Philip K. Dick: La hormiga eléctrica

A las cuatro y cuarto de la tarde, hora estándar de la Tierra, Garson Poole despertó en una cama de hospital y supo que estaba ingresado en una habitación de tres camas. También advirtió dos cosas: que ya no tenía mano derecha y que no sentía dolor.

«Me dieron un fuerte analgésico», pensó mirando la pared, donde la ventana mostraba el centro de Nueva York. La retícula de calles por donde se desplazaban vehículos y peatones relucía bajo el sol del atardecer, y el brillo de la luz moribunda le agradó. «Aún no se ha extinguido —pensó—. Y yo tampoco.»

Había un fono en la mesilla; titubeó, lo cogió y pidió una línea externa. Un instante después hablaba con Louis Danceman, a cargo de las actividades de Tri-Plan mientras él estuviera ausente.

—Gracias a Dios que estás vivo —dijo Danceman al oírlo. Su rostro grande y carnoso, con su superficie lunar de marcas de viruela, se estiró con alivio—. He llamado a todas…

—Me falta la mano derecha —dijo Poole.

—Pero estarás bien. Pueden injertarte otra.

—¿Cuánto hace que estoy aquí? —preguntó Poole. Se preguntaba adonde habían ido los médicos y enfermeras. ¿Por qué no protestaban por su llamada?

—Cuatro días —dijo Danceman—. Aquí en la fábrica todo va bien. Hemos recibido pedidos de tres organizaciones policíacas diferentes, todas de la Tierra. Dos de Ohio y uno de Wyoming. Pedidos en firme, con un tercio de anticipo y la opción habitual de tres años de arrendamiento.

—Ven a sacarme de aquí —dijo Poole.

—No puedo sacarte hasta que la nueva mano…

—Me lo haré hacer después.

Poole ansiaba regresar a un entorno familiar. El recuerdo de la turbonave comercial agigantándose en la pantalla del piloto giraba en el fondo de su mente. Si cerraba los ojos, se sentía de vuelta en una nave averiada que chocaba con un vehículo tras otro, sufriendo enormes daños. Las sensaciones cinéticas… Se estremeció al recordarlas. «Supongo que tuve suerte», se dijo.

—¿Sarah Benton está contigo? —preguntó Danceman.

—No. —Desde luego, su secretaria personal, aunque fuera por consideraciones laborales, estaría en las cercanías, mimándolo a su manera cándida y pueril. «A las mujeres corpulentas les gusta mimar a la gente», pensó. «Y son peligrosas. Si caen sobre ti pueden matarte.»— Quizá fue eso lo que me pasó —dijo en voz alta—. Quizá Sarah cayó sobre mi turbonave.

—No, no… una varilla de enlace del timón de tu turbonave se partió durante la hora punta y…

—Lo recuerdo. —Se dio la vuelta en la cama cuando se abrió la puerta de la sala. Un médico vestido de blanco y dos enfermeras vestidas de azul se dirigieron a su cama—. Hablaremos luego —dijo Poole, y colgó. Respiró con expectación.

—No debería hablar tan pronto —dijo el médico mientras examinaba su historial—. Garson Poole, propietario de Tri-Plan Electronics. Fabricante de dardos de identificación aleatorios que rastrean su presa en mil quinientos kilómetros a la redonda, respondiendo a patrones encefalográficos ondulatorios únicos. Parece usted un hombre de éxito. Pero no es un hombre, señor Poole. Usted es una hormiga eléctrica.

—Cielos —exclamó Poole, anonadado.

—No podemos tratarle aquí, ahora que lo hemos descubierto. Lo supimos en cuanto examinamos la mano derecha lesionada; al ver los componentes electrónicos, tomamos radiografías del torso que confirmaron nuestra hipótesis.

—¿Qué es una hormiga eléctrica? —preguntó Poole. Pero lo sabía. Conocía el término.

—Un robot orgánico —dijo la enfermera.

—Entiendo —dijo Poole. Un sudor helado le perló la piel de todo el cuerpo.

—Usted no lo sabía —dijo el médico.

Poole sacudió la cabeza.

—No.

—Cada semana recibimos una hormiga eléctrica. O bien por accidentes de tránsito como el suyo, o bien porque alguien ingresa voluntariamente… alguien que, como usted, ignora qué es, alguien que ha actuado entre humanos creyéndose humano. En cuanto a su mano…

Hizo una pausa.

—Olvídese de mi mano —rezongó Poole.

—Cálmese. —El médico se inclinó y lo miró a la cara—. Pediremos que un transporte hospitalario lo lleve a un centro donde puedan reparar o reemplazar la mano a un coste razonable para usted, si es usted dueño de sí mismo, o para sus propietarios, si los hay. De un modo u otro, estará de vuelta en su despacho de Tri-Plan, funcionando igual que antes.

—Excepto que ahora lo sé —dijo Poole.

Se preguntó si Danceman, Sarah y los otros de la oficina lo sabían. ¿Alguno de ellos lo había comprado? ¿Diseñado? «Una figura decorativa —se dijo—. Sólo he sido eso. Nunca he dirigido realmente la compañía. Era una ilusión que me implantaron al fabricarme… junto con la ilusión de que soy humano y estoy vivo.»

