Philip K. Dick: El ahorcado

A las cinco en punto, Ed Loyce se lavó, se puso el sombrero y la chaqueta, sacó el coche y atravesó la ciudad en dirección a su tienda de televisores. Estaba cansado. Le dolían la espalda y los hombros de excavar tierra del sótano y transportarla al patio posterior. De todos modos, para ser un hombre de cuarenta años, lo había hecho muy bien. Janet podría comprarse un nuevo jarrón con el dinero que había ahorrado, y le gustaba la idea de reparar personalmente los cimientos.

Estaba oscureciendo. El sol poniente arrojaba largos rayos sobre los apresurados peatones que volvían del trabajo, cansados y malhumorados; mujeres cargadas con bultos y paquetes, estudiantes de la universidad, se mezclaban con funcionarios, ejecutivos y secretarias. Detuvo el Packard ante un semáforo en rojo y arrancó de nuevo. La tienda había estado abierta sin su presencia. Llegaría justo a tiempo de colaborar hasta la hora de la cena, echar un vistazo a las cuentas del día y hasta cerrar un par de ventas él mismo. Condujo a poca velocidad frente al pequeño cuadrado de verde situado en el centro de la calle, el parque de la ciudad. No había estacionamiento ante Televisores Loyce – Servicio de Venta y Reparaciones. Maldijo por lo bajo y ejecutó una maniobra en forma de U. Volvió a pasar frente al pequeño cuadrado de verde, con la fuente, el banco y la farola solitarias.

Algo colgaba de la farola. Un bulto informe y oscuro, que el viento balanceaba con suavidad. Como una especie de maniquí. Loyce bajó la ventanilla y asomó la cabeza. ¿Qué demonios era aquello? ¿Algún anuncio? A veces, la Cámara de Comercio ponía anuncios en la plaza.

Dio otro giro en forma de U. Pasó frente al parque y se concentró en el bulto oscuro. No era un maniquí. Y de ser un anuncio, era muy raro. Se le erizó el vello de la nuca y tragó saliva. El sudor cubrió su rostro y manos.

Era un cuerpo. Un cuerpo humano.

—¡Fíjense! —gritó Loyce—. ¡Salgan!

Don Fergusson salió con parsimonia de la tienda y se abotonó su chaqueta a rayas con dignidad.

—Tengo un buen negocio entre manos, Bill. No puedo dejar al tipo plantado ahí.

—¿Lo ves? —Ed extendió el dedo hacia la creciente oscuridad. La farola se recortaba contra el cielo; el poste y el bulto que se mecía—. Allí está. ¿Cuánto tiempo llevará ahí? —Alzó la voz, nervioso—. ¿Es que la gente se ha vuelto ciega? Pasan de largo como si tal cosa.

Don Fergusson encendió un cigarrillo con calma.

—Tranquilo, muchacho. Tiene que existir un buen motivo para que esté ahí.

—¡Un motivo! ¿Qué clase de motivo?

Fergusson se encogió de hombros.

—Como aquella vez que el Consejo de Seguridad Vial puso el Buick destrozado. Una especie de alegato cívico. ¿Cómo quieres que lo sepa?

Jack Potter salió de la zapatería y se reunió con ellos.

—¿Qué ocurre, muchachos?

—Hay un cuerpo colgado de la farola —dijo Loyce—. Voy a llamar a la policía.

—Ya se habrán enterado —dijo Potter—, de lo contrario no seguiría ahí.

—Debo volver. —Fergusson se encaminó hacia la tienda—. Los negocios antes que el placer.

Loyce empezó a ponerse histérico.

—¿Lo ves? ¿Lo ves ahí, colgado? ¡Es el cuerpo de un hombre! ¡De un hombre muerto!

—Claro, Ed. Lo vi esta tarde cuando salí a tomar café.

—¿Quieres decir que lleva ahí toda la tarde?

—¡Claro! ¿Qué tiene de malo? —Potter consultó su reloj—. Debo darme prisa. Hasta luego, Ed.

Potter se alejó por la acera y se perdió entre los demás peatones. Hombres y mujeres, que paseaban ante el parque. Algunos lanzaban una mirada de curiosidad al bulto oscuro…, y seguían adelante. Nadie se paraba. Nadie le prestaba atención.

—Voy a volverme loco —susurró Loyce.

