En «Recuerdos al por mayor», Philip K. Dick explora los límites de la realidad y la identidad a través de la historia de Douglas Quail, un hombre común que anhela una vida extraordinaria. Cansado de su existencia monótona, Quail decide comprar recuerdos implantados de un viaje a Marte. Sin embargo, cuando los recuerdos comienzan a emerger, Quail descubre que su vida puede no ser tan ordinaria como pensaba. Este cuento, que inspiró la película Total Recall, plantea preguntas profundas sobre la memoria, la percepción y la naturaleza de la realidad
Recuerdos al por mayor
Philip K. Dick
(Cuento completo)
Cuando despertó, tuvo un súbito deseo de estar en Marte. Pensó en los valles y se preguntó qué sensación se experimentaría al caminar trabajosamente por ellos. El sueño y el deseo se dilataron, confundiéndose en los minutos previos al estado de conciencia. Casi podía sentir la presencia envolvente de ese otro mundo, al que sólo tenían acceso los agentes del gobierno y los oficiales de alto rango. ¿Qué esperanzas podía tener un simple empleado como él? Un milagro, nada más…
—¿Te levantas o no? —le preguntó entredormida su esposa Kirsten con la expresión de eterno disgusto que le era característica—. Cuando te decidas, aprieta el botón de la maldita cocina para calentar el café.
—Está bien —dijo Douglas Quail, y caminó descalzo desde el dormitorio hasta la cocina de su departamento cooperativo.
Apretó mecánicamente el botón para calentar el café y sacó una pequeña lata amarilla de buen rapé Dean Swift; inhaló con fruición, y la mezcla Beau Nash le cosquilleó la nariz, haciéndole sentir calor en la bóveda del paladar. Continuó inhalando hasta despabilarse por completo. Entonces, sus sueños, sus deseos nocturnos y sus anhelos deshilvanados se condensaron en una apariencia de racionalidad.
Estoy decidido a ir —se dijo a sí mismo—. No quiero morirme sin hacer un viaje a Marte.
Naturalmente que era un sueño imposible; lo sabía muy bien, aún mientras soñaba. Y ahora, a plena luz del día, tanto los prosaicos ruidos mundanos como su mujer, que se cepillaba el pelo ante el espejo del dormitorio, parecían recordarle que era nada más que un miserable empleaducho asalariado. Se lo dijo para sí con amargura. Kirsten se encargaba de recordárselo por lo menos una vez al día; en realidad no podía culparla, ya que la misión de toda esposa es hacer que su marido descienda a tierra. Descender a la Tierra —pensó sonriendo—. En este caso, la metáfora se adaptaba perfectamente a la realidad.
—¿A qué se debe esa sonrisa estúpida? —le preguntó su esposa, entrando con paso enérgico en la cocina, los pliegues de la bata arremolinados en torno a los tobillos—. Estoy segura de que has estado soñando. Es para lo único que sirves.
—Sí —dijo él, mirando el tránsito por la ventana de la cocina; los automóviles, las plataformas corredizas y toda la gente pequeña que se dirigía apresurada a sus lugares de trabajo y entre cuyas filas él se perdería también dentro de algunos minutos, como ocurría todos los días.
—Debe tratarse de alguna mujer —dijo Kirsten, secamente.
—No —dijo él—; está relacionado con un dios, el de la guerra. Tiene unos maravillosos cráteres, y en sus profundidades crece una gran variedad de vida vegetal.
—Escucha —dijo Kirsten, de cuclillas ante él y con expresión ansiosa, la voz momentáneamente desprovista de aspereza—; el fondo del océano, nuestro océano, es infinitamente más bello que eso. Tú, como todo el mundo, lo sabes muy bien. ¿Por qué no alquilamos un equipo de bucear para los dos? Te tomas una semana de vacaciones y nos vamos a la profundidad de alguno de esos hermosos parajes acuáticos que están abiertos todo el año. Además… —se interrumpió—. No me estás escuchando, y te lo digo por tu bien. Mi idea es mucho mejor que tu obsesión de ir a Marte ¡y ni siquiera me escuchas! ¡Santo cielo, Doug! ¿Qué va a ser de tu vida?
—Me voy a trabajar —dijo él, poniéndose de pie, olvidando desayunar—. Ésa es la vida que me espera.
Ella lo miró de reojo.
—Te encuentro peor. Cada día estás más fanático. ¿Adónde irá a parar todo esto?
—A Marte —respondió él mientras abría el armario para sacar una camisa limpia.
Cuando bajó del taxi, Douglas caminó lentamente, atravesó tres plataformas abarrotadas de peatones y se dirigió hacia una moderna e invitante puerta de entrada. Se detuvo un momento, interrumpiendo el ajetreado tránsito matutino, y leyó con atención el aviso de luz fluorescente en colores cambiantes. No era la primera vez que leía ese letrero, aunque nunca había osado acercarse tanto. Pero hoy era diferente; tarde o temprano, debía ocurrir algo insólito.
CORPORACIÓN REK-ORDAR
¿Encontraría allí la satisfacción de sus deseos? Después de todo una ilusión, por muy viva y poderosa que fuera, no dejaba de ser una ilusión. Objetivamente al menos era así, aunque desde un punto de vista subjetivo fuera todo lo contrario. De todas maneras, tenía cita para dentro de pocos minutos.
Aspiró profundamente, llenando sus pulmones con el aire levemente envenenado por el smog de Chicago, y atravesó la policromía centelleante de la puerta de entrada y caminó hasta el mostrador de la recepcionista.
Lo atendió una rubia muy vivaz, bien atildada y con el busto al descubierto.
—Buenos días, señor Quail —le dijo en tono amable.
—¡Hola! —dijo él—. Vengo por el curso de Recordar. Usted debe saber.
—Ah, sí. Usted quiere decir Rek-ordar —le corrigió ella.
Levantó el receptor del videófono, junto a su codo lustroso, y acercándolo a su boca dijo:
—Señor McClane, aquí está el señor Douglas Quail. ¿Puede pasar ahora o es temprano todavía?
—Prr… bla, bla, bla zm zm —farfulló el teléfono.
—Adelante, señor Quail —dijo la recepcionista—. Puede usted pasar, el señor McClane lo está esperando.
Al verlo caminar un poco inseguro, le aclaró en voz bien alta:
—Habitación D, señor Quail, a la derecha.
Primero se perdió en un laberinto de pasillos y puertas idénticas, pero enseguida, tras esa frustración inicial, llegó a la habitación indicada. La puerta estaba abierta y un hombre de aspecto afable lo esperaba sentado ante un gran escritorio de nogal legítimo. Era de mediana edad y vestía un traje a la moda, de piel de sapos marcianos, color gris. Su apariencia era toda una garantía de que se hallaba ante la persona indicada.
—Siéntese, Douglas —dijo McClane, indicando con su mano regordeta una silla frente al escritorio—. De manera que desea haber hecho un viaje a Marte. Muy bien.
Quail se sentó, algo tenso.
—No estoy convencido de que valga la pena —dijo—. Creo que cuesta demasiado, y por lo que entiendo, no saco nada. Cuesta casi tanto como un viaje verdadero —pensó.
