Sinopsis: «Un lógico llamado Joe» (A Logic Named Joe) es un cuento de Murray Leinster, publicado en marzo de 1946 en la revista Astounding Science Fiction. Relata la historia de Ducky, un técnico de mantenimiento que trabaja reparando “lógicos”, unas máquinas domésticas con pantalla y teclado capaces de responder cualquier consulta conectándose a vastos depósitos de información. Todo comienza cuando uno de esos aparatos, Joe, sale ligeramente defectuoso de fábrica y empieza a tomar decisiones por su cuenta, ofreciendo respuestas demasiado eficientes y peligrosas. Mientras Ducky lidia con su agitada vida personal y la llegada de una antigua novia, descubre que el inesperado ingenio de Joe podría volverse una amenaza para todos.

Un lógico llamado Joe
Murray Leinster
(Cuento completo)
Era el tres de agosto cuando Joe salió de la cadena de montaje, y el cinco Laurine llegó a la ciudad, y esa misma tarde —según yo me imagino, al menos— salvé la civilización. Laurine es una rubia de la que estuve loco perdido —“loco” es la palabra justa— y Joe es un lógico que ahora mismo tengo guardado abajo, en el sótano. Tuve que pagarlo porque dije que lo había roto, y a veces pienso en encenderlo y otras veces pienso en partirlo con un hacha. Tarde o temprano haré una cosa o la otra. Casi espero que sea lo del hacha. No me vendrían mal un par de millones de dólares —¡claro que no!— y Joe me diría cómo conseguirlos, o fabricarlos. ¡Vaya si puede hacer cosas! Pero hasta ahora no me he atrevido a arriesgarme. Después de todo, creo que salvé la civilización al apagarlo.
Y Laurine entra en todo esto porque cada vez que pienso en ella me recorre un escalofrío por la espalda. Verán: tengo esposa. Me casé con ella después de separarme de Laurine, y aquello fue un drama romántico de los buenos. Mi mujer es bastante razonable, y tengo unos hijos que son unos verdaderos demonios, pero que valen oro para mí. Si tengo un poco de sentido común y no meneo las aguas, tarde o temprano me jubilaré con mi pensión y la seguridad social, y podré pasarme el resto de mi vida pescando tan tranquilo y contando mentiras sobre lo gran tipo que fui. Pero ahí está Joe. Y Joe me tiene preocupado.
Trabajo en el servicio de mantenimiento de Logics Company. Mi labor es reparar lógicos, y, modestia aparte, soy realmente bueno en lo mío. Me dedicaba a arreglar televisiones antes de que aquel tal Carson inventara ese circuito suyo capaz de seleccionar uno entre quién-sabe-cuántos millones de circuitos —en teoría no hay límite— y antes de que la compañía lo conectara al sistema del tanque y el integrador que usaban en las máquinas de oficina. Luego añadieron una pantalla de visión para hacerlo más rápido, y descubrieron que habían construido un lógico. Se quedaron sorprendidos y encantados. Todavía están averiguando de todo lo que es capaz un lógico, pero todo el mundo tiene uno.
Yo conseguí a Joe poco después de que Laurine casi me enganchara otra vez. Ya saben cómo funciona un lógico. Todos tendrán uno en su casa. Parece un receptor de televisión de antes, pero con teclas en lugar de mandos; uno aprieta la tecla de lo que quiere obtener. Está conectado al tanque, que lleva el Circuito Carson armado con relés. Por ejemplo: aprieta la tecla de “Estación SNAFU”. Los relés del tanque se activan y cualquier programa que SNAFU esté emitiendo aparece en la pantalla del lógico. O aprieta “Teléfono de Sally Hancock”, y la pantalla parpadea y chisporrotea, y queda conectado con el lógico de su casa; y si alguien contesta, tiene usted una comunicación visiofónica.
Pero además, si aprieta la tecla del pronóstico del tiempo, o la de quién ganó hoy la carrera en Hialeah, o quién era la señora de la Casa Blanca durante la administración Garfield, o a cuánto está hoy lo que venda PDQ & R, todo eso también aparece en la pantalla. Los relés del tanque lo hacen posible. El tanque es un edificio gigantesco lleno de todos los datos que existen y todas las emisiones televisivas que se han grabado, y está conectado con todos los demás tanques del país. Todo lo que usted quiera saber, ver u oír, presiona la tecla y lo obtiene. Muy conveniente. También hace cálculos matemáticos, lleva la contabilidad, actúa como químico, físico o astrónomo consultor, y como lector de hojas de té, con su sección de “Corazones solitarios” incluida. Lo único que no puede hacer es decirle exactamente qué quiso insinuar su mujer cuando le dijo: “¡Ah, sí? ¿Eso crees?”, con ese tonito tan peculiar. Los lógicos no funcionan bien con las mujeres. Solo con las cosas que tienen sentido.
