Oscar Wilde: El cumpleaños de la Infanta

Oscar Wilde - El cumpleaños de la Infanta

En el cuento «El cumpleaños de la Infanta» de Oscar Wilde, la joven princesa de España celebra su duodécimo cumpleaños con una magnífica fiesta en los suntuosos jardines del palacio real. Para el evento, se han organizado numerosos espectáculos, incluyendo una simulada corrida de toros, un malabarista africano y bailarines gitanos. Sin embargo, lo que más cautiva a la princesa y a su séquito es la actuación de un enano deforme traído de los bosques, cuya grotesca apariencia y divertida danza provocan la risa y el deleite de los presentes. Como muestra de reconocimiento, la Infanta obsequia al enano con una delicada rosa blanca que llevaba en su cabello, un gesto que despierta profundos sentimientos en el ingenuo protagonista.

Oscar Wilde - El cumpleaños de la Infanta

El cumpleaños de la Infanta

Oscar Wilde
(Cuento completo)

Era el cumpleaños de la Infanta. Sólo contaba doce años de edad, y el sol brillaba en los jardines del palacio.

Aunque era una Princesa de verdad y la Infanta de España, sólo tenía un cumpleaños al año, como los hijos de los pobres, y por esa razón era muy importante para todo el país que pasara un día bonito en semejante ocasión. Y era un día precioso.

Los altos tulipanes rayados se erguían muy derechos sobre sus tallos, como largas filas de soldados, y mirando desafiantes a las rosas, que crecían al otro lado del césped, les dijeron: «Ahora somos tan espléndidos como vosotras.» Las mariposas de color escarlata revoloteaban con polvo de oro en las alas e iban a ver a las flores de una en una; las lagartijas salían de las rendijas de la pared y se tostaban al sol deslumbrante; y las granadas estallaban con el calor, y enseñaban sus rojos corazones sangrantes. Incluso los pálidos limones amarillos, que colgaban en profusión del enrejado carcomido y de las oscuras arcadas, parecían haber adquirido un color más profundo gracias a la luz del sol, y los magnolios abrían sus grandes capullos como globos de marfil plegado e inundaban el aire con un perfume dulce y pesado.

La pequeña Princesa correteaba por la terraza con sus compañeros, y jugaba al escondite alrededor de las vasijas de piedra y las viejas estatuas cubiertas de musgo. En días corrientes sólo se le permitía jugar con niños de su mismo rango, por lo que siempre tenía que jugar sola, pero su cumpleaños era una excepción, y el Rey había ordenado que invitara a cuantos amigos quisiera para que se divirtiera con ellos. Aquellos niños españoles poseían una gracia majestuosa en sus movimientos, los muchachos con sus sombreros de largas plumas y cortas capas ondeantes, y las niñas sujetando la larga cola de sus vestidos de brocado y protegiéndose los ojos del sol con enormes abanicos negros y plateados. Pero la Infanta era la más grácil de todos y la que iba ataviada con más gusto, a la moda un tanto incómoda de la época. Su vestido era de satén gris, con la falda y las amplias abultadas mangas bordadas de plata y el rígido corsé cuajado de perlas. Dos diminutos escarpines con grandes pompones rosa asomaban bajo el vestido cuando caminaba. Rosa y perla era su gran abanico de gasa, y en el pelo, que rodeaba su carita blanca como una aureola de oro pálido, llevaba una hermosa rosa blanca.

El Rey los observaba desde una ventana del palacio, triste y melancólico. Detrás estaba su hermano, don Pedro de Aragón, a quien odiaba, y su confesor, el Gran Inquisidor de Granada, se había sentado a su lado. Más triste que de costumbre estaba el Rey, pues al mirar a la Infanta, que inclinaba la cabeza con infantil gravedad ante los cortesanos o sonreía tras el abanico a la severa Duquesa de Albuquerque, que siempre la acompañaba, pensaba en la joven Reina, madre de la princesa, que hacía tan poco tiempo —así se le antojaba— había venido de la alegre corte de Francia y se había consumido en el sombrío esplendor de la corte de España, muriendo seis meses después del nacimiento de su hija, antes de haber visto florecer los almendros dos veces en el huerto o arrancado el segundo fruto del año de la vieja higuera nudosa que crecía en el centro del patio, ahora cubierto de hierba. Tal era su amor por la Reina, que ni la tumba la había ocultado a sus miradas. La había embalsamado un médico árabe, quien a cambio de sus servicios había salvado la vida, en manos del Santo Oficio, según decían, por herejía y práctica de hechicería, y el cuerpo de la Reina yacía en su féretro tapizado de la capilla de mármol negro del palacio, tal y como lo habían depositado allí los monjes aquel día ventoso de marzo, hacía casi doce años. Una vez al mes, el Rey, envuelto en una capa oscura y con un farol apagado en la mano, entraba y se arrodillaba a su lado, gritando: «¡Mi reina! ¡Mi reina![1] », y a veces, rompiendo el protocolo que rige en España todas y cada una de las acciones de la vida cotidiana, y pone límites aun a la pena de un Rey, aferraba las pálidas manos enjoyadas, traspasado de dolor, e intentaba despertar con sus besos enloquecidos aquel rostro frío y pintado.