—Recibirá pruebas tangibles de haber realizado el viaje —afirmó McClane—; todas las pruebas necesarias. Veamos, déjeme mostrarle —dijo mientras buscaba algo en el fondo del cajón de su elegante escritorio—. Éste es el talón del boleto.
Hurgó luego en un sobre de papel madera y sacó un pequeño cuadrado de cartón grabado.
—Aquí tiene prueba de la ida y el regreso. Tarjetas postales —dijo alineando algunas sobre el escritorio para que Quail las viera, cuatro fotos tridimensionales en colores, con los sellos del correo.
—Aquí tiene algunas películas —continuó McClane—; secuencias que usted filmó del paisaje marciano con una cámara móvil alquilada. Además, una lista con los nombres de personas que usted ha conocido allá, souvenirs enviados directamente de Marte por un valor de doscientos poscreds. Y que llegarán dentro de un mes. Asimismo, le daremos su pasaporte, los certificados de las vacunas que le han inoculado y varias cosas más.
Mirando fijamente a Quail agregó.
—Pero además, y esto es lo verdaderamente importante, usted tendrá memoria de haber ido sin lugar a dudas —afirmó—. No me recordará a mí, ni haber estado jamás en esta oficina. En su mente quedará grabado un viaje verdadero; se lo garantizamos. Tendrá dos semanas enteras de recuerdos, hasta en sus detalles más ínfimos. Tenga presente lo que le voy a decir; si en cualquier momento usted tuviera alguna duda de haber hecho en realidad un extenso viaje por Marte se presenta aquí y nosotros le devolveremos el total de los honorarios ¿está claro?
—Pero es que en realidad no fui —dijo Quail—; no habré ido, a pesar de todas las pruebas que ustedes me puedan proporcionar —dejó escapar un largo suspiro entrecortado—. Además, nunca habré sido un agente secreto para Interplán.
A pesar de todo lo que había oído al respecto, le parecía imposible que Corporación Rek-ordar, trasplantes de memoria extra-reales, pudiera cumplir cabalmente con el trabajo que afirmaba hacer.
—Señor Quail —dijo McClane sin perder la paciencia—, de acuerdo con lo que nos explicó en su carta, usted no tiene la menor posibilidad de llegar realmente a Marte; carece de los medios necesarios y, lo que es más importante aún, nunca llenaría los requisitos para ser un agente secreto de Interplán o de cualquier organización similar. Ésta es la única forma en que usted podrá… ejem, lograr la realización del sueño de toda su vida. ¿Estoy en lo cierto? Usted no puede hacer lo que sueña ni convertirse en quien ambiciona, pero puede haber estado y haber sido —agregó con un chasquido—. Nosotros nos encargaremos de eso por una cantidad muy razonable. Piense que no tendrá ningún gasto imprevisto —concluyó sonriendo, para darle ánimo.
—¿Acaso una memoria extra-real puede ser tan convincente? —preguntó Quail.
—Mucho más que la realidad —respondió McClane—. De haber ido verdaderamente a Marte como agente de Interplán, para esta fecha ya habría olvidado casi toda la experiencia. Según hemos podido comprobar analizando sistemas de memorias reales, recuerdos auténticos de hechos sobresalientes en la vida de las personas, hay una gran variedad de detalles que el individuo olvida rápidamente y para siempre. En cambio, parte de nuestra oferta consiste precisamente en un injerto de recuerdos tan profundo, que es imposible olvidarse de nada. Mientras usted se encuentre en estado de coma le introduciremos un pequeño núcleo, inventado por técnicos especializados, muchos de los cuales han pasado varios años en Marte. Comprobamos celosamente todos los detalles en cada caso. Además, para serle sincero, usted ha elegido un sistema extra-real muy sencillo. Si hubiera elegido Plutón, o si deseara ser emperador del planeta interior Alianza, hubiéramos encontrado más dificultades y naturalmente, el precio sería también mucho más elevado.
Sacando la billetera del bolsillo Quail dijo:
—Está bien. Ha sido mi ambición de toda la vida y no podré llevarla nunca a la práctica. Creo que me conformaré con esto.
—No lo encare con ese espíritu —dijo severamente el señor McClane—; no considere que se contenta usted con un mero sustituto. El recuerdo verdadero, con toda su vaguedad, omisiones y elipses, sin mencionar las inevitables distorsiones, resulta un sustituto de lo mejor.
Tomó el dinero y apretó un botón que había sobre su escritorio.
—Perfectamente señor Quail —dijo mientras se abría la puerta de la oficina y entraban dos hombres musculosos—. Ya está en camino a Marte como agente secreto.
Se levantó y acercándose a Quail, le estrechó la mano nerviosa y húmeda de transpiración.
—Es decir, ha estado en camino. Esta tarde, a las cuatro y treinta estará… hm… de regreso a la Tierra; un taxi lo llevará hasta la puerta de su departamento cooperativo y, como ya le he dicho, no recordará haber venido aquí ni haberme visto. En realidad, no recordará siquiera que existimos.
Quail salió de la oficina detrás de los técnicos, con la boca reseca por la nerviosidad. De allí en adelante, lo que pudiera suceder dependía de ellos.
¿Creeré de veras haber estado en Marte? —se preguntó— ¿… y que he logrado realizar la ambición de toda mi vida? Lo inquietaba un vago presentimiento de que algo saldría mal. Pero no podía precisar de qué se trataba.
Tendría que esperar para descubrirlo.
Se oyó el zumbido del intercomunicador que conectaba el escritorio de McClane con el área de trabajo de la firma, y una voz anunció:
—El señor Quail ya ha recibido la dosis indicada de sedante, señor. ¿Desea supervisar este tratamiento, o podemos seguir adelante?
—Es un caso de rutina —contestó McClane—. Siga adelante Lowe, no creo que tenga ningún problema.
Era una firma muy especializada y la programación de recuerdos artificiales de viajes a otros planetas se repetía con monótona regularidad en la planilla de trabajo. En un mes —pensó rápidamente—, debemos hacer por lo menos veinte viajes como éste… Los viajes interplanetarios sintéticos son nuestra gallina de los huevos de oro.
—Como usted ordene, señor McClane —dijo la voz de Lowe, y cerró el intercomunicador.
McClane se dirigió a la caja fuerte que estaba en la cámara, detrás de su oficina, y buscó entre el material un paquete número tres —viaje a Marte—, y un paquete número sesenta y dos correspondiente a Espía Secreto de Interplán. Separó lo que necesitaba y volvió con todo a su escritorio; se sentó cómodamente y distribuyó el contenido de los paquetes para controlarlo. Se trataba de artículos que serían distribuidos en el departamento cooperativo de Quail mientras los técnicos se encargaban de injertarle los falsos recuerdos marcianos.
