Mónica Ojeda: Caninos

Mónica Ojeda - Caninos

Sinopsis: «Caninos» es un perturbador relato de la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda, publicado por primera vez en 2017 y luego incluido en la colección Las voladoras (2020). Narra la historia de una joven que, tras la muerte de su padre, vive sola con su perro Godzilla en una casa heredada, corroída por el pasado. En su aislamiento, desarrolla un inquietante vínculo con la dentadura postiza del difunto, a la que cuida, oculta y desplaza como si se tratara de un ser vivo. En un universo privado marcado por la pérdida, la violencia y los recuerdos grotescos, las esporádicas visitas de su madre y su hermana amenazan con hacer aflorar historias familiares que la memoria preferiría olvidar.

Mónica Ojeda - Caninos

Caninos

Mónica Ojeda
(Cuento completo)

Un Perro de Noche
es borroso
deforme lejos

María Auxiliadora Álvarez


Hija guardaba la dentadura de Papi como si fuera un cadáver, es decir, con amor sacro de ultratumba: seco en los colmillos, sonoro en las mordidas, desplazándose por los rincones de la casa igual que un fantasma de encías rojas. Un clac clac de castañuela molar la hacía sonreír al amanecer. Y, por las tardes, una percusión tribal, un choque de dientes la arrullaba hasta perder la conciencia sobre la almohada rosa donde caían agónicas las luciérnagas a morir. Todas las noches, mientras dormía, la dentadura de Papi era su amante, su compañera de cama, salivando en sus sueños y pesadillas menores sin lengua, sin músculo mojado oloroso a mal, sin filo oxidado en la conciencia. Y al despertar Hija barría las luciérnagas de la almohada rosa con su pelo, se sentaba en las escaleras del patio para ver cómo se moría el jardín, paseaba a Godzilla por el barrio y juntos le ladraban a otros perros con bozales, lazos o ropitas de niño de dos años.

A los amos no les gustaba que ella ladrara más fuerte que Godzilla.

La llamaban loca de mierda.

Le miraban muy feo los pies.

Luego, cuando regresaba a casa, Hija cepillaba la dentadura de Papi y la ponía en la repisa como un trofeo. La ponía en el sofá junto a ella antes de encender la televisión. Se la llevaba a la cama y la metía debajo de la sábana. Se la llevaba a la tina y se hundía con ella. La guardaba en la refrigeradora. La ocultaba en un zapato. Hija desplazaba la dentadura postiza por la casa, pero la escondía cuando Mami y Ñaña venían de visita. Ellas creían haberse llevado todo de Papi porque no sabían que su hogar era un sarcófago construyéndose poco a poco, con paciencia, con esmero.

«¡Mira cómo tienes el jardín, lo estás matando!».

«¡Qué asco! ¡Hay hasta mierda de perro!».

Mami y Ñaña desconocían la arquitectura personal de su luto aunque la olfateaban con los ojos.

«¿A ti te parece normal esta inmundicia?».

Miraban el jardín como gemelas. Apretaban los labios a la vez frente a la enfermedad. Así lo habían hecho con Papi cuando se lo dejaron a ella —un padre dañado en el umbral de la casa: una silla de ruedas, un suero, una bombona de oxígeno—. Se lo dejaron a pesar de que sabían que ella era incapaz de cuidar a nadie. Se lo dejaron porque era la mayor: la Hija. Y en cambio Mami vestía como Ñaña y bebía demasiado. Y Ñaña apenas estaba terminando el cole y tenía un novio con el que desaparecía a menudo e iba a conciertos de rock. Ahora visitan a Hija todos los miércoles y los viernes, pero cuando Papi estaba vivo solo le tocaban el timbre el último sábado de cada mes.

«Tienes todo lleno de polvo».

«Te van a comer las arañas».

«¡Córtate las uñas, por dios!».