Aquel día le pareció volver a verla como la había visto en el Castillo de Fontainebleau, cuando él contaba apenas quince años y ella incluso menos. Los prometió formalmente en matrimonio el nuncio papal, en presencia del Rey de Francia y de toda la Corte, y el Rey volvió a El Escorial con un bucle de cabello rubio y el recuerdo de unos labios infantiles que besaban su mano cuando él subía a la carroza. Después vino el matrimonio, cuya ceremonia se celebró precipitadamente en Burgos, pequeña ciudad en la frontera de los dos países, y la triunfal entrada en Madrid, con la acostumbrada misa mayor en la Iglesia de Atocha y un auto de fe especialmente solemne en el que casi trescientos herejes, entre los que se contaban numerosos ingleses, fueron entregados al brazo secular para morir en la hoguera.

La había amado con locura y, en opinión de muchos, para ruina de su país, por entonces en guerra con Inglaterra por la posesión del Nuevo Mundo. El Rey raramente la perdía de vista; por ella olvidó, o pareció haber olvidado, los graves asuntos de Estado; y con la terrible ceguera que la pasión impone a sus servidores, no comprendió que las complicadas ceremonias con las que pretendía agradarla sólo contribuían a agravar el extraño mal que padecía. Cuando murió, el Rey perdió la razón. No cabe duda de que hubiera abdicado formalmente y se hubiera retirado al gran monasterio trapense de Granada, del que ya era prior, de no haber temido dejar a la pequeña Infanta a merced de su hermano, de notoria crueldad incluso para España, y del que muchos pensaban que había causado la muerte de la Reina con unos guantes envenenados que le había regalado con ocasión de una visita a su castillo de Aragón. Incluso cuando hubo expirado el luto público de tres años que decretara en sus dominios por edicto real, el Rey no consentía que sus ministros hablaran de una nueva alianza, y cuando el mismísimo Emperador le envió a la encantadora Archiduquesa de Bohemia, su sobrina, y le ofreció su mano, despidió a los embajadores rogándoles que le dijeran a su señor que el Rey de España ya estaba casado con la Aflicción, y que aunque era una esposa estéril la quería más que a la Belleza, respuesta que le costó a su reino las ricas provincias de los Países Bajos, que poco después, por instigación del Emperador, se rebelaron contra él bajo la dirección de unos fanáticos de la Iglesia Reformada.

Aquel día pareció resucitar su vida de casado, con sus alegrías de vivos e intensos colores y la espantosa agonía del repentino final, mientras observaba a la Infanta, que jugaba en la terraza. Tenía la misma actitud insolente de la Reina, la misma expresión traviesa al mover la cabeza, la misma boca hermosa, curvada, orgullosa, la misma sonrisa preciosa —vrai sourire de France[2]— cuando elevaba la mirada de cuando en cuando hacia la ventana o tendía la manita para que se la besaran los majestuosos caballeros españoles. Pero la aguda risa de los niños rechinaba en sus oídos, y el sol brillante y despiadado se burlaba de su aflicción, y un penetrante olor a extrañas especias como las que usan los embalsamadores parecía viciar —¿o acaso era su imaginación?— el claro aire de la mañana. Ocultó el rostro entre las manos, y cuando la Infanta volvió a mirar hacia arriba, las cortinas estaban corridas y el Rey se había retirado.

La Princesa hizo un moue[3], decepcionada, y se encogió de hombros. Podía haberse quedado con ella en su cumpleaños. ¿Qué importaban los absurdos asuntos de Estado? ¿O habría ido a aquella lóbrega capilla, en la que siempre ardían los cirios, y en la que nunca le permitían entrar? ¡Qué tonto era, con aquel sol tan brillante y todo el mundo tan contento! Además, se perdería el simulacro de corrida de toros que ya anunciaban las trompetas, por no hablar de las marionetas y todos los demás espectáculos. Su tío y el Gran Inquisidor eran mucho más listos. Habían salido a la terraza y le dedicaban bonitos cumplidos. Echó la hermosa cabecita hacia atrás y, tomando a don Pedro de la mano, descendió lentamente la escalera, camino de un pabellón de seda escarlata que habían erigido en un extremo del jardín, mientras los demás niños la seguían por estricto orden de prioridad, encabezados por quienes tenían los apellidos más largos.

Un cortejo de muchachos nobles, vestidos de torero, salió a su encuentro, y el joven Conde de Tierra Nueva, un rapaz de prodigiosa belleza, de unos catorce años de edad, descubriéndose con la gracia de un hidalgo y grande de España nato, la acompañó con aire solemne hasta una sillita de oro y marfil situada en un estrado sobre el ruedo. Los niños se colocaron a su alrededor, agitando los abanicos y susurrando entre sí, y don Pedro y el Gran Inquisidor se quedaron a la entrada, riendo. Incluso la Duquesa —la camarera mayor—, una mujer delgada, de rasgos duros, que llevaba una gorguera amarilla, no parecía tan malhumorada como de costumbre, y en su arrugado rostro asomaba algo parecido a una sonrisa helada que contraía sus pálidos labios.