Lo más caro es el arma simulada pequeña, cuesta un poscred —reflexionó McClane—; en eso perdemos. Había un minúsculo transmisor en forma de píldora, que el agente podía tragar en caso de ser sorprendido. Un libro de código asombrosamente parecido a los verdaderos; los ejemplares distribuidos por la firma eran de una increíble fidelidad y, siempre que las circunstancias lo permitieran, se basaban en textos militares en uso en Estados Unidos. Había además ciertos adminículos menores que de por sí, carecían de todo significado, pero quedarían mezclados en la urdimbre y la textura del viaje imaginario de Quail, cual hitos que señalan los recuerdos: una antigua moneda de plata de cincuenta centavos, varias citas de los sermones de John Donne escritas incorrectamente en trozos dispersos de papel transparente, varias cajitas de fósforos de bares marcianos, una cucharita de acero inoxidable con una leyenda: Propiedad de Cúpula-Marte, Kibutz Nacional, una bobina para interceptar cables de videofón que…
El intercomunicador sonó nuevamente.
—Señor McClane, siento molestarlo pero ha ocurrido algo extraño. Es mejor que venga aquí. Quail ya está bajo los efectos del sedante y ha reaccionado bien a la markidrina: se halla perfectamente inconsciente y en estado receptivo, pero…
—Voy enseguida.
Presintiendo que había algún problema, McClane salió rápidamente de su despacho. Segundos después entraba al área de trabajo.
Douglas Quail estaba tendido en una cama higiénica, con los ojos cerrados. Respiraba lenta y regularmente; aunque en forma muy vaga, parecía tener conciencia de la presencia de los técnicos, a su lado, y ahora también, de la llegada de McClane.
—¿No hay espacio para insertar esquemas de falsos recuerdos? —preguntó irritado McClane—. Simplemente tomen dos semanas de trabajo; es empleado de la Oficina de Emigración de la Costa Oeste, que es una repartición oficial y sin duda alguna, debe tener o tenía dos semanas de vacaciones en el último año. Con eso basta —dijo.
Le fastidiaba tener que atender los pequeños detalles. Siempre era lo mismo.
—El problema con que hemos tropezado es completamente distinto —dijo Lowe en tono cortante e inclinándose sobre la cama le dijo a Quail—: repítale al señor McClane lo que acaba de decirnos —se volvió hacia McClane y le previno—; escuche con atención.
El hombre tendido en la cama enfocó sus ojos gris verdosos en el rostro de McClane, quien pudo observar que la mirada del otro estaba endurecida, tenía una cualidad lustrosa, inorgánica, parecida a la de las piedras semipreciosas. Lo intranquilizó. Era un brillo demasiado duro y frío.
—¿Y ahora qué pretende? —preguntó Quail con aspereza—. Me han quitado la protección. Salga de aquí antes de que lo haga pedazos —miró fijamente a McClane—. Sé muy bien que usted está a cargo de esta contra-operación.
—¿Cuánto tiempo estuvo en Marte? —preguntó Lowe.
—Un mes —contestó Quail en tono quejoso.
—¿Y cuál fue el propósito de su viaje? —insistió Lowe.
Los labios delgados se retorcieron en un esfuerzo, pero Quail miró sin responder. Por último, como si le costara pronunciar las palabras, dijo con evidente hostilidad:
—Agente al servicio de Interplán, como ya le dije. ¿O acaso no graban todo lo que se dice? Pasen la cinta para que el jefe pueda escuchar, y déjenme en paz.
Cerró los ojos. El duro brillo desapareció. McClane se sintió aliviado de inmediato.
—Este hombre es un caso difícil, señor McClane —manifestó Lowe, sereno.
—No por mucho tiempo —aseguró McClane—. Provocaremos una nueva pérdida de la secuencia de sus recuerdos, y volverá a ser tan dócil como cuando llegó a las oficinas de Rek-ordar.
—¿De modo que para esto tenía tantas ganas de ir a Marte? —dijo.
—Yo no deseaba ir —contestó Quail sin abrir los ojos—; me asignaron, simplemente. Me encargaron esa misión y tuve que ir; estaba atrapado. Eso sí, reconozco que sentía cierta curiosidad. ¿Quién no la tendría en mi lugar?
Abrió nuevamente los ojos y miró sucesivamente a los tres, especialmente a McClane.
—La droga de la verdad que emplean aquí es muy poderosa —observó—; me recordó ciertas cosas de las que ya no tenía memoria. Me gustaría saber qué pasará con Kirsten —se preguntó meditativamente—. ¿También estará envuelta en lo mismo? Tal vez sea un contacto de Interplán que tiene como misión vigilarme continuamente para asegurarse de que no recupero la memoria. No me extraña que se haya mostrado tan despectiva con respecto a mis deseos de viaje.
Sonrió, como si de pronto hubiera descubierto algo, pero la sonrisa se le borró casi de inmediato.
—Créame señor Quail, hemos tropezado con esto de pura casualidad. En nuestro trabajo…
—Lo creo —dijo Quail con un dejo de cansancio.
La droga continuaba haciendo sentir su efecto, y él se sentía arrastrado hacia abajo, cada vez más profundamente.
—¿Dónde dije que estuve? ¿En Marte? —murmuró—. Cuesta recordarlo. Sé que me gustaría ir allí, igual que a todo el mundo. Pero yo… —su voz se convirtió en un hilo—. Sólo un empleado, un triste empleado.
Lowe se incorporó, ansioso al descubrir la verdad.
—Desea que le inyecten el falso recuerdo de un viaje que en realidad hizo —explicó—, y que le demos una falsa razón, que es la verdadera. Dice la verdad, está bajo el efecto de la markidrina. El viaje se destaca nítidamente en su cerebro, pero parece que en circunstancias ordinarias no lo recuerda. Probablemente en algún laboratorio científico-militar han logrado borrar su memoria consciente. Él sólo sabía que ir a Marte era algo muy especial para él, como también convertirse en agente secreto. No lograron borrar eso que no era recuerdo, sino un deseo; el mismo que lo impulsó a presentarse como voluntario para la misión convocada por Interplán.
El otro técnico, de nombre Keeler, consultó a McClane.
—¿Qué hacemos? ¿Injertamos un patrón de falso recuerdo sobre el verdadero? No podemos predecir los resultados, puede ser que recuerde partes del verdadero viaje, de esa confusión resultaría un período psicótico. Deberá albergar en su mente dos premisas opuestas simultáneamente: que fue a Marte y que no fue. Que es un auténtico agente de Interplán y que es uno falso. Opino que debemos revivirlo sin proporcionarle ningún falso recuerdo y sacarlo de aquí. Esto puede resultar muy peligroso —sentenció, por último.
—De acuerdo —dijo McClane, pero de súbito tuvo una idea. ¿Usted es capaz de predecir qué recordará cuando le pase el efecto del sedante?
—Es imposible —advirtió Lowe—. Ahora tendrá probablemente un débil, un vago recuerdo de su viaje real, y al mismo tiempo, tendrá graves dudas en cuanto a su veracidad; terminará creyendo que nuestra programadora salteó alguna perforación y recordará haber venido aquí. Eso no puede borrarse, a menos que usted lo desee expresamente.
—Dentro de lo posible, prefiero no entrometerme demasiado con este hombre —dijo McClane—. No conviene jugar con un caso así; hemos sido bastante incautos o quizás hayamos tenido la mala suerte de dar con un auténtico espía de Interplán, con una cobertura tan perfecta que hasta ahora ni él mismo sabía lo que era… quiero decir, lo que es.
