Neil Gaiman: El precio

En «El precio» (The Price), cuento corto de Neil Gaiman publicado en 1997, un hombre relata cómo la llegada de un misterioso gato negro altera la vida de su familia. Aunque al principio parece uno más de los muchos gatos que han acogido, pronto nota que el felino aparece cada noche con heridas inexplicables y cada vez más graves. Intrigado y preocupado, decide averiguar la causa de estos ataques, y una noche, armado con unos prismáticos de visión nocturna, se queda vigilando. La verdad que descubre será tan sorprendente como aterradora.

Neil Gaiman - El precio

El precio

Neil Gaiman
(Cuento completo)

LOS NÓMADAS y los vagabundos dejan símbolos en los pilares de los portones, en los árboles y en las puertas para avisar a sus compañeros de la clase de gente que vive en las casas y granjas por las que pasan en el curso de sus viajes. Yo creo que los gatos dejan también sus propios símbolos; ¿cómo se explica, si no, que durante el año aparezcan tantos gatos —hambrientos, llenos de pulgas y abandonados— a la puerta de nuestra casa?

Mi familia y yo los acogemos. Les quitamos las pulgas y las garrapatas, les damos de comer y los llevamos al veterinario. Les compramos las vacunas e, indignidad tras indignidad, los castramos o esterilizamos.

Los gatos se quedan con nosotros durante unos meses, un año, o para siempre.

La mayoría llegan en verano. Vivimos en el campo, pero lo suficientemente cerca de la ciudad como para que los urbanitas escojan los alrededores de nuestra casa para abandonar a sus gatos.

Nunca hemos tenido más de ocho a la vez y, raras veces, hemos tenido menos de tres. La población felina a fecha de hoy en mi casa es la siguiente: Hermione y Pod, atigrada y negra, respectivamente, son dos hermanas locas que residen en mi estudio del ático y nunca se relacionan; Copodenieve, un gato blanco de pelo largo y ojos azules, que vivió en el bosque durante años antes de abandonar la vida salvaje por la comodidad de los sofás y las camas; y, por último, la más grande, Boladepelo, una gata tricolor —naranja, negra y blanca— de pelo largo y esponjoso hija de Copodenieve, que encontré en nuestro garaje siendo todavía una diminuta cachorrilla, con el cuello atrapado en una vieja red de badmington, medio asfixiada y a punto de morir, y que nos sorprendió a todos no sólo porque sobrevivió, sino porque acabó convirtiéndose en el gato más bueno y más cariñoso que he conocido en mi vida.

Y luego está el gato negro, al que llamamos simplemente el Gato Negro y que llegó hará cosa de un mes. Al principio no nos dimos cuenta de que estaba viviendo aquí: parecía demasiado bien alimentado para ser un gato callejero y demasiado viejo y elegante para que alguien lo hubiera abandonado. Parecía una pantera en miniatura y se movía como si estuviera hecho de la misma sustancia que la noche.

Un día, este pasado verano, lo vimos merodeando por nuestro destartalado porche: calculamos que tendría unos ocho o nueve años, era un macho, tenía los ojos verdes con motas amarillas y se mostró muy sociable, aunque algo circunspecto. Di por supuesto que viviría en alguna de las fincas vecinas.

Estuve fuera varias semanas, terminando un libro y, cuando regresé, seguía en el porche, durmiendo en un viejo colchón para gatos que uno de los niños había colocado allí. Tenía un corte profundo debajo de un ojo y le habían arrancado un trozo de labio. Se lo veía cansado y flaco.

Llevamos al Gato Negro al veterinario, que le recetó una serie de antibióticos y nos dijo que se los mezcláramos con comida blanda cada noche.

Nos preguntábamos con quién se habría peleado. ¿Con Copodenieve, nuestra preciosa reina blanca y medio salvaje? ¿Con algún mapache? ¿Con una zarigüeya?

Cada día nos lo encontrábamos más maltrecho y con heridas más graves —una noche apareció con media cara destrozada—; la siguiente, con el vientre lleno de arañazos y sangrando.