Avanzó hacia el bordillo y cruzó la calle sin respetar el semáforo. Airados bocinazos saludaron su paso. Por fin, llegó al pequeño cuadrado de verde.

El hombre era de mediana edad. Vestía un traje gris roto y manchado de barro seco. Un forastero. Loyce no le había visto nunca. No era de la ciudad. Tenía la cara un poco ladeada, y giraba lenta, silenciosamente, mecido por el viento de la noche. Tenía cortes y heridas en la piel. Rojas hendiduras, marcas profundas de sangre coagulada. Unas gafas con montura de acero colgaban grotescamente de una oreja. Tenía los ojos saltones, la boca abierta, y de ella surgía una lengua gruesa y azulada.

—Por el amor de Dios —murmuró Loyce, mareado.

Reprimió las náuseas y volvió a la acera. Temblaba como una hoja, de asco…, y miedo.

¿Por qué? ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué colgaba de la farola? ¿Qué significaba?

Y…, ¿por qué nadie se daba cuenta?

Tropezó con un hombrecillo que caminaba a buen paso por la acera.

—¡Mire por dónde va! —graznó el hombre—. Ah, eres tú, Ed.

Ed asintió, aturdido.

—Hola, Jenkins.

—¿Qué te pasa? —El empleado de la papelería tomó el brazo de Ed—. Pareces enfermo.

—El cuerpo. En el parque.

—Claro, Ed. —Jenkins le condujo hasta la entrada de Televisores Loyce – Servicio de Venta y Reparaciones—. Tómalo con calma.

Margaret Henderson salió de la joyería y fue a su encuentro.

—¿Pasa algo?

—Ed no se encuentra bien.

Loyce se soltó con violencia.

—¿Qué hacen ahí quietos? ¿Es que no lo ven? Por el amor de Dios…

—¿De qué está hablando? —preguntó Margaret, nerviosa.

—¡Del cuerpo! —chilló Ed—. ¡Del cuerpo que está colgado allí!

Acudió más gente.

—¿Se encuentra mal? Es Ed Loyce. ¿Estás bien, Ed?

—¡El cuerpo! —chilló Loyce, y trató de abrirse paso. Unas manos le asieron. Se soltó—. ¡Déjenme ir! ¡La policía! ¡Llamen a la policía!

—Ed…

—¡Será mejor que llamemos a un médico!

—¡Estará enfermo!

—O borracho.

Loyce luchó por abrirse paso entre la multitud. Tropezó y estuvo a punto de caer. Vio como a través de una neblina filas de rostros, curiosos, preocupados, angustiados. Hombres y mujeres se paraban a ver qué ocurría. Corrió hacia su tienda. Vio que Fergusson estaba dentro. Hablaba con un hombre y le estaba enseñando un televisor Emerson. Pete Foley, en el mostrador de reparaciones, ponía a punto un Philco nuevo. Loyce le gritó como un poseso. El rugido del tráfico y los murmullos que se alzaban en torno suyo apagaron su voz.

—¡Hagan algo! —gritó—. ¡No se queden ahí parados! ¡Hagan algo! ¡Algo está pasando! ¡Algo no va bien!

La muchedumbre abrió un respetuoso pasillo a los dos fornidos policías que avanzaban con aspecto eficiente hacia Loyce.

—¿Nombre? —murmuró el policía del bloc.

—Loyce. —Se secó la frente, cansado—. Edward C. Loyce. Escuche, allí donde…

—¿Dirección? —preguntó el policía.

El coche patrulla corría a toda velocidad, sorteando coches y autobuses. Loyce se dejó caer en el asiento, exhausto y confuso. Respiró hondo.

—Hurst Road, 1368.

—¿Eso es en Pikeville?

—Exacto. —Loyce se incorporó con un violento esfuerzo—. Escúcheme. En la plaza, colgado de una farola…

—¿Dónde estuvo hoy? —preguntó el policía que conducía.

—¿Dónde? —repitió Loyce.

—No estuvo en su tienda, ¿verdad?

—No. —Meneó la cabeza—. No, estuve en casa. En el sótano.

—¿En el sótano?

—Arreglando los cimientos. Saqué la tierra para poner un armazón de cemento. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver eso con… ?

—¿Había alguien con usted?

