Neil Gaiman: Estudio en esmeralda

Neil Gaiman - Estudio en esmeralda

«Estudio en Esmeralda» (A Study in Emerald) es un cuento de Neil Gaiman que fusiona magistralmente el mundo de Sherlock Holmes con los mitos de H.P. Lovecraft. Ambientado en una Londres victoriana alternativa, donde seres antiguos y poderosos gobiernan sobre la humanidad, el relato sigue a un veterano de guerra que se une a un enigmático detective para investigar un misterioso y brutal asesinato de alto perfil. A medida que profundizan en el caso, descubren pistas que apuntan a una conspiración subversiva que amenaza con desestabilizar el orden establecido. Con una narrativa ingeniosa y una atmósfera oscura, este relato le valió a Gaiman en 2004 los premios Hugo y Locus a la mejor historia corta.

Neil Gaiman - Estudio en esmeralda

Estudio en esmeralda

Neil Gaiman
(Cuento completo)

1. El nuevo amigo

Recién llegados de su reciente gira europea, durante la cual han actuado ante varias de las CABEZAS CORONADAS DE EUROPA, obteniendo aplausos y alabanzas gracias a sus magníficas interpretaciones dramáticas, en las que se combinan la COMEDIA y la TRAGEDIA, los Strand Players desean poner en su conocimiento que van a estar en el Royal Court Theatre, en Drury Lane, para una ACTUACIÓN POR TIEMPO LIMITADO durante el mes de abril, en la que se representarán ¡Mi hermano gemelo Tom!, La más pequeña violetera y Llegan los Primigenios (esta última, una histórica épica de pompa y esplendor); ¡todas ellas obras de un solo acto! Ya pueden adquirirse las entradas en la taquilla.


Es la inmensidad, creo yo. La vastedad de las cosas que se encuentran abajo. La oscuridad de los sueños.

Pero estoy divagando. Perdónenme. No soy un literato.

Necesitaba alojamiento. Así fue como lo conocí. Quería encontrar a alguien con quien compartir el alquiler. Nos presentaron, por mutuo acuerdo, en los laboratorios de química de St. Bart.

—Ha estado en Afganistán, por lo que veo. —Eso fue lo primero que me dijo, y me quedé con la boca abierta y los ojos muy abiertos.

—Asombroso —dije yo.

—En realidad no lo es —replicó el extraño de la bata blanca de laboratorio que iba a convertirse en mi amigo—. Por cómo se agarra usted el brazo, me doy cuenta de que ha resultado herido, y de una forma especial. Posee un profundo bronceado. También lleva un atuendo militar, y hay muy pocos lugares dentro del Imperio en los que un militar se broncee y donde, además, dada la naturaleza de la herida de su hombro y las tradiciones de los afganos de las cuevas, sea torturado.

Dicho así, la verdad, resultaba absurdamente sencillo. Pero en realidad siempre lo fue. Yo tenía un bronceado marrón avellana. Y, de hecho, tal y como él había dicho, me habían torturado.

Los dioses y los hombres de Afganistán eran salvajes, poco dispuestos a que los gobernasen desde Whitehall, o desde Berlín, o incluso desde Moscú, y no estaban preparados para ser razonables. Me habían enviado a aquellas montañas destinado al regimiento. Mientras la lucha se mantuvo en esas colinas y montañas, estuvimos igualados. Cuando las escaramuzas descendieron a las cuevas y a la oscuridad, nos encontramos, de hecho, en una situación realmente comprometida.

Nunca olvidaré la superficie espejada del lago subterráneo, ni la cosa que surgió del agua que abría y cerraba los ojos, ni los cantarines murmullos que la acompañaban al emerger, rodeándola con un zumbido de moscas tan grandes como un planeta.

Fue un milagro que sobreviviera, pero lo hice; y regresé a Inglaterra con los nervios destrozados. La zona en la que me tocó esa boca parecida a la de una sanguijuela mantendría siempre su marca, de un blanco lechoso, grabada en la piel del hombro ahora lisiado. Una vez fui un tirador de primera. Ya no tenía nada, excepto un miedo parecido al pánico por ese mundo bajo el mundo, lo que significaba que pagaría gustoso seis peniques de mi pensión del Ejército por un agradable coche de alquiler antes que viajar en el subterráneo por un solo penique.

Y aun así, la niebla y la oscuridad de Londres me confortaban, me acogían. Tuve que dejar mis primeros alojamientos porque gritaba en sueños. Había estado en Afganistán; ya no estaba allí.

—Grito en sueños —le confesé.

—A mí me han dicho que ronco —me contestó—. Además, mantengo un horario irregular y a menudo utilizo el aparador para practicar la puntería. Necesitaré el salón para recibir a mis clientes. Soy egoísta, introvertido y me aburro con facilidad. ¿Será eso un problema?

Sonreí, negué con la cabeza y alargué la mano. Nos las estrechamos.

Las habitaciones que nos había encontrado, en Baker Street, eran más que adecuadas para dos solteros. Tenía en mente todo lo que había dicho mi amigo acerca de su deseo de intimidad y me prohibí preguntarle cómo se ganaba la vida. No obstante, había demasiadas cosas que picaban mi curiosidad. Los visitantes podían llegar a cualquier hora, y cuando lo hacían yo abandonaba el salón y me dirigía hacia mi dormitorio, preguntándome qué tendrían en común con mi amigo: la pálida mujer con un ojo blanco marfileño, el hombrecillo que tenía aspecto de viajante, el llamativo dandi con su chaqueta de terciopelo y todos los demás. Algunos de ellos eran visitantes habituales; otros muchos acudían sólo una vez, hablaban con él y se marchaban, con aspecto preocupado o satisfecho.

Él era todo un misterio para mí.

Una mañana, estábamos compartiendo uno de los magníficos desayunos de nuestra casera cuando mi amigo tocó la campanilla para llamar a esa buena señora.

—En unos cuatro minutos se unirá a nosotros un caballero —anunció—. Vamos a necesitar otro servicio en la mesa.

—Muy bien —contestó ella—. Pondré más salchichas en la parrilla.

Mi amigo reanudó su lectura del periódico de la mañana. Esperé, cada vez con más impaciencia, a que me diera una explicación. Finalmente, no pude soportarlo más.

—No lo entiendo. ¿Cómo puede saber que dentro de cuatro minutos vamos a recibir una visita? No ha llegado ningún telegrama, ningún tipo de mensaje.