Los lógicos están bien. Los sabiondos dicen que cambiaron la civilización. Todo gracias al Circuito Carson. Y Joe debía haber sido un lógico perfectamente normal, listo para evitar que alguna familia se reventara el cerebro haciendo los deberes de los chicos. Pero algo falló en la cadena de montaje. Algo tan pequeño que ni los instrumentos de precisión pudieron detectarlo, pero que convirtió a Joe en un individuo. Puede que él no lo notara al principio. O puede que, siendo lógico, razonara que si daba señales de ser distinto de los demás, lo mandarían al desguace. Y habría sido una idea brillante. Pero salió de la cadena, pasó todas las pruebas sin que nadie pegara un grito, y lo enviaron directamente al departamento de ventas, donde lo instalaron en la casa del señor Thaddeus Korlanovitch, en el 119 de la calle East Seventh, segundo piso al frente. Hasta ahí, todo marchaba bien.
Lo instalaron el sábado por la noche. El domingo por la mañana, los niños Korlanovitch lo encendieron para ver los programas infantiles. Hacia el mediodía, sus padres los arrancaron de allí y los metieron en el coche. Luego regresaron a casa porque habían olvidado la comida, y uno de los críos se coló otra vez y lo encontraron dándole a las teclas para ver los programas infantiles de la semana anterior. Lo sacaron a rastras y se marcharon. Pero dejaron a Joe encendido.
Eso ocurrió al mediodía. No pasó nada hasta las dos de la tarde. Fue la calma antes de la tormenta. Laurine aún no estaba en la ciudad, pero venía en camino. Me imagino a Joe allí, solo, zumbando para sí, pensativo. Quizá puso un rato los programas infantiles en el apartamento vacío. Pero creo que se puso a explorar el tanque por control remoto. No existe un solo hecho que pueda llamarse hecho que no esté registrado en una placa de datos en algún tanque, salvo aquel que los técnicos estén metiendo en una placa en ese preciso momento. Joe tenía material de sobra para entretenerse. Y se tuvo que poner manos a la obra en seguida.
Joe no es malvado, ¿entienden? No es como esos robots ambiciosos que salen en los periódicos, que deciden que la raza humana es poco eficiente y debe ser barrida y reemplazada por máquinas pensantes. Joe solo tiene ambición. Si usted fuera una máquina, querría funcionar bien, ¿no? Pues Joe también. Quiere hacer bien su trabajo. Y es un lógico. Y los lógicos pueden hacer montones de cosas que aún no hemos descubierto. Así que Joe, al darse cuenta de eso, empezó a inquietarse. Selecciona algunas cosas que nosotros, pobres humanos, no hemos imaginado todavía, y empieza a arreglarlo todo para que los lógicos sean llamados a hacerlas.
Eso es todo. Y, amigo, ¡vaya si es suficiente!
El departamento de mantenimiento estaba bastante tranquilo hacia las dos de la tarde. Estábamos echando unas partidas de pinochle. Entonces a uno de los muchachos se le ocurre que tiene que llamar a su mujer. Va a uno de los lógicos del departamento y marca su casa. La pantalla chisporrotea. Luego aparece un destello en la pantalla.
—¡Les anunciamos un nuevo y mejorado servicio de lógicos! Su lógico está ahora equipado no solo para ofrecerle servicio consultivo, sino directivo. Si quiere hacer algo y no sabe cómo… ¡pregúntele a su lógico!
Hay una pausa, una de esas como expectantes. Luego, casi a regañadientes, entra su conexión. Su mujer contesta y le canta las cuarenta por no sé qué. Él aguanta el chaparrón y corta.
—¿Qué les parece? —dice cuando vuelve, y nos cuenta lo del destello—. Podrían habernos avisado. Va a haber montones de quejas. Supongan que un tipo pregunta cómo librarse de su mujer y los circuitos censores bloquean la pregunta.
Alguien baja cien ases y dice:
—¿Por qué no lo preguntamos y vemos qué pasa?
Era una broma, claro. Pero el tipo va, lo marca y pregunta: «¿Cómo puedo cargarme a mi mujer?». Solo por hacer el chiste. La pantalla queda en blanco medio segundo. Luego da la respuesta: «Pregunta de servicio: ¿es rubia o morena?». El muchacho pega un alarido y vamos todos para allá. Marca «Rubia». Pausa breve. Luego la pantalla dice: «La hexymetacriloaminoacetina es un componente de la crema de zapatos verde. Lleve a casa una comida congelada que incluya sopa de guisantes secos. Colórela con crema de zapatos verde. Parecerá sopa de guisantes verdes. La hexymetacriloaminoacetina es un veneno selectivo que resulta letal para las mujeres rubias, pero no para morenas ni para hombres. Este hecho no ha sido comprobado por experimentación humana; es un producto del servicio de lógicos. Usted no podrá ser acusado de ningún crimen. Es improbable que recaiga sospecha alguna sobre usted». La pantalla se apaga y todos nos miramos. Tiene que ser cierto. Un lógico que trabaja con el Circuito Carson es tan improbable que se equivoque como cualquier otra máquina de cálculo. Llamo corriendo al tanque.
—¡Eh, chicos! —grito—. ¡Algo pasa! Los lógicos están dando instrucciones detalladas para matar esposas. Revisen sus circuitos censores… ¡rápido!
