fue escrita la historia influye significativamente en su desarrollo. Ambientada en la Italia del siglo XIX, la narrativa refleja las normas sociales y las expectativas de la época, especialmente en lo que respecta al amor, el matrimonio y las diferencias de clase. La figura del noble y la joven de humilde origen, así como la rigidez de las reglas sociales, son elementos que marcan la trama y las decisiones de los personajes.
El sentido y propósito del cuento pueden interpretarse de varias maneras. Por un lado, es una reflexión sobre la pureza del amor verdadero y la capacidad de sacrificio que conlleva. Angeline es presentada como un modelo de virtud y devoción, cuya lealtad inquebrantable la eleva por encima de las dificultades y las traiciones. Por otro lado, el cuento puede ser visto como una crítica a las convenciones sociales que impiden la realización del amor genuino y que favorecen las uniones basadas en el interés y el estatus.
Comentario general sobre el cuento La prueba de amor de Mary Shelley
La prueba de amor de Mary Shelley es un relato que va más allá de una simple historia de amor y desamor; es una profunda meditación sobre la naturaleza del sacrificio y la nobleza inherente en el verdadero amor. A través de sus personajes y sus complicadas relaciones, Shelley nos invita a reflexionar sobre los valores que sostienen nuestras decisiones y cómo estos pueden enfrentarse a las convenciones sociales y las expectativas personales.
El personaje de Angeline, con su inquebrantable sentido del deber y su capacidad de sacrificio, representa un ideal de pureza y devoción que, aunque admirable, también nos hace cuestionar hasta qué punto el amor debe ser una renuncia a uno mismo. Su amor por Ippolito es genuino y profundo, pero su vida en el convento y su fidelidad a su promesa la llevan a una existencia marcada por la resignación y el dolor silencioso. Este contraste entre la riqueza de sus sentimientos y la austeridad de su vida externa resalta la tragedia de su situación.
Por otro lado, Ippolito es un personaje complejo, cuyo amor por Angeline es sincero pero inestable. Su incapacidad para mantenerse fiel a su promesa y su eventual traición ponen de relieve la fragilidad de los compromisos humanos frente a las presiones externas y las propias debilidades. La evolución de su carácter a lo largo de la historia, desde un amante apasionado hasta un esposo complaciente pero inconstante, refleja las fluctuaciones del deseo y la influencia del entorno social sobre las decisiones personales.
La relación entre Angeline y Faustina añade una capa adicional de complejidad al cuento. Faustina, con su vitalidad y encanto, simboliza la juventud y la esperanza, pero también la ingenuidad y la falta de profundidad en su comprensión del amor. Su amor por Ippolito, aunque sincero, es superficial en comparación con la devoción de Angeline. La interacción entre las dos amigas y su eventual separación debido al amor compartido por Ippolito subraya la ironía y la crueldad de las circunstancias.
Mary Shelley utiliza estos personajes y sus interacciones para tejer una narrativa que nos habla de las contradicciones y desafíos del amor verdadero. La prueba a la que se someten Angeline e Ippolito no solo es una prueba de amor, sino también una prueba de carácter y de la capacidad de las personas para resistir las tentaciones y las dificultades. El resultado final, con Angeline refugiándose en la vida religiosa e Ippolito y Faustina viviendo una existencia marcada por la insatisfacción, nos deja con una sensación de melancolía y reflexión sobre las elecciones que hacemos y sus consecuencias a largo plazo.
En última instancia, La prueba de amor es una historia que nos invita a examinar nuestros propios conceptos de amor y lealtad, y a considerar cuánto estamos dispuestos a sacrificar por ellos. Es un recordatorio de que, aunque el amor puede ser una fuerza poderosa y transformadora, también puede llevarnos a los límites de nuestra capacidad para soportar el dolor y la decepción. A través de su elegante prosa y sus personajes profundamente humanos, Shelley nos ofrece una obra que sigue resonando con verdades universales sobre la naturaleza del amor y el sacrificio.
Para que público se recomienda el cuento La prueba de amor de Mary Shelley
La prueba de amor de Mary Shelley es un cuento que, debido a su complejidad temática y emocional, es más adecuado para lectores adolescentes y adultos. Los temas de amor, lealtad, sacrificio y traición que explora requieren una madurez emocional y una capacidad de reflexión que suelen desarrollarse a partir de la adolescencia. Además, la ambientación histórica y las convenciones sociales descritas en el cuento pueden ser mejor apreciadas y comprendidas por un público con cierta experiencia y conocimiento previo.
Para los adolescentes, el cuento ofrece una oportunidad para explorar conceptos de amor y compromiso desde una perspectiva literaria e histórica. La historia de Angeline e Ippolito puede servir como un punto de partida para discusiones sobre las expectativas sociales y las dificultades que conlleva el mantener promesas y relaciones en situaciones adversas. Los jóvenes lectores pueden encontrar en Angeline un ejemplo de integridad y fortaleza, mientras que Ippolito y Faustina ofrecen una visión de la inconstancia y las complicaciones del amor juvenil.
Para los adultos, el cuento de Shelley proporciona una reflexión profunda sobre las elecciones de vida y las consecuencias de nuestras acciones. Los lectores adultos pueden apreciar la sofisticación de la prosa de Shelley y la manera en que entrelaza los destinos de sus personajes para revelar verdades más amplias sobre la naturaleza humana. La historia también puede resonar con aquellos que han experimentado los altibajos de las relaciones amorosas y los desafíos de mantenerse fieles a los propios valores y promesas.