Durante sus visitas post mortem se cambiaban la ropa en el cuarto de Papi y se ponían a limpiar. Se echaban camisas largas y rotas con estampados de Nirvana. Con estampados de tigre y de tambores. Con estampados de las Powerpuff Girls. Hija las miraba con serenidad porque nunca se atrevían a meterse al jardín en donde ella enterraba la dentadura para que no se la quitaran. Tres veces enviaron a un jardinero que curara las plantas enfermas, pero Hija no lo dejó entrar.

«Cómo te gusta vivir en medio de lo que se pudre».

«Cómo te gusta darnos lástima».

La idea de llevarse todo de Papi había sido de Mami. Mami que sentía que estaba en la flor de su edad. Mami que tenía doce años menos que Papi, pero que ahora que Papi estaba muerto tendría once años menos, diez años menos, nueve años menos, y así hasta alcanzarlo y ser mayor que él, superarlo en edad, morir más vieja y más enferma. Más muda, más rota y con menos dientes.

Hija se sorprendió de que se le cayeran tantos molares a Papi.

«El doctor dice que es normal», le dijo Ñaña cuando Papi aún vivía con ella y con Mami.

«¿Qué doctor? ¿No se supone que esto pasa cuando estás muy viejo?», le preguntó Hija. «Y él no está tan viejo».

Los dientes del padre caían semana a semana como frutas maduras en su lengua de tierra. Él los escupía y rebotaban contra las paredes, las mesas, las sillas, los sofás de la casa de Mami y Ñaña.

Las voladoras de Mónica Ojeda

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Las voladoras

Mónica Ojeda


«¿Tú alguna vez te has sentado sobre un diente ensangrentado?», le preguntó Ñaña llorando para hacerla sentir culpable. «Si no te has sentado sobre un diente con sangre no sabes una mierda».

La boca de su padre poco antes de morir era un árbol pálido con raíces de baba oscura, pero cuando tenía sus dientes bien puestos bebía alcohol y apestaba a rata muerta. Hija sabía cómo olían las ratas descomponiéndose porque tardaron días en encontrar a una atrapada entre los cables de la lavadora. Sus padres nunca se daban cuenta de todos los animales que morían junto a los electrodomésticos: bebían mucho y jugaban a ser otros en la sala de las cortinas azules, con un plato hondo al pie de la escalera, una correa, un bozal y un hueso amarillo.

Papi sufría de temblores, sudaba, se encogía por el síndrome de abstinencia desde que Hija y Ñaña tenían ocho y siete años. Lloraba como un bebote acurrucado en una esquina mientras Mami bebía con los labios inflamados y de vez en cuando le silbaba.

«¡Mis hijas, mis pobrecitas hijas!», gritaba él con la cara llena de mocos. «¡Perdonen a papi! ¡Perdonen la debilidad de papi!».

Nunca podía aguantar más de un día sin beber. Mami tampoco. Hija y Ñaña los preferían borrachos porque no lloraban ni se peleaban durante su sexualidad roja. Borrachos reían, se carcajeaban y les permitían encerrarse en su habitación. Borrachos eran mejores padres. Les regalaban cosas. Se gastaban la herencia de los abuelos en juguetes. Las llevaban de viaje en bus y en avión.

A veces la gente no se daba cuenta de que sus padres estaban borrachos cuando estaban borrachos.

A veces ni siquiera ella ni Ñaña sabían la diferencia.

Luego Hija cumplió los dieciocho y se fue a vivir sola a la casa que había sido de los abuelos. Abandonó a la hermana, a la madre y al padre. Abandonó a la hermana con la madre y con el padre. No se sintió mal porque hasta entonces había cuidado siempre de Ñaña. La había protegido del dengue de los mosquitos, de los platos quebrados, del pis en el suelo, de los gruñidos y de la sexualidad roja de Papi y Mami.

A veces, cuando Papi quería dejar de beber y lloraba como un niño horrible y sucio que abrazaba a Ñaña gimiendo perdones no solicitados, Hija le acercaba la botella y le decía: «Toma, papito». Y conseguía que soltara a Ñaña, que en ese tiempo se asustaba con cualquier cosa.