—No. Mi mujer había ido al centro. Mis hijos estaban en el colegio. —Loyce paseó la mirada de un policía al otro. Una loca esperanza resplandeció en su rostro—. ¿Quieren decir que no comprendí la… explicación porque estaba allí abajo? ¿No lo entendí, al contrario que los demás?

—Exacto —dijo el policía del bloc, después de una pausa—. No comprendió la explicación.

—¿Se trata de algo oficial, entonces? ¿El cuerpo… debe colgar en el parque?

—Debe colgar en el parque. Para que todo el mundo lo vea.

Ed Loyce esbozó una débil sonrisa.

—Santo Dios. Supongo que me enfurecí. Pensé que algo había pasado, algo relacionado con el Ku Klux Klan, por ejemplo. Algún hecho violento, perpetrado por comunistas o fascistas. —Se secó la cara con el pañuelo. Sus manos temblaban—. Me alegra saber que todo está controlado.

—Todo está controlado.

El coche se acercaba al Palacio de Justicia. El sol se había puesto. Las calles estaban oscuras, tenebrosas. Las luces aún no se habían encendido.

—Me siento mejor —dijo Loyce—. Me puse muy nervioso. Creo que armé un escándalo. Ahora que ya lo he entendido, no hace falta que me lleven a la comisaría, ¿verdad?

Los dos policías no dijeron nada.

—Debo volver a mi tienda. Los chicos aún no han cenado. Estoy bien. Se acabaron los problemas. ¿Es necesario… ?

—No será muy largo —le interrumpió el policía que conducía. Un proceso breve. Cuestión de minutos.

—Espero que sea corto —murmuró Loyce. El coche frenó ante un semáforo—. Creo que provoqué un altercado. Es curioso, se te alteran los nervios y…

Loyce abrió la puerta. Se lanzó a la calle. Los coches que le rodeaban se pusieron en marcha cuando el semáforo cambió. Loyce saltó al bordillo y corrió entre la gente, camuflándose entre los numerosos peatones. A su espalda oyó gritos y pasos apresurados.

No eran policías. Se había dado cuenta en seguida. Conocía a todos los policías de Pikeville. Era imposible regentar un negocio en una ciudad pequeña durante veinticinco años y no conocer a todos los policías. No eran polis…, y no le habían dado ninguna explicación. Potter, Fergusson, Jenkins, ninguno sabía por qué estaba allí el cadáver. No lo sabían…, y les daba igual. Eso era lo más extraño.

Loyce entró en una ferretería. Pasó como una flecha entre los estupefactos empleados y clientes, se coló en el almacén y salió por la puerta de atrás. Derribó un cubo de basura y bajó un tramo de escalones de cemento. Trepó a una valla y saltó al otro lado, jadeante, casi sin resuello.

No oyó nada detrás de él. Lo había conseguido.

Se encontraba en la entrada de un tenebroso callejón, sembrado de tablas, cajas y neumáticos rotos. Vio la calle que se abría al final. Una farola se encendió. Hombres y mujeres. Tiendas. Rótulos de neón. Coches.

Y a su derecha…, la comisaría de policía.

Estaba cerca, terriblemente cerca. Pasada la plataforma de carga de una tienda de comestibles, se alzaba la pared de cemento del Palacio de Justicia. Ventanas enrejadas. La antena de la policía. Un alto muro de cemento que se erguía en la oscuridad. Un mal sitio para estar tan cerca. Y él estaba demasiado cerca. Tenía que seguir adelante, alejarse de ellos.

¿Ellos?

Loyce avanzó con cautela por el callejón. Más allá de la comisaría estaba el Ayuntamiento, la estructura amarilla de madera, latón dorado y amplios peldaños de cemento, tan pasada de moda. Vio las innumerables hileras de oficinas, ventanas oscuras, los cedros y los macizos de flores que flanqueaban la entrada.

Y… , algo más.

Un retazo de oscuridad, un cono de negrura más espesa que la circundante se cernía sobre el Ayuntamiento. Un prisma de tinieblas que se perdía en el cielo.

Escuchó. Santo Dios, oyó algo. Algo que le impulsó frenéticamente a taparse los oídos, a cerrar su mente para desterrar el ruido. Un zumbido. Un murmullo lejano y apagado, como un gigantesco enjambre de abejas.