Llegados a este punto, me lo llevé al sótano y lo acomodé entre la caldera y un montón de cajas para que pudiera descansar y recuperarse. Al cogerlo en brazos, descubrí que pesaba más de lo que parecía, pero me lo llevé al sótano, con una cesta para dormir y una caja de arena. Le puse también comida y agua, y cerré la puerta al salir para que no se escapara. Luego, tuve que lavarme las manos porque las tenía llenas de sangre.

Estuvo allí abajo cuatro días. Al principio, parecía demasiado débil para comer por sí solo: el corte que tenía debajo del ojo era tan profundo que prácticamente lo había dejado tuerto, andaba renqueando y sin apenas fuerza, y de la herida del labio brotaba un pus denso y amarillo.

Yo bajaba a verlo todos los días, una vez por la mañana y otra por la noche, le daba los antibióticos mezclados con la comida, le curaba un poco las heridas y le hablaba. Tenía diarrea y, aunque le cambiaba la arena a diario, el olor del sótano provocaba náuseas.

Esos cuatro días que tuvimos al Gato Negro en el sótano, no dejaron de suceder cosas malas en mi casa: la más pequeña se dio un golpe en la cabeza al resbalarse en la bañera y estuvo a punto de ahogarse; me enteré de que el proyecto en el que tenía puestas todas mis ilusiones —una adaptación de la novela Entrebrumas, de Hope Mirrlees, para la BBC— había sido rechazado, y no me quedaban energías para empezar de nuevo e intentar vendérsela a otra cadena o a otra productora; mi hija se marchó a un campamento de verano y enseguida empezó a mandarnos un montón de cartas y postales —cinco o seis diarias— contándonos que lo estaba pasando fatal y suplicándonos que fuéramos a recogerla; mi hijo se peleó con su mejor amigo y dejaron incluso de hablarse; y una noche, al volver a casa, mi mujer atropelló a un ciervo que prácticamente se le había metido debajo de las ruedas. El ciervo murió, el coche quedó inservible y mi mujer se hizo un corte en la ceja.

Al cuarto día, el gato merodeaba por el sótano, con paso vacilante pero inquieto, entre las pilas de libros y cómics, las cajas llenas de cartas, cintas de casete, dibujos, regalos y trastos en general. Al verme, maullaba, como pidiendo que lo sacara de allí y, no sin cierta reticencia, al final le dejé salir.

Volvió al porche y pasó el resto del día allí, durmiendo.

A la mañana siguiente, tenía otra vez unos cortes profundos en los costados y había mechones de pelo negro —suyo— desperdigados por todo el suelo del porche.

Aquel día, recibimos una carta de nuestra hija en la que nos decía que las cosas habían mejorado y que creía que podría aguantar en el campamento unos días más; mi hijo y su amigo hicieron las paces, aunque nunca supimos cuál había sido el motivo de su pelea —cromos, juegos de ordenador, La guerra de las galaxias, o Una Chica—. El ejecutivo de la BBC que había vetado el proyecto de Entrebrumas fue despedido de manera fulminante porque se descubrió que había estado aceptando sobornos de una productora independiente (bueno, llamémosles «préstamos dudosos»): su sucesora, según supe al leer el fax que me envió, resultó ser la mujer que me había propuesto el proyecto justo antes de abandonar la BBC.

En un primer momento, pensé en volver a llevar al Gato Negro al sótano para que se recuperara de sus heridas, pero finalmente decidí no hacerlo. En lugar de ello, me propuse investigar qué clase de animal se acercaba cada noche a nuestra casa para poder poner en marcha un plan de acción: atraparlo, quizá.