Mami era más coherente.

Mami nunca lloraba ni intentaba dejar de beber.

Mami les dio ron con Coca-Cola cuando Hija tenía nueve años y Ñaña ocho.

«¿Ven? ¡Sabe malísimo! Nunca beban como papi y mami, corazones».

Hija nota que su madre nunca está borracha cuando la visita con Ñaña y limpian toda la casa menos el jardín que es el terreno de Godzilla y de la dentadura de Papi.

«¡Lobo hijueputa!», grita su madre cuando el perro le ladra y le muestra sus colmillos de león. Sus colmillos de tiburón.

«Más feo y se muere el cojudo ese», dice Ñaña cuando sale a fumar y lo ve atado y babeando la tierra enferma.

A Hija le gustaba Godzilla porque lo encontró el mismo día en que decidió mudarse, vivir sola, dejar al padre, a la hermana y a la madre. Lo encontró herido y sarnoso. Llovía y lo único que hizo fue seguir por la vereda e ignorar al perro, pero el perro le mordió la pierna.

El dolor, entendió esa tarde, podía ser luminoso.

Todo se le puso blanco. Ni siquiera sintió el instante en que cayó al suelo. Ni siquiera pateó al perro. Y por eso, porque se dejó morder, Godzilla le soltó la pantorrilla. Hija lo recordaba muy bien: ese instante de lucidez plena en los colmillos del perro, en la perforación de su propia carne. Y tuvo, de repente, una imagen vaga del pasado que le hizo entender que no era la primera vez que la mordían.

No sabía cómo había logrado levantarse y seguir su camino con tanta luz en la cabeza, pero el perro la siguió. Siguió el agua y la sangre. Siguió a Hija, que palpitaba entera. A Hija, que jamás había dudado de su memoria, pero que a cada paso nuevo que daba un recuerdo añejo, punzante y borroso como el paisaje de su casa en medio de la tormenta y de las ranas, se recomponía. Y lloró con el perro a su espalda lamiéndole la sangre: se dejó llorar por el miedo de saber que si había recordado eso podría recordar cosas aún peores, cosas que le habían pasado y que habitaban ocultas en su mente como cucarachas, como tarántulas que de repente salían del dormitorio para decirle quién era de verdad y ella no quería saber.

Por eso Mami y Ñaña odiaban a Godzilla: por ser un perro lamesangre.

Por eso limpiaban la casa entera menos el jardín.

«Sabemos que necesitas tiempo y bla-bla-blá, pero esto no puede durar para siempre», le decía Ñaña. «Tendrás que comportarte como una persona normal algún día».

Godzilla respetaba a Hija porque se había dejado morder, o quizás porque le probó la carne y la encontró salada y triste. Algunas veces, cuando lo sacaba a pasear, el perro le meaba en los pies. Luego Hija regresaba y no se los lavaba para dejar que el olor del padre floreciera en la casa de los abuelos.

Había días que no tenía fuerza para ninguna otra cosa que no fuera la dentadura de Papi lamida por Godzilla con cariño.

«Mira, yo entiendo que nos dejaras y no te culpo, no creas que te culpo, pero ahora tienes que hacerte cargo de él porque ni tu ñaña ni yo lo podemos tener más acá», le dijo Mami por teléfono, e Hija sugirió: «Llevémoslo a un hospicio». «Paguémosle a alguien para que lo cuide». Y Mami: «Serás idiota». «No podemos hacer eso». «Tú sabes que él tiene otras necesidades».

Pero Hija no entendía por qué no podían olvidarse de sus necesidades si estaba enfermo y ni siquiera hablaba bien.

«Ya tuviste tus vacaciones, ahora es tiempo de familia».

Mami casi siempre estaba borracha, pero nunca cuando la visitaba antes, con Ñaña, para acariciarle la cabeza a Papi que apenas podía moverse.

«Tu hermana no puede hacer lo que hay que hacer, no conoce los límites».