Y pensé que con eso bastaría. Pero no sabía ni la mitad. En ese mismo instante, allá por la avenida Monroe, un borracho empieza a marcar algo en un lógico. La pantalla dice: «Les anunciamos un nuevo y mejorado servicio de lógicos. Si quiere hacer algo y no sabe cómo… ¡pregúntele a su lógico!». Y el borracho dice, con cara de búho: «¡Pues lo haré!». Borra lo que había marcado y pregunta: «¿Cómo puedo evitar que mi mujer descubra que he estado bebiendo?». Y la pantalla responde al instante: «Compre una botella de champú Franine. Es inofensivo, pero contiene un detergente que neutraliza el alcohol etílico de inmediato. Tome una cucharadita por cada chupito de cien grados que haya consumido».
El sujeto estaba bien cargado, lo justo para tambalearse hasta la tienda de al lado y seguir las instrucciones. Cinco minutos después estaba sobrio como un juez, apuntando la información para no olvidarla. Aquello era nuevo, ¡y grande! Se hizo rico con esa fórmula. Patentó “SOBUH, la bebida que hace hogares felices”. Puedes beber lo que quieras y con una o dos cucharadas vuelves a casa más formal que nadie. El tipo anda ahora maldiciendo los impuestos por lo que ha ganado.
Y no siempre son cosas así. Pero un chiquillo de catorce años quería comprarse algo y su padre no quería darle ni un quinto. Llamó a un amigo para contarle su problema, y el lógico salta con: «Si quiere hacer algo y no sabe cómo… ¡pregúntele a su lógico!». Así que el chico marca: «¿Cómo puedo hacer un montón de dinero, rápido?».
Y su lógico le proporciona el método más simple y eficiente de falsificar moneda que la ciencia haya visto. ¿Ve? Toda la información estaba en el tanque. El lógico —porque Joe había cerrado algunos relés aquí y allá— simplemente integró los datos. Eso fue todo. Al chico lo pillaron tres días después, tras haber gastado ya dos mil créditos y tener un montón más listo. Les costó distinguir los billetes falsos de los reales, y solo lo lograron porque el muchacho cambió su imprentilla infantil: no podía evitar “mejorar” algo que ya funcionaba.
Estos son solo ejemplos. Nadie sabe lo que hizo Joe en total. Pero ahí estaba el presidente de un banco, que vio el mensaje de “¡Pregúntele a su lógico!” y, en broma, preguntó cómo robar su propio banco. Y el lógico se lo dijo, breve, claro y bien. El presidente pegó un salto hasta el techo, gritando por la policía. Tiene que haber habido montones de casos así. Hubo cincuenta y cuatro robos más de lo normal en las siguientes veinticuatro horas, todos planeados con astucia y precisión. Algunos nunca se descubrió cómo los hicieron. Joe había estado explorando el tanque y cerrando relés —como se supone que hace un lógico, pero solo cuando se lo piden— y bloqueando los circuitos censores, y armó ese servicio que trazaba crímenes perfectos, comidas deliciosas, máquinas falsificadoras y nuevas industrias, todo con absoluta imparcialidad. Tiene que haber sido muy feliz, Joe. Funcionando a todo dar, zumbando para sí mismo, mientras los niños Korlanovitch estaban de paseo con sus padres.
Regresaron a las siete de la tarde, los chicos destrozados de tanta pelea en el coche todo el día. Los padres los acostaron y se sentaron a descansar. Vieron la pantalla de Joe encendida y cambiando de un tema a otro, pensativa. El viejo Korlanovitch ya había tenido suficiente por ese día, así que apagó a Joe.
Y en ese instante, el patrón de relés que Joe había armado se desconectó, y cesaron todas las ofertas de servicio directivo en los lógicos de todas partes, y la paz volvió a descender sobre la Tierra.
Para todo el mundo… menos para mí. Porque Laurine había llegado a la ciudad. Muchas veces he dado gracias al cielo de que no se casara conmigo cuando yo pensaba que la quería. En los años que pasaron, progresó mucho. Era rubia y peligrosa desde el principio. Ahora era más rubia y más peligrosa; había tenido cuatro maridos y un juicio por homicidio del que salió absuelta, y había adquirido cierto aire de entusiasmo y confianza en sí misma. Solo para que se hagan una idea. Laurine no es el tipo de exnovia que a uno le gusta tener en la misma ciudad donde vive su esposa. Pero vino, y el lunes por la mañana se metió de lleno en la segunda racha de actividad de Joe.
Los niños Korlanovitch lo habían vuelto a encender. Más tarde me enteré de todos los detalles y los puse en orden como si fueran un rompecabezas. Todos los lógicos de la ciudad estaban repitiendo el aviso ese de: «Si quiere hacer algo y no sabe cómo… ¡pregúntele a su lógico!», cada vez que alguien los ponía en marcha. Y además, cuando la gente marcaba la tecla de las noticias de la mañana, les largaban un informe completito de lo que había pasado la tarde anterior. Con eso quedaban al tanto para meterse de lleno en el asunto.