—Antes de ir al centro de reparaciones —dijo el médico—, ¿tendría la amabilidad de saldar su cuenta en la oficina?

—¿Cómo puede haber una cuenta si aquí no tratan hormigas? —replicó Poole.

—Por nuestros servicios —dijo la enfermera—, hasta el momento en que lo supimos.

—Cóbrenme —gruñó Poole con furia impotente—. ¡Cóbrenle a mi empresa! —Con gran esfuerzo logró incorporarse; mareado, bajó trabajosamente de la cama—. Me alegrará irme de aquí. Y gracias por la humanitaria atención.

—Gracias a usted, señor Poole —dijo el médico—. O quizá sólo deba decir Poole.

En el centro de reparaciones le sustituyeron la mano.

Era fascinante. La examinó largo tiempo antes de permitir que los técnicos la instalaran. La superficie parecía orgánica. Mejor dicho, la superficie era orgánica. Piel natural que cubría carne natural, y sangre verdadera en las venas y capilares. Pero debajo relucían cables y circuitos, componentes miniaturizados. Al examinar la muñeca vio compuertas, motores y válvulas, todo muy pequeño y complicado. La mano costaba cuarenta ranas. El sueldo de una semana, si pagaba la compañía.

—¿Tiene garantía? —preguntó a los técnicos mientras unían la sección ósea de la mano con el resto del cuerpo.

—Noventa días, para componentes y mano de obra —dijo un técnico—. A menos que sea sometida a un mal uso inusitado o intencionado.

—Eso suena vagamente acusatorio —dijo Poole.

El técnico era humano. Todos lo eran.

—¿Usted ha actuado como humano? —dijo, mirándolo con firmeza.

—Sin darme cuenta —dijo Poole.

—¿Y ahora es intencionado?

—Exacto.

—¿Sabe por qué nunca se enteró? Debe de haber habido indicios… crujidos y zumbidos en su interior, de vez en cuando. Usted nunca se enteró porque estaba programado para no enterarse. Ahora tendrá la misma dificultad para averiguar por qué lo construyeron y para quién trabajaba.

—Un esclavo —dijo Poole—. Un esclavo mecánico.

—Pero se ha divertido.

—Tuve una buena vida. Trabajé duramente.

Pagó sus cuarenta ranas, flexionó los nuevos dedos, los puso a prueba recogiendo monedas y otros objetos, y se marchó. Diez minutos después subía a un transporte público para dirigirse a casa. Había sido un día complicado.

En su apartamento de una habitación se sirvió una copa de Jack Daniel’s Purple Label de sesenta años y se puso a saborearlo mientras miraba el edificio de enfrente a través de su única ventana. No sabía si ir a la oficina o no. «Si voy, ¿por qué? Si no voy, ¿por qué? Escoge una. Cielos —pensó—, es devastador saber esto. Soy un fenómeno. Un objeto inanimado que imita objetos animados.» Pero él se sentía vivo. Sin embargo, ahora se sentía diferente. Frente a sí mismo. Y frente a los demás. Sobre todo Danceman y Sarah, la gente de Tri-Plan.

«Creo que me mataré —pensó—. Pero quizás esté programado para no hacerlo. Sería un gran despilfarro que mi propietario tendría que asumir. Y seguro que no querría.

»Programado. En alguna parte de mí —pensó—, hay una matriz, un filtro que impide ciertos pensamientos, ciertos actos, y facilita otros. No soy libre. Nunca lo fui, pero ahora lo sé. Eso cambia las cosas.»

Corrió las cortinas, encendió la luz del techo y se quitó la ropa, prenda por prenda. Había observado atentamente mientras los técnicos del taller de reparaciones le instalaban la mano nueva; ahora tenía una idea bastante clara de cómo estaba ensamblado su cuerpo. Dos paneles grandes, uno en cada muslo; los técnicos habían quitado los paneles para revisar los complejos circuitos que había debajo. «Si estoy programado —pensó—, quizá la matriz esté ahí.»

El laberinto de circuitos lo desconcertó. «Necesito ayuda —se dijo—. Veamos… ¿cuál es el número de fono del ordenador clase BBB que contratamos en la oficina?»

Cogió el fono y llamó al ordenador a su posición fija de Boise, Idaho.

«El uso de este ordenador tiene un coste de cinco ranas por minuto —dijo una voz mecánica—. Por favor, ponga su masterplaca de crédito frente a la pantalla.»

Así lo hizo.

«Al sonar la señal, usted será conectado con el ordenador —continuó la voz—. Por favor, haga las preguntas con la mayor rapidez posible, teniendo en cuenta que su respuesta será dada en microsegundos, mientras que su pregunta…» Bajó el sonido. Pero lo subió enseguida cuando la entrada de audio del ordenador apareció en pantalla. En ese momento, el ordenador era un oído gigante que escuchaba sus consultas y las de otros cincuenta mil habitantes de la Tierra.

—Examíname visualmente —ordenó—, y dime dónde puedo encontrar el mecanismo de programación que controla mis pensamientos y mi conducta.

Esperó. En la pantalla del fono, un gran ojo múltiple lo escrutaba. Se expuso ante él, pendiente de las instrucciones del ordenador.

