Prosper Mérimée: La Venus de Ille

«La Venus de Ille», cuento de Prosper Mérimée escrito en 1835 y publicado en 1837, es un relato gótico ambientado en el pequeño pueblo francés de Ille. Un arqueólogo visita Ille por recomendación de un amigo y se hospeda en la casa de M. de Peyrehorade, un entusiasta anticuario, quien recientemente ha realizado un gran hallazgo: una estatua romana de la diosa Venus, en perfecto estado de conservación. Durante la estancia del protagonista en Ille se celebra la boda del hijo de Peyrehorade, Alphonse, con una joven rica de la localidad. Sin embargo, la celebración se ve enturbiada por una serie de eventos sobrenaturales, aparentemente provocados por la estatua de la diosa, que carga sobre sí una terrible maldición.

Prosper Mérimée - La Venus de Ille

La Venus de Ille

Prosper Mérimée
(Cuento completo)

DESCENDÍA la última ladera del Canigó y, a pesar de que el sol se había ya puesto, distinguí en la planicie las casas del pequeño pueblo de Ille, hacia el cual me dirigía.

—¿Sabe usted dónde vive M. de Peyrehorade? —le pregunté al catalán que, desde la víspera, me servía de guía.

—¡Naturalmente! —exclamó—. Conozco su casa tan bien como la mía. Y, si no hubiera oscurecido tanto, se la mostraría desde aquí. Es la casa más bonita de Ille. Claro que M. de Peyrehorade tiene mucho dinero; y va a casar a su hijo con una muchacha más rica aún que él.

—Y esa boda, ¿va a celebrarse pronto? —inquirí.

—¡Y tan pronto! Tal vez hayan contratado ya los violines para la fiesta. Quizás esta noche, quizá mañana, o pasado mañana… ¡qué sé yo! La boda se celebrará en Puygarrig, pues la muchacha con la que va a casarse el hijo de M. de Peyrehorade es la señorita de Puygarrig. ¡Será una fiesta digna de verse!

Me dirigía a visitar a M. de Peyrehorade por recomendación de mi amigo M. de P. Mi presunto huésped era, según me había dicho mi amigo, un anticuario muy culto y de una amabilidad exquisita. Para M. de Peyrehorade sería un placer, indudablemente, mostrarme todas las ruinas en diez leguas a la redonda. Y yo confiaba en que me acompañaría a visitar los alrededores de Ille, en los que abundaban los monumentos de la Edad Media y de épocas más remotas. Aquella boda, de la que oía hablar por primera vez, trastornaba todos mis planes.

«Voy a ser un aguafiestas», me dije. Pero sabía que me esperaban. M. de P. había anunciado mi visita, y debía presentarme en la casa. Cuando llegamos a la planicie, mi guía me miró de reojo, con aire que me pareció socarrón, y de buenas a primeras me dijo:

—¿Nos apostamos un cigarrillo a que adivino lo que va usted a hacer en casa de M. de Peyrehorade?

—Bueno —respondí, dándole un cigarrillo—, no creo que sea muy difícil de adivinar. A esta hora, después de haber andado seis leguas por el Canigó, el asunto más importante es la cena.

—Sí, pero ¿y mañana? Estoy seguro de que ha venido usted a Ille para ver el ídolo. Lo sospeché en cuanto vi que sacaba usted un dibujo de los santos de Serrabona.

—¿El ídolo? ¿Qué ídolo?

—¡Cómo! ¿No le han contado en Perpiñán que M. de Peyrehorade había encontrado un ídolo enterrado en el suelo?

—¿Se refiere usted a una estatua de tierra cocida?

—Ni hablar. Es una estatua de cobre, y le aseguro que con ella podrían hacerse muchas monedas. Muchas… Pesa tanto como una campana de iglesia. La encontramos enterrada al pie de un olivo.…

—Entonces, ¿se hallaba usted presente cuando fue descubierta?