En mi cumpleaños y en Navidad, mi familia me regala toda clase de cachivaches y artilugios, juguetes carísimos de los que me encapricho en un momento dado y que, al final, casi nunca llego a sacar de la caja. Tengo un aparato para deshidratar alimentos, un cuchillo eléctrico para trinchar carne, una panificadora y unos prismáticos especiales para ver en la oscuridad que me regalaron el año pasado. El día de Navidad, demasiado impaciente para esperar a que se hiciera de noche, les puse las pilas y bajé al sótano para probarlos. (En las instrucciones se especificaba que no había que dirigirlos hacia un foco de luz, pues los prismáticos podían sufrir algún daño y, seguramente, los ojos también). Luego, los guardé de nuevo en su caja y no volví a usarlos; se quedaron en mi estudio, muertos de risa, junto con una caja llena de cables para el ordenador y otro montón de trastos que nunca utilizo.

A lo mejor, pensé, si el animal en cuestión —un perro, un gato, un mapache o lo que demonios sea— me ve sentado en el porche, no se acerca, así que metí una silla en el cuarto de los abrigos —una habitación no mucho más grande que un armario desde la que se puede ver el porche— y, cuando todo el mundo se fue a la cama, salí al porche a darle las buenas noches al Gato Negro.

La primera vez que lo vimos, mi mujer me dijo: «Ese gato es una persona». Y, en efecto, había algo en su enorme y leonina cara que recordaba vagamente a una persona: su ancha nariz negra, sus ojos verdes con motas amarillas, la amigable expresión de su boca (cuyo labio inferior seguía supurando).

Le acaricié la cabeza, le rasqué debajo de la barbilla y le deseé buena suerte. Luego, entré en casa y apagué la luz del porche.

Me senté en la silla, con la casa a oscuras y los prismáticos especiales para ver en la oscuridad en el regazo. Los tenía encendidos y de las lentes salían unos tenues rayos de luz verde.

Pasó el tiempo y todo seguía a oscuras.

Probé a mirar por los prismáticos, aprendiendo a enfocar y a ver el mundo en distintas tonalidades de verde. Descubrí horrorizado la ingente cantidad de insectos que pululan por mi casa de noche: la noche parecía una especie de sopa infernal llena de vida. Al cabo de un rato, aparté los prismáticos de mis ojos y me quedé contemplando las sombras azules y negras de la noche; maravillosamente vacía, serena y apacible.

Pasó el tiempo. Me costaba mantenerme despierto y de pronto noté que me moría por un poco de café y un cigarrillo, mis dos adicciones ya superadas. Tanto una cosa como la otra me habrían ayudado a mantenerme despierto. Pero antes de que el sueño ganara definitivamente la batalla, un maullido en el jardín hizo que me despertara de un salto. Con mano torpe, me acerqué los prismáticos a los ojos y me llevé una gran decepción al ver que no era más que Copodenieve, el gato blanco, que pasó por el jardín como un rayo de luz blanquiverde y desapareció entre los árboles que hay a la izquierda de la casa.

Empezaba a quedarme dormido de nuevo cuando me dio por preguntarme qué sería lo que había asustado a Copodenieve de esa manera y me puse a observar los alrededores de la casa con los prismáticos, buscando un mapache gigante, un perro o una feroz zarigüeya. Y, en efecto, algo se acercaba por el camino de entrada. Lo vi perfectamente a través de los prismáticos, tan claro como si fuera de día.

Era el diablo.

Hasta ese momento, nunca había visto al Diablo y, aunque he escrito sobre él en alguna ocasión, debo confesar que no creo en su existencia, salvo como una figura imaginaria, trágica y Miltoniana. Pero la figura que venía por el camino de entrada no era el Lucifer de Milton. Era el Diablo.

Mi corazón empezó a latir con tal fuerza que me dolía el pecho. Albergaba la esperanza de que él no pudiera verme, de que con la casa a oscuras y tras el cristal de la ventana, me encontrara a salvo.

La silueta parpadeaba y cambiaba según avanzaba por el sendero. De pronto era negra, con forma de toro, como una especie de Minotauro, y luego, esbelta y femenina, a continuación, se transformaba en un gato lleno de cicatrices, un gigantesco gato montés de color pardo, con el rostro desfigurado por el odio.