«Quítese el panel del pecho —dijo el ordenador—. Aplique presión en el esternón y luego apriete hacia fuera.»

Así lo hizo y una parte de su pecho se desprendió. Aturdido, lo dejó en el suelo.

«Puedo distinguir módulos de control —dijo el ordenador—, pero no veo cuál… —Calló mientras el ojo se desplazaba en la pantalla—. Distingo un rollo de cinta perforada montado sobre el mecanismo del corazón. ¿Lo ve usted? —Poole arqueó el cuello y también lo vio—. Debo cortar la comunicación —dijo el ordenador—. Después de examinar los datos disponibles, me comunicaré con usted y le daré una respuesta. Hasta luego.»

La pantalla se apagó.

«Me arrancaré la cinta», pensó Poole. Pequeña… no más grande que dos carretes de hilo, con un lector montado entre el tambor de distribución y el de recepción. No veía señales de movimiento. Los carretes parecían inertes. «Deben activarse automáticamente —reflexionó—, cuando se producen situaciones específicas, para anular mis procesos cerebrales. Y lo han hecho durante toda mi vida.»

Extendió el brazo y tocó el tambor de salida. «Sólo tengo que arrancar esto y…»

La pantalla se encendió.

«Masterplaca de crédito número 3-BNX-882-HQR446-T —dijo la voz del ordenador—. Este es BBB-307DR, comunicándose en respuesta a su pregunta de dieciséis segundos, 4 de noviembre de 1992. La cinta perforada que está encima del mecanismo del corazón no es un circuito de programación sino un dispositivo de suministro de realidad. Todos los estímulos sensoriales recibidos por su sistema neurológico central proceden de esa unidad y una manipulación indebida podría ser arriesgada, incluso terminal. Al parecer usted no tiene circuito de programación. Pregunta respondida. Buenos días.»

La pantalla se apagó.

Poole, desnudo frente a la pantalla del fono, tocó el tambor de cinta una vez más, con gran cautela. «Entiendo —pensó frenéticamente—. ¿De veras entiendo? Esta unidad…

»Si corto la cinta —comprendió—, mi mundo desaparecerá. La realidad continuará para los otros, pero no para mí. Porque mi realidad, mi universo, llega a mí a través de esta unidad minúscula. Alimenta el lector y luego mi sistema nervioso central, mientras se desenrolla lentamente. Se ha desenrollado durante años», pensó.

Recogió su ropa, se vistió, se sentó en su gran diván, un lujo llevado a su apartamento desde las oficinas centrales de Tri-Plan, y encendió un cigarrillo. Le temblaron las manos cuando dejó el encendedor, que tenía grabadas sus iniciales; recostándose, exhaló el humo, creando una nube gris. «Tengo que ir despacio —se dijo—. ¿Qué estoy tratando de hacer? Evitar mi programación. Pero el ordenador no encontró ningún circuito de programación. ¿Me conviene interferir con la cinta de realidad? Y en tal caso, ¿por qué?

»Porque —pensó—, si controlo eso, controlo la realidad. Al menos en lo que a mí concierne. Mi realidad subjetiva… pero eso es todo lo que hay. La realidad objetiva es una construcción artificial que se relaciona con la universalización hipotética de una multitud de realidades subjetivas.

»Mi universo está a mi alcance —comprendió—. Si puedo deducir cómo funciona esa condenada cosa. Sólo me proponía buscar mi circuito de programación para obtener un auténtico funcionamiento homeostático, el control de mí mismo. Pero con esto…»

Con esto no sólo ganaba el control de sí mismo. Ganaba el control de todo.

«Y esto me diferencia de todos los seres humanos que han existido», caviló.

Cogió el fono para llamar. Danceman apareció en pantalla.

—Quiero que mandes un juego completo de microherramientas y una pantalla de aumento a mi apartamento —ordenó—. Debo trabajar en unos microcircuitos.

Luego cortó la conexión, pues no quería hablar de ello.

Media hora más tarde llamaron a la puerta. Al abrir, se encontró con uno de los capataces de la fábrica, cargado con microherramientas de todo tipo.

—Usted no aclaró lo que quería —dijo el capataz, entrando en el apartamento—. Así que el señor Danceman me ordenó traer todo esto.

—¿Y el sistema de aumento?

—En el aerocamión, en la azotea.

«Quizá lo que deseo es morir», pensó Poole. Encendió un cigarrillo y se puso a fumar mientras esperaba que el capataz le trajera la pesada pantalla, con su fuente de alimentación y su panel de control, al apartamento. «Lo que estoy haciendo es suicida», pensó con un escalofrío.

—¿Algún problema, señor Poole? —preguntó el capataz mientras depositaba el sistema de aumento en el suelo—. Aún debe de estar conmocionado por el accidente.

—Sí —murmuró Poole. Esperó con ansiedad a que el capataz se fuera.

Bajo el sistema de aumento, la cinta plástica cobró una nueva forma: una ancha pista donde se alineaban cientos de miles de perforaciones. «Lo sospechaba —pensó Poole—. No son grabaciones en una capa de óxido ferroso, sino ranuras perforadas y libres.»

Bajo la lente, el tramo de cinta avanzaba lenta y visiblemente. Muy despacio, pero a velocidad uniforme, hacia el lector.