—Sí. Hace quince días, M. de Peyrehorade nos dijo, a Jean Coll y a mí, que arrancásemos un viejo olivo que murió durante el pasado invierno a consecuencia de las heladas. Fueron unas heladas terribles, como usted ya sabe. Pusimos manos a la obra y hete aquí que de pronto, Jean Coll, que le daba a la azada con todas sus fuerzas, dio un golpe y yo oí un bimmm… como si la azada hubiera chocado contra una campana. «¿Qué será eso?», pregunté. Nos pusimos a cavar juntos, cava que te cava, y, de repente, vimos aparecer una mano negra que parecía la mano de un muerto que saliese de la tierra. El miedo me hizo salir corriendo. De modo que me fui en busca del amo, y le dije: «¡Mi amo! ¡Debajo del olivo está lleno de muertos! Hay que avisar al cura». «¿De qué muertos estás hablando?», me preguntó él. Entonces se acercó al olivo, y en cuanto vio la mano se puso a gritar: «¡Restos antiguos! ¡Restos antiguos!». Se hubiera dicho que acababa de encontrar un tesoro. Agarró el azadón y se puso a cavar con tanto entusiasmo que sacaba más tierra que Jean Coll y yo juntos.

—¿Y qué encontraron allí?

—Una mujer negra casi desnuda, hablando con perdón, toda de cobre, y M. de Peyrehorade nos dijo que era un ídolo del tiempo de los paganos… de la época de Carlomagno o cosa así.

—Ya entiendo… Debía tratarse de una imagen en cobre de la Virgen, que procedía de algún convento destruido.

—¿Una imagen de la Virgen? ¡Qué va! Si hubiera sido una Virgen, la habría reconocido inmediatamente. Le digo a usted que es un ídolo: no hay más que verlo para darse cuenta. Se le queda mirando fijamente a uno con sus grandes ojos blancos… Diríase que le mira a uno de hito en hito. Al mirarla se ve uno obligado a apartar los ojos.

—¿Ojos blancos? Sin duda están incrustados en el cobre. Probablemente se trata de una estatua romana.

—¡Romana! ¡Eso es! M. de Peyrehorade dijo que era una romana. ¡Ah! Ya veo que es usted un sabio como él.

—¿Está entera, bien conservada?

—¡Oh, sí! No le falta nada. Se conserva mucho mejor que el busto de Luis-Felipe que tienen en la alcaldía. Es una estatua muy bonita, aunque a mí no me hace ninguna gracia. Tiene un aspecto maligno… y es maligna.

—¿Maligna? ¿Acaso le ha hecho a usted algún daño?

—A mí precisamente, no. Pero, verá usted lo que ocurrió. En cuanto hubimos quitado toda la tierra que la recubría, atamos una cuerda a la estatua y empezamos a tirar de ella para ponerla en pie. El propio M. de Peyrehorade, que tiene menos fuerza que un pollito, tiraba de la cuerda como los buenos. Finalmente, conseguimos ponerla en pie. Fui en busca de unas cuantas tejas para falcarla, cuando de repente, ¡patatrás!, la estatua se desplomó de golpe. Yo grité: «¡Apartaos!». Pero mi aviso llegó demasiado tarde y Jean Coll no tuvo tiempo de apartar la pierna…

—¿Resultó herido?

—¡Le aplastó completamente la pierna! Al verlo, me puse furioso. ¡Maldita estatua! Por mi gusto la hubiese emprendido a golpes de azada con ella, pero M. de Peyrehorade me contuvo. Le entregó una buena cantidad de dinero a Jean Coll, pero éste sigue en cama después de quince días de haberle ocurrido la desgracia, y el médico dice que no volverá a andar con la pierna lastimada como con la otra. Una verdadera desgracia, pues Jean Coll era nuestro mejor corredor y, después del hijo de M. de Peyrehorade, el mejor jugador de pelota a mano.