Era una corrida de toros maravillosa, incluso mejor, a juicio de la Infanta, que una auténtica a la que la habían llevado en Sevilla, con ocasión de la visita del Duque de Parma a su padre. Unos niños hacían cabriolas a lomos de caballos de juguete suntuosamente enjaezados, empuñando largas picas con cintas de alegres colores; otros, a pie, agitaban las rojas capas frente al toro, y saltaban por encima de la barrera cuando el toro los embestía; y en cuanto al toro, era como de verdad, pero estaba hecho de mimbre y cuero, y a veces se empeñaba en correr por el ruedo sobre las ancas, algo que jamás se le ocurriría hacer a un toro de verdad. Luchó espléndidamente, y los niños se entusiasmaron tanto que se pusieron en pie, agitando los pañuelos de encaje y gritando: «¡Bravo, toro! ¡Bravo, toro!», con la misma seriedad que los mayores. Al fin, tras un prolongado combate en el que varios caballos de juguete fueron reiteradamente corneados, los jinetes desmontaron y el Conde de Tierra Nueva obligó al toro a que se arrodillara y, tras haber obtenido permiso de la Infanta para asestar el coup de grâce[4], clavó su espada de madera en el cuello del animal con tal fuerza que la cabeza se desprendió y dejó al descubierto el rostro sonriente del pequeño Monsieur de Lorraine, el hijo del embajador francés en Madrid.

A continuación despejaron el ruedo, entre ovaciones, y dos pajes árabes con librea amarilla y negra arrastraron los dos caballos de juguete muertos con toda solemnidad. Tras una breve pausa, en el transcurso de la cual actuó un equilibrista francés, aparecieron unas marionetas italianas que representaron la tragedia semiclásica Sofonisba[5] sobre el escenario de un pequeño teatro que se había construido para la ocasión. Actuaron tan bien, y con gestos tan naturales, que al final de la obra los ojos de la Infanta se habían oscurecido de lágrimas. Otros niños también lloraron, y hubo que consolarlos con confites, y el propio Gran Inquisidor quedó tan afectado que no pudo evitar decirle a don Pedro que le parecía inadmisible que unos seres hechos de madera y cera de colores, que funcionaban mecánicamente por medio de alambres, fueran tan desgraciados y sufrieran tales reveses.

A continuación actuó un malabarista africano, con un gran cesto plano cubierto con un paño rojo que colocó en el centro del ruedo. Después sacó del turbante un extraño caramillo de caña, y se puso a tocar. Al cabo de unos momentos el paño empezó a moverse, y cuando el sonido del caramillo se hizo más agudo, dos serpientes verdes y doradas asomaron la cabeza en forma de cuña y se alzaron lentamente, balanceándose al son de la música como una planta se balancea en el agua. Pero a los niños les asustaron sus capuchas moteadas y sus lenguas como flechas, y se alegraron cuando el malabarista hizo crecer en la arena un diminuto naranjo, que dio flores y frutos de verdad; y cuando le cogió el abanico a la hija del Marqués de las Torres y lo convirtió en un pájaro azul que echó a volar por el pabellón, cantando, su júbilo no conoció límites. También el minueto que danzaron los niños bailarines de la iglesia del Pilar fue encantador. La Infanta nunca había presenciado esta hermosa ceremonia que se celebra en honor de la Virgen todos los años, en mayo, ante el altar mayor; ningún miembro de la familia real española había entrado en la catedral de Zaragoza desde que un sacerdote loco, al decir de muchos pagado por Isabel de Inglaterra, intentara administrar una hostia envenenada al Príncipe de Asturias. Por eso sólo conocía de oídas «la danza de Nuestra Señora», como la llamaban, y era un espectáculo magnífico. Los muchachos llevaban ropajes cortesanos de terciopelo blanco muy anticuados, y sus extraños sombreros de tres picos estaban ornados de plata y coronados por enormes plumas de avestruz, y la deslumbrante blancura de sus vestidos, al moverse a la luz del sol, se acentuaba aún más con lo atezado de sus rostros y la negrura de su pelo. Todos quedaron fascinados ante la grave dignidad con la que ejecutaban las intrincadas figuras del baile y con la gracia de sus lentos ademanes y majestuosas reverencias, y cuando hubieron terminado su actuación y se despojaron de los sombreros ante la Infanta, ella les respondió con igual cortesía y prometió enviar un gran cirio al santuario de Nuestra Señora del Pilar en agradecimiento por los gratos momentos que le había proporcionado.

Un grupo de bellos egipcios —como se denominaba a los gitanos en aquella época— entraron en el ruedo y, sentándose en círculo, con las piernas cruzadas, se pusieron a tocar sus cítaras, moviendo el cuerpo al compás y tarareando una ensoñadora melodía. Al ver a don Pedro fruncieron el ceño, y algunos se asustaron, pues sólo unas semanas antes había ordenado que colgaran a dos de los de su tribu por hechicería en el mercado de Sevilla; pero la hermosa Infanta los dejó fascinados, al mirar por encima del abanico con sus grandes ojos azules, y pensaron que una persona tan maravillosa no podía ser cruel con nadie. Continuaron tocando dulcemente, rozando apenas las cuerdas de las cítaras con sus afiladas uñas, cabeceando como adormilados. De repente, con un grito tan agudo que los niños se sobresaltaron y la mano de don Pedro se aferró a la empuñadura de ágata de su daga, se pusieron en pie y empezaron a dar vueltas por la arena golpeando las panderetas y entonando un canto de amor en su extraña lengua gutural. A cierta señal, todos volvieron a arrojarse al suelo y se quedaron completamente inmóviles; el monótono rasgueo de las cítaras era el único sonido que rompía el silencio. Tras repetir lo mismo varias veces, desaparecieron unos momentos y regresaron con un oso pardo atado a una cadena, que llevaba sobre los hombros varios macacos. El animal se puso cabeza abajo con toda seriedad, y los arrugados macacos hicieron trucos graciosos con dos muchachos gitanos que parecían ser sus amos, y pelearon con espaditas de madera, dispararon pistolas y realizaron ejercicios de instrucción militar como los guardias personales del Rey. Los gitanos tuvieron gran éxito.