Sonrió ligeramente.

—¿No ha oído el traqueteo de una calesa hace unos minutos? Redujo la velocidad cuando pasó ante nosotros, obviamente mientras el conductor identificaba nuestra puerta, y luego aceleró y se alejó, rumbo a Marylebone Road. Allí hay una parada de carruajes y coches de alquiler que dejan a sus pasajeros en la estación y la cerería, y es a esa parada a donde iría cualquiera que desease venir aquí sin que lo observasen. El paseo desde allí hasta aquí lleva unos cuatro minutos…

Le echó un vistazo a su reloj de bolsillo y, justo cuando lo hacía, oí unos pasos en las escaleras de fuera.

—Pase, Lestrade —invitó—. La puerta está abierta, y sus salchichas a punto de llegar de la parrilla.

Un hombre que yo supuse que sería Lestrade abrió la puerta, y luego la cerró con cuidado a sus espaldas.

—No debería —confesó—. Pero la verdad es que esta mañana no he tenido posibilidad alguna de desayunar. Y realmente podría hacerles los honores a unas cuantas de esas salchichas. —Era el hombrecillo en el que me había fijado anteriormente en varias ocasiones, y cuyo comportamiento era propio de un viajante de novedades de limpieza o de patentes.

Mi amigo esperó a que nuestra casera abandonase la habitación antes de decir:

—Obviamente, asumo que se trata de un asunto de importancia nacional.

—¡Cielo santo! —exclamó Lestrade, y palideció—. Seguro que aún no ha podido correrse la voz. Dígame que no es así. —Empezó a llenar su plato con salchichas, arenques ahumados, kedgeree y tostadas, pero las manos le temblaban un poco.

—Por supuesto que no —lo tranquilizó mi amigo—. Pero, después de todo este tiempo, reconozco el crujido de las ruedas de su calesa: un oscilante y agudo «yii» por encima de un agudo «sii». Y si el inspector Lestrade de Scotland Yard no puede ser visto yendo al despacho del único detective de consulta de Londres, y aun así va allí, y además sin haber desayunado, entonces sé que no se trata de un caso corriente. Ergo, involucra a aquellos que están por encima de nosotros y es un asunto de importancia nacional.


Lestrade se limpió la barbilla de yema de huevo con la servilleta. Lo miré. No encajaba con la idea que yo tenía de lo que era un inspector de policía, pero mi amigo tampoco encajaba con mi idea de un detective de consulta…, fuera lo que fuera eso.

—Puede que debiéramos discutir el asunto en privado —sugirió Lestrade, echándome un vistazo.

Mi amigo empezó a sonreír maliciosamente y su cabeza empezó a moverse sobre los hombros de la forma en la que lo hacía cuando disfrutaba de alguna broma privada.

—Tonterías —afirmó—. Dos cabezas son mejor que una. Y lo que se le cuenta a uno de nosotros se nos cuenta a los dos.

—Si me estoy entrometiendo… —dije a regañadientes, pero él me indicó con un gesto que guardara silencio.

Lestrade se encogió de hombros.

—A mí me da igual —dijo al cabo de un instante—. Si soluciona el caso, mantendré mi empleo. Si no es así, lo perderé. Utilice sus métodos, es todo lo que tengo que decir. Las cosas no pueden empeorar más.

—Si hay algo que nos ha enseñado el estudio de la historia, es que las cosas siempre pueden empeorar —comentó mi amigo—. ¿Cuándo partimos hacia Shoreditch?

Lestrade dejó caer su tenedor.

—¡Esto no está bien! —exclamó—. ¡Aquí está usted, jugando conmigo, cuando ya conoce todo el asunto! Debería estar avergonzado…

—Nadie me ha contado nada sobre este asunto. Cuando un inspector de policía entra en mi casa con barro fresco de esa especial tonalidad amarillenta en sus botas y en las perneras de sus pantalones, supongo que no se me culpará por entender que ha pasado hace poco por las excavaciones de Hobbs Lane, en Shoreditch, el único lugar de Londres en el que parece existir ese barro del color de la mostaza.

El inspector Lestrade parecía avergonzado.

—Ahora que lo dice de esa forma —dijo—, parece demasiado obvio.

Mi amigo empujó el plato para alejarlo.

—Claro que lo es —repuso, algo molesto.

Fuimos hasta el East End en un coche de alquiler. El inspector Lestrade había ido andando hasta Marylebone Road para recoger su calesa, y nos dejó solos.

—¿Así que es usted en realidad un detective de consulta? —le pregunté.

—El único de Londres, o puede que del mundo —contestó mi amigo—. No acepto casos. Se me consulta. Otras personas acuden a mí con sus problemas sin solución, me los describen y, en ocasiones, se los resuelvo.

—Entonces, esa gente que va a verlo…

—Son agentes de policía, o ellos mismos son detectives, sí.

Era una bonita mañana, pero en ese momento nos encontrábamos en los aledaños del Rookery de St. Giles, ese nido de ladrones y degolladores que se asienta en Londres como un cáncer en el rostro de una bella florista, y la única luz que penetraba en el coche era tenue y débil.

—¿Está seguro de que quiere que yo vaya con usted?

Como respuesta, mi amigo me miró sin parpadear.

—Tengo una corazonada —me confesó—. Tengo la corazonada de que se supone que debemos estar juntos. De que hemos luchado por el bien, codo con codo, en el pasado o en el futuro, no lo sé. Soy un hombre de razón, pero he aprendido la importancia que tiene un buen compañero, y desde el momento en que le puse la vista encima supe que confiaba en usted tanto como en mí mismo. Sí. Quiero que venga conmigo.

Yo me ruboricé, o dije algo sin sentido. Por primera vez desde Afganistán, me sentí importante.

2. La habitación

¡La «Vitae» de Victor! ¡Un fluido eléctrico! ¿Carecen de vida sus extremidades y otras partes de su cuerpo? ¿Recuerda con envidia los días de su juventud? ¿Ha enterrado y olvidado los placeres de la carne? La «Vitae» de Victor llevará la vida allí donde hace tiempo se perdió: ¡incluso el más viejo caballo de batalla puede volver a ser un orgulloso semental! Devuélvales la vida a los muertos: procede de una antigua receta familiar y de lo mejor de la ciencia moderna. Para recibir testimonios firmados de la eficacia de la «Vitae» de Victor, escriba a la Compañía V. von F., Cheap Street 1b, Londres.