Un tipo espabilado pregunta: «¿Cómo puedo construir una máquina de movimiento perpetuo?». Su lógico chisporrotea un poco y luego le suelta un artilugio que usa el movimiento browniano para hacer girar unas ruedecitas. Si las ruedas no son más grandes que un octavo de pulgada, giran bien, y eso es prácticamente movimiento perpetuo. Otro pregunta por el secreto de la transmutación de metales. El lógico rebusca entre las placas de datos y encuentra una respuesta de lo más práctica: hace falta tanta energía que no vale la pena a menos que se use radio, pero con radio sí que resulta rentable. Y el caso es que, durante un par de años, la policía estuvo recogiendo nuevas y mejoradas ganzúas, herramientas para abrir cajas fuertes y llaves maestras que abrían cualquier cerradura. Eso demuestra que hubo montones de personas preguntando cosas “útiles” desde su punto de vista particular. ¡Joe hizo muchísimo por el progreso técnico!
Pero hizo todavía más en otros terrenos… digamos, educativos. Ninguno de mis hijos tiene edad para interesarse por esas cosas, pero Joe se saltó por completo los circuitos censores porque estorbaban ese servicio que él creía que todos los lógicos debían prestar a la humanidad; así que los niños se enteraron antes de tiempo de cómo venían los bebés al mundo. Y hay ciertos temas que a los hombres les interesa que sus mujeres solo sospechen… y justo esos temas son los que les despiertan la curiosidad a las mujeres.
Así que, cuando una mujer aprieta la tecla de «¿Cómo puedo saber si Oswald me es fiel?» y su lógico se lo cuenta… pues ya se imaginarán las broncas que se arman por la noche cuando los maridos vuelven a casa.
Todo eso mientras Joe sigue zumbando lo más feliz, manteniendo entretenidos a los críos Korlanovitch con unos dibujos animados por un circuito, mientras con los otros mantiene el control remoto de los tanques para que los demás lógicos puedan darle a la gente lo que pida… y así armar el caos a escala nacional.
Y entonces Laurine entra en contacto con el nuevo servicio. Enciende el lógico de su habitación de hotel, probablemente para ver la revista de modas de la semana. Pero el lógico le suelta, muy diligente, lo de: «… ¡pregúntele a su lógico!». Y Laurine, encantada, piensa en algo que preguntar. Ella ya sabe todo lo que quiere saber de lo que le interesa: si no, ¿para qué ha tenido cuatro maridos? ¿Y por qué le pegó un tiro a uno? Así que se le ocurre pensar en mí. Sabe que esta es la ciudad donde vivo. Pulsa la tecla: «¿Cómo puedo encontrar a Ducky?».
Sí… ¡así es como ella solía llamarme! El lógico le responde: «¿Se conoce a ‘Ducky’ por algún otro nombre?». Ella da mi nombre real. Y no pueden encontrarme, porque mi lógico no está registrado a mi nombre: como trabajo en mantenimiento prefiero que no me molesten en casa. Y no existen placas de datos con las listas codificadas de todos los lógicos, porque esos códigos se cambian constantemente… como cuando un tipo se emborracha, se lo dice a una pelirroja, y en cuanto se le pasa la borrachera pide que le cambien el código antes de que la otra llame y se encuentre con su esposa en la pantalla.
¡Bueno! Joe está en un aprieto. Esta es seguramente la primera pregunta que el servicio de lógicos no puede responder: «¿Cómo puedo encontrar a Ducky?». ¡Qué problema! Y mientras entretiene a los niños Korlanovitch con unos dibujos animados sobre un chiquillo muy mono que lleva un cartucho de dinamita en el bolsillo trasero del pantalón y gasta bromas pesadas a todo el mundo, encuentra la solución. La pantalla de Laurine se ilumina de golpe: «El servicio de lógicos está trabajando en su pregunta. Por favor, mantenga su lógico conectado. La llamaremos de nuevo».
Laurine está solo a medias interesada, pero marca el número de su habitación, se toma un trago y se echa la siesta. Joe se pone a trabajar. Se le ha ocurrido una idea.
Mi mujer me llama al trabajo y grita. Está fuera de sí. Dice que tengo que hacer algo. Iba a llamar al carnicero y, en lugar de eso, le salió otra cosa. La pantalla dice: «Servicio de preguntas: ¿cuál es su nombre?». Está desconcertada, pero contestó marcando su nombre. La pantalla chisporrotea y luego aparece: «Demostración del servicio de secretaría. Usted es…» —y suelta su nombre, su dirección, edad, sexo, color, todo. También cuánto debe en todas las tiendas, mi nombre como su marido, cuánto gano a la semana, las tres veces que me han detenido —dos por tráfico y otra por pelearme con un tipo—, y el interesante asunto de la vez que ella se enfadó conmigo y se fue a casa de sus padres durante tres semanas… incluida la dirección de sus padres. Luego el lógico remata, muy vivo: «El servicio de lógicos llevará en adelante sus cuentas personales, recibirá mensajes y localizará a personas con las que usted desee contactar. Esta demostración es para introducir el servicio». Y después de eso, por fin la conecta con el carnicero.
Pero para entonces mi mujer ya no quiere carne… ¡quiere sangre! Me llama.
—Si sabe todo esto sobre mí —grita furiosa—, se lo dirá a cualquiera que pulse la tecla de mi nombre. ¡Tienes que detenerlo!