Entretenidos en la conversación, habíamos llegado a Ille y no tardé en encontrarme ante M. de Peyrehorade. Se trataba de un hombre menudo, de aspecto jovial, entrado en años pero muy bien conservado. Aun antes de leer la carta que para él me había entregado M. de P., me instaló ante una mesa bien servida y me presentó a su esposa y a su hijo Alphonse; les dijo de mí que era un ilustre arqueólogo, destinado a sacar al Rosellón del olvido en que le había sumido la indiferencia de los sabios.

En medio de las idas y venidas de sus padres, que se empeñaron en ofrecerme una fabulosa comida, M. Alphonse de Peyrehorade permanecía tan inmutable como una piedra miliar. Era un joven de veintiséis años, alto, de facciones regulares y hermosas, pero carentes de expresión. Su aspecto atlético justificaba la reputación de infatigable jugador de pelota a mano de que gozaba en toda la comarca. Aquella noche iba vestido elegantemente, de acuerdo con la portada del último ejemplar del Journal des Modes. Pero no parecía encontrarse a gusto dentro de su traje; estaba tan rígido como un poste y al moverse lo hacía con todo el cuerpo. Sus manos, grandes y callosas, contrastaban extrañamente con la ropa que llevaba puesta. Eran las manos de un labriego surgiendo de las mangas de un petimetre. Aunque me estudió de los pies a la cabeza con evidente curiosidad, sólo me dirigió la palabra en una ocasión durante toda la velada, y fue para preguntarme dónde había comprado la cadena de mi reloj.

—Bueno, bueno, mi querido amigo —me dijo M. de Peyrehorade cuando la cena tocaba a su fin—, ya está usted en mi casa y me pertenece por completo. No le soltaré hasta que haya visto todo lo que hay por ver en nuestras montañas. Debe conocer nuestro Rosellón y hacerle justicia. No tiene idea de lo que tenemos por aquí. Monumentos fenicios, celtas, romanos, árabes, bizantinos… Le acompañaré a verlo todo y no dejar que se pierda ni un solo ladrillo.

Un acceso de tos le obligó a interrumpirse. Lo aproveché para decirle cuánto lamentaba molestarle en aquellas circunstancias. Si quería darme sus excelentes consejos acerca de los lugares que yo debía visitar, no era necesario que se distrajera de sus deberes para acompañarme…

—¡Ah! Se refiere usted a la boda de este muchacho —me interrumpió—. Tonterías, la boda no se celebrará hasta pasado mañana. Y usted nos acompañará, pues será una cosa íntima: la novia está de luto por una tía que le ha dejado todos sus bienes. De modo que nada de fiestas, nada de baile… Una verdadera lástima… hubiera visto bailar a nuestras catalanas… Son muy guapas y muy alegres; tal vez hubiese sentido usted envidia y se hubiese decidido a imitar a nuestro Alphonse. Una boda trae otras, dice el refrán… El sábado, en cuanto los chicos estén casados, quedaré libre y nos dedicaremos a lo nuestro. De antemano le pido perdón por lo modesto de una boda provinciana. Los parisienses están acostumbrados a otra clase de fiestas… Y, para colmo, una boda sin baile. Sin embargo, verá usted una novia… una novia… ya me dirá usted qué tal… Pero usted es un hombre serio y no se fija en las mujeres. Tengo algo mejor que enseñarle. ¡Le enseñaré algo extraordinario! Le reservo una gran sorpresa para mañana.

—Perdone, pero creo saber de qué se trata. Resulta muy difícil tener un tesoro en casa sin que la gente se entere.