«A mi entender —pensó—, las perforaciones son portales de encendido. Funciona como una pianola. Sólido significa no, perforación significa sí. ¿Cómo puedo verificarlo? Obviamente, tapando unos cuantos orificios.» Midió la cantidad de cinta que quedaba en el carrete de distribución, calculó con gran esfuerzo la velocidad de movimiento de la cinta y llegó a una cifra. Si modificaba la cinta visible en el extremo de entrada del lector, pasarían de cinco a siete horas hasta que llegara ese momento en concreto. Estaría imprimiendo estímulos destinados a activarse pocas horas después.

Con un micropincel cubrió una sección relativamente grande de cinta con un barniz opaco que encontró entre los suministros que acompañaban a las microherramientas. «He eliminado estímulos por una media hora. He tapado por lo menos mil perforaciones.»

Sería interesante ver qué cambios sufría su entorno seis horas después, si es que sufría alguno.

Cinco horas y media después estaba en Krackter’s, un magnífico bar de Manhattan, tomando una copa con Danceman.

—Tienes mal aspecto —dijo Danceman.

—Me siento mal —dijo Poole. Terminó su copa, un scotch sour, y pidió otro.

—¿Por el accidente?

—En cierto sentido, sí.

—¿Es algo que… descubriste acerca de ti mismo? —preguntó Danceman.

Poole irguió la cabeza y lo escrutó bajo la turbia luz del bar.

—Entonces lo sabes.

—Sé que corresponde llamarte Poole, no señor Poole —dijo Danceman—. Pero prefiero lo segundo, y seguiré llamándote así.

—¿Cuánto hace que lo sabes?

—Desde que estás al frente de la empresa. Me lo revelaron los verdaderos dueños de Tri-Plan, que tienen su base de operaciones en el sistema de Próxima y querían que Tri-Plan fuera administrada por una hormiga eléctrica que ellos pudieran controlar. Querían un brillante y enérgico…

—¿Los verdaderos dueños? —Era la primera vez que oía eso—. Tenemos dos mil accionistas. Desperdigados por todas partes.

—Marvis Bey y su esposo Ernan, en Próxima 4, controlan el cincuenta y uno por ciento de los votos de los accionistas. Ha sido así desde el principio.

—¿Por qué yo no lo sabía?

—Me ordenaron que no te lo dijera. Debías pensar que tú tomabas las decisiones. Con mi ayuda. Pero en realidad yo te pasaba la información que los Bey me pasaban a mí.

—Soy una figura decorativa —dijo Poole.

—En cierto sentido, sí. Pero para mí siempre serás el señor Poole.

Un sector de la pared desapareció, y con ella varias personas de las mesas vecinas. Y…

Más allá del gran lateral de cristal del bar, el horizonte de Nueva York se extinguió con un parpadeo.

—¿Qué pasa? —preguntó Danceman, cuando vio su cara.

—Mira alrededor —jadeó Poole—. ¿Ves algún cambio?

Danceman miró en torno.

—No. ¿A qué te refieres?

—¿Todavía ves la ciudad?

—Claro. Con toda su polución. Las luces parpadean…

—Ahora lo sé —dijo Poole. Había dado en el clavo. Cada orificio cubierto significaba la desaparición de un objeto de su mundo real. Se puso de pie—. Hasta luego, Danceman. Tengo que regresar a mi apartamento. Debo hacer ciertas cosas. Buenas noches.

Salió del bar a la calle, buscando un taxi. No había taxis.

«También los taxis —pensó—. ¿Qué más habré eliminado con el barniz? ¿Prostitutas? ¿Flores? ¿Cárceles?»

El turbo de Danceman estaba en el aparcamiento del bar. «Me lo llevaré —decidió—. En el mundo de Danceman todavía hay taxis. Él puede conseguir uno después. Al fin y al cabo, es un vehículo de la compañía, y tengo una copia de la llave.» Poco después volaba hacia su apartamento.

La ciudad de Nueva York no había reaparecido. A izquierda y derecha, vehículos y edificios, calles, peatones en aceras móviles, letreros… y en el centro nada. «¿Cómo puedo aterrizar allí?», se preguntó. Desaparecería. ¿O no? Voló hacia esa nada.

Fumando un cigarrillo tras otro, voló en círculos durante quince minutos. De pronto, silenciosamente, Nueva York reapareció. Pudo terminar su viaje. Tiró el cigarrillo, y se dirigió al apartamento.

«Si inserto una cinta estrecha y opaca —reflexionó mientras abría la puerta del apartamento—, puedo…»

Interrumpió sus reflexiones. Había alguien sentado en el sillón del salón, mirando el Capitán Kirk en la televisión.

—Sarah —dijo con fastidio.

Ella se levantó, silenciosa pero grácil.

—No estabas en el hospital, así que vine aquí. Aún conservo esa llave que me diste en marzo después de nuestra espantosa discusión. Oh… pareces muy deprimido. —Se acercó y le examinó ansiosamente la cara—. ¿La herida te duele mucho?