«Es tosca».

«Se excede».

El diagnóstico de la enfermedad llegó tarde, por eso Papi se dedicó a beber más que nunca y Mami a esconderse con sus amigas alcohólicas-moderadas en la villa de los abuelos.

«Si no me ayudas voy a explotar», le dijo Ñaña un día. «Tienes que llevártelo o no respondo de mí».

Entonces Papi empezó a encorvarse y a ser incapaz de caminar un metro sin caer. Su enfermedad era igual a su borrachera, solo que sin Mami, sin correas, sin bozales, sin ladridos, sin huesos, sin golpes ni gemidos histéricos en la sala. Sin sexualidad roja. Después la silla de ruedas. Las pastillas. El suero. Las inyecciones. El tanque de oxígeno. «Lo que le duele más a Papi es que ya no puede beber», le dijo Ñaña. «Eso y que se le están cayendo los dientes».

Papi siempre había sido un hombre orgulloso de su belleza. Un hombre que despreciaba la fealdad y que sabía bien cómo usar sus colmillos.

«Por lo menos ya no tengo que aguantarlos juntos haciendo su show de mierda».

Si las iba a dejar al colegio, Papi sonreía desde su descapotable y las otras niñas suspiraban.

«¡Qué papi tan guapérrimo tienen!».

«¡Qué suertudas!».

E Hija les decía: «Pero si es un perro», y solo Ñaña se reía porque la entendía de verdad.

A Papi le gustaba que otros admiraran sus caninos, por eso, mucho antes de que enfermara, cuando la erosión dental por el alcohol empezó a dañarle el ego, acudió a un dentista arrugado que tenía la dentadura de un joven de veinte. «¡Después de este tratamiento voy a quedar estupendo!», le dijo a Mami. Y quedó estupendo, al menos por unos años, hasta que la enfermedad lo postró y ya no pudo ir más al dentista de la boca joven y se le comenzaron a caer los dientes.

«Es que no es normal que se le caigan así», dijo Hija cuando Papi todavía no vivía con ella, pero ya había perdido por completo el habla y la miraba con los ojos muy abiertos, como si estuviera viendo una película de terror.

«Claro que es normal», le decía Ñaña. «Lo que no es normal es que los escupa por toda la casa igual que un niño asqueroso».

Pero un niño solo escupía sus dientes de leche, los primeros y no los últimos, pensaba Hija mientras observaba los ojos del padre casi saltando de sus cuencas.

«Mami no ayuda en nada».

Le disgustaba tenerlo cerca desde que Godzilla le mordió la pierna.

«Si esto sigue así, te juro que me escapo».

El novio de Ñaña usaba una chaqueta rota de cuero negro incluso los días que hacía calor. Fumaba Lucky Strike y le había enseñado a su hermana a hacer círculos de humo en el aire.

«No deberías dejar que fume», le dijo Hija a Mami cuando Papi todavía estaba vivo, pero ya no podía ni beber ni ir al baño sin ayuda.

«¿Me vas a decir tú cómo criar a mi cría? ¡Ja! Mejor aprende a limpiarte el culo, pendeja».

Hija se había sentido la madre de su hermana muchas veces, pero no tenía claro qué era ser una buena madre y ella quería ser buena, muy buena, como en aquellos tiempos en los que vivía con Ñaña y Mami y no había pensado jamás en mudarse a la casa abandonada de los abuelos.

Solía preguntarse cuánto sabría el novio de su hermana sobre Papi: cuánto Ñaña habría sido capaz de recordar y de contar.

Alguna vez le preguntó: «¿No te pasa que hay cosas de hace años que no recuerdas bien?». Y Ñaña la miró mal, como si tuviera un moco colgando o un pedazo de comida entre los dientes.

«No, yo no sé hacerme la estúpida».

Hija pensaba a menudo en lo que implicaba hacerse la estúpida en situaciones en las que ser inteligente era difícil: un sacrificio inconsciente, un dejarse afuera de la propia cabeza.