Se trataba de una casa barata de alquiler en Shoreditch. Había un policía ante la puerta principal. Lestrade lo saludó por su nombre y nos hizo pasar, pero mi amigo se detuvo en la entrada y sacó una lupa del bolsillo de su gabán. Examinó el barro que había en el limpiazapatos de hierro colado, golpeándolo con el índice. Sólo cuando se quedó satisfecho dejó que entráramos.

Subimos al piso de arriba. Quedaba claro cuál era la habitación en la que se había cometido el crimen: estaba flanqueada por dos corpulentos agentes.

Lestrade les hizo una seña con la cabeza y ellos se apartaron a un lado. Entramos.

Como ya he dicho antes, no soy escritor profesional y temo describir el lugar, pues sé que mis palabras no pueden hacerle justicia. Y aun así he comenzado esta narración, por lo que me temo que debo continuarla. Se había cometido un asesinato en aquel pequeño dormitorio. El cuerpo, lo que quedaba de él, seguía allí, en el suelo. Lo vi, pero al principio, de alguna forma, no lo vi. Lo que vi en su lugar fue lo que había salido de la garganta y el pecho de la víctima: su color iba de un verde bilioso a un verde hierba. Había empapado la raída alfombra y salpicado el papel pintado de la pared. Por un momento me pareció la obra de algún artista infernal que hubiera decidido crear un estudio en esmeralda.

Tras lo que me pareció un siglo, bajé la vista hacia el cadáver, abierto como un conejo en una carnicería, y traté de encontrarle algún sentido a lo que veía. Me quité el sombrero, y mi amigo hizo lo mismo.

Él se arrodilló e inspeccionó el cuerpo, examinando los cortes y las incisiones. Luego sacó su lupa y se acercó a la pared para investigar las gotas de icor a medio coagular.

—Ya hemos hecho eso —le informó Lestrade.

—¿En serio? —replicó mi amigo—. Entonces, ¿qué han sacado de todo esto? Creo que se trata de una palabra.

Lestrade se acercó al lugar en el que se encontraba mi amigo y levantó la vista. Había una palabra, escrita en mayúsculas con sangre verde sobre el desvaído papel amarillo de la pared, un poco por encima de donde se encontraba la cabeza del agente.

—¿«Rache»…? —dijo, deletreándolo—. Obviamente, iba a escribir «Rachel», pero fue interrumpido. Así que… buscamos a una mujer.

Mi amigo no dijo nada. Se acercó de nuevo al cadáver y le cogió las manos, una después de otra. Las huellas se marcaban debido al icor.

—Creo que queda claro que no fue Su Alteza Real quien escribió esa palabra.

—¿Qué demonios le hace pensar…?

—Mi querido Lestrade. Por favor, concédame el hecho de que tengo un cerebro. Obviamente, el cadáver no es el de un simple hombre; el color de la sangre, el número de extremidades, los ojos, la posición del rostro… Todas estas cosas nos hablan de sangre real. Aunque no puedo decir de qué linaje, sí puedo aventurar que se trata del heredero, no, del segundo en la línea de sucesión de uno de los principados alemanes.

—Es sorprendente. —Lestrade dudó, pero luego añadió—: Es el príncipe Franz Drago de Bohemia. Se encontraba aquí, en Albión, como invitado de Su Majestad Victoria. De vacaciones, y para cambiar un poco de aires…

—Es decir, para visitar los teatros, las prostitutas y las mesas de juego.

—Si usted lo dice… —Lestrade parecía abatido—. De todas formas, nos ha proporcionado usted una buena pista sobre esa tal Rachel. Aunque no tengo ninguna duda de que la hubiésemos encontrado nosotros solos.

—Lo dudo mucho —afirmó mi amigo.

Siguió inspeccionando la habitación, haciendo unos cuantos comentarios sarcásticos acerca de cómo habían tapado los policías las huellas de pisadas con sus botas y cómo habían movido objetos que hubieran podido utilizarse para reconstruir los sucesos de la noche anterior. De todas formas, parecía estar interesado en una pequeña mancha de barro que encontró detrás de la puerta.

Al lado de la chimenea había lo que parecían ser cenizas o tierra.

—¿Ha visto esto? —preguntó a Lestrade.

—La policía de Su Majestad —replicó Lestrade— no suele entusiasmarse ante las cenizas de una chimenea. Es allí donde suelen encontrarse. —Y se rio de su comentario.

Mi amigo cogió un pellizco de cenizas, las frotó con los dedos y olisqueó lo que quedó en ellos. Finalmente, recogió lo que quedaba del material y lo introdujo en un frasco de cristal que tapó y guardó en un bolsillo interior de su gabán.

Se levantó.

—¿Y el cadáver?

—El palacio enviará a su propia gente —respondió Lestrade.

Mi amigo me hizo una seña con la cabeza y juntos fuimos hacia la puerta. Suspiró.

—Inspector: su búsqueda de la señorita Rachel no dará fruto. Entre otras cosas, Rache es una palabra alemana. Significa «venganza». Compruebe su diccionario. Tiene otros significados.

Llegamos al final de la escalera y salimos a la calle.

—Usted no había visto a alguien de la realeza antes de esta mañana, ¿verdad? —me preguntó. Yo negué con la cabeza—. Bueno, su visión puede alterar los nervios, si uno no está acostumbrado. ¡Pero mi buen amigo, si está usted temblando!

—Discúlpeme. Enseguida estaré bien.

—¿Le vendría bien que diéramos un paseo? —me preguntó y yo asentí, completamente seguro de que, si no caminaba, iba a empezar a gritar.

—Entonces hacia el oeste —dijo mi amigo, señalando la oscura torre del palacio. Y empezamos a andar—. Así que —dijo él al cabo de un tiempo— no ha tenido usted ningún encuentro personal con ninguna de las cabezas coronadas de Europa.

—No —le contesté.

—Creo que puedo asegurarle sin lugar a dudas que va a hacerlo —me dijo—. Y esta vez no será con un cadáver. Muy pronto.

—Mi querido amigo, ¿qué le hace creer…?

Como respuesta me señaló un carruaje, pintado de negro, que se había parado a unos cincuenta metros de donde nos encontrábamos. Un hombre vestido con chistera negra y casaca se hallaba a un lado de la puerta, manteniéndola abierta y esperando en silencio. Sobre la puerta del carruaje había un escudo de armas, conocido por todos los niños de Albión, pintado en dorado.