—No es eso. —Poole se quitó el abrigo, la corbata, la camisa y el panel del pecho. Arrodillándose, insertó las manos en los guantes de las microherramientas. Miró a Sarah—. Descubrí que soy una hormiga eléctrica. Lo cual abre ciertas posibilidades que ahora estoy explorando. —Flexionó los dedos y a la izquierda giró un microdestornillador, sólo visible gracias al sistema de aumento—. Puedes mirar, si quieres.

Sarah había roto a llorar.

—¿Qué sucede? —pregunto él frenéticamente, sin apartar los ojos de su trabajo.

—Es tan triste. Eras tan buen jefe para todos en Tri-Plan. Te respetábamos tanto. Y ahora todo ha cambiado.

La cinta plástica tenía un margen sin perforaciones en los extremos superior e inferior. Poole cortó un tramo horizontal, muy estrecho, y tras un momento de gran concentración cortó la propia cinta, a cuatro horas de la cabeza lectora. Luego giró la cinta cortada en ángulo recto en relación con la unidad lectora, la pegó con un dispositivo microtérmico, y volvió a sujetar el carrete a sus costados izquierdo y derecho. Había insertado veinte minutos en blanco en su flujo de realidad. Según sus cálculos, surtiría efecto pocos minutos después de medianoche.

—¿Te estás reparando? —preguntó Sarah tímidamente.

—Me estoy liberando —dijo Poole. Tenía varias alteraciones en mente, pero antes debía verificar su teoría. La cinta en blanco, sin perforaciones, significaba ausencia de estímulos. En tal caso, la falta de cinta…

—Esa expresión que tienes —dijo Sarah. Recogió su bolso, su abrigo, su revista audio-vídeo—. Me voy. Veo que no te ha gustado encontrarme aquí.

—Quédate —dijo Poole—. Veré el Capitán Kirk contigo. —Se puso la camisa—. ¿Recuerdas que hace años había más de veinte canales de televisión? ¿Antes de que el gobierno clausurara los canales independientes?

Ella asintió.

—¿Qué pasaría si este televisor proyectara todos esos canales en la pantalla de rayos catódicos al mismo tiempo? ¿Distinguiríamos algo en esa confusión?

—No lo creo.

—Quizá podríamos aprender. Aprender a ser selectivos. Esforzarnos para percibir lo que deseamos y lo que no deseamos. Piensa en las posibilidades. Si nuestro cerebro pudiera asimilar veinte imágenes al mismo tiempo…, piensa en la cantidad de conocimientos que almacenaríamos en determinado periodo. Me pregunto si el cerebro, el cerebro humano… —Se interrumpió. Al cabo de un rato añadió reflexivamente—: El cerebro humano no podría lograrlo. Pero en teoría un cerebro cuasiorgánico podría.

—¿Eso es lo que tienes? —preguntó Sarah.

—Sí —dijo Poole.

Vieron el Capitán Kirk hasta el final y se fueron a acostar. Pero Poole se sentó apoyándose contra las almohadas, fumando y cavilando. Sarah se movía inquieta, preguntándose por qué no apagaba la luz. Las doce menos diez. Sucedería en cualquier momento.

—Sarah —dijo Poole—. Necesito tu ayuda. Dentro de pocos minutos me sucederá algo extraño. No durará mucho, pero quiero que me observes atentamente. Fíjate si… —gesticuló—, si muestro algunos cambios. Si te parece que me duermo, o si desvarío, o… —Quería decir: si desaparezco, pero no lo dijo—. No te causaré ningún daño, pero creo que sería buena idea que cogieras un arma. ¿Tienes contigo tu pistola antiatracos?

—En el bolso.

Ahora ella estaba totalmente despejada. Sentada en la cama, lo miraba con frenético temor con sus amplios hombros bronceados y pecosos a la luz de la habitación. Él fue a buscar la pistola.

La habitación se paralizó en una rígida inmovilidad. Los colores comenzaron a desvanecerse. Los objetos se desdibujaron hasta evaporarse en las sombras como humo. La oscuridad lo cubría todo mientras los objetos de la sala se desdibujaban cada vez más.

«Los últimos estímulos están muriendo», comprendió Poole. Pestañeó, tratando de ver. Distinguió a Sarah Benton, sentada en la cama: una figura bidimensional recostada como una muñeca, cada vez más pequeña e imprecisa. Ráfagas aleatorias de sustancia disgregada se arremolinaban en nubes inestables; los elementos se unían, se separaban, se volvían a unir, como desprendidos de la realidad. Y en ese momento una negrura absoluta lo reemplazó todo, espacio sin profundidad, rígido e inflexible. Además, no oía nada.

Quiso estirar los brazos para tocar algo, pero no tenía brazos. La conciencia de su propio cuerpo había desaparecido con el resto del universo. No tenía manos, y aunque las hubiera tenido, no había nada que tocar.

«Así que tengo razón en cuanto al funcionamiento de esa condenada cinta», se dijo, usando una boca inexistente para comunicar un mensaje inaudible.

«¿Esto pasará en diez minutos? ¿También tengo razón en eso? —Esperó, pero sabía intuitivamente que su sentido del tiempo había desaparecido con todo lo demás—. Sólo puedo esperar —comprendió—. Ojalá no tarde mucho.»