Loyce levantó la vista, helado de terror. La oscuridad era tan espesa que casi parecía sólida. Algo se movió en el vórtice. Formas luminosas. Cosas que descendían del cielo, se detenían un momento sobre el Ayuntamiento, flotaban sobre él formando un denso enjambre y después se posaban en silencio sobre el tejado.

Formas. Formas luminosas venidas del cielo. De la masa oscura que se cernía sobre él.

Les estaba observando.

Loyce espió durante largo rato, agazapado tras una valla inclinada sobre un charco de agua espumante.

Estaban aterrizando. Descendían en grupos, se posaban sobre el tejado del Ayuntamiento y desaparecían en su interior. Tenían alas. Como insectos gigantes. Volaban, planeaban, aterrizaban, y después se arrastraban como cangrejos, de lado, sobre el tejado y penetraban en el edificio.

Estaba horrorizado. Y fascinado. El frío viento de la noche sopló a su alrededor y se estremeció. Estaba cansado, desconcertado. Había hombres parados en la escalinata del Ayuntamiento. Grupos de hombres salían del edificio y se detenían un momento antes de continuar.

¿Habría más?

No parecía posible. Lo que descendía de la grieta negra no eran hombres, sino extraterrestres. Procedentes de otro planeta, otra dimensión. Se deslizaban por aquella rendija, aquella grieta en la cáscara del Universo. Entraban por el hueco, insectos alados de otro plano.

Un grupo de hombres detenido en la escalinata del Ayuntamiento se dispersó. Algunos se dirigieron hacia un coche que aguardaba. Otra de las formas hizo ademán de volver a entrar en el edificio. Cambió de idea y se desvió para seguir a los demás.

Loyce cerró los ojos, horrorizado. Tenía los sentidos en estado de máxima alerta. Se aferró con fuerza a la valla desvencijada. La forma, la forma de hombre, había aleteado de súbito y volado hacia los otros. Se posó sobre la acera, entre ellos.

Pseudohombres. Hombres de imitación. Insectos con la capacidad de adoptar la forma de hombres. Como otros insectos comunes en la Tierra. Coloración protectora. Mimetismo.

Loyce reaccionó. Se puso en pie lentamente. Había anochecido. La callejuela estaba totalmente a oscuras, pero quizá podían ver en la oscuridad. Quizá la oscuridad no representaba ninguna diferencia para ellos.

Abandonó el callejón con cautela y salió a la calle. Pasaban hombres y mujeres, pero pocos. Algunos grupos esperaban en la parada del autobús. Un enorme autobús se arrastró por la calzada y sus faros taladraron la oscuridad.

Loyce avanzó. Se abrió camino entre los que esperaban. Cuando el autobús paró, subió y se sentó en la parte de atrás, cerca de la puerta. Un momento después, el autobús cobró vida y se puso en movimiento.

Loyce se serenó un poco. Examinó a la gente que le rodeaba. Rostros cansados, sombríos. Gente que volvía del trabajo a casa. Rostros muy vulgares. Nadie le prestó atención. Todos se sentaron en silencio, hundidos en sus asientos, mecidos por el autobús.

El hombre sentado a su lado desdobló un periódico. Comenzó a leer la sección de deportes, moviendo los labios al mismo tiempo. Un hombre vulgar. Traje azul. Corbata. Un ejecutivo, o un vendedor. Volvía con su mujer y sus hijos.

Una joven de unos veinte años al otro lado del pasillo. Ojos y cabello oscuro, un paquete sobre el regazo. Medias y tacones. Chaqueta roja y jersey de angora. La vista fija al frente, absorta.

Un universitario con tejanos y chaqueta de cuero negra.

Una mujer de triple papada con una inmensa bolsa llena de paquetes. Su grueso rostro abrumado de cansancio.

Gente corriente. Del tipo que cada noche tomaba el autobús. Volvían a casa, con sus familias. A cenar.

Volvían a casa, con la mente en blanco. Controlados, cubiertos con la máscara de un extraterrestre que había aparecido y tomado posesión de ellos, de su ciudad, de sus vidas. Él también. Sólo que no había estado en la tienda, sino encerrado en el sótano. De alguna manera, le habían pasado por alto. Su control no era perfecto, no era infalible.

Quizá había más.

Loyce alimentó cierta esperanza. No eran omnipotentes. Habían cometido un error, no le habían controlado. Su red de control no había caído sobre él. En aquel momento, se encontraba en el sótano. Por lo visto, su zona de influencia era limitada.