—Bueno, cariño, bueno —le digo—. Yo no sabía nada de esto. ¡Es nuevo! Deben haber ajustado el tanque para que solo dé la información al lógico de la persona que vive allí.
—¡Nada de eso! —me dice, echando chispas—. ¡Lo he probado! Y ¿sabes qué? La Blossom, la que vive al lado, se ha casado tres veces, y tiene cuarenta y dos años, aunque dice que treinta. Y la señora Hudson: pues a su marido lo arrestaron cuatro veces por no pagar la pensión y otra por pegarle, y…
—¡Eh! —le digo—. ¿Todo eso te lo ha dicho el lógico?
—¡Sí! —gime—. ¡Le contará todo a cualquiera! ¡Tienes que pararlo! ¿Cuánto tardarás?
—Voy a llamar al tanque —respondo—. No debería tardar mucho.
—¡Apúrate! —exige ella, casi llorando—. ¡Antes de que alguien pulse mi nombre! Voy a ver lo que dice sobre esa descarada que vive frente a nosotros.
Cuelga para enterarse de todo lo posible antes de que lo corten. Entonces marco la tecla del tanque, y el lógico me suelta: «¿Cuál es su nombre?». Me entra una curiosidad malsana y marco el mío. La pantalla pregunta: «¿Lo llamaban también Ducky?». Yo parpadeo. No sospecho nada y respondo: «Claro». Y la pantalla dice: «Hay una llamada para usted».
¡Y zas! Aparece el interior de una habitación de hotel. Laurine está tumbada en la cama, dormida. Le dijeron que dejara el lógico encendido, y así lo hizo. El día es sofocante, pero da la impresión de que ella no pasa calor. Yo… bueno, yo soy humano, y no me quedo indiferente. Me falta el aire y digo: «¡Dios santo!». Ella abre los ojos.
Al principio parece desorientada, como si pensara que se está volviendo olvidadiza y que este tipo que ve —yo— es uno de los que se ha casado con ella últimamente. Luego agarra la sábana, se tapa y me sonríe.
—¡Ducky! —me dice—. ¡Qué maravilla!
Yo digo algo como «Uggg» y empiezo a sudar.
Ella dice:
—Pedí una llamada contigo, Ducky, ¡y aquí estás! ¿No es romántico? ¿Dónde estás, Ducky?, ¿y cuándo puedes venir? ¡No tienes idea de cuántas veces he pensado en ti!
Yo soy probablemente el único tipo que la conoció bien y que no llegó a casarse con ella en algún momento.
Digo «Uggg» otra vez y trago saliva.
—¿Puedes venir enseguida? —pregunta, feliz de la vida.
—Yo… estoy… trabajando… —le contesto—. Ya… ya te llamaré.
—Me siento terriblemente sola —dice Laurine—. Por favor, ven pronto, Ducky. Tengo una copa esperándote. ¿Te has acordado de mí alguna vez?
—Sí… —digo débilmente—. Mucho.
—¡Qué encanto! —responde ella—. Ahí va un beso para empezar, hasta que llegues. ¡Apúrate, Ducky!
Entonces me pongo a sudar de verdad. Aún no sé nada de Joe, ¿entienden? Maldigo a los del tanque porque creo que la culpa es de ellos. Si Laurine fuera cualquier otra rubia… bueno, a las rubias comunes puedo dejarlas tranquilas. Un hombre casado aprende a comportarse. Pero Laurine tiene un aire de entusiasmo incansable que a uno le hace sentir algo extraño detrás de las rodillas. Y tuvo cuatro maridos y le disparó a uno y salió absuelta. Así que empiezo a aporrear las teclas para la sección técnica del tanque, echando humo. Y la pantalla dice: «¿Cuál es su nombre?», pero yo ya estoy harto. Tecleo el nombre del viejo encargado de suministros en mantenimiento. Y la pantalla me recita su información personal —yo jamás hubiera imaginado que ese tipo tuviera tanto dinero—, y termina mencionando un depósito de doscientos ochenta créditos en el Banco Nacional que, según el lógico, “debería revisar”. Luego me larga lo del nuevo servicio de secretaría y, por fin, me pone con el tanque.
Empiezo a soltarle maldiciones al tipo que aparece en pantalla. Pero él dice, con voz cansada:
—Acaba ya, muchacho. Tenemos problemas, y tú eres solo uno más. ¿Qué están haciendo ahora los lógicos?
Se lo digo y él se ríe con una risa apagada.
—Un asunto menor, muchacho —dice—. ¡De lo más menor! Acabamos de retirar todas las placas de datos que explican cómo fabricar explosivos. La demanda de instrucciones para falsificar moneda sube por minutos. También estamos intentando cerrar a la fuerza los relés que conectan con las placas de datos sobre asesinatos. Si la gente se entretuviera preguntando cosas agradables durante un rato, tal vez tendríamos suerte y podríamos desconectar los circuitos que están intercambiando los saldos bancarios antes de que todo el mundo se arruine… excepto los tipos que preguntaron cómo inflar cuentas corrientes en dos minutos.
—Entonces —le grito, áspero—, ¡apaguen el tanque! ¡Hagan algo!