—Existen invitaciones que no se pueden rechazar —comentó mi amigo. Saludó al lacayo con el sombrero, y creo que estaba sonriendo cuando entró en aquel espacio parecido a una caja y se acomodó en los suaves asientos de cuero.

Cuando traté de hablar con él durante el viaje a palacio, se puso un dedo sobre los labios. Luego cerró los ojos y pareció hundirse en sus pensamientos. Yo, por mi parte, traté de recordar todo lo que sabía acerca de las casas reales alemanas, pero, excepto el hecho de que el consorte de la reina, el príncipe Alberto, era alemán, sabía muy poco.

Metí la mano en el bolsillo y saqué un puñado de monedas: marrones y plateadas, negras y de un verde cobrizo. Contemplé el retrato de nuestra reina estampado en cada una de ellas, y sentí a la vez orgullo patriótico y pánico. Me dije que hubo un tiempo en el que fui militar y el miedo me era ajeno, y pude recordar una etapa en la que todo eso era verdad. Por un instante recordé una época en la que había sido un buen tirador (incluso, me gustaba pensar, un tirador de primera), pero ahora mi mano derecha temblaba como si tuviera fiebre, y las monedas chocaban y repiqueteaban; lo único que podía sentir era lástima.

3. El palacio

Después de una larga espera, el doctor Henry Jekyll se complace en anunciar el lanzamiento general de sus mundialmente conocidos «Polvos de Jekyll» para el consumo popular. Ya no son dominio de unos pocos privilegiados. ¡Libere su yo interior! ¡Para la limpieza interna y externa! DEMASIADA GENTE, tanto hombres como mujeres, sufre un RESFRIADO DEL ALMA. El alivio es inmediato y barato, ¡con los Polvos de Jekyll! (Disponibles con sabor a vainilla y la fórmula mentolada original).


El consorte de la reina, el príncipe Alberto, era un hombre corpulento, con un impresionante mostacho y una calva incipiente, y era innegable y completamente humano. Nos recibió en el pasillo, nos saludó a mi amigo y a mí con un gesto de la cabeza y no preguntó nuestros nombres ni alargó la mano para que se la estrecháramos.

—La reina está muy apenada —nos dijo. Tenía acento. Pronunciaba las eses como zetas: «eztá»—. Franz era uno de sus favoritos. Tiene muchos sobrinos, pero él le hacía reír. Deben encontrar a los que le hicieron eso.

—Haré todo lo que esté en mi mano —contestó mi amigo.

—He leído sus monografías —dijo el príncipe Alberto—. Fui yo quien les sugirió que deberían consultarle a usted. Espero haber hecho lo correcto.

—Yo también —respondió mi amigo.

Y entonces se abrió el portalón y se nos condujo ante la presencia de la reina.

La llamaban Victoria porque nos había derrotado en combate hacía unos setecientos años, y se la llamaba Gloriana porque era gloriosa, y se la llamaba la reina porque la boca humana no estaba conformada para pronunciar su auténtico nombre. Era enorme, mucho mayor de lo que yo habría creído posible, y se ocultaba entre las sombras, mirándonos desde arriba sin moverse.

—Ezszto debe zsolucionarzzse. —Las palabras surgieron de entre las sombras.

—Por supuesto, señora —contestó mi amigo.

Un miembro culebreó y me señaló.

—Un ppazso al frente.

Quise andar. Mis piernas no se movieron.

Y entonces mi amigo acudió en mi ayuda. Me cogió del hombro y caminó conmigo hasta donde estaba la reina.

—No hay de qué tener miedo. Va a merecer la ppena. Vasz a tener compañía.

Eso fue lo que me dijo. Su voz era un contralto muy dulce, con un lejano zumbido. Y entonces su extremidad se desenrolló y se estiró, y ella me tocó el hombro. Hubo un instante, sólo un instante, de un dolor más profundo e intenso de lo que jamás había experimentado, mas luego lo reemplazó un penetrante sentimiento de bienestar. Pude sentir cómo se relajaban los músculos de mi hombro y, por primera vez desde Afganistán, me vi libre de dolor.

Y entonces mi amigo se adelantó. Victoria habló con él, pero no pude oír lo que le dijo; me pregunté si, de alguna forma, le hablaría directamente con la mente, si éste sería el consejo de la reina acerca del cual había leído. Él respondió en voz alta.

—Por supuesto, señora. Puedo deciros que, esa noche, acompañaban a vuestro sobrino dos hombres; las huellas, aunque borrosas, eran inconfundibles. —Y luego—: Sí. Lo entiendo… Eso creo… Sí.

Guardó silencio cuando nos fuimos y no me dijo nada mientras volvíamos a Baker Street.

Ya había oscurecido. Me pregunté cuánto tiempo habríamos estado en palacio.

Cuando regresamos a Baker Street pude observar, gracias al espejo de mi habitación, que la marca de color blanco lechoso de mi hombro había adquirido una tonalidad rosada. Confié en que no lo estuviera imaginando, que no fuera un mero efecto de la luz de la luna a través de la ventana.

4. La representación

¡¿PROBLEMAS DE HÍGADO?! ¡¿ATAQUES BILIARES?! ¡¿NEURASTENIA?! ¡¿ABSCESOS EN LA GARGANTA?! ¡¿ARTRITIS?! Éstos son sólo unos pocos de los problemas para los que una SANGRÍA profesional puede ser la solución. En nuestras oficinas se encuentran octavillas con TESTIMONIOS que el público puede examinar en cualquier momento. ¡¡¡No ponga su salud en manos de aficionados!!! Llevamos haciendo esto desde hace mucho: V. TEPES DESANGRADOR PROFESIONAL (¡Recuerde! ¡Se pronuncia Tzsep-pesh!). Rumanía, París, Londres, Whitby. Ya ha probado con todos los demás, ¡¡AHORA PRUEBE CON LOS MEJORES!!


No debería haberme sorprendido el que mi amigo fuera un maestro del disfraz, pero lo hizo. Durante los diez días siguientes, un estrafalario grupo de personajes entró por nuestra puerta en Baker Street: un anciano chino, un joven roué, una mujer gorda y pelirroja de cuya antigua profesión no cabía ninguna duda y un anciano y venerable cochero, con los pies destrozados y vendados debido a la gota. Todos y cada uno de ellos entraban en la habitación de mi amigo y, a una velocidad que habría hecho justicia a un artista del cambio de un espectáculo de variedades, salía mi amigo.