Cuando Mami y Ñaña le entregaron al padre enfermo y ella lo bañó por primera vez, encontró una quemadura de cigarrillo reciente, mal curada, unos centímetros por arriba de la rodilla, pero Papi ya no podía hablar, solo aletearle los párpados con los ojos cada vez más húmedos y saltones.

«Pregúntale a tu ñaña», le dijo Mami por teléfono. «Yo te dije que tenías que llevártelo».

Hija notó, esa misma tarde, que su padre tenía las encías hinchadas y que le sangraban gotas sobre el mentón y la camisa.

«Alguien le ha apagado un cigarrillo a Papi en la pierna», le explicó a Ñaña durante una sesión de pédicure. «Tú lo bañabas, tú tenías que saber».

Entonces Hija, de pronto a cargo de la salud de Papi, de la buena muerte de Papi, lo llevó a un dentista que le curó las encías y le hizo una dentadura nueva.

«Claro que sabía», le dijo Ñaña pintándose las uñas de color carne. «Claro que sé».

Y cuando el dentista le preguntó con pose de detective que cómo se había caído su padre para haber perdido casi todos los dientes, Hija le respondió tan rápido que se sorprendió de su propia forma de pensar: «Se cayó por las escaleras», le dijo, mientras Papi pestañeaba como una mariposa a la que le acababan de echar insecticida.

«Estás loca, ¿cómo pudiste?», le soltó Hija sintiendo que quería vomitar por el olor intenso del esmalte, y Ñaña cerró los párpados.

«Ay, por favor. No te hagas la mosca muerta».

A veces Hija se revolcaba en la luna de su memoria: blanca, oronda, rellena de cosas que quería olvidar y que olvidaba, aunque no para siempre. Cosas como que Papi y Mami bebían y Ñaña e Hija se encerraban para no verlos jugar en la sala. Para no ver la sexualidad roja del padre con correa.

El padre con bozal, a cuatro patas.

La madre con espuelas.

Para no verlo morder el hueso que la madre lanzaba, que la madre pisaba. Para no ver a Mami paseando a Papi por los pasillos, poniéndole restos de comida en el suelo, castigándolo por mearse junto al sofá o por cagarse debajo de la mesa.

Pero Ñaña se pintaba las uñas del color de la piel de Papi.

«¿Qué te importa a ti que lo queme o que le saque todos los dientes si solo es un perro?».

Hija no quiso pensar en cómo su hermana le decía quién realmente era. Por eso bañó a Papi, alimentó a Papi, sacó a pasear a Papi. Por eso, cuando le entregaron la dentadura postiza, Hija se la puso a Papi y Papi dejó de asustarse y le sonrió con esos incisivos nuevos que no eran los suyos pero que se le parecían. E Hija lo peinó, lo perfumó, lo sacó a pasear con Godzilla. Y mientras Godzilla le ladraba a otros perros, Papi movía lentamente la mandíbula y sacaba la lengua y jadeaba, contento. Y cuando Godzilla mostraba los dientes, Papi mostraba su dentadura, feliz, y a Hija le daba mucha rabia porque recordaba cosas que no quería. Recordaba una correa tensa, Papi ladrando como un loco, salivando, golpeando sus rótulas contra las baldosas, arañando el suelo, mirándola a ella y a Ñaña en el pasillo, asustadas, impactadas, y a Mami soltando la correa.

«¡Mis hijas, mis pobrecitas hijas!».

«¡Perdonen a papi!».

«¡Perdonen la debilidad de papi!».

¿Había sido a ella o a Ñaña? A veces dudaba: a veces se veía cerrando la puerta de la habitación justo a tiempo, poniéndose a salvo de los caninos, dejando a la hermana afuera para la dentadura del padre. Otras, en el pasillo, rogándole a Ñaña que le abriera, que la dejara entrar y, luego, la mordida.