Pero no cabe duda de que la parte más divertida de aquel espectáculo matutino fue el baile del Enano. Cuando entró tambaleándose en el ruedo, andando como un pato con sus piernas torcidas y meneando la enorme cabeza deforme, los niños prorrumpieron en carcajadas, y la Infanta se rió tanto que la camarera se vio obligada a recordarle que existían muchos precedentes en España de que la hija de un Rey llorara ante sus pares, pero ninguno de que una Princesa de sangre real mostrara tal regocijo ante quienes eran inferiores a ella por nacimiento. Pero el Enano resultaba irresistible, y jamás se había visto monstruo tan prodigioso en la Corte española, conocida por su pasión por lo horrible. Era su primera actuación en público. Lo habían encontrado el día anterior, corriendo libremente por el bosque, dos nobles que por casualidad cazaban en un paraje remoto del gran bosque de alcornoques que rodeaba la ciudad, y lo habían llevado al palacio como sorpresa para la Infanta; su padre, carbonero, se desprendió más que gustoso de un hijo tan feo e inútil. Quizá lo más divertido de su persona consistiera en la absoluta inconsciencia de su grotesco aspecto. Aún más: parecía muy feliz y contento. Cuando los niños reían, él reía con la misma alegría, y al finalizar cada baile, les hacía a cada uno una reverencia muy graciosa, sonriéndoles e inclinando la cabeza como si fuera uno de ellos y no un accidente que la Naturaleza, bromista, hubiera creado para que los demás se burlaran. En cuanto a la Infanta, lo tenía fascinado. No podía apartar los ojos de ella, y parecía bailar para ella sola, y cuando al final del espectáculo, recordando que las grandes damas de la Corte lanzaban ramilletes de flores a la Caffarelli, la famosa tiple italiana a la que el Papa había enviado a Madrid para que curara la melancolía del Rey con la dulzura de su voz, se quitó del pelo la hermosa rosa blanca y, en parte por chanza y en parte para fastidiar a la Camarera, se la arrojó al ruedo con la más dulce de las sonrisas, el Enano se lo tomó muy en serio y, llevándose la flor a los ásperos labios, se puso la mano en el corazón y cayó sobre una rodilla ante la Princesa, sonriendo de oreja a oreja y con los brillantes ojillos destellantes de júbilo.

Su actitud trastornó de tal modo la seriedad de la Infanta, que siguió riéndose mucho después de que el Enano hubiera abandonado el ruedo, y expresó el deseo de que se repitiera inmediatamente el baile. Mas la Camarera, con el pretexto de que el sol era demasiado fuerte, decidió que sería mejor que Su Alteza regresara sin mayor dilación al palacio, donde le habían preparado un gran festín, con una tarta de cumpleaños con sus iniciales hechas de azúcar de colores y una preciosa banderita de plata encima. La Infanta se levantó muy digna y, tras haber ordenado que el Enano bailara para ella después de la siesta y haberle dado las gracias al joven Conde de Tierra Nueva por su encantadora recepción, se retiró a sus aposentos, con los demás niños a la zaga, en el mismo orden que habían seguido anteriormente.

Cuando el Enano se enteró de que debía bailar por segunda vez ante la Infanta, porque ella así lo había ordenado expresamente, se sintió tan orgulloso que salió corriendo al jardín, besando la rosa blanca en un absurdo éxtasis de júbilo y haciendo los más torpes y groseros gestos de alegría.

Las flores se indignaron por su osadía al meterse en su hermoso hogar, y cuando lo vieron haciendo cabriolas por el paseo, agitando los brazos por encima de la cabeza de forma tan ridícula, no pudieron ocultar sus sentimientos más tiempo.

—¡Es demasiado feo y no deberíamos permitirle que jugara en el mismo sitio en el que estamos nosotros! —exclamaron los tulipanes.

—Debería beber jugo de amapola y dormir mil años —dijeron los grandes lirios rojos, y se acaloraron y enfadaron mucho.

—¡Es un auténtico horror! —gritó el cacto—. ¡Si está todo retorcido, y la cabeza no guarda ninguna proporción con las piernas! Me siento lleno de espinas por todas partes, y como se me acerque le pincharé.

—¡Y encima tiene una de mis mejores flores! —exclamó el rosal blanco—. Se la he regalado a la Infanta esta mañana por su cumpleaños, y él se la ha robado —y se puso a gritar—: ¡Ladrón, ladrón, ladrón! —con todas sus fuerzas.