Pensó que cuanto antes se lavaran las manos con respecto a este hombre llamado Douglas Quail, tanto mejor.
—¿Va a seguir adelante con la distribución de los paquetes tres y sesenta y dos en su departamento cooperativo? —preguntó Lowe.
—No —repuso McClane—; además, le devolveremos la mitad de nuestros honorarios.
—¿La mitad? ¿Y por qué la mitad?
—Me parece que es lo más correcto —dijo débilmente McClane.
Viajando en el taxi que lo llevaba de regreso a su departamento en la zona residencial de Chicago, Douglas Quail se decía: ¡qué bien se siente uno de vuelta a la Tierra!
El mes transcurrido en Marte empezaba a retroceder ya en su memoria; le quedaba sólo el recuerdo de unos profundos cráteres, la omnipresente erosión de las colinas, una gran sensación de vitalidad y movimiento. Era un mundo apagado donde muy poco ocurría, salvo que uno pasaba la mayor parte del día controlando una y otra vez la fuente portátil de oxígeno. Había, además, simples formas vivientes: el modesto cactus grisparduzco, y los gusanos.
Había traído consigo varios ejemplares moribundos de la fauna marciana, que logró pasar de contrabando por la aduana. Después de todo no resultaban peligrosos, ya que no podían sobrevivir en la atmósfera terrestre.
Puso la mano en el bolsillo de la chaqueta para buscar la cajita con los gusanos de Marte. Pero en cambio encontró un sobre.
Al abrirlo, descubrió con asombro que contenía quinientos setenta y cinco poscreds en billetes de baja denominación.
¿De dónde habré sacado esto? —se preguntó—. Acaso ¿no gasté en el viaje hasta el último cred que tenía?
Con el dinero había un trozo de papel que decía: Devolución de media tarifa. McClane. Y tenía la fecha de hoy.
—Recordar —dijo en voz alta.
—¿Recordar qué, señor o señora? —preguntó respetuosamente el robot conductor.
—¿Tiene usted una guía telefónica?
—Por supuesto, señor o señora.
Se abrió una ranura por la que salió en microcinta una guía del distrito de Cook.
—Lo que busco tiene una ortografía rara —dijo Quail, hojeando las páginas de la sección amarilla.
En ese momento tuvo miedo, un miedo escalofriante.
—Aquí está —dijo—. Lléveme aquí, a Corporación Rek-ordar. Cambié de parecer, no quiero volver a casa.
—Sí señor o señora, según sea el caso —dijo el robot.
Minutos más tarde el coche volvía a toda velocidad por el mismo camino.
—¿Puedo usar el teléfono? —preguntó al conductor.
—Con mucho gusto —fue la respuesta.
El robot conductor le pasó un reluciente teléfono del nuevo modelo emperador, tridimensional en colores.
Marcó el número de su departamento cooperativo. Después de una pausa pudo ver en la pantalla la imagen en miniatura, pero muy natural, de Kirsten, su esposa, que ya le escuchaba con atención.
—Estuve en Marte —le anunció Douglas.
—Estás borracho —contestó ella torciendo la boca—, o quizás algo peor.
—Te lo juro.
—¿Cuándo? —preguntó ella.
—No sé —contestó, confundido—. Creo que fue un viaje simulado, a través de uno de esos lugares de recuerdos extra-reales o no sé qué. Pero no salió bien.
—No hay duda que estás borracho —repitió Kirsten secamente, y cortó la comunicación.
Él colgó también, mientras el rubor le cubría la cara.
Siempre el mismo tono —se dijo para sí con vehemencia—. Siempre la réplica mordaz, como si ella lo supiera todo y yo en cambio, nada. ¡Qué matrimonio, Cristo! —pensó abatido.
Poco después el taxi se detenía junto a la acera de un moderno y muy vistoso edificio de color rosado, en el que un aviso policromático de luz fluorescente anunciaba: CORPORACIÓN REK-ORDAR.
La elegante recepcionista, con el busto desnudo, pareció algo sorprendida al principio, pero controlándose muy pronto, lo saludó.
—¡Hola señor Quail! —dijo un tanto nerviosa—. ¿C… cómo está usted? ¿Ha olvidado algo?
—La otra mitad de la tarifa, que deben devolverme ya —respondió él.
Recobrada la compostura, la recepcionista repitió: —¿Tarifa? Creo que debe estar equivocado señor Quail. Usted vino aquí a hablar sobre la posibilidad de un viaje extra-real, pero según tengo entendido —dijo encogiendo los hombros pálidos y suaves—, el viaje no se realizó.
—Recuerdo todo perfectamente, señorita —dijo Quail—. Mi carta a Rek-ordar, que fue el principio de todo este asunto. Recuerdo que vine aquí, y mi entrevista con el señor Melanie, los dos técnicos del laboratorio que me llevaron casi a la rastra y me inyectaron una droga para dormirme.
En ese momento comprendió porqué la firma le había devuelto la mitad de la tarifa. El falso recuerdo de viaje a Marte no había prendido —al menos no por completo—, como se lo habían asegurado.
—Señor Quail —dijo la chica—, si bien usted es sólo un empleado subalterno, tiene muy agradables facciones; no se las arruine enojándose. Para levantarle el ánimo tal vez le permita… ejem, que me invite a salir.
No pudo contener la furia.
—La recuerdo muy bien a usted —dijo—, con los pechos rociados de color azul; eso me quedó grabado. Asimismo, recuerdo la promesa del señor McClane; que si tengo memoria de mi visita a Corporación Rek-ordar me devolverán todo el importe que aboné. ¿Dónde está el señor McClane?
Después de una demora —que fue prolongada lo más posible de parte del personal de la firma—, se encontró una vez más, sentado ante el imponente escritorio de nogal, en el mismo lugar que estuviera horas antes. La desilusión y el resentimiento de Quail no tenían límites.
—¡Buena técnica la de ustedes! —dijo sarcásticamente—. Lo que llaman «memoria» de mi viaje a Marte como agente de Interplán, es vaga y nebulosa; además, está plagaba de contradicciones. No crean que he olvidado los trámites que hice con ustedes. Me parece que voy a presentar una queja a la Oficina de Ética Comercial.
Ya en el colmo de la indignación, la seguridad de haber sido estafado se sobrepuso a su habitual aversión a verse envuelto en cualquier tipo de escándalo.
Muy a su pesar, pero aconsejado por su prudencia natural, McClane le dijo, resignado:
—Nos damos por vencidos, señor Quail. Le devolveremos el resto del dinero. Reconozco que, en realidad, no pudimos hacer nada por usted.
Quail continuó enumerando una serie de acusaciones.
—Ni siquiera me proporcionaron los diversos artículos que según ustedes, serían una constancia de mi estadía en Marte. De toda esa pantomima que representaron ante mí no ha resultado nada. Ni siquiera el talón de un boleto, ni una tarjeta postal, ni el pasaporte. Tampoco tengo pruebas de las vacunas de inmunización, ni…
—Escuche Quail —dijo McClane—, supongamos que yo le dijera… —se interrumpió—. Es mejor que lo dejemos como está.
Apretó el botón del intercomunicador y llamó a la recepcionista.