«Yo no recuerdo eso para nada, y si pasó, habrá sido cosa de una vez, cosa del alcohol, porque cuando jugábamos tu padre era inofensivo», le dijo Mami. «Más bravo es el perro feo ese que tienes y no le andas reclamando lo que te hizo en la pierna».

Pero Hija sabía que Godzilla no era el primer perro que la mordía.

«¡Eres tú quien debe cuidarlo!», le reclamó a su madre cuando el padre empezó a aullar y a cagarse encima todas las noches.

«No puedo», le dijo Mami como si estuviera hablando de alfombras. «Yo solo sé castigar a tu padre, en cambio tú sí sabes lo que es cuidar bien a un perro».

Hija le secaba el pelaje con un secador. Le regalaba los huesos de pollo para que los royera con sus dientes falsos. Le ponía la correa y lo ataba junto a Godzilla en el jardín para que viera caer el sol. Dejaba que Mami le acariciara la cabeza cuando venía de visita. Vigilaba que Ñaña no le pellizcara las orejas. «Tienes que castigarlo un día sí y un día no porque eso es lo que le gusta», le decía su hermana antes de despedirse, pero ella cepillaba la dentadura de Papi y la veía hundirse en un vaso con agua limpia.

Le cambiaba los pañales. Le limaba las uñas. Lo afeitaba. Le silbaba como a Godzilla.

Le dejaba aullar y ladrar por la noche.

«Esto es lo que mató pronto a Papi. Lo sabes, ¿verdad?», le dijo Ñaña apoyada en el trapeador. «Tus ganas de ser una chica buena cuando a él había que cuidarlo de otra forma».

El novio de la hermana tenía las uñas pintadas de negro y los ojos del color de los mangles. A veces, si lo encontraba esperando a Ñaña frente al colegio con la lengua afuera, las orejas levantadas y las uñas en los bolsillos, Hija se imaginaba un alicate y se preguntaba cuánto sabría él de la quemadura de cigarrillo y de los dientes de Papi.

Cuánto sabría de la forma transparente y violenta que tenía su hermana menor de amar.

Un viernes, mientras Mami limpiaba las ventanas, Godzilla desenterró la dentadura y la lamió sobre la hierba.

«No puedo creer que te la quedaras», dijo Mami restregándose los falsos dientes de Papi contra las mejillas. «¡Debimos enterrarlo con esto!», soltó llorándose el maquillaje. «¡Ay! ¿Qué es de un perro sin sus dientes?».

Hija se quedó mucho tiempo pensando en ello: ¿qué es de un perro sin sus dientes?

Papi se meaba encima. Se cagaba encima. Aullaba por las noches e Hija nunca le dio la oportunidad de usar bien su dentadura. Nunca le dio la oportunidad de defenderse. Antes de dormir le quitaba los colmillos con un placer que jamás admitiría en voz alta, mirando los ojos del padre que brotaban de horror por la desnudez de la boca y, en esos globos oculares que parecían huevos a punto de romperse, Hija veía con nitidez quién era ella de verdad aunque por las mañanas nunca lo quería saber.

«Tú sí que entiendes lo que es cuidar bien a un perro», le decía Mami, pero Hija no estaba segura de que Godzilla domesticado recordara el enorme placer de morder.

No sabía si, cuando lo sacaba a pasear y le quitaba la correa del cuello para decirle: «Tienes que irte, yo no sé cuidarte y tampoco sé si te quiero», el perro comprendía que ella hubiera preferido que se fuera y que no regresara nunca, que usara los dientes en otra parte, en otros huesos: que lamiera otra sangre de familia. Pero el perro solo le babeaba los talones y, si se alejaba un poco, si le daba por pasear y orinarse encima de otros pies, siempre regresaba con el hocico limpio a casa.

FIN

Las voladoras de Mónica Ojeda

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Las voladoras

Mónica Ojeda

Mónica Ojeda - Caninos
  • Autor: Mónica Ojeda
  • Título: Caninos
  • Publicado en: Caninos (2017)
  • Aparece en: Las voladoras (2020)

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