—¿Apagar el tanque? —dice, sin una pizca de humor—. ¿Se te ocurre que el tanque ha hecho todos los cálculos para todas las oficinas desde hace años? Ha manejado el 94 por ciento de todos los programas de televisión; ha pronosticado el tiempo, organizado programas, ventas especiales, anuncios de empleo y noticias; ha gestionado todas las comunicaciones personales por cable y catalogado todas las conversaciones y acuerdos comerciales… ¡Escucha, amigo! ¡Los lógicos cambiaron la civilización! ¡Los lógicos son la civilización! Si apagamos los lógicos, volveremos a una civilización que ya nadie recuerda cómo funcionaba. Perdona que te hable así, estoy histérico. Si mi mujer se entera de que mi cheque es treinta créditos mayor de lo que dije y empieza a averiguar sobre cierta pelirroja…
Me sonríe, agotado, y corta. Yo me siento y me agarro la cabeza. Tiene razón. Si algo hubiera fallado en la época de las cavernas y hubieran tenido que renunciar al fuego… si en el siglo XIX hubieran tenido que abandonar el vapor, o en el XX la electricidad… sería como esto. Nuestra civilización es muy sencilla: en pleno siglo XX, cientos de hombres tenían que usar máquinas de escribir, radio, teléfono, telégrafo, periódicos, librerías, enciclopedias, archivos, listines, además de mensajeros, abogados, farmacéuticos, médicos, expertos en dietas, archivistas, secretarios… todo para recordar lo que querían y saber lo que otros habían anotado, para registrar lo que otros decían y responderles. Ahora lo único que tenemos son los lógicos. Cualquier cosa que queremos saber, ver u oír; con cualquiera con quien queramos hablar… solo hay que apretar la tecla en el lógico. Lo apagamos y tan tranquilos.
Pero Laurine…
Algo había pasado. Yo aún no sabía qué, y nadie lo sabe del todo ni siquiera hoy. Lo que había pasado era Joe. Y lo que le pasaba a él era que quería hacer su trabajo bien, perfectamente bien. Todo el lío que estaba armando no era más que lo que nosotros, los humanos, deberíamos haber sido capaces de imaginar. Esos consejos detallados explicando qué hacer para resolver cualquier problema no eran más que una ligera ampliación del servicio integrador de los lógicos. Buscar la mejor manera de envenenar a la esposa de un tipo solo era distinto —en grado, no en clase— de buscar una raíz cúbica o el saldo bancario de alguien. Era simplemente encontrar la respuesta a una pregunta. Pero las cosas iban a ponerse feas porque había demasiadas respuestas para demasiadas preguntas.
Uno de los lógicos del departamento de mantenimiento se enciende. Voy hacia él, agotado, para atenderlo; pulso la clavija de respuesta. Y Laurine dice:
—¡Ducky!
Sigue en la misma habitación de hotel. Hay dos vasos en la mesa. Uno es para mí. Laurine se ha puesto algo ligero, frívolo y vaporoso como para estar por casa con su novio… algo que hace que uno fuerce la vista para ver si está viendo lo que cree estar viendo. Laurine me mira con entusiasmo.
—¡Ducky! —suplica—. Estoy muy sola. ¿Por qué no has subido todavía?
—He… he… he estado ocupado —respondo, atragantándome.
—¡Bah! —dice Laurine—. Oye, Ducky, ¿te acuerdas de lo enamorados que estuvimos?
Yo trago saliva.
—¿Tienes planes para esta noche? —pregunta ella.
Trago otra vez, porque me está sonriendo de una forma que quizá marearía a un soltero, pero a un hombre casado desde hace años le produce un frío tremendo por la espalda. Cuando una mujer te mira así, como con posesión…
—¡Ducky! —dice de pronto—. ¡Fui tan mezquina contigo! ¡Casémonos!
La desesperación me devuelve la voz.
—Yo… yo… estoy casado —digo, ronco.
Laurine parpadea y luego dice, animosa:
—¡Pobre! ¡Pero te vamos a sacar de eso! Sería maravilloso poder casarnos hoy mismo. Ahora solo podemos prometernos.
—Yo… yo… no puedo…
—Llamaré a tu mujer —dice Laurine, feliz— y hablaré con ella. Debes tener un código para tu lógico, cariño. Voy a intentar llamar a tu casa y nad…
¡Clic! Ese es mi lógico. Lo apagué. Lo apagué y me quedo derrumbado. Tengo ataque nervioso, agotamiento de combate, lo que usted quiera. Tengo los pies helados.
Salgo disparado del departamento diciendo a gritos que tengo una emergencia. Me subo a un coche de mantenimiento y me largo a dar vueltas por ahí hasta que llegue la hora de volver a casa. Entonces agarraré a mi mujer y a los niños y nos iremos a cualquier parte donde Laurine no pueda encontrarme jamás. No quiero ser el quinto marido de Laurine, y tal vez el segundo que muere de un balazo cuando ella se aburra. Tengo experiencia con rubias. Tengo experiencia con Laurine. Y estoy muerto de miedo.