Para calmarse, pensó: «Confeccionaré una enciclopedia. Trataré de enumerar todo lo que empieza por la letra A, Veamos: automóvil, acksetrón, atmósfera, Atlántico, aspic de tomate, advertencia.» Pensaba y pensaba. Las categorías iban deslizándose por su asustada mente. De pronto la luz se encendió.

Estaba acostado en el diván del salón, y una moderada luz solar entraba por la única ventana. Había dos hombres inclinados sobre él, con las manos llenas de herramientas. «Personal de mantenimiento —comprendió—. Han estado trabajando en mí.»

—Está consciente —dijo uno de los técnicos. Se levantó y retrocedió. Lo reemplazó Sarah Benton, temblando de angustia.

—¡Gracias a Dios! —exclamó, jadeando al oído de Poole—. Tenía tanto miedo que al fin llamé al señor Danceman.

—¿Qué sucedió? —interrumpió airadamente Poole—. Empieza desde el principio y habla despacio. Así podré asimilarlo todo.

Sarah recobró la compostura, se frotó la nariz y habló nerviosamente.

—Te desmayaste. Te quedaste tendido como si estuvieras muerto. Esperé hasta las dos y media y no pasaba nada. Llamé al señor Danceman, y lo desperté. Él llamó a la gente de mantenimiento de hormigas eléctricas… es decir, la gente de mantenimiento de robots orgánicos… y estos dos hombres llegaron a las cinco menos cuarto. Han trabajado en ti desde entonces. Ahora son las seis y cuarto de la mañana. Tengo mucho frío y quiero acostarme. Hoy no podré ir a la oficina.

Se apartó, sorbiendo las lágrimas. Ese sonido molestó a Poole.

—Usted ha estado manipulando su cinta de realidad —dijo uno de los hombres de mantenimiento.

—Sí —dijo Poole. ¿Por qué negarlo? Era obvio que habían hallado el tramo insertado—. No debí perder el conocimiento por tanto tiempo. Sólo inserté una cinta de diez minutos.

—El lector de cinta se desconectó —explicó el técnico—. La cinta dejó de desplazarse. El injerto la atascó, y automáticamente se desconectó para no dañar la cinta. ¿Por qué ha manipulado eso? ¿No sabía lo que podría suceder?

—No estoy seguro —dijo Poole—. Pero seguro que ustedes lo saben muy bien. Por eso lo estoy haciendo.

—La factura será de noventa y cinco ranas —dijo el técnico—. Pagadera a plazos, si lo desea.

—De acuerdo —le dijo. Se levantó aturdido, se frotó los ojos e hizo una mueca. Le dolía la cabeza y sentía el estómago totalmente vacío.

—La próxima vez recorte la cinta —le dijo el primer técnico—. Así no se atascará. ¿No pensó que podía tener incorporado un dispositivo de seguridad? Así se detendría en vez de…

—¿Qué ocurre si no circula cinta bajo el lector? —interrumpió Poole con un resuello—. Ninguna cinta… nada. La fotocélula brillando hacia arriba sin impedancia.

Los técnicos se miraron.

—Todos los neurocircuitos saltan la brecha y entran en corto —dijo uno de ellos.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que es el fin del mecanismo.

—He examinado el circuito —dijo Poole—. No tiene suficiente voltaje para lograr eso. El metal no se funde bajo cargas de corriente tan leves, aunque se estén tocando los terminales. Hablamos de una millonésima de vatio a lo largo de un canal de cesio, de, quizás, un decimosexto de pulgada de longitud. Supongamos que hay mil millones de combinaciones posibles en determinado instante, surgiendo de las perforaciones de la cinta. La descarga total es acumulativa. La cantidad de corriente depende de aquello que la batería determina para ese módulo, y no es demasiada. Con todos los portales abiertos y en funcionamiento.

—¿Por qué tendríamos que mentirle? —preguntó, cansado, uno de los técnicos.

—¿Por qué no? Aquí tengo una oportunidad de experimentarlo todo de forma simultánea. Conocer el universo en su totalidad, estar por un instante en contacto con toda la realidad. Algo que los humanos no pueden hacer. Una partitura sinfónica entrando en mi cerebro fuera del tiempo, todas las notas, todos los instrumentos al unísono. Y todas las sinfonías. ¿Entiende?

—Lo abrasaría —dijeron ambos técnicos.

—No lo creo —dijo Poole.

—¿Una taza de café, señor Poole? —preguntó Sarah.

—Sí —dijo él. Bajó las piernas, posó los pies fríos contra el suelo, y tiritando, se levantó. Le dolía todo el cuerpo. «Me tuvieron toda la noche tendido en el diván —comprendió—. La verdad, no fueron muy considerados.»

Sentado a la mesa de la cocina, Garson Poole tomaba una taza de café frente a Sarah. Los técnicos se habían ido hacía un rato.

—¿No harás más experimentos contigo mismo, verdad? —preguntó Sarah.

—Me gustaría controlar el tiempo. Revertido —replicó Poole.