Unos pocos asientos más adelante, un hombre le observaba. Loyce interrumpió sus pensamientos. Un hombre delgado, de cabello oscuro, con un pequeño bigote. Bien vestido, traje marrón y zapatos relucientes. Un libro entre sus manos. Miraba a Loyce, le escrutaba. Apartó la vista al instante.

Loyce se puso en tensión. ¿Uno de ellos? ¿Otro pasado por alto?

El hombre volvió a mirarle. Pequeños ojos oscuros, vivos e inteligentes. Astuto. Un hombre demasiado astuto para ellos…, o una de aquellas cosas, un insecto extraterrestre.

El autobús se detuvo. Un anciano subió con lentitud y dejó caer una ficha en la ranura. Avanzó por el pasillo y se sentó frente a Loyce.

El anciano captó la mirada del otro hombre. Durante una fracción de segundo, una corriente se estableció entre ambos.

Una mirada rica en significado.

Loyce se levantó. El autobús prosiguió su camino. Corrió hacia la puerta. Bajó un peldaño. Tiró de la palanca de emergencia. La puerta se abrió.

—¡Oiga! —gritó el conductor, al tiempo que frenaba—. ¿Qué demonios…?

Loyce paseó la mirada a su alrededor. El autobús aminoró la velocidad. Casas por todos los lados. Un distrito residencial, jardines y altos edificios de apartamentos. El hombre de ojos vivos se había levantado. El anciano también. Iban en su persecución.

Loyce saltó. Se estrelló sobre el pavimento con terrorífica fuerza y fue a parar contra el bordillo. Experimentó dolor en todo el cuerpo. Dolor y una inmensa oleada de negrura. La rechazó, desesperado. Consiguió ponerse de rodillas, pero volvió a caer. El autobús se había detenido. La gente estaba bajando.

Loyce tanteó a su alrededor. Sus dedos se cerraron sobre algo. Una piedra, tirada en la cuneta. Se puso en pie y gimió de dolor. Una forma se cernió sobre él. Un hombre. El hombre de ojos vivos, el del libro.

Loyce le propinó una patada. El hombre gruñó y cayó. Loyce levantó la piedra. El hombre chilló y trató de rodar lejos de su alcance.

—¡Alto! ¡Escuche, por el amor de Dios…!

Loyce golpeó de nuevo. Un espantoso crujido. La voz del hombre enmudeció y se convirtió en un quejido. Loyce retrocedió. Los otros le rodeaban. Corrió por la acera hacia un camino particular. Nadie le siguió. Se habían parado y estaban agachados sobre el cuerpo inerte del hombre del libro, el hombre de ojos vivos que le había perseguido.

¿Había cometido un error?

Era demasiado tarde para preocuparse por eso. Tenía que escapar, alejarse de ellos. Salir de Pikeville, dejar atrás el vórtice de oscuridad, la grieta que comunicaba su mundo con el de ellos.

—¡Ed! —Janet Loyce retrocedió, nerviosa—. ¿Qué pasa? ¿Qué…?

Ed Loyce cerró la puerta a su espalda y entró en la sala de estar.

—Corre las cortinas, de prisa.

Janet caminó hacia la ventana.

—Pero…

—Haz lo que digo. ¿Hay alguien más en casa?

—Nadie. Sólo los gemelos. Están arriba, en su habitación. ¿Qué ha pasado? Estás muy raro. ¿Por qué has venido a casa?

Ed cerró con llave la puerta principal. Escudriñó la casa y entró en la cocina. Del cajón que había debajo del fregadero sacó el gran cuchillo de carnicero y lo probó con un dedo. Afilado. Muy afilado.

Regresó a la sala de estar.

—Escúchame —dijo—, no me queda mucho tiempo. Saben que me he escapado y andarán en mi busca.

—¿Escapado? —El rostro de Janet expresó desconcierto y miedo a la vez—. ¿Quiénes?

—Se han apoderado de la ciudad. Han tomado el control. Lo he comprobado. Comenzaron por las fuerzas vivas, el Ayuntamiento y el departamento de policía. Lo que han hecho con los humanos auténticos…

—¿De qué estás hablando?

—Nos han invadido. Desde otro universo, otra dimensión. Son insectos. Miméticos. Y más. Poseen el poder de controlar las mentes. Tu mente.