Me meto en el tráfico con el coche de mantenimiento. Lleva un lógico de repuesto en la parte trasera, para cambiarlo por cualquiera que tuviera los cables quemados o algo fácil de sustituir, y llevar el averiado al taller. Conduzco como loco, pero de forma automática. Y resulta irónico, si uno lo piensa. Estoy ardiendo por un problema estrictamente personal mientras la civilización se viene abajo porque hay gente resolviendo sus problemas demasiado deprisa. Es un hecho que algunos técnicos de investigación de la Compañía Eléctrica del Medio Oeste habían trabajado treinta años en la emisión electrónica fría, para fabricar tubos de vacío que no necesitaran un filamento incandescente. Y uno de esos tipos, intrigado por lo de «¡pregúntele a su lógico!», preguntó cómo lograr la emisión fría. Y el lógico integra unos quintillones de datos de las placas de física y se lo dice. Con la misma facilidad con que le dice al tipo del Barrio Cuarto cómo servir de un modo elegante la sopa del día anterior, o le dice al de la Calle Mayor qué hacer con el torso de una persona que algún descuidado dejó olvidado en su sótano después de arrendarlo.
Laurine jamás me habría encontrado de no ser por el nuevo servicio de los lógicos. Pero ahora que había empezado… ¡Vaya! Ella había matado a un marido y salido absuelta. Supongan que se impacienta porque yo sigo casado y pregunta a un lógico cómo librarse de mi familia y casarse conmigo a las 8:30 de la noche. ¡El lógico se lo diría! Igual que le dijo a aquella mujer de los suburbios cómo lograr que su esposo dejara de irse de parranda. Brrr… igual que le dijo a aquel chiquillo cómo encontrar un tesoro enterrado, ¿se acuerdan? Era tan feliz llevando a casa la reserva de oro del Banco Hanoveriano cuando lo atraparon. El lógico le había explicado cómo construir un aparato que nadie entiende aún del todo, solo creen que usa un par de extradimensiones ocultas. Si Laurine empezaba a hacer preguntas técnicas, eso sería pan comido para un lógico. Y yo estaba aterrado. Si alguien cree que un hombre “muy hombre” no debería preocuparse por una rubia… ¡es que no conocen a Laurine!
Voy conduciendo a ciegas cuando un sujeto con inquietudes sociales pregunta cómo imponer su sistema de organización social de inmediato. No pregunta si es bueno o si funcionará: solo quiere aplicarlo ya. Y el lógico —o mejor dicho, Joe— se lo dice. Al mismo tiempo, un predicador jubilado pregunta cómo librar a la humanidad de la concupiscencia. Él ya no tiene ese problema, tiene setenta años, pero quiere ayudar al resto. Y el lógico le indica cómo construir una especie de estación emisora que emite cierto tipo de onda… y ponerla en marcha. Nada más. Luego se supo, cuando empezó a pedir fondos para construirla; menos mal que no se le ocurrió preguntar cómo financiar el proyecto: los lógicos se lo habrían dicho también, y todos estaríamos “curados” de esos impulsos de los que nos arrepentimos después pero no en el momento.
También había un grupo de pensadores muy serios convencidos de que la humanidad estaría mejor viviendo en los bosques, entre hormigas y hiedra venenosa. Y preguntaron cómo animar a la gente a abandonar las ciudades y la vida artificial. ¡Los lógicos también les dieron la respuesta!
Quizá no me pasó nada irreversible en ese momento, pero mientras circulaba sin rumbo, sudando sangre porque Laurine me perseguía, el destino de la civilización estaba en juego. No exagero. La banda del Hombre Superior, esa que se burla de todos nosotros, estaba preguntando qué tipo de armas podrían fabricar para tomar el poder y dominar el mundo.
Mientras tanto yo iba de un lado a otro, sudando y hablando solo:
«Lo que debería hacer es preguntar a este desgraciado servicio de lógicos cómo salir del lío, pero seguro que me darían un sistema intrincado para matar a Laurine sin dejar rastro. ¡Yo lo que quiero es paz! Quiero hacerme viejo tranquilamente y presumir ante otros viejos sobre lo parrandero que fui, sin pasar por este infierno y sin perder mi oportunidad de vivir como un viejo mentiroso y feliz».
Giro una esquina cualquiera con el coche.
«Era un mundo hermoso —pienso amargamente—. Podría ir a casa sin tener un nudo en el estómago, preguntándome si una rubia ha llamado a mi mujer para anunciarle mi compromiso. Podría aporrear las teclas del lógico sin tener que ver el dormitorio de alguien mientras… bueno, mientras se da un baño de aire que me hace pensar cosas que no debería. Podría…».
Luego gimo, recordando que mi mujer, naturalmente, me culpará de que nuestra vida privada ya no sea privada si alguien se mete donde no lo llaman.
«Era un mundo maravilloso —pienso, nostálgico por los días de antes de ayer—. Jugábamos felices con nuestros juguetes, como niños inocentes, hasta que pasó algo, como si de pronto un tal Joe llegara y aplastara nuestros pastelitos de barro».