«Cortaré un segmento de cinta —pensó—, y lo pondré al revés. Las secuencias causales fluirán en sentido contrario. Entonces bajaré de espaldas desde la aeropista de la azotea, caminaré de espaldas hasta mi puerta, abriré de un empujón la puerta cerrada y retrocederé hasta el fregadero, de donde sacaré una pila de platos sucios. Me sentaré a esta mesa ante la pila, llenaré cada plato con comida salida de mi estómago y llevaré la comida a la nevera. Al día siguiente sacaré la comida de la nevera, la envolveré en bolsas, llevaré las bolsas a un supermercado, distribuiré la comida aquí y allá en la tienda. Y por último, en el mostrador, me pagarán con dinero de la caja registradora. La comida será empaquetada con otros alimentos en grandes cajas de plástico, enviada fuera de la ciudad, a las plantas hidropónicas del Atlántico, y allí se unirá a árboles y arbustos o cuerpos de animales muertos o será enterrada en el suelo. ¿Pero qué demostraría todo eso? Una cinta de vídeo desplazándose al revés… No sabría más de lo que sé ahora, lo cual no es suficiente.

»Lo que quiero —comprendió—, es una realidad extrema y absoluta, por un microsegundo. Después de eso no importa, porque todo se sabrá; no quedará nada por ver ni entender.

»Podría intentar otro cambio —se dijo—. Antes de tratar de cortar la cinta, abriré nuevos orificios y veré qué sale. Será interesante porque no sabré qué significan los orificios que yo abriré.»

Usando la punta de una microherramienta, abrió varios orificios al azar en la cinta. Tan cerca del lector como pudo… No quería esperar.

—Me pregunto si tú lo verás —le dijo a Sarah. Al parecer no, por lo que podía extrapolar—. Quizás ocurra algo. Sólo quiero que estés advertida. No quiero que tengas miedo.

—Cielos —suspiró Sarah.

Miró su reloj de pulsera. Pasó un minuto, otro, un tercero. Y luego…

En el centro de la habitación apareció una bandada de patos verdes y negros. Graznaron con gran alboroto, se elevaron del suelo, revolotearon pegados al cielo raso en un tumulto de plumas y alas, frenéticos en su instintivo afán de alejarse.

—Patos —dijo Poole, maravillándose—. Abrí un orificio para una bandada de patos salvajes.

Apareció algo más. Un banco en el parque, donde un hombre mayor y andrajoso leía un periódico doblado y roto. Levantó los ojos, distinguió difusamente a Poole, le sonrió con una dentadura postiza deforme y siguió leyendo su periódico.

—¿Lo ves? —le preguntó Poole a Sarah—. Y los patos.

En ese momento los patos y el vagabundo del parque desaparecieron. No quedó nada de ellos. El intervalo de sus orificios perforados había pasado rápidamente.

—No eran reales, ¿verdad? —dijo Sarah—. ¿Entonces cómo…?

—Tú no eres real —dijo Poole—. Eres un factor de estímulo en mi cinta de realidad. Un orificio que se puede saltar. ¿También tienes una existencia en otra cinta de realidad, o en una realidad objetiva?

No lo sabía. No podía saberlo. Quizá Sarah tampoco lo supiera. Quizás existiera en un millar de cintas de realidad, quizás en todas las cintas de realidad que se habían fabricado.

—Si corto la cinta —dijo Poole— estarás por todas partes y en ninguna parte. Como todo lo demás en el universo. Al menos en lo que concierne a mi percepción.

—Yo soy real —tartamudeó Sarah.

—Quiero conocerte completamente. Para eso debo cortar la cinta. Si no lo hago ahora, lo haré en otra ocasión. Es inevitable que lo haga.

«¿Para qué esperar? —se preguntó—. Además, siempre está la posibilidad de que Danceman me haya denunciado a mi dueño, que estén trabajando en mi contra. Porque quizá yo esté poniendo en peligro su propiedad… que soy yo mismo.»

—Me haces lamentar que no haya ido a la oficina —dijo Sarah, torciendo la boca en una mueca de consternación.

—Vete —dijo Poole.

—No quiero dejarte solo.

—Estaré bien.

—No, no estarás bien. Te desconectarás o algo parecido, te matarás porque has descubierto que eres sólo una hormiga eléctrica y no un ser humano.

—¡Quizás! —exclamó él. Quizá todo se redujera a eso.

—Y yo no puedo detenerte —dijo ella.

—No —convino él.

—Pero me quedaré. Aunque no pueda detenerte. Porque si me marcho y te matas, siempre me preguntaré qué habría ocurrido si yo me hubiera quedado. ¿Entiendes?

Él asintió.

—Hazlo —dijo Sarah.

Él se puso de pie.

—No sentiré dolor —le dijo—. Aunque te dé esa impresión. Ten en cuenta que los robots orgánicos tienen unos circuitos de dolor mínimos. Experimentaré el más intenso…

—No me cuentes más —interrumpió Sarah—. Si quieres hacerlo, hazlo. De lo contrario, no lo hagas.

Con torpeza, pues tenía miedo, él metió las manos en los microguantes y cogió una diminuta herramienta: una hoja afilada.

—Cortaré una cinta montada dentro del panel de mi pecho —dijo mientras miraba por el sistema de aumento—. Eso es todo.

Le temblaba la mano mientras alzaba la hoja. «Se puede hacer en un segundo —comprendió—. Todo habrá terminado. Y… tendré tiempo de unir los extremos de la cinta, media hora por lo menos, si cambio de parecer.» Cortó la cinta. Sarah lo miraba intimidada.