Incluso los geranios rojos, que no solían darse aires y tenían muchos parientes pobres, se encogieron disgustados al ver al Enano, y cuando las violetas comentaron mansamente que pensaban que, aunque era bastante vulgar, no podía evitarlo, replicaron, con toda justicia, que en eso radicaba su principal defecto, y que no existía razón alguna por la que hubiera que admirar a una persona sólo porque fuera incurable; y algunas violetas opinaban que la fealdad del Enanito llegaba al extremo de la ostentación y que habría demostrado mejor gusto si hubiera estado triste, o al menos pensativo, en lugar de dar brincos y adoptar actitudes tan grotescas y ridículas.

En cuanto al viejo reloj de sol, un personaje verdaderamente extraordinario que le había dicho la hora a personalidades de la talla del Emperador Carlos V, se quedó tan pasmado ante el aspecto del Enanito, que estuvo a punto de olvidarse de marcar dos minutos enteros con su largo y umbroso dedo, y no pudo evitar decirle al pavo real, blanco como la leche, que tomaba el sol en la barandilla, que todo el mundo sabía que los hijos de los reyes son reyes, y que los hijos de los carboneros son carboneros, y que no tiene sentido ignorar semejante cosa, algo en lo que el pavo real estaba completamente de acuerdo, tanto que gritó: «¡Desde luego, desde luego!», con una voz tan áspera y fuerte que los peces de colores que vivían en la fresca fontana sacaron la cabeza del agua y les preguntaron a los enormes tritones de piedra qué diablos ocurría.

Pero el Enanito les caía bien a los pájaros. Le habían visto muchas veces en el bosque, bailoteando como un elfo tras las hojas arremolinadas, o acurrucado en el hueco de un viejo nogal, compartiendo nueces con las ardillas. No les importaba lo más mínimo su fealdad. Si incluso el ruiseñor, que cantaba con tanta dulzura en los naranjos por las noches que a veces la luna se agachaba para oírlo, no era ninguna belleza; y además, el Enanito era amable con ellos, y durante aquel terrible invierno en el que no había bayas en los árboles y el suelo estaba duro como el hierro nunca los olvidó, y les dio migas de su pobre mendrugo de pan negro y compartió con ellos su almuerzo.

Por eso revolotearon a su alrededor, rozando sus mejillas con las alas y charlando entre sí, y el Enanito se puso tan contento que les enseñó la hermosa rosa blanca que le había dado la Infanta porque lo quería.

Las aves no entendieron ni una palabra de lo que decía, pero no les importó, porque ladearon la cabeza con aire de comprensión, lo que equivale a entender las cosas y todo resulta mucho más sencillo.

También los lagartos se encapricharon con él, y cuando se cansó de corretear y se dejó caer sobre la hierba para descansar, se pusieron a jugar y a retozar encima de su cuerpo, e intentaron entretenerlo de la mejor manera que sabían.

—¡No todos pueden ser tan bellos como los lagartos! —exclamaron—. Sería demasiado pedir. Y, aunque parezca absurdo, a fin de cuentas no es tan feo, siempre y cuando se cierren los ojos y no se le mire.

Los lagartos eran extremadamente filosóficos por naturaleza y muchas veces pasaban horas enteras juntos, pensando, cuando no había nada mejor que hacer, o cuando hacía demasiado mal tiempo para salir.

Pero a las flores les molestó extraordinariamente su conducta, y también la de los pájaros.

—Esto viene a demostrar el efecto vulgarizador de tanto volar y no parar de ir de un lado para otro. La gente bien nacida, como nosotras, se queda siempre en el mismo sitio. Nadie nos habrá visto brincando por los paseos o corriendo como locas detrás de las libélulas. Cuando queremos cambiar de aires, llamamos al jardinero, y él nos lleva a otro macizo. Eso es digno, como Dios manda. Pero los pájaros y los lagartos no conocen el reposo, y los pájaros ni siquiera tienen un domicilio permanente. Son simples vagabundos, como los gitanos, y habría que tratarlos de la misma manera.

Así que alzaron la nariz, con expresión altanera, y se alegraron cuando, al cabo de un rato, vieron que el Enanito se levantaba dificultosamente de la hierba y se dirigía hacia el palacio, cruzando la terraza.

—Debería quedarse dentro durante el resto de su vida —dijeron—. Mirad esa joroba y esas piernas torcidas —y se rieron disimuladamente.