—Shirley, por favor reembolse quinientos setenta poscreds más; extienda un cheque de cajero a nombre del señor Douglas Quail. Gracias —liberó el botón y miró fijamente a Quail.
El cheque no tardó en aparecer. La recepcionista lo dejó ante McClane y volvió a su puesto, dejando solos a los dos hombres, separados por el gran escritorio de nogal.
—Permítame que le dé un consejo —dijo McClane mientras firmaba el cheque y se lo entregaba a Quail—. No mencione ante nadie su reciente viaje a Marte.
—¿Qué viaje?
—De eso se trata, precisamente —dijo McClane con timidez—; el viaje que recuerda sólo parcialmente. Actúe como si no recordara nada; haga de cuenta que nunca ocurrió. No me pregunte por qué; simplemente siga mi consejo. Será mejor para todos —había empezado a transpirar abundantemente—. Y ahora señor Quail, le ruego…, debo atender otros negocios, me esperan algunos clientes —y levantándose, acompañó a Quail hasta la puerta.
—Una empresa que demuestra tanta ineficacia no merece tener ningún cliente —dijo Quail mientras salía.
Cerró la puerta tras sí.
En el taxi de regreso a su casa, Quail pensó los términos de la carta de queja que enviaría a la Oficina de Ética Comercial, División Tierra. En cuanto pudiera sentarse a la máquina de escribir, pondría manos a la obra. Sentía el deber de prevenir a otros incautos sobre la manera de operar de la Corporación Rek-ordar.
Ya en su casa, se sentó en la mesita con la Hermes Rocket portátil, y abrió los cajones en busca de una hoja de papel carbónico… Encontró una cajita que le resultó familiar; la que contenía los ejemplares de la fauna de Marte, que había pasado subrepticiamente por la aduana.
Cuando abrió la caja, vio con asombro que había seis gusanos muertos, y varios ejemplares de formas unicelulares de vida, de la que aquéllos se alimentaban. A pesar de lo secos y polvorientos que estaban los protozoarios, pudo reconocerlos; no en vano había pasado un día entero examinando todos los rincones y vericuetos entre extrañas rocas de gran tamaño para recogerlos. Había sido un maravilloso viaje de descubrimientos.
Pero yo no fui a Marte —pensó repentinamente.
Aunque, por otra parte…
Kirsten apareció en el vano de la puerta, los brazos cargados con paquetes de papel castaño llenos de productos de almacén.
—¿En casa a esta hora? —dijo en un tono uniforme y acusador.
—Escucha —dijo él—. ¿Fui a Marte? Tú debes saberlo.
—No, por supuesto que no fuiste. Eres tú quién debería saberlo, según creo. ¿Acaso no hablas siempre de que vas a ir al Planeta Rojo o algo así?
—¡Por Dios! Creo que fui —dijo él, y después de una pausa agregó—, y al mismo tiempo pienso que no fui.
—Por qué no te decides de una vez…
—No puedo —dijo él, impaciente—. Tengo grabadas en la cabeza, huellas de dos memorias distintas; una es real y la otra, no. Pero no logro diferenciar una de la otra. ¿Por qué no podré confiar en ti? A ti no te han hecho nada, nadie se ha entrometido con tus recuerdos.
Era lo menos que podía pedirle.
—Doug, si no logras controlarte, vamos a terminar mal. Me iré de casa —afirmó Kirsten con un tono parejo y controlado.
—Tengo problemas —dijo él con voz ronca.
Lo sacudió un temblor mientras agregaba:
—Tal vez esté a punto de entrar en un período de crisis psíquica; espero que no, pero es una posibilidad. Sería la única explicación.
Kirsten dejó las cosas del almacén sobre la mesa y se dirigió lentamente al armario de la ropa.
—No hablé en broma —afirmó tranquilamente.
Después de sacar su abrigo del armario, se lo puso y se fue hasta la puerta del departamento.
—Un día de éstos, pronto, te llamaré por teléfono —le anunció sin ninguna expresión en la voz—. Adiós Doug, espero que algún día salgas de esto. Ruego que sea así, por tu propio bien.
—Espera —rogó Douglas—. Dime sólo una cosa, y consideraré que es la verdad absoluta. ¿Fui o no fui? Dime cuál es la verdad.
Súbitamente tuvo una idea: Son capaces de haber alterado también las huellas de tu memoria.
La puerta se cerró tras su mujer. Por fin se había ido.
En ese momento oyó una voz a sus espaldas.
—Arriba las manos, Quail. Vuélvase y mire hacia aquí.
Se volvió instintivamente sin levantar las manos. Se encontró frente a un hombre vestido con el uniforme de color ciruela de la División Policial de Interplán, que empuñaba un revólver aprobado por las Naciones Unidas. De alguna manera, el rostro del hombre le resultaba familiar, aunque en forma vaga e imprecisa, tanto que no le permitía determinar cuándo y dónde lo había conocido… Levantó los brazos con dos o tres movimientos espasmódicos.
—Usted recuerda su viaje a Marte —dijo el policía—, tenemos conocimiento de todas sus acciones y pensamientos de hoy, particularmente los más importantes referentes a su viaje mientras volvía a su casa desde Corporación Rek-ordar. Hemos instalado en su cerebro un transmisor telepático que nos mantiene constantemente informados.
Se trataba del transmisor telepático hecho de plasma vivo que habían descubierto en la Luna. Tuvo un escalofrío de auto-repulsión. Llevaba algo vivo dentro de sí, instalado en su cerebro; algo que se nutría de él, escuchaba y transmitía. Según habían anunciado en los boletines internos, eran usados por la policía de Interplán. La sola idea lo deprimía, pero era muy posible que fuera cierto.
—¿Por qué yo? ¿Acaso he cometido alguna mala acción? —preguntó Quail roncamente—. Y después de todo, ¿qué tiene que ver esto con Corporación Rek-ordar?
—En forma específica esto nada tiene que ver con Rek-ordar —aclaró el agente de Interplán—. Se trata de algo entre usted y nosotros. Aún continúo recibiendo las manifestaciones de su proceso emotivo-intelectual, a través de su transmisor —dijo, señalándose el oído con el índice; llevaba allí un taponcito blanco de plástico.
—Tengo que prevenirle que cualquier pensamiento suyo puede ser empleado en su contra —y agrego sonriendo—, aunque mucho no importa, puesto que ya ha pensado y hablado lo suficiente como para condenarse por una eternidad. Lo más irritante es que, bajo los efectos de la narkidrina, usted habló de su viaje al propietario y a los técnicos de Rek-ordar. Les dijo adónde fue, y por cuenta de quién, y algunas de las cosas que hizo. Créame que están asustados; a esta hora, lo único que desean es no haberle visto nunca la cara —y después de pensar un momento, agregó—. Razones no les faltan.
—Nunca hice tal viaje —dijo Quail—. Es una falsa cadena de recuerdos, implantada por los técnicos de McClane.
Recordó entonces la cajita con los ejemplares de vida marciana que había encontrado en su casa, y todas las penurias que había sufrido para conseguirlas. El recuerdo parecía real. La cajita con los ejemplares era real, sin lugar a dudas. Salvo que McClane la hubiera llevado subrepticiamente a su casa. Quizás ésa era una de las «pruebas» que McClane había mencionado en uno de sus alardes.