—¿Mi mente?

—Están entrando por Pikeville. Se han apoderado de todo, de toda la ciudad…, excepto de mí. Nos enfrentamos a un enemigo increíblemente poderoso, pero tienen sus limitaciones. Ésa es nuestra esperanza. ¡Son limitados! ¡Pueden cometer equivocaciones!

Janet sacudió la cabeza.

—No entiendo, Ed. Te has vuelto loco.

—¿Loco? No, ha sido un golpe de suerte. De no haber estado en el sótano, sería como todos ustedes. —Loyce miró por la ventana—. No tengo tiempo para hablar. Toma tu chaqueta.

—¿Mi chaqueta?

—Nos vamos de Pikeville. Debemos conseguir ayuda, combatir contra esa cosa. Derrotarles es posible. No son infalibles. Será difícil, pero lo lograremos si nos damos prisa. ¡Vamos! —Agarró su brazo con rudeza—. Toma tu chaqueta y llama a los gemelos. Nos vamos. No te molestes en hacer las maletas. No tenemos tiempo.

Su mujer, blanca como la cera, se encaminó al ropero y sacó su chaqueta.

—¿Adónde vamos?

Ed abrió el cajón del escritorio y tiró su contenido al suelo. Tomó un mapa de carreteras y lo desplegó.

—Tendrán vigilada la autopista, por supuesto, pero hay una carretera secundaria, la que va a Oak Grove. Una vez la exploré. Está prácticamente abandonada. Quizá la hayan olvidado.

—¿La vieja carretera del Rancho? Santo Dios, está clausurada. Nadie la utiliza.

—Lo sé. —Ed guardó el mapa en su chaqueta—. Es nuestra única oportunidad. Baja a los gemelos y vámonos. El depósito de tu coche está lleno, ¿verdad?

Janet estaba perpleja.

—¿El Chevy? Lo llené ayer por la tarde. —Janet avanzó hacia la escalera—. Ed, yo…

—¡Llama a los gemelos!

Ed abrió la puerta principal y miró afuera. No se veía nada. Ni la menor señal de vida. De momento, todo iba a pedir de boca.

—Bajen —gritó Janet con voz temblorosa—. Nos…, nos vamos a dar un paseo.

—¿Ahora?

Era la voz de Tommy.

—Dense prisa —ladró Ed—. Bajen de una vez.

Tommy apareció en lo alto de la escalera.

—Estaba haciendo los deberes. Hemos empezado con los quebrados. La señorita Parker ha dicho que si no los hacemos…

—Olvídate de los quebrados. —Ed agarró a su hijo cuando bajó y le empujó hacia la puerta—. ¿Dónde está Jim?

—Ya baja.

Tommy caminó poco a poco hacia la puerta.

—¿Qué pasa, papá?

—Vamos a dar un paseo.

—¿Un paseo? ¿Dónde?

Ed se volvió hacia Janet.

—Dejaremos las luces encendidas, y la tele en marcha. Ve a abrirlas. —La empujó hacia el aparato—. Así pensarán que seguimos…

Oyó el zumbido. Sacó al instante el largo cuchillo de carnicero. Vio, horrorizado, que bajaba la escalera hacia él, agitando las alas. Todavía conservaba un vago parecido con Jimmy. Era pequeño. Un breve vistazo: la cosa se precipitaba hacia él, los fríos e inhumanos ojos multifacetados. Alas, el cuerpo aún cubierto con la camiseta y los tejanos, una bufa caricatura. Cuando llegó a su lado giró de forma extraña su cuerpo. ¿Qué pretendía?

Un aguijón.

Loyce lo apuñaló con violencia. La cosa retrocedió y zumbó frenéticamente. Loyce se tiró al suelo y rodó hasta la puerta. Tommy y Janet estaban inmóviles como estatuas, los rostros inexpresivos. Loyce descargó el cuchillo de nuevo. Esta vez, el arma hizo su trabajo. La cosa chilló y trastabilló. Rebotó contra la pared y cayó al suelo.

Algo penetró en su mente. Un muro de fuerza, de energía, una mente extraterrestre que sondeaba la suya. Se quedó paralizado de repente. Aquella mente entró en contacto con la suya un instante. Una presencia extraña, abrumadora…, que se apagó cuando el ser se derrumbó sobre la alfombra.