—No ha pasado nada —susurró.

—Tengo treinta o cuarenta minutos.

Él volvió a sentarse a la mesa, tras sacar las manos de los guantes. Notó que le temblaba la voz. Sin duda Sarah lo había advertido. Poole se enfureció consigo mismo, sabiendo que la había alarmado.

—Lo lamento —dijo irracionalmente. Quería disculparse—. Quizá deberías irte.

Se levantó, presa del pánico. Ella también, por reflejo, como si lo imitara. Temblaba, abrumada y nerviosa.

—Lárgate —rugió él—. Regresa a la oficina, donde debes estar. Donde ambos deberíamos estar.

«Uniré los extremos de la cinta —pensó—. Esta tensión es insoportable para mí.»

Extendió las manos hacia los guantes e insertó los nerviosos dedos. Mirando la pantalla de aumento, vio que el haz fotoeléctrico brillaba, apuntando hacia arriba, hacia el lector. Al mismo tiempo vio que el extremo de la cinta desaparecía bajo el lector. Vio y comprendió. «Me he retrasado —advirtió—. Ya ha pasado. Dios, ayúdame. Ha comenzado a enrollarse a mayor velocidad de la que calculé. Así que ahora…»

Vio manzanas, adoquines, cebras. Sintió calor, la textura sedosa de un paño; sintió el mar que lo lamía y un gran viento del norte que tiraba de él como para llevarlo a alguna parte. Sarah estaba cerca de él, y también Danceman. Nueva York brillaba en la noche, y las turbonaves brincaban entre cielos nocturnos y luminosos, inundaciones y sequías. Sintió el sabor de la mantequilla derritiéndose en su lengua, y al mismo tiempo lo asaltaron olores y sabores desagradables: la amarga presencia de venenos y limones y briznas de hierba estival. Se ahogó; se cayó; yació en brazos de una mujer en una vasta cama blanca al tiempo que sentía un chirrido en los oídos, el ruido de advertencia de un ascensor defectuoso en uno de los antiguos y decrépitos hoteles del centro. «Estoy vivo. He vivido, nunca viviré», se dijo, y con sus pensamientos llegaba cada palabra, cada sonido; corrieron y volaron insectos, y se sumergió en un complejo sistema de maquinaria homeostática localizada en los laboratorios de Tri-Plan.

Quería decirle algo a Sarah. Abriendo la boca, intentó articular unas palabras, una secuencia específica de ellas a partir de la enorme cantidad que bullía en su mente, abrasándolo con su plenitud de significados. Su boca ardía. Se preguntó por qué.

Pegada contra la pared, Sarah Benton abrió los ojos y vio la bocanada de humo que brotaba de la boca entreabierta de Poole. El robot se derrumbó, se apoyó en los codos y las rodillas y se estiró lentamente en un montón inerte. Sin examinarlo, supo que había muerto.

«Poole se destruyó a sí mismo —comprendió. Y no podía sentir dolor; él mismo lo había dicho. O al menos no mucho dolor—. Quizás un poco. De todos modos, ya ha terminado.

»Será mejor que llame al señor Danceman y le cuente lo que sucedió.» Temblando, se dirigió al fono. Lo cogió y marcó de memoria.

«Él pensaba que yo era un factor de estímulo en su cinta de realidad —pensó Sarah—. Así que pensaba que yo moriría cuando él muriera. Qué extraño. ¿Por qué se imaginaba eso? —Nunca lo habían conectado al mundo real. Había vivido en un mundo electrónico aparte—. Qué extraño.»

—Señor Danceman —dijo cuando la comunicaron con su oficina—. Poole se acabó. Se destruyó frente a mis propios ojos. Será mejor que venga.

—Así que al fin nos hemos librado de él.

—Sí, ¿no es fantástico?

—Enviaré un par de hombres del taller —dijo Danceman. Miró más allá de ella y distinguió a Poole tendido junto a la mesa de la cocina—. Será mejor que vayas a casa a descansar —le dijo a Sarah—. Debes de estar exhausta.

—Sí, gracias, señor Danceman.

Colgó y se quedó ahí, de pie, sin saber qué hacer. Entonces reparó en algo.

«Mis manos —pensó. Las levantó—. ¿Por qué puedo ver a través de ellas?» Las paredes de la sala también se habían diluido.

Temblando, caminó hacia el robot inerte, se detuvo junto a él sin saber qué hacer. A través de sus piernas veía la alfombra, y luego la alfombra se desdibujó. A través de ella vio otros estratos de materia en desintegración.

«Si lograra unir los extremos de la cinta», pensó. Pero no sabía cómo. Y Poole ya se había disuelto.

El viento de la mañana soplaba a su alrededor. Sarah ya no lo sentía. Sus sensaciones desaparecían. El viento soplaba y soplaba.

[4 de diciembre de 1968]

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Ficha bibliográfica

Autor: Philip K. Dick
Título: La hormiga eléctrica
Título original: The Electric Ant
Publicado en: The Magazine of Fantasy and Science Fiction, Octubre de 1969
Traducción: Carlos Gardini

[Relato completo]

Philip K. Dick