Pero el Enanito no sabía nada de todo aquello. Le encantaban los pájaros y los lagartos, y pensaba que las flores eran lo más maravilloso del mundo, salvo la Infanta, claro; pero ella le había dado la rosa blanca y lo quería, o sea, que no era lo mismo. ¡Cuánto hubiera dado por haber vuelto con ella! Lo habría tomado de la mano, y le habría sonreído, y él nunca se habría separado de ella, sino que habrían sido compañeros de juegos y le habría enseñado trucos preciosos. Porque, aunque nunca había visto un palacio, sabía cosas maravillosas. Sabía hacer jaulas de juncos en las que cantaban los grillos, y convertir las largas cañas de bambú en caramillos que a Pan tanto le gusta escuchar. Conocía el canto de todas las aves, y podía llamar a los estorninos de las copas de los árboles, o a la garza del lago. Conocía las huellas de todos los animales, y podía seguir a la liebre por sus delicadas pisadas, y al jabalí por las hojas pisoteadas. Conocía todas las danzas del bosque, el baile enloquecido con vestimenta roja del otoño, la danza ligera con sandalias azules sobre el maíz, la danza con las guirnaldas blancas del invierno, y la danza de las flores, en el huerto, al llegar la primavera. Sabía dónde construían sus nidos las palomas torcaces, y en una ocasión, en la que un cazador atrapó a los padres, él crió a los polluelos, y les construyó un pequeño palomar en una hendidura de un olmo desmochado. Eran dóciles, y comían de su mano todas las mañanas. A la Infanta le gustarían, y también los conejos que se deslizaban entre los helechos, y los arrendajos con sus plumas aceradas y sus negros picos, y los erizos que se encogían hasta formar pelotas de púas, y las grandes tortugas sabias de lento caminar que agitaban la cabeza y mordisqueaban las hojas jóvenes. Sí, la Infanta iría a jugar con él al bosque. Le dejaría su cama, y vigilaría junto a la ventana hasta el alba, para que las vacas de largos cuernos no le hicieran daño ni se acercaran a la choza los flacos lobos. Y al alba, daría unos golpecitos en los postigos para despertarla, y dedicarían el día entero a bailar. A veces pasaba por allí un obispo con su mulo blanco, leyendo un libro coloreado. Otras veces veía a los halconeros con sus gorros de terciopelo verde y justillos de gamuza, con las aves encapuchadas sobre la muñeca. En la época de la vendimia aparecían los pisadores de uva, coronados de brillante hiedra y con pellejos chorreantes de vino; y los carboneros se sentaban por la noche, en torno a los enormes braseros, contemplando cómo se chamuscaban lentamente los leños en la hoguera, y asando castañas entre las cenizas, y los ladrones abandonaban sus cuevas y se reunían con ellos para pasar un buen rato. En una ocasión vio una procesión que serpenteaba por la polvorienta carretera de Toledo. Delante iban los monjes, cantando dulcemente, con esplendorosos estandartes y cruces de oro, y detrás, con armaduras de plata, mosquetes y picas, desfilaban los soldados, y entre medias tres hombres descalzos, con extrañas vestiduras amarillas adornadas con curiosas figuras, y cirios encendidos en la mano. Desde luego, había mucho que ver en el bosque, y cuando la Infanta se cansara, él le encontraría una blanda loma de musgo, o la llevaría en sus brazos, porque era muy fuerte, aunque sabía que no era alto. Le haría un collar de bayas rojas, tan bonitas como las bayas blancas de su vestido, y cuando se cansara de ellas podría tirarlas y él le buscaría otras. Le llevaría cascabillos de bellotas y anémonas empapadas de rocío, y diminutos gusanos de luz que serían estrellas entre el pálido oro de su cabello.

Pero ¿dónde estaba? Le preguntó a la rosa blanca, que no le contestó. Todo el palacio parecía dormir, y donde no estaban cerrados los postigos habían corrido gruesas cortinas ante las ventanas para mitigar la luz deslumbradora. Deambuló de acá para allá, en busca de algún sitio por el que entrar, y al fin vio una puertecita que estaba abierta. Se deslizó por ella, y se sorprendió en un magnífico salón, mucho más grandioso —tal temió— que el bosque, todo un puro dorado, e incluso el suelo era de grandes piedras de colores, que formaban un dibujo geométrico. Pero la Infanta no estaba allí; sólo había unas estatuas prodigiosamente blancas que lo miraban desde sus pedestales de jaspe, con tristes ojos vacíos y labios extrañamente sonrientes.

En un extremo del salón colgaba una cortina de terciopelo negro con ricos bordados, salpicada de soles y estrellas, emblemas favoritos del Rey, en el color que más le gustaba. ¿Acaso estaría escondida detrás? Lo comprobaría.

Se acercó silencioso y descorrió la cortina. No; sólo había otra habitación, si bien aún más bonita, pensó, que la que acababa de abandonar. En las paredes se desplegaba una serie de tapices verdes que representaban una cacería, obra de unos artistas flamencos que habían dedicado más de siete años a confeccionarlos. Antaño fue el aposento de Jean le Fou, como lo llamaban, aquel rey loco tan enamorado de la montería que muchas veces, en su delirio, intentaba montar los enormes caballos encabritados y arrastrar el venado sobre el que saltaban los perros, tocando el cuerno de caza y acuchillando con su daga a los venados que huían. Después se transformó en sala del consejo, y en la mesa del centro se veían las carteras de los ministros, estampadas con los tulipanes dorados de España y con las armas de la casa de Habsburgo.

El Enanito contempló todo aquello con asombro, casi asustado de continuar. Los extraños jinetes silenciosos que galopaban tan veloces por los claros del bosque sin hacer el menor ruido se le antojaban como los terribles fantasmas de los que había oído hablar a los carboneros, los comprachos[6], que cazan sólo de noche, y si se topan con un hombre lo convierten en cierva y la persiguen. Pero pensó en la Infanta y cobró ánimos. Quería encontrarla a solas, y decirle que él también la amaba. Quizá estuviera en la siguiente habitación.