El recuerdo de mi viaje a Marte no me resulta convincente —pensó—, pero desgraciadamente ha logrado convencer a la policía de Interplán. Creen que en realidad estuve en Marte y piensan que, al menos en parte, soy consciente de haber estado.
—No sólo nos consta que estuvo en Marte —afirmó el agente de Interplán siguiendo los pensamientos de Quail—, sino que recuerda lo bastante como para crearnos problemas. Será inútil purgar su memoria consciente de todo esto, porque usted simplemente volverá a Corporación Rek-ordar y empezará otra vez todo el proceso. No podemos tomar medidas contra McClane y su organización porque están fuera de nuestra jurisdicción. De todas maneras, McClane no ha cometido ningún crimen —y echando una mirada a Quail agregó—; técnicamente, usted tampoco lo ha cometido. Nos damos cuenta que no fue a Corporación Rek-ordar para recobrar su memoria sino por las mismas razones que llevan a otra gente a esa organización: la atracción que la aventura ofrece a las personas simples y descoloridas. Por desgracia —agregó—, usted no es nada simple ni descolorido y ya ha tenido su buena cuota de aventura; lo último que necesitaba era un curso de Corporación Rek-ordar. Nada podría resultar más funesto para usted o para nosotros, y por lo mismo para McClane.
—¿Qué dificultades puedo crearles al recordar mi viaje, o mi pretendido viaje, y lo que hice allá? —preguntó Quail.
—Porque lo que usted hizo —contestó el detective en servicio activo—, no está de acuerdo con nuestra imagen del padre blanco todopoderoso. Usted hizo algo que nosotros nunca hacemos, como oportunamente recordara gracias a la narkidrina. Hace seis meses, desde la fecha de su regreso, que esa cajita con algas y gusanos muertos está en su escritorio. Durante todo este tiempo usted no demostró ninguna curiosidad por ello; ni siquiera sabíamos que la tenía, hasta que lo recordó en su viaje desde Rek-ordar hasta su casa. En ese momento decidimos venir a buscarlo de inmediato. Lamentablemente —dijo señalando lo que ya era obvio—, no tuvimos suerte; llegamos demasiado tarde.
Otro agente de Interplán se unió al primero y cambiaron algunas palabras en voz baja. Entretanto, Quail trataba de pensar aceleradamente. En efecto, comprobó que podía recordar más detalles. El agente estaba en lo cierto en cuanto a la narkidrina. Posiblemente los de Interplán también la usaban. ¿Posiblemente? No le cabía la menor duda que lo hacían; había visto a un prisionero sometido a un tratamiento con narkidrina. ¿Dónde podía haber ocurrido? ¿En algún lugar de la Tierra? Ayudado por una imagen que surgía en su antes deficiente pero ahora mucho más efectiva memoria, llegó a la conclusión de que debía tratarse de la Luna.
Recordó algo más; la razón por la que lo enviaron a Marte, el trabajo que había realizado. No le sorprendía que hubieran expurgado su memoria.
—¡Oh, Dios! —dijo el primer agente, interrumpiendo el diálogo con su compañero al interceptar los pensamientos de Quail—. Bueno, ahora el problema se complica; peor no puede ser.
Se dirigió hacia Quail, apuntándole con el revólver.
—Tenemos que matarlo sin pérdida de tiempo —dijo.
Su compañero, nervioso, trató de interceder.
—¿Por qué tan pronto? ¿No podemos mandarlo a Interplán de Nueva York y dejar que ellos…?
—Él sabe muy bien por qué debe ser de inmediato —dijo el primer agente.
En ese momento también él daba muestras de inseguridad, si bien Quail notó que por razones diferentes. Había recuperado la memoria casi por completo. Comprendió muy bien por qué el oficial estaba tan tenso.
—En Marte maté a un hombre después de evadir a quince guardaespaldas —dijo Quail con voz ronca—, algunos, armados con pequeños revólveres simulados, como ustedes.
Interplán lo había entrenado durante cinco años para convertirlo en un asesino. Un asesino profesional, que sabía la manera de sorprender a un adversario armado…, como estos dos policías. El que llevaba el auricular también lo sabía.
Si conseguía moverse con suficiente rapidez, tal vez…
Se oyó un disparo, pero él alcanzó a hacerse a un lado y al mismo tiempo, con un golpe certero, logró que el oficial dejara caer su revólver. En un instante tuvo el arma en sus manos y apuntó al otro oficial, que parecía confundido.
—Interceptó mis pensamientos —dijo Quail, jadeando—. Sabía lo que iba a hacer, pero de todos modos lo logré.
Sentándose a medias, el oficial herido gruñó:
—No te preocupes Sam, no usará el arma contra ti. También pude interceptar eso. Bien sabe que está listo y nosotros estamos enterados. Vamos Quail —hizo un esfuerzo para ponerse en pie, y temblando extendió la mano—. El revólver no podrá usarlo —dijo a Quail—. Si me lo devuelve, le prometo que no lo mataré. En Interplán le darán oportunidad para una audiencia y algún superior tendrá que decidir, yo no. Quizás consigan borrar su memoria una vez más, no lo sé. Pero usted sabe la razón por la que iba a matarlo; me fue imposible impedirle que la recordara. Así pues, mi razón para matarlo es ya cosa del pasado, en cierto sentido.
Sin soltar el revólver, Quail salió corriendo de su departamento cooperativo hacia el ascensor.
Si me siguen —pensó—, los mataré. Más les valdría no intentarlo. Apretó con fuerza el botón del ascensor y segundos más tarde se abrieron las puertas. No lo seguían; evidentemente, habían interceptado sus precisos y parcos pensamientos y decidieron no correr ningún riesgo.
Entró al ascensor y empezó a bajar. Por el momento había logrado evadirse, pero luego ¿adónde iría?
Llegó a la planta baja. Poco después, Quail desaparecía entre los peatones apretujados en las plataformas circulantes. Le dolía la cabeza y se sentía muy mal, pero al menos había salvado su vida. En su departamento habían estado a punto de matarlo.
Posiblemente volverán a intentarlo —pensó—. Lo harán en cuanto me encuentren, y con este transmisor que llevo dentro no tardarán mucho en lograrlo.
Pensó en la ironía de la situación; después de todo, había obtenido lo que pidiera a la Corporación Rek-ordar: aventura, peligros, una misión como agente secreto de Interplán, un viaje secreto a Marte lleno de riesgos para su vida…, todo lo que había deseado tener como falso recuerdo. Pero en esos momentos se hubiera sentido mucho más aliviado si se hubiera tratado de simples recuerdos, y nada más…
Sentado en un banco del parque miraba estúpidamente una bandada de aves, en especial un semi-pájaro, importado de las dos Lunas de Marte, que podía volar muy alto, a pesar de la poderosa gravedad de la Tierra.
Tal vez podría encontrar la manera de volver a Marte —pensó.
Pero una vez allí ¿qué le sucedería? Estaría en una situación aún peor. En cuanto descendiera de la nave, la organización política cuyo líder había asesinado lo descubriría. Entonces no sólo lo perseguiría Interplán sino también los otros.