Estaba muerto. Le dio la vuelta con el pie. Era un insecto, una mosca. Camiseta amarilla, tejanos. Su hijo Jimmy… Cerró su mente con firmeza. Demasiado tarde para pensar en eso. Recogió su cuchillo y se encaminó a la puerta. Janet y Tommy continuaban petrificados.

El coche estaba fuera. Nunca lo lograría. Le estarían esperando. Quince kilómetros a pie. Quince kilómetros de terreno difícil, barrancos, campos abiertos y colinas boscosas. Tendría que irse solo.

Loyce abrió la puerta. Se volvió para mirar a su mujer y a su hijo un breve instante. Después, cerró la puerta de golpe y bajó corriendo los peldaños del porche.

Se internó en la oscuridad y avanzó a toda prisa hacia los límites de la ciudad.

El sol de la mañana era cegador. Loyce se detuvo, falto de aliento, y se tambaleó. El sudor resbalaba sobre sus ojos. La ropa se había desgarrado en los matorrales y espinos entre los cuales se había arrastrado. Quince kilómetros…, a gatas. Reptando toda la noche. Los zapatos estaban cubiertos de barro. Estaba herido, entumecido, completamente agotado.

Pero delante de él se extendía Oak Grove.

Respiró hondo y comenzó a bajar la colina. Tropezó y cayó dos veces, se incorporó y continuó andando. Le zumbaban los oídos. Todo se hacía confuso. Pero lo había logrado. Había escapado de Pikeville.

Un granjero que trabajaba en el campo le vio. Una joven le observaba desde una casa, atónita. Loyce llegó a la carretera. Más adelante había una gasolinera y un bar. Un par de camiones, algunas gallinas que picoteaban la tierra, un perro atado con una correa.

El empleado vestido de blanco le miró con suspicacia cuando llegó a la gasolinera.

—Gracias a Dios. —Se apoyó en la pared—. No creí que lo conseguiría. Me han seguido casi todo el rato. Oía sus zumbidos. Zumbaban y revoloteaban a mi alrededor.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el empleado—. ¿Alguna desgracia? ¿Le han asaltado?

Loyce meneó la cabeza.

—Se han apoderado de toda la ciudad. El Ayuntamiento y la comisaría de policía. Colgaron a un hombre de una farola. Eso fue lo primero que vi. Han bloqueado todas las carreteras. Les vi volar sobre los coches que se acercaban. Les burlé a eso de las cuatro. Lo supe en seguida. Presentí que se alejaban. Y entonces, salió el sol.

El empleado se humedeció los labios, nervioso.

—Está chiflado. Será mejor que llame a un médico.

—Lléveme a Oak Grove —jadeó Loyce. Se dejó caer sobre la gravilla—. Tenemos que ponernos en acción, liquidarles. Tenemos que ponernos en acción ahora mismo.

Grabaron todo su relato. Cuando terminó, el comisario cerró la grabadora y se puso en pie. Permaneció inmóvil unos segundos, absorto en sus pensamientos. Por fin, sacó los cigarrillos y encendió uno, con el ceño fruncido.

—No me cree —dijo Loyce.

El comisario le ofreció un cigarrillo. Loyce lo apartó con impaciencia.

—Póngase cómodo. —El comisario se acercó a la ventana y contempló unos momentos la ciudad de Oak Grove—. Le creo —dijo de repente.

Loyce se derrumbó.

—Gracias a Dios.

—De modo que escapó. —El comisario sacudió la cabeza—. Estaba en el sótano, no en su tienda. Una posibilidad entre un millón.

Loyce bebió un poco del café que le habían traído.

—Tengo una teoría —murmuró.

—¿Cuál es?

—Sobre ellos; quiénes son. Se apoderan de una sola zona cada vez. Empiezan por lo principal, las autoridades más importantes. Desde allí, se expanden en círculo. Cuando su control es firme, se dirigen a la siguiente ciudad. Se esparcen con lentitud, muy poco a poco. Creo que el proceso comenzó hace mucho tiempo.

—¿Mucho tiempo?

—Miles de años. No creo que sea reciente.

—¿Por qué lo dice?

—Cuando era niño… Una ilustración que nos enseñaron en la Liga Bíblica. Una ilustración religiosa, muy antigua. Los dioses enemigos, derrotados por Jehová. Moloc, Belcebú, Moab, Baalin, Astarot…

—¿Y?