Para llegar al porche hay que subir unos escalones, cuatro escalones blancos de madera que están pidiendo a gritos una mano de pintura (sabía que eran blancos, pero a través de mis prismáticos se veían verdes). Al llegar a ese punto, el Diablo se detuvo y gritó algo que no fui capaz de entender; fueron tres o cuatro palabras, pero en un lenguaje de aullidos que ya debía de ser una lengua muerta cuando se fundó Babilonia y, aunque no entendí lo que decía, al escucharlo noté que los pelos de la nuca se me erizaban.

Luego, algo amortiguado por el cristal que tenía delante pero aun así audible, oí un bufido ronco, un desafío y —despacio y con paso vacilante— una silueta negra bajó los cuatro escalones del porche y fue al encuentro del Diablo. Últimamente, el Gato Negro ya no se movía como una pantera, el pobre renqueaba y caminaba con paso inseguro, como un marinero recién llegado a tierra después de varios meses en alta mar.

En ese momento, el Diablo tenía forma de mujer. Le susurró algo al gato, con voz zalamera, en un idioma que sonaba como el francés, y alargó un brazo hacia él. El gato le hincó los dientes, y los labios de la mujer se contrajeron en una mueca de dolor y escupieron al gato.

Entonces, la mujer miró hacia donde yo estaba y, si en algún momento había llegado a dudar de si era realmente el Diablo, en aquel momento me convencí: los ojos de la mujer me lanzaron unas llamaradas de rojo fuego, aunque a través de los prismáticos no las vi rojas, sino verdes. Y el Diablo me vio, al otro lado del cristal. Me vio perfectamente. De eso no me cabe la menor duda.

El Diablo se dobló y se retorció, ahora era una especie de chacal, una criatura de cara plana, cuello de toro y gigantesca cabeza, una alimaña a medio camino entre la hiena y el dingo. Decenas de gusanos reptaban por su sarnoso pelaje cuando subió los escalones.

El Gato Negro se abalanzó sobre él y, en cuestión de segundos, rodaron por el suelo, retorciéndose y moviéndose a tal velocidad que mis ojos no podían captar sus movimientos.

Todo esto en silencio.

De pronto, se oyó una especie de traqueteo por la carretera, al final del camino de entrada, pasó un camión; sus faros brillaban como dos soles verdes a través de mis prismáticos. Los aparté de mis ojos y ya no vi más que la oscuridad y el suave resplandor amarillo de los faros. Por fin, el rojo de sus luces traseras se perdió en la oscuridad.

Cuando volví a mirar por los prismáticos, no había nada que ver. Sólo el Gato Negro, que estaba en los escalones, con la mirada perdida en la distancia. Alcé un poco los prismáticos y vi algo que se alejaba volando —un buitre, quizás, o un águila— y desaparecía más allá del bosque.

Salí al porche, cogí al Gato Negro en mis brazos y lo acaricié, susurrándole palabras de agradecimiento y de consuelo. Maulló en tono lastimero cuando me acerqué, pero, al cabo de un rato, se quedó dormido en mi regazo. Lo dejé en su cesta y subí a acostarme, pues estaba rendido. A la mañana siguiente, vi que había manchas de sangre seca en mi camiseta y mis vaqueros.

Todo esto sucedió la semana pasada.

Eso que visita mi casa por las noches no viene todas las noches. Pero sí la mayoría: lo sabemos por las heridas del gato y el dolor que veo en sus leoninos ojos. Se ha quedado cojo de la pata delantera izquierda y su ojo derecho se ha cerrado para siempre.

Me pregunto qué habremos hecho para merecer al Gato Negro. Me pregunto quién lo habrá enviado. Y, egoísta y asustado, me pregunto cuánto tiempo más podrá resistir.

FIN

Neil Gaiman - El precio
  • Autor: Neil Gaiman
  • Título: El precio
  • Título Original: The Price
  • Publicado en: Dark Terrors 3: The Gollancz Book of Horror (1997)
  • Traducción: Mónica Faerna

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