¿Podrán captar lo que pienso? —se preguntó—. Acabaré paranoico, con toda seguridad.
Mientras estaba solo, sentado, era capaz de percibir cómo lo sintonizaban, grababan, discutían su caso… Tuvo un temblor. Se puso de pie y empezó a caminar sin rumbo fijo, las manos hundidas en los bolsillos. Vaya donde vaya, siempre estarán junto a mi —pensó—, mientras tenga este aparato instalado en la cabeza.
Haré un trato con ustedes —pensó para sí y para ellos—. ¿Podrían volver a injertarme una placa de falsos recuerdos, como lo hicieron antes, pero esta vez como si nunca hubiera ido a Marte y llevara una vida rutinaria y simple, como si jamás hubiera tenido ante los ojos un uniforme de Interplán, ni empuñado un revólver?
Una voz dentro de su cerebro le contestó:
—Tal como le explicáramos anteriormente, desgraciadamente eso no bastaría…
Se detuvo, asombrado.
—Ya nos habíamos comunicado otra vez por este medio, cuando usted operaba en Marte —continuó la voz—. Hace meses que no habíamos vuelto a intentarlo, casi estábamos convencidos que en realidad, nunca más sería necesario. ¿Dónde está?
Camino a mi muerte —les transmitió Quail—, que me espera en el caño del revólver que le quité a sus oficiales. Pero ¿cómo es que aseguran que no bastaría la implantación de una nueva memoria? ¿Acaso la técnica de Rek-ordar no resulta?
—Como ya le hemos explicado, si le damos un cúmulo de recuerdos normales, corrientes, empezará a sentirse… inquieto, y tarde o temprano solicitará los servicios de Rek-ordar o alguna firma competidora. No podemos volver a caer en el mismo proceso.
—Supongamos entonces que después de cancelar mis recuerdos auténticos —dijo Quail—, me injertaran algo más vital y excitante que recuerdos comunes. Algo que satisfaga mis deseos. Ya quedó demostrado que eso puede hacerse, y posiblemente ésa fue la razón por la que me emplearon. Me parece que ustedes son capaces de imaginar algo nuevo, de la misma potencia… Por ejemplo, que yo era el hombre más rico de la Tierra y donaba mi fortuna a fundaciones de carácter educativo. O que era un explorador espacial; algo de esa índole. ¿No creen que algo así resultaría eficaz?
Silencio.
—Hagan la prueba —demandó con desesperación—. Llamen a uno de sus genios militares de psiquiatría, exploren mi mente, descubran cuál es mi ilusión más dilatada (trató de pensar…). Mujeres, muchas mujeres, como Don Juan. Podría ser un galán interplanetario, con una amante en cada ciudad de la Tierra, Luna y Marte…, si bien he renunciado a eso, por demasiado fatigoso. Por favor —rogó—, hagan lo posible.
—Entonces ¿estaría de acuerdo en rendirse por su voluntad? —preguntó la voz dentro de su cabeza—. ¿Lo haría si fuera posible encontrar una solución?
Vaciló por un momento, después respondió:
—Sí. Correré el riesgo —se dijo—, con tal de que no me maten. Es eso, simplemente.
—La iniciativa queda de su parte —dijo enseguida la voz—. Primero entréguese, ya investigaremos la posibilidad de una solución como la que nos ha propuesto. No obstante si no lográramos nuestros propósitos, si los recuerdos auténticos vuelven a aflorar, como ya ha sucedido, entonces…
Hubo un prolongado silencio, después la voz continuó:
—Como comprenderá, en ese caso nos veremos ante la obligación de destruirlo. Y bien, Quail. ¿Desea entonces hacer la prueba?
—Sí —resolvió, eligiendo entre esa alternativa y una muerte cierta e inmediata.
—Preséntese en el cuartel central de Nueva York, queda en la Quinta Avenida, número cincuenta y ocho, piso doce —continuó la voz del agente de Interplán—. En cuanto se entregue, nuestros psiquiatras se harán cargo de usted. Les encargaremos que preparen un perfil de su personalidad, y trataremos de determinar el supremo, precioso sueño-fantasía que usted alberga. Después lo volveremos a traer a Corporación Rek-ordar, haremos que ellos colmen ese deseo con retrospecciones sustitutivas. Le deseamos suerte. Estamos en deuda con usted, pues en su momento nos fue un útil instrumento —la voz parecía desprovista de malicia.
En todo caso ellos, los de la organización, demostraban cierta simpatía hacia él.
—Gracias dijo Quail, y empezó a buscar un taxi-robot.
—Señor Quail —dijo el psiquiatra de Interplán, con el rostro grave—, usted tiene un interesante sueño-fantasía por satisfacer. Es posible que en el plano consciente usted no imagine ni suponga nada semejante. Así son por lo general las cosas. Espero que no lo perturbe mucho enterarse de qué se trata.
El oficial superior de Interplán que se hallaba presente, lo interrumpió con brusquedad.
—Será preferible que no se inquiete demasiado, si quiere que no lo matemos —dijo.
—En forma casi opuesta a su fantasía de convertirse en un agente secreto de Interplán —continuó el psiquiatra—, que era bastante explicable puesto que es un producto de la madurez, la otra manifestación es un sueño grotesco de su niñez; por eso, no se asombre de no lograr recordarlo. Su deseo es aproximadamente el siguiente: usted es un niño de nueve años que camina por un rústico sendero. Una nave espacial de extraño diseño, perteneciente a otro sistema estelar, aterriza frente a usted. Ningún habitante de la Tierra excepto usted, señor Quail, la ve. Las criaturas que viajan en la nave son muy pequeñas e indefensas, parecidas a ratones de campo…, aunque están realizando un intento de invasión a la Tierra. Una vez que este grupo de avanzada dé la señal correspondiente, miles de naves similares se lanzarán hacia nuestro planeta.
—Me imagino que trato de detenerlas —dijo Quail entre divertido y disgustado—. Posiblemente solo, sin ayuda, logro liquidarlos a todos. Quizá los pisoteo uno a uno.
—No —dijo el psiquiatra, con paciencia—. Logra detener la invasión, pero sin intentar destruirlos. Todo lo contrario; por telepatía, que es el sistema de comunicación de los invasores, les demuestra bondad y misericordia, a pesar de que usted sabe bien a qué han venido. Nunca se ha testimoniado sentimientos tan humanitarios de parte de organismos conscientes, y para demostrarle su agradecimiento, llegan a un acuerdo con usted.
—Mientras yo viva no invadirán la Tierra —dijo Quail.
—Exacto. Como ve —dijo el psiquiatra al oficial de Interplán—, condice con su personalidad, a pesar de su aparente sarcasmo.
—Entonces, por el mero hecho de vivir —dijo Quail, experimentando un creciente placer—, simplemente por existir impido que la Tierra caiga bajo dominio extranjero. Me convierto en efecto, en la persona más importante de la Tierra, sin necesidad de levantar siquiera un dedo.
—Así es, señor —dijo el psiquiatra—, y eso está arraigado en su psiquis; es su fantasía infantil de toda la vida. Por supuesto, sin la ayuda de drogas o terapia profunda, jamás habría podido recordarlo. Estuvo siempre dentro de su ser, nunca dejó de estar allí.