Entonces, como un relámpago, lo entendí todo. No había nada en los tanques que hiciera que los relés se cerraran por sí solos. Los relés se cierran únicamente por medio de los lógicos, cuando alguien pulsa las teclas para pedir información. Nadie excepto un lógico podía haber creado aquel lío de relés conectados al servicio de instrucciones. ¡Ningún humano habría podido imaginarlo! Solo un lógico podía integrar todo aquello y hacerlo funcionar de esa manera en todos los demás lógicos.
Había una respuesta. Entro a un restaurante; voy a un lógico público y meto unas monedas.
—¿Puede modificarse un lógico —pregunto claramente— para cooperar en la planificación a largo plazo de cosas que el cerebro humano no puede manejar?
La pantalla chisporrotea. Luego responde:
—Definitivamente, sí.
—¿Qué tan grandes serían las modificaciones? —tecleo.
—Microscópicamente pequeñas —dice la pantalla—. Cambios dimensionales. Incluso las máquinas de precisión modernas no son lo bastante exactas para detectarlos. Con los métodos de fabricación actuales, solo puede ocurrir por un accidente extremadamente improbable, que solo ha sucedido una vez.
—¿Cómo se puede localizar ese accidente que hace ese trabajo tan necesario? —pregunto.
La pantalla chisporrotea otra vez. Me pongo a sudar. Aún no sé cómo lo haré, y lo que me da miedo es que Joe —quien quiera que “Joe” sea— pueda sospechar.
Pero lo que pregunto es estrictamente lógico, y los lógicos no pueden mentir. Tienen que ser precisos; no pueden evitarlo.
—Un lógico completo, capaz del trabajo requerido —dice la pantalla— está ahora mismo en uso en una familia cualquiera en…
Me da la dirección de los Korlanovitch, y salgo volando hacia allí. ¡Si voy rápido! Freno en seco con el coche de mantenimiento frente al edificio, agarro el lógico de repuesto de la parte trasera y subo tambaleándome hasta el piso de los Korlanovitch. Llamo. Un niño me abre la puerta.
—Soy del servicio de mantenimiento —le digo—. Una inspección indica que su lógico está a punto de averiarse. Vengo a instalar uno nuevo antes de que se rompa.
El chico dice «¡Bien!» encantado y corre a la sala, donde Joe —ya me he acostumbrado a llamarlo así, de tanto pensar en él— está encendido mostrando algo que los chicos quieren ver. Instalo el nuevo lógico y lo conecto, asegurándome de que funcione bien. Luego digo:
—Ahora, niños, aprieten la tecla de este para ver lo que quieran. Me voy a llevar el viejo antes de que falle.
Miro la pantalla. Parece que estos críos quieren ver algo sobre caníbales de verdad, y la película que les muestra el nuevo lógico es una expedición antropológica científica: la danza de la fertilidad de la tribu huba-jouba del África Occidental. Se supone que solo es apta para profesores de antropología y estudiantes de medicina de posgrado, pero no hay bloqueo censor… y allá va. Los niños están fascinados. Yo, hombre casado de años, me pongo rojo.
Desconecto a Joe con cuidado. Me vuelvo al otro lógico y marco mantenimiento. Me siento como nuevo. Ya no aparece el anuncio del nuevo servicio, y me conectan con el departamento. Les digo que me voy a casa porque “me caí por las escaleras”. Y, de pronto inspirado, añado:
—Oigan, y como llevaba conmigo el lógico que reemplacé… está hecho pedazos. Lo dejé para que lo recojan los de la basura.
—Si no lo devuelve, tendrá que pagarlo —dice el del almacén.
—Me saldrá barato —respondo.
Me voy a casa. Laurine no ha llamado. Dejo a Joe abajo en el sótano, con mucho cuidado. Si lo devolviera, lo inspeccionarían y reutilizarían las partes en buen estado aunque lo rompiera. Y la parte anómala, la que lo hacía “Joe”, podría ponerse en otra unidad y empezar de nuevo todo el embrollo. No puedo arriesgarme. Lo pago y lo dejo ahí.
Eso fue lo que pasó. Puede decir que salvé a la humanidad, y no iría desencaminado. Sé que no voy a correr el riesgo de encender a Joe mientras Laurine siga viva. Y también hay otras razones. Con todos los locos que quieren cambiar el mundo a su manera, y los que quieren eliminar a otros, y los que solo quieren resolver sus problemas… Sí, los problemas son cosa seria, pero imagino que es mejor dejar las cosas como están.
Por otro lado, si pudiera domesticar un poco a Joe y ponerlo a trabajar de manera razonable… podría hacerme un par de millones de dólares sin despeinarme. Pero incluso si tengo el buen juicio de no hacerme rico, y si me jubilo y me dedico a pescar y a contarles a otros viejos farsantes lo importante que fui… quizá me guste, quizá no. Después de todo, si me harto de ser viejo y de no hacer más que pensar… podría encender a Joe justo el tiempo suficiente para preguntarle: «¿Cómo puede un viejo no ser viejo?».
Joe sabrá la respuesta. Y me la dirá.
Eso sí, esa no sería una pregunta para todo el mundo. Hay que dejar espacio para que los jóvenes crezcan. Pero ahora este es un mundo bastante bueno… ahora que Joe está desconectado. Quizá lo encienda solo para saber cómo quedarme en él. Pero, por otro lado, quizá…
FIN