—Estaban representados por figuras. —Loyce miró al comisario—. Belcebú estaba representado por… una mosca gigante.

El comisario gruñó.

—Una vieja lucha.

—Fueron derrotados. La Biblia narra sus derrotas. Ganan a veces pero siempre acaban derrotados.

—¿Por qué?

—No pueden apoderarse de todo el mundo. Fallaron conmigo. Y nunca pudieron con los hebreos. Los hebreos difundieron el mensaje a todo el mundo. La certeza del peligro. Los dos hombres del autobús. Creo que comprendieron. Habían escapado, como yo. —Cerró los puños—. Maté a uno. Cometí una equivocación. Tenía miedo de correr el riesgo.

El comisario asintió.

—Sí, sin duda habían escapado. Como usted. Accidentes fortuitos, pero el resto de la ciudad estaba firmemente controlado. —Se apartó de la ventana—. Bien, señor Loyce. Parece que lo ha descubierto todo.

—Todo no. El hombre ahorcado. El hombre que colgaba de la farola. No lo entiendo. ¿Por qué? ¿Por qué le colgaron de manera deliberada?

—Parece sencillo. —El comisario sonrió—. Un cebo.

Loyce se puso en tensión. Su corazón cesó de latir.

—¿Un cebo? ¿Qué quiere decir?

—Para hacerle salir. Para que se delatara. Así sabrían quién estaba bajo control…, y quién había escapado.

Loyce se encogió, horrorizado.

—¡Eso quiere decir que auguraban fallos! Anticiparon… —Se interrumpió—. Habían dispuesto una trampa.

—Y usted se delató. Reaccionó. Se puso en evidencia. —El comisario avanzó de pronto hacia la puerta—. Venga conmigo, Loyce. Tenemos mucho que hacer. Tenemos que ponernos en acción. No hay tiempo que perder.

Loyce se levantó poco a poco, entumecido.

—El hombre. ¿Quién era ese hombre? Nunca le había visto. No era de la ciudad. Era un forastero. Sucio, cubierto de barro, la cara arañada, llena de cortes…

Una extraña expresión apareció en el rostro del comisario.

—Quizá también llegue a comprender eso —dijo en voz baja—. Acompáñeme, señor Loyce.

Sostuvo la puerta, los ojos brillantes. Loyce vio un momento la calle, frente a la comisaría. Agentes de policía, una especie de plataforma. Un poste telefónico…, ¡y una soga!

—Por aquí —dijo el comisario, y sonrió con frialdad.

Cuando el sol se puso, el vicepresidente del Banco Mercantil de Oak Grove salió de la cámara acorazada, echó las pesadas cerraduras de tiempo, se puso el sombrero y el abrigo, y salió a la calle. Había poca gente, que caminaba con prisa para ir a cenar.

—Buenas noches —dijeron los guardias, y cerraron la puerta.

—Buenas noches —murmuró Clarence Mason.

Se encaminó al coche. Estaba cansado. Había trabajado todo el día en la cámara, examinando la distribución de las cajas de seguridad para ver si había sitio para otra fila. Se alegraba de haber terminado.

Se detuvo en la esquina. Las farolas de la calle aún no estaban encendidas. La oscuridad reinaba en la calle. Todo era vago. Miró a su alrededor…, y se quedó petrificado.

Algo grande e informe colgaba del poste telefónico que se alzaba frente a la comisaría de policía. El viento lo mecía levemente.

¿Qué demonios era?

Mason se aproximó con cautela. Quería llegar a casa. Estaba cansado y hambriento. Pensó en su mujer, en sus hijos, en la comida caliente dispuesta sobre la mesa del comedor. El bulto le sugería algo ominoso, detestable. No había mucha luz; imposible adivinar qué era. Sin embargo, le atraía, le impulsaba a verlo mejor. La cosa informe le inquietaba. Le asustaba. Asustaba…, y fascinaba.

Y lo más extraño era que nadie parecía darse cuenta.

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Ficha bibliográfica

Autor: Philip K. Dick
Título: El ahorcado
Título original: The Hanging Stranger
Publicado en: Science Fiction Adventures, diciembre de 1953
Traducción: Eduardo García Murillo

[Relato completo]

Philip K. Dick

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