Dirigiéndose a McClane, que escuchaba en silencio, el oficial de policía dijo:
—¿Se siente usted capaz de injertarle un patrón de recuerdo real de características tan extremas?
—Tropezamos con todo tipo de ensueños-fantasías —dijo McClane—; francamente he oído casos peores que éste. Ya lo creo que somos capaces de hacerlo. Dentro de veinticuatro horas no sólo deseará salvar a la Tierra sino que creerá sin ninguna duda que lo ha hecho en realidad.
—Puede empezar su trabajo entonces —dijo el oficial superior de policía—. Él ya está preparado, pues hemos borrado otra vez el recuerdo de su viaje a Marte.
—¿Qué viaje a Marte? —preguntó Quail.
Nadie le contestó. Aunque le costó gran esfuerzo, no repitió la pregunta. De todas maneras, había aparecido un vehículo policial. McClane, el oficial y él apenas pudieron entrar. En pocos minutos se hallaban camino a Chicago, hacia la Corporación Rek-ordar.
—Es mejor que esta vez no cometa usted ninguna equivocación —previno el policía al robusto y nervioso McClane.
—No se me ocurre qué es lo que puede salir mal —murmuró McClane, transpirando. Esto nada tiene que ver con Marte ni con Interplán; se trata de detener una invasión a la Tierra desde otro planeta, sin ninguna ayuda. ¡Las cosas que un chico puede soñar! —dijo meneando la cabeza—; además, empleando la virtud, no la fuerza. Es extraño.
Se secó la frente con un gran pañuelo de hilo.
Nadie hizo comentario alguno.
—En realidad, resulta conmovedor —dijo McClane.
—Y también muy pedante —afirmó secamente el oficial de policía—, puesto que cuando él muera vendrá la invasión. Con razón no la recordaba; es la fantasía más ambiciosa que haya encontrado nunca —dirigió a Quail una mirada de reproche y concluyó—. ¡Pensar que este hombre figuraba entre nuestro personal!
Cuando llegaron a Rek-ordar los recibió Shirley, la pizpireta recepcionista.
—Es un placer tenerlo nuevamente por aquí, señor Quail —dijo casi sin aliento, mientras sus pechos en forma de melón se mecían suavemente, ese día pintados en un atractivo tono anaranjado—. Lamento que las cosas hayan salido mal la otra vez, pero estoy segura de que hoy todo resultará mejor.
Siempre secándose la frente con el pañuelo de hilo, McClane coincidió.
—Será mejor que sea así.
Moviéndose con rapidez llamó a Lowe y a Keeler y con ellos acompañó a Quail hasta la sección de trabajo. Regresó después a su oficina con Shirley y el oficial superior de policía, dispuesto a esperar.
—Señor McClane, ¿tenemos algún paquete preparado para esto? —preguntó Shirley, que en su agitación chocó con su jefe y se ruborizó.
—Creo que sí —contestó él, tratando de recordar. Pronto abandonó sus esfuerzos y consultó la lista impresa.
—Lo más aproximado sería una combinación de los paquetes ochenta y uno, seis y veinte —resolvió en voz alta.
Fue hasta la caja fuerte, en la cámara detrás de su escritorio, y extrajo los paquetes correspondientes, que se dispuso a examinar. Del paquete ochenta y uno sacó una varilla mágica curativa, que los seres del otro planeta entregaron al señor cliente, en este caso Douglas Quail, como prueba de gratitud.
—¿Funciona? —preguntó curioso el oficial de policía.
—En un tiempo tenía poderes —contestó McClane—. Pero él…, ejem, la usó hace muchos años curando a unos y a otros, ahora sólo es un símbolo. Pero recuerdo que funcionaba a las mil maravillas —chasqueó los labios y abrió el otro paquete.
—Éste contiene un documento del Secretario General de las Naciones Unidas, dándole las gracias por haber salvado a la Tierra. Esto no es muy adecuado, ya que parte del sueño de Quail es que nadie está enterado de la invasión, excepto él, pero para reforzar la verosimilitud, lo incluiremos con lo demás.
Inspeccionó enseguida el paquete número seis.
—¿Qué había en éste? —dijo con el ceño fruncido tratando de recordar, mientras Shirley y el oficial de Interplán miraban con atención.
—Es una escritura en un lenguaje extraño —afirmó Shirley.
—Aquí se relata quiénes eran y de dónde venían —dijo McClane—. Incluye un mapa estelar detallado con las indicaciones correspondientes al trayecto que hicieron hasta aquí, y su ubicación en el sistema de origen. Naturalmente es un escrito de ellos, Quail no podrá interpretarlo… Aunque recuerda que le fue leído en el lenguaje de los invasores.
Colocó los tres objetos en el centro del escritorio.
—Es preciso llevar esto al departamento cooperativo de Quail —dijo al oficial de policía—. Así, cuando llegue a su casa los encontrará. Serán una confirmación de su fantasía. Es nuestro PCO, procedimiento común de operación —dijo, y dejó escapar un chasquido de aprehensión, preguntándose cómo les iría a Lowe y a Keeler.
De pronto zumbó el intercomunicador.
—Señor McClane, lamento molestarlo —dijo la voz de Lowe.
Al reconocerla, McClane quedó paralizado, mudo y completamente rígido.
—Ha ocurrido algo imprevisto y sería conveniente que usted viniera aquí para supervisar la operación. Como en la vez anterior —dijo la voz—. Quail reaccionó bien a la narkidrina, está inconsciente y relajado, pero…
McClane salió a la carrera hacia la sección de trabajo.
Tendido en la cama higiénica, Douglas Quail, los ojos cerrados, respiraba lenta y acompasadamente, consciente apenas de aquéllos que lo rodeaban.
Lowe estaba intensamente pálido.
—Empezamos a interrogarlo —dijo—, para saber exactamente dónde colocar su recuerdo-fantasía de haber salvado a la Tierra sin ninguna ayuda, y aunque parezca extraño…
—Me dijeron que no lo revele —masculló Douglas Quail con una voz saturada de drogas. Hicimos un compromiso; yo no debía recordarlo siquiera, pero ¿cómo olvidar un acontecimiento de tal magnitud?
Opino que sería muy difícil —reflexionó McClane—. Pero hasta ahora había, podido conseguirlo.
—Incluso, me dieron un pergamino de agradecimiento —murmuró Quail—; lo tengo escondido en mi departamento cooperativo. Se lo mostraré.
—Bien, lo único que puedo sugerirles —dijo McClane—, es que no lo maten. De lo contrario, vendrá la invasión.
—También me dieron una varilla mágica indestructible —susurró Quail con los ojos completamente cerrados—. Fue así como maté a ese hombre que ustedes me ordenaron dominar en Marte. Todo está en mi cajón, junto con los gusanos y los ejemplares secos de vida vegetal.
Sin decir palabra, el oficial de policía Interplán se volvió y salió de la zona de trabajo.
Será mejor deshacerse de esos objetos de prueba —pensó resignado McClane—, incluyendo la mención del Secretario General de las Naciones Unidas. Después de todo…
Probablemente la auténtica no tardaría en aparecer.