No hablaba de lo que había estado haciendo en esas ocasiones, sino que prefería relajarse y mirar al vacío, redactando de cuando en cuando alguna nota en cualquier trozo de papel que tuviera a mano; notas que yo, francamente, encontraba incomprensibles. Parecía realmente preocupado, tanto que empecé a temer por su salud. Y entonces, una tarde ya muy avanzada, llegó a casa con sus propias ropas y una sonrisa tonta, y me preguntó si me gustaba el teatro.

—Tanto como a cualquiera —le respondí.

—Entonces coja sus prismáticos de ópera —me dijo—. Vamos a ir a Drury Lane.

Había esperado que se tratase de una opereta o de algo por el estilo, pero con lo que me encontré fue con el peor teatro de Drury Lane, a pesar de que afirmaba haber actuado ante la corte real; y, para ser honestos, ni siquiera se encontraba en Drury Lane, pues se ubicaba allí donde la calle se unía a la avenida Shaftesbury, justo donde la avenida se acerca al Rookery de St. Giles. Siguiendo el consejo de mi amigo escondí bien mi cartera, y siguiendo su ejemplo llevé un recio bastón.

Una vez nos sentamos en las gradas (le había comprado por tres peniques una naranja a una de las encantadoras jovencitas que las vendían al público, y la chupaba mientras esperábamos), me dijo en voz baja:

—Debería considerarse afortunado por no tener que acompañarme a las casas de juego o a los burdeles. O a los manicomios, otro de los lugares que al príncipe Franz le gustaba visitar, por lo que he podido averiguar. Pero no iba a ningún sitio más que una única vez. A ningún sitio excepto…

La orquesta empezó a tocar y se levantó el telón. Mi amigo guardó silencio.

A su manera, era un espectáculo bastante bueno: se representaron tres obras de un solo acto. Se cantaban canciones cómicas entre los actos. El actor principal era alto y lánguido, y tenía una bonita voz; la actriz principal era elegante, y su voz llegaba a todos los rincones del teatro; al comediante se le daban bien las canciones animadas.

La primera de las obras era una sencilla comedia de confusión de identidades: el actor principal representaba a una pareja de gemelos idénticos que nunca habían llegado a conocerse, pero que, debido a una serie de cómicas desventuras, se encontraban prometidos a la misma mujer, quien, para nuestro regocijo, creía estar prometida con un único hombre. Las puertas se abrían y se cerraban cuando el actor cambiaba de identidad.

La segunda obra era la sobrecogedora historia de una huerfanita que se muere de hambre mientras vende macetas de violetas en la nieve; al final, su abuela la reconoce y jura que ella es el bebé que unos bandidos se llevaron diez años atrás, pero era demasiado tarde y el congelado angelito exhala su último aliento. Debo confesar que más de una vez tuve que secarme los ojos con mi pañuelo de lino.

La representación acabó con una emocionante narración histórica: la compañía al completo interpretaba a los hombres y mujeres de una aldea costera, setecientos años antes de nuestros tiempos modernos. Veían cómo surgían del mar, a lo lejos, unas formas. El héroe anunciaba alegremente a los aldeanos que eran los Primigenios, cuya llegada había sido anunciada y que regresaban a nosotros desde R’lyeh y desde la sombría Carcosa y desde las llanuras de Leng, donde habían estado durmiendo o esperando o aguardando el momento de su muerte. El cómico opinaba que los otros aldeanos habían comido demasiados pasteles y bebido demasiada cerveza, y se imaginaban las formas. Un caballero regordete que representaba a un sacerdote del dios romano avisaba a los aldeanos de que las formas del mar eran monstruos y demonios, y les decía que debían destruirlos.

En el punto culminante, el héroe mataba a golpes al sacerdote con su propio crucifijo y se preparaba para recibir a los seres. La heroína cantaba un aria de caza mientras, debido a un sorprendente despliegue de trucos de linterna mágica, daba la impresión de que las sombras se acercaban a nosotros desde la parte de atrás del escenario: la reina de Albión en persona y el Oscuro de Egipto (con una forma casi idéntica a la de un hombre), seguidos por la Antigua Cabra, Progenitora del Millar y Emperatriz de toda la China, el Zar Incontestable, Aquel que Preside sobre el Nuevo Mundo, la Dama Blanca de la Inmensidad Antártica y todos los demás. Y a medida que cada una de las sombras cruzaba el escenario, o daba la impresión de hacerlo, de todas y cada una de las gargantas de la galería surgía, espontáneamente, un poderoso «¡hurra!», hasta que el mismo aire dio la impresión de vibrar. La luna se elevó sobre el cielo pintado y entonces, cuando estaba en lo más alto, y gracias a un último momento de magia teatral, esa pálida tonalidad amarilla de la que hablan las antiguas historias se cambiaba por el reconfortante carmesí de la luna que hoy nos ilumina.

Los miembros del reparto saludaron entre vítores y risas, hasta que el telón bajó por última vez y el espectáculo acabó.

—Bueno —dijo mi amigo—. ¿Qué le ha parecido?

—Excelente, excelente —le respondí, con las manos doloridas de tanto aplaudir.

—Qué atrevido —me dijo con una sonrisa—. Vayamos a los camerinos.

Salimos al exterior y fuimos a un callejón por detrás del teatro, hasta la puerta de actores, en donde una mujer delgada tricotaba sin descanso. Mi amigo le enseñó una tarjeta de visita y ella nos condujo al interior del edificio; subimos unas escaleras hasta llegar a un pequeño vestuario común.

Unas lámparas de aceite y unas velas ardían frente a unos espejos sucios, y hombres y mujeres se quitaban maquillaje y disfraces sin importar su sexo. Aparté la vista. Mi amigo no pareció perturbarse por todo ello.

—¿Podría hablar con el señor Vernet? —preguntó a gritos.

Una joven, que había interpretado a la mejor amiga de la heroína en la primera de las obras y a la picaruela hija del posadero en la última, nos indicó el otro extremo de la habitación.

—¡Sherry! ¡Sherry Vernet! —llamó.

El hombre que se levantó como respuesta era esbelto; menos apuesto, dentro de lo convencional, de lo que parecía desde el otro lado de los focos. Nos miró intrigado.

—No puedo creerme que tenga el placer…

—Me llamo Henry Camberley —dijo mi amigo, alterando de alguna forma su dicción—. Es posible que haya oído hablar de mí.