Corrió sobre las blandas alfombras árabes, y abrió la puerta. No. Tampoco estaba allí. La estancia estaba vacía.

Era el salón del trono, en el que se recibía a los embajadores extranjeros, cuando el Rey, que no había acudido allí con demasiada frecuencia en los últimos tiempos, consentía en concederles audiencia privada; la misma habitación en la que, muchos años antes, se presentaron los enviados de Inglaterra para preparar el casamiento de su Reina, por entonces una de las soberanas católicas de Europa, con el hijo mayor del Emperador. Las colgaduras eran de cordobán dorado, y del techo negro y blanco pendía una pesada araña, también dorada, con brazos para trescientas velas de cera. Bajo un gran dosel de tela de oro, en el que estaban bordados con aljófares los leones y las torres de Castilla, se alzaba el trono, cubierto con un paño de terciopelo negro tachonado de tulipanes de plata y orlado de perlas y plata. En el segundo peldaño del trono estaba el escabel de la Infanta, con su cojín de tisú de plata, y más abajo, fuera del dosel, la silla del nuncio papal, el único con derecho a sentarse en presencia del Rey en ceremonias públicas. Su sombrero de cardenal, con la maraña de borlas escarlata, se encontraba sobre un taburete también escarlata que había al lado. De la pared situada frente al trono colgaba un retrato de tamaño natural de Carlos V vestido de cazador, con un gran mastín a sus pies, y un cuadro de Felipe II recibiendo el homenaje de los Países Bajos ocupaba la otra pared. Entre las ventanas había una vitrina de ébano, con incrustaciones de marfil y grabados de la Danza de la Muerte de Holbein[7], a decir de algunos, obra del famoso artista.

Pero al Enanito no le impresionó tanta magnificencia. No habría cambiado su rosa por todas las perlas del dosel, ni un solo pétalo de su rosa por el trono. Lo que quería era ver a la Infanta antes de que bajara al pabellón, y pedirle que se fuera con él cuando hubiera terminado de bailar. Allí, en el palacio, el aire estaba viciado, pero en el bosque el viento soplaba libre, y la luz del sol, con sus manos de oro errabundas, movía las hojas trémulas. También había flores en el bosque, quizá no tan espléndidas como las del jardín, pero sí con aroma más dulce: a principios de la primavera, jacintos que inundaban de púrpura ondeante los frescos valles y los oteros herbosos; prímulas amarillas que anidaban en pequeños macizos alrededor de las retorcidas raíces de los robles; brillantes celidonias y verónicas azules, y lirios lilas y dorados. Había candelillas grises en los avellanos, y las dedaleras se inclinaban con el peso de sus celdillas moteadas, que las abejas asaeteaban. El castaño tenía sus agujas de estrellas blancas, y el espino sus pálidas lunas de belleza. Sí: ¡iría con él, si lograba encontrarla! Iría con él al hermoso bosque, y él bailaría para la Infanta durante todo el día. Ante la idea, una sonrisa iluminó sus ojos, y entró en la siguiente habitación.

De todas las estancias aquélla era la más brillante y la más bella. Las paredes estaban recubiertas de damasco de flores rosas, con dibujos de aves y delicadas pinceladas de plata; los muebles eran de plata maciza, festoneados de guirnaldas y Cupidos juguetones; frente a las dos grandes chimeneas se abrían sendos biombos con loros y pavos reales bordados, y el suelo, de ónice verde mar, parecía perderse en la distancia. Y no estaba solo. De pie, bajo la sombra de la puerta, vio una figura que lo observaba. Su corazón tembló, y de sus labios escapó un grito de júbilo, y salió a la luz del sol. Al hacerlo, la figura también salió, y la vio con toda claridad.

¿La Infanta? Era un monstruo, el monstruo más grotesco que jamás hubiera contemplado: no como las demás personas, sino jorobado y con las piernas torcidas, con una enorme cabeza oscilante y una mata de pelo negro. El Enanito frunció el ceño, y el monstruo lo imitó. Se echó a reír, y el monstruo rió con él y puso los brazos en jarras, igual que él. Hizo una reverencia burlona, y el monstruo le devolvió la reverencia. Se dirigió hacia él, y el monstruo fue a su encuentro, emulando todos sus movimientos, y deteniéndose cuando él se detenía. Gritó, divertido, y echó a correr, y tendió la mano, y la mano del monstruo tocó la suya, y estaba fría como el hielo. Se asustó; agitó la mano, y la mano del monstruo hizo otro tanto. Intentó avanzar, pero algo liso y rudo lo obligó a detenerse. La cara del monstruo estaba muy cerca de la suya, y parecía aterrorizada. Se retiró el pelo de los ojos. El monstruo lo imitó. Intentó pegarle, y el monstruo le devolvió golpe por golpe. Empezaba a odiarlo, y le hizo gestos horribles. Se echó hacia atrás, y el monstruo retrocedió.

¿Qué era aquello? Se quedó pensando unos momentos, y miró a su alrededor. Extraño. Todos los objetos de la habitación parecían tener un doble en aquella pared invisible de agua clara. Sí, se repetía cuadro por cuadro, y diván por diván. El fauno que yacía inmóvil en el nicho tenía un hermano gemelo que también dormía, y la Venus de plata que se erguía a la luz del sol le tendía los brazos a una Venus tan hermosa como ella.