—Debo confesar que no he tenido ese privilegio —contestó Vernet.

Mi amigo le entregó al actor una tarjeta de visita. El hombre la contempló con un interés en absoluto fingido.

—¿Productor teatral? ¿Del Nuevo Mundo? Vaya, vaya. ¿Y él es…? —Me echó un vistazo.

—Se trata de un amigo mío, el señor Sebastian. No es de la profesión.

Yo musité algo acerca de lo mucho que había disfrutado con la representación y le estreché la mano al actor.

Mi amigo le preguntó:

—¿Ha visitado usted alguna vez el Nuevo Mundo?

—Aún no he tenido el honor —admitió Vernet—, aunque siempre ha sido mi mayor deseo.

—Pues bien, buen hombre —dijo mi amigo con esa fácil informalidad característica de un habitante del Nuevo Mundo—, es posible que logre cumplir su deseo. Esa última obra… Nunca había visto algo semejante. ¿La escribió usted?

—Oh, no. La escribió un buen amigo mío. Aunque fui yo quien creó el mecanismo para el espectáculo de sombras de la linterna mágica. No verá ninguno mejor sobre los escenarios de hoy en día.

—¿Podría decirme el nombre del dramaturgo? Tal vez debiera hablar personalmente con ese amigo suyo.

Vernet sacudió la cabeza.

—Me temo que eso no va a ser posible. Tiene otra profesión, y no desea que se haga pública su relación con los escenarios.

—Ya veo. —Mi amigo sacó una pipa del bolsillo y se la puso en la boca, y entonces rebuscó en todos sus bolsillos—. Lo siento —empezó a decir—. Me he olvidado de traer mi tabaquera.

—Yo fumo una variedad de picadura negra muy fuerte —dijo el actor—, pero si no tiene usted ningún problema…

—¡Ninguno! —contestó mi amigo entusiasmado—. Vaya, pero si yo también fumo una variedad fuerte de picadura.

Llenó su pipa con el tabaco del actor y los dos hombres se alejaron fumando mientras mi amigo describía la visión que había tenido de una obra que pudiese representarse en una gira por todas las ciudades del Nuevo Mundo, desde la isla de Manhattan hasta el otro extremo del continente, en el lejano sur. El primer acto sería la última obra que habíamos visto. El resto podría relatar el dominio de los Primigenios sobre la humanidad y sus dioses, posiblemente imaginando lo que podría haber pasado si la gente no hubiera tenido casas reales que les sirvieran de referencia: un mundo de barbarie y oscuridad.

—Pero su misterioso amigo profesional debería ser el autor de la obra, y él será el único que decida lo que ocurrirá. Nuestra tragedia será suya. Pero puedo garantizarle que tendrá un gran éxito de audiencia, mayor de lo que usted pueda llegar a imaginar, y que recibirá un importante porcentaje de la recaudación. Digamos que un cincuenta por ciento…

—Esto es muy emocionante —dijo Vernet—. ¡Espero que no resulte ser un sueño que me haya producido la pipa!

—¡No, señor, no lo es! —replicó mi amigo fumando en su pipa, carcajeándose de la broma del otro hombre—. Venga a mi alojamiento en Baker Street mañana por la mañana, después del desayuno, digamos que a las diez, junto con su amigo dramaturgo, y le tendré preparados los contratos.

Al oír eso, el actor se subió a su silla y dio unas palmas pidiendo silencio.

—Damas y caballeros de la compañía —dijo con una voz resonante que llegaba a todos los rincones de la habitación—. Este caballero es Henry Camberley, productor teatral, y nos propone cruzar el Atlántico en busca de fama y fortuna.

Se oyeron varios vítores, y el cómico dijo:

—Bueno, será todo un cambio respecto a los arenques y la cebolla picada. —Y la compañía se echó a reír.

Salimos, rodeados por las sonrisas de todos ellos, a las neblinosas calles.

—Querido amigo —comenté—. Sea lo que sea…

—Ni una palabra más —me interrumpió—. La ciudad tiene gran cantidad de oídos.

Y no dijimos nada más hasta que tomamos un coche de alquiler, subimos a su interior y empezamos a recorrer Charing Cross Road.

E incluso entonces, antes de pronunciar una sola palabra, mi amigo se sacó la pipa de la boca y echó los restos a medio fumar de la cazoleta en una cajita de metal. Cerró la cajita y se la guardó en el bolsillo.

—Ya está —dijo—. Si éste no es el Hombre Alto, yo soy holandés. Lo único que falta ahora es que el Doctor Cojo sea lo suficientemente avaricioso y curioso como para reunirse con nosotros mañana por la mañana.

—¿El Doctor Cojo?

Mi amigo soltó un bufido.

—Así es como he dado en llamarlo. Por las huellas y otras evidencias cercanas al cadáver del príncipe, queda claro que esa noche habían estado dos hombres en esa habitación: un hombre alto con quien, a menos que me equivoque, nos acabamos de encontrar, y otro más bajo que cojea, y que fue quien destripó al príncipe con una maestría que lo delata como profesional de la medicina.

—¿Un médico?

—Claro está. Odio decirlo, pero mi experiencia me ha enseñado que, cuando un médico sigue el mal camino, resulta ser una criatura más malvada y retorcida que el peor degollador. Así nos encontramos con Huston, el hombre del baño de ácido, y con Campbell, que llevó a Ealing la cama de Procusto…

Y continuó hablando de cosas similares durante el resto del viaje.

El coche se paró cerca del bordillo.

—Una libra y diez peniques —dijo el cochero. Mi amigo le lanzó un florín y él lo cogió y lo puso en su raída chistera—. Muchas gracias a los dos —dijo mientras el caballo se perdía en la niebla.

Nos acercamos a nuestra puerta. Mientras yo descorría el cerrojo, él me dijo:

—Qué extraño. Nuestro cochero no le ha hecho caso a ese tipo que está en la esquina.

—Suelen hacer eso cuando acaba su turno —comenté yo.

—Sí, claro que sí —respondió.

Esa noche soñé con sombras, sombras enormes que tapaban el sol, y en mi desesperación las llamé, pero no me escucharon.

5. La piel y el hueso

Este año entre en la primavera… ¡con un brinco! JACK’S. Botas, zapatos y botines. ¡Cuide sus suelas! Los talones son nuestra especialidad. JACK’S. Y no se olvide de visitar nuestra tienda de ropa nueva y complementos en el East End; ropa de tarde de todo tipo, sombreros, novedades, bastones normales, bastones con espada, etcétera. JACK’S DE PICADILLY. ¡Todo para la primavera!


El inspector Lestrade fue el primero en llegar.

—¿Ha apostado sus hombres en la calle? —le preguntó mi amigo.

—Lo he hecho —contestó Lestrade—. Con órdenes estrictas de dejar pasar a cualquiera que quiera entrar y de arrestar a cualquiera que pretenda salir.

—¿Y ha traído esposas con usted?

Como respuesta, Lestrade se llevó la mano al bolsillo y sacó dos pares de esposas.

—Y ahora, señor —dijo—, mientras aguardamos, ¿por qué no me cuenta qué estamos esperando?

Mi amigo se sacó la pipa del bolsillo. No se la llevó a la boca, sino que la puso sobre la mesa, frente a él. Luego extrajo la cajita de la noche anterior y un frasco de cristal que reconocí como el que tenía en aquella habitación de Shoreditch.

—Aquí tenemos —explicó— el clavo para el ataúd del señor Vernet, tal y como confío poder demostrar. —Hizo una pausa; luego, sacó su reloj de bolsillo y lo puso cuidadosamente sobre la mesa—. Aún nos quedan unos cuantos minutos antes de que lleguen. —Se volvió hacia mí—. ¿Qué sabe usted de los restauracionistas?

—Ni una palabra —le contesté.

Lestrade empezó a toser.

—Si está usted hablando de lo que creo que está hablando —dijo—, puede que debiéramos dejarlo aquí. Ya es suficiente.

—Ya es demasiado tarde para eso —contestó mi amigo—. Pues existen algunos que no creen que la llegada de los Primigenios supusiera el bien que todos sabemos que fue. Anarquistas hasta el último hombre, quieren volver a los métodos antiguos; que la humanidad controle su propio destino, si lo prefiere así.

—No toleraré esas palabras sediciosas —afirmó Lestrade—. Debo advertirle…

—Y yo debo advertirle que no sea tan cabeza hueca —replicó mi amigo—. Porque fueron los restauracionistas los que mataron al príncipe Franz Drago. Asesinan y matan en un vano esfuerzo por obligar a nuestros amos a que nos abandonen en la oscuridad. El príncipe fue asesinado por un rache; es un término antiguo para referirse a un perro de presa, inspector, como bien sabría si hubiese consultado un diccionario. También significa «venganza». Y el cazador dejó su firma en el papel pintado de la habitación en la que se cometió el asesinato, de la misma forma en la que un artista firmaría su lienzo. Pero no fue él quien mató al príncipe.

—¡El Doctor Cojo! —exclamé yo.

—Muy bien. Esa noche estuvo allí un hombre alto; sé su estatura porque la palabra estaba escrita al nivel de los ojos. Fumó en pipa; la ceniza y las hebras de tabaco permanecían sin quemar en la chimenea, y vació su pipa con facilidad sobre la repisa, algo que a un hombre más bajo no le habría sido posible hacer. El tabaco era de una variedad de picadura poco habitual. Sus hombres borraron casi por completo las huellas de pisadas que había en la habitación, pero aún quedaban algunas bastante claras detrás de la puerta y junto a la ventana. Alguien había estado allí esperando: un hombre más bajo, a tenor del tamaño de las pisadas, que apoyaba todo su peso sobre la pierna derecha. En el camino exterior pude apreciar varias huellas bastante claras, y los diferentes colores del barro del limpiazapatos me dieron aún más información: un hombre alto, que acompañó al príncipe hasta esa habitación y luego volvió a salir. Esperando a que llegaran se encontraba el hombre que troceó al príncipe de esa forma tan impresionante…

Lestrade hizo un sonido de desagrado que no llegó a convertirse en una palabra.

—Pasé muchos días reconstruyendo los movimientos de Su Alteza. Fui a casas de juego, a burdeles, a garitos de mala muerte, a manicomios, en busca de nuestro fumador de pipa y su amigo. No logré hacer ningún progreso hasta que se me ocurrió comprobar los periódicos de Bohemia en busca de alguna pista acerca de las actividades más recientes que realizó allí el príncipe, y así averigüé que una compañía teatral inglesa había estado en Praga el mes pasado, y que había actuado frente al príncipe Franz Drago.

—Dios santo —dije yo—. Por tanto, ese tal Sherry Vernet…

—Es un restauracionista. Exacto.

Me encontraba yo sacudiendo la cabeza, maravillado por la inteligencia y las dotes de observación de mi amigo, cuando llamaron a la puerta.

—¡Debe de tratarse de nuestra presa! —dijo—. ¡Cuidado ahora!

Lestrade se metió la mano hasta el fondo del bolsillo, donde, sin lugar a dudas, llevaba una pistola. Tragó saliva, nervioso.

Mi amigo gritó:

—¡Pasen, por favor!

La puerta se abrió.

No se trataba de Vernet, ni de ningún doctor cojo. Era uno de esos jóvenes árabes de la calle que se ganan un mendrugo de pan haciendo recados «para monsieur Calle y monsieur Caminante», como solíamos decir cuando yo era joven.

—Por favor, señores —dijo—. ¿Se encuentra aquí un tal señor Henry Camberley? Un caballero me ha encargado que le entregue una nota.

—Soy yo —contestó mi amigo—. Y, a cambio de seis peniques, ¿qué me puedes decir del caballero que te dio la nota?

El jovenzuelo, cuyo nombre, según nos dijo, era Wiggins, mordió la moneda de seis peniques antes de hacerla desaparecer, y luego nos contó que el alegre caballero que le entregó la nota era alto, con pelo oscuro; además, añadió que fumaba en pipa.

Tengo aquí la nota, y voy a tomarme la libertad de transcribirla.


Querido señor:

No voy a dirigirme a usted como Henry Camberley, puesto que es un nombre al que no tiene ningún derecho. Quedé muy sorprendido por el hecho de que no se presentara bajo su auténtico nombre, pues es un buen nombre y le otorga cierta reputación. He leído algunos de sus escritos, siempre que me ha sido posible obtenerlos. De hecho, hace dos años me carteé con usted, con bastante éxito, debido a ciertas anomalías teóricas en su escrito sobre la Dinámica de un asteroide.