¿Era eco? Una vez había llamado a la ninfa en el valle, y ella le había contestado palabra por palabra. ¿Podía burlar el ojo, como burlaba la voz? ¿Podía crear un mundo de imitación, igual que el mundo real? ¿Acaso las sombras de las cosas podían tener color y vida y movimiento? ¿Acaso sería que…?

Se sobresaltó; sacó del pecho la rosa blanca, se volvió y la besó. El monstruo tenía una rosa idéntica, pétalo a pétalo. La besó del mismo modo, y la apretó contra su corazón con horribles muecas.

Cuando comprendió la verdad, emitió un grito de desesperación, y cayó al suelo, gimiendo. De manera que él era el jorobado y malformado, grotesco y ridículo. Él era el monstruo, y era de él de quien se reían los niños, y la Princesita que él creía que lo amaba… También ella se había burlado de su fealdad, y se había divertido con sus piernas torcidas. ¿Por qué no lo habían dejado en el bosque, donde no existían espejos que le dijeran cuán repugnante era? ¿Por qué no lo había matado su padre, en lugar de venderlo, para su vergüenza? Por sus mejillas rodaron lágrimas ardientes, y destrozó la rosa en mil pedazos. El desmadejado monstruo hizo lo mismo, y arrojó los pálidos pétalos al aire. Gateó por el suelo, y cuando lo miró, contempló un rostro distorsionado por el dolor. Se alejó para no verlo, y se cubrió los ojos con las manos. Se arrastró, como un animal herido, hasta las sombras, y allí se quedó gimiendo.

Y en aquel momento entró la Infanta con sus compañeros por la puerta del jardín, y al ver al Enanito tirado y golpeando el suelo con los puños cerrados, de forma tan extraordinaria y exagerada, rompieron a reír alegremente y lo rodearon.

—Es muy divertido cuando baila —dijo la Infanta—, pero cuando actúa es todavía mejor. Es casi tan bueno como las marionetas pero, claro, menos natural.

Y se puso a aplaudir, agitando el gran abanico.

Pero el Enanito no alzó la mirada, y sus sollozos se hicieron cada vez más débiles; de repente boqueó y se agarró el costado. Se desplomó y se quedó inmóvil.

—Fantástico —dijo la Infanta—, pero ahora quiero que bailes.

—¡Sí, sí! —corearon los demás niños—. Tienes que levantarte y bailar, porque eres tan listo como los macacos, y mucho más ridículo.

Pero el Enanito no respondió.

La Infanta dio un golpe con el pie, y llamó a su tío, que paseaba por la terraza con el chambelán, leyendo unos despachos que acababan de llegar de México, donde se había establecido recientemente el Santo Oficio.

—Mi enanito está enfurruñado —dijo—. Despertadlo y decidle que baile.

Se sonrieron y entraron. Don Pedro se agachó y abofeteó al Enano en la mejilla con su guante bordado.

—Tienes que bailar, petit monstre[8] —dijo—. Tienes que bailar. La Infanta de España y de las Indias quiere que la diviertas.

Pero el Enanito no se movió.

—Habrá que llamar al verdugo para que lo azote —dijo don Pedro, con voz cansina, y volvió a la terraza.

Pero el chambelán tenía una expresión grave, y se arrodilló junto al Enanito y le puso la mano en el corazón. Al cabo de unos momentos se encogió de hombros, se levantó y, tras inclinar la cabeza ante la Infanta, dijo:

Mi bella Princesa, vuestro Enanito no volverá a bailar. Es una lástima, porque es tan feo que quizá hubiera hecho sonreír al Rey.

—¿Y por qué no volverá a bailar? —preguntó la princesa, riendo.

—Porque tiene el corazón destrozado —contestó el chambelán.

La Infanta frunció el ceño, y sus delicados labios, como pétalos de rosa, se curvaron con desdén.

—De ahora en adelante, que los que vengan a jugar conmigo no tengan corazón —dijo, y salió corriendo al jardín.


[1] En español en el original. Las demás palabras que aparecen en cursiva figuran también así en la primera edición inglesa. (N. de la T.)

[2] «Auténtica sonrisa francesa.» (En francés en el original.) (N. de la T.)

[3] «Mohín.» (En francés en el original.) (N. de la T.)

[4] «Golpe de gracia.» (En francés en el original.) (N. de la T.)

[5] Existen tres obras con este nombre: una del siglo XV, de Jocopo Castellino; otra de 1502, de Galeotto del Carretto; y otra de Gian Giorgio Trissino (1478-1550), representada en 1556. (N. de la T.)

[6] Así en el original inglés. (N. de la T.)

[7] Hans Holbein, el Joven, (1497-1543), pintor y grabador alemán. (N. de la T.)

[8] «Pequeño monstruo.» (En francés en el original.) (N. de la T.)

Oscar Wilde - El cumpleaños de la Infanta
  • Autor: Oscar Wilde
  • Título: El cumpleaños de la Infanta
  • Título Original: The Birthday of the Infanta
  • Publicado en: A House of Pomegranates (1891)
  • Traducción: Flora Casas

 

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