Me divirtió encontrarme con usted ayer tarde. Unas cuantas puntualizaciones que podrían ahorrarle preocupaciones en los tiempos venideros, dentro de la profesión que ejerce en la actualidad. En primer lugar, es posible que un fumador de pipa lleve en el bolsillo una completamente nueva y sin estrenar, y que no tenga tabaco, pero es realmente poco probable; al menos, tan poco probable como que un productor teatral no posea el menor conocimiento acerca de los métodos habituales de recompensa durante una gira, y que se haga acompañar por un taciturno oficial del Ejército (de Afganistán, a menos que me equivoque). Además, aunque tiene usted razón respecto a que las calles de Londres tienen oídos, debo aconsejarle que, en el futuro, no tome el primer coche de alquiler que aparezca. Sus cocheros también tienen oídos, si deciden utilizarlos.

Realmente, tiene razón en una de sus suposiciones: por supuesto que fui yo quien atrajo a la criatura mestiza a la habitación de Shoreditch. Si le sirve de algún consuelo, ya que ha descubierto algo de cuáles eran sus entretenimientos favoritos, le dije que le había conseguido una chica, secuestrada de un convento en Cornualles en el que nunca vio a un hombre, y que bastarían un toque y la simple visión de su rostro para conducirla a la locura.

Si ella hubiese existido, él se habría alimentado de su locura mientras la poseía, como un hombre que sorbe la pulpa de un melocotón maduro y deja tan sólo la piel y el hueso. Se lo he visto hacer. Los he visto hacer cosas aún peores. Es el precio que pagamos por la paz y la prosperidad.

Es un precio demasiado alto.

El buen doctor (que cree lo mismo que yo y es quien realmente escribió nuestra obrita, ya que tiene ciertas dotes que agradan a las masas) nos estaba esperando, con sus cuchillos.

Le envío esta nota, que no un reto de «atrápeme si puede», ya que el buen doctor y yo nos hemos ido y usted no va a poder encontrarnos para decirle que me ha gustado sentir que, aunque sólo fuera por un instante, tenía un adversario que merecía la pena. Uno mucho mejor que esas inhumanas criaturas procedentes del Abismo.

Me temo que los Strand Players van a tener que encontrar otro actor principal.

No firmaré como Vernet, y, hasta que acabe la cacería y se restaure el mundo, le ruego que, sencillamente, piense en mí como

Rache


El inspector Lestrade salió corriendo de la habitación llamando a sus hombres. Obligaron al joven Wiggins a que los llevara a donde aquel hombre le había entregado la nota, como si Vernet el actor fuera a estar esperándolos allí, fumando en su pipa. Desde la ventana, mi amigo y yo los observamos irse corriendo y sacudimos la cabeza.

—Detendrán y registrarán todos los trenes que partan de Londres, todos los barcos que zarpen de Albión rumbo a Europa o al Nuevo Mundo —dijo mi amigo—, en busca de un hombre alto y su compañero, un médico grueso y algo más bajo con una ligera cojera. Cerrarán los puertos. Bloquearán cualquier forma que haya de salir del país.

—¿Entonces cree que los atraparán?

Mi amigo negó con la cabeza.

—Puede que me equivoque —dijo—, pero juraría que su amigo y él se encuentran ahora mismo a una milla de distancia, en el Rookery de St. Giles, donde la policía no se aventura si no es en un gran grupo. Se esconderán allí hasta que acabe todo este revuelo y alboroto. Y entonces volverán a sus asuntos.

—¿Qué le hace pensar eso?

—El hecho —dijo mi amigo— de que, si nuestras posiciones se invirtieran, eso sería exactamente lo que yo haría. Por cierto, debería usted quemar esa nota.

Fruncí el ceño.

—Pero es una prueba —protesté.

—No son más que tonterías sediciosas —me replicó mi amigo.

Y debería haberla quemado. De hecho, cuando regresó Lestrade le dije que lo había hecho, y él me felicitó por mi buena idea. Lestrade no perdió el trabajo y el príncipe Alberto escribió una nota a mi amigo felicitándolo por sus deducciones y lamentándose de que el culpable siguiera en libertad.

Aún hoy siguen sin haber capturado a Sherry Vernet, o como quiera que se llame, ni se ha encontrado rastro alguno de su cómplice criminal, al que se identificó como un antiguo cirujano militar llamado John (o puede que James) Watson. Curiosamente, quedó revelado que él también estuvo en Afganistán. Me pregunto si nos llegamos a encontrar.

Mi hombro, tocado por la reina, continúa mejorando; la carne se regenera y se cura. Pronto volveré a ser un tirador de primera.

Una noche, varios meses atrás, cuando estábamos a solas, le pregunté a mi amigo si recordaba la correspondencia a la que aludía en la nota el hombre que firmaba como «Rache». Mi amigo me respondió que lo recordaba bien, y que «Sigerson» (pues así se hacía llamar el actor por aquel entonces, pretendiendo ser islandés) se había inspirado en una ecuación de mi amigo para sugerir algunas teorías bastante atrevidas que desarrollaban la relación existente entre la masa, la energía y la hipotética velocidad de la luz.

—Tonterías, por supuesto —afirmó mi amigo, sin sonreír—. Pero, no obstante, unas tonterías inspiradas y peligrosas.

Finalmente, el palacio envió noticia de que la reina estaba complacida con los logros de mi amigo en el caso y el asunto quedaba zanjado.

Pero dudo mucho que mi amigo lo dejara correr; no acabaría hasta que uno de ellos matara al otro.


Guardé la nota. He aludido a cosas en la narración de estos asuntos que no deben mencionarse. Si fuera un hombre sensato quemaría estas páginas, pero tal y como me enseñó mi amigo, incluso las cenizas pueden revelar sus secretos. En vez de eso, las guardaré en una caja de seguridad de mi banco con instrucciones de que no se abra hasta mucho después de que todo aquel que vive en la actualidad haya fallecido. Aunque, a tenor de los recientes sucesos en Rusia, temo que ese día esté más cerca de lo que cualquiera de nosotros podría pensar.

S. M. comandante (retirado)
Baker Street
Londres, Albión, 1881

FIN

Neil Gaiman - Estudio en esmeralda
  • Autor: Neil Gaiman
  • Título: Estudio en esmeralda
  • Título Original: A Study in Emerald
  • Publicado en: Shadows Over Baker Street (2003)
  • Traducción: Paz Fernández-Xesta Cabrera

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