—¡Ah! De modo que le ha hablado a usted del ídolo, como llaman a mi bella Venus Tur… Bueno, ni una palabra más. Mañana, de día, la verá y me dirá si tengo o no razón al considerarla una obra maestra. ¡Caramba! No podía usted llegar más a tiempo. La estatua tiene algunas inscripciones que yo, ignorante de mí, explico a mi manera… Pero, un sabio de París… Tal vez se reirá de mi interpretación… a fin de cuentas, no soy más que un aficionado de provincias. Sí, he redactado una memoria… poca cosa, desde luego… Quiero hacer hablar a los periódicos… Si quisiera usted leerla y corregirla, tal vez consiguiera… Por ejemplo, me gustará saber cómo traduce usted la inscripción del zócalo: CAVE… Pero, dejemos ahora este asunto. ¡Mañana, mañana! Por hoy, ni una palabra más sobre la Venus.

—Desde luego, Peyrehorade —dijo su esposa—. Deja en paz ya a tu ídolo. No dejas comer tranquilo al caballero. Y el caballero ha visto, en París estatuas mucho más hermosas que la tuya. En las Tullerías las hay a docenas, incluso de bronce.

—¡Habla la ignorancia, la santa ignorancia provinciana! —la interrumpió M. de Peyrehorade—. ¡Comparar una obra de arte de la Antigüedad con las estatuas de yeso de Coustou!

Comme avec irréverénce
Parle des dieux ma ménagère!

¿Sabía usted que mi esposa quería que fundiese la estatua y la convirtiera en una campana para nuestra iglesia? Claro, ella hubiese sido la madrina… ¡Una obra maestra de Myron!

—¡Obra maestra, obra maestra! ¡Vaya obra maestra que ha hecho! ¡Aplastarle la pierna a un hombre!

—Mira —replicó M. de Peyrehorade en tono resuelto, alzando su pierna derecha—, si mi Venus me hubiese aplastado esta pierna, no lo lamentaría en absoluto.

—¡Dios mío! ¿Cómo puedes decir eso, Peyrehorade? Afortunadamente, el pobre Jean Coll va mejorando… Pero yo aborrezco a una estatua que causa desgracias como ésa.

—Herido por Venus, caballero —dijo M. de Peyrehorade estallando en una carcajada—, herido por Venus, el tunante se queja:

Veneris nec proemia nôris.

¿Quién no ha sido herido por Venus?

M. Alphonse, que entendía mejor el francés que el latín, me guiñó un ojo con aire de complicidad, como preguntándome: «¿Y tú, parisiense, comprendes algo?».

La cena había terminado. Hacía casi una hora que había dejado de comer. Estaba cansado y de cuando en cuando se me escapaba un bostezo. Mme. de Peyrehorade fue la primera en darse cuenta y dijo que había llegado ya el momento de irse a la cama. Entonces se desencadenó otro torrente de disculpas por la falta de comodidades con que me iba a encontrar. No podría dormir como en París, desde luego. En provincias se conforman con muy poco… Tenía que perdonar a los rosellonenses… Les aseguré que después de mi caminata por las montañas podía dormir como un tronco sobre un montón de paja, pero insistieron en que debía perdonar a unos pobres campesinos si no podían ofrecerme todas las comodidades que hubieran deseado poner a mi disposición. Finalmente, subí a la habitación que me habían destinado, acompañado por M. de Peyrehorade. La escalera, con peldaños de madera en su parte superior, desembocaba en un pasillo a lo largo del cual se abrían varias puertas.

—A la derecha —me explicó mi huésped— está el cuarto que destinamos a la futura Mme. Alphonse. La habitación de usted queda al final del pasillo opuesto. Ya comprenderá usted —añadió, con aire malicioso—, ya comprenderá usted que debemos dejar aislados a los recién casados. Usted estará en un extremo de la casa, y ellos en el otro.

Entramos en una habitación bien amueblada, y lo primero que vieron mis ojos fue una cama de dos metros de longitud y casi otro tanto de anchura, y tan alta que hacía falta un escabel para encaramarse a ella. Después de indicarme dónde estaba la campanilla por si se me ocurría llamar durante la noche, de asegurarse de que el azucarero estaba lleno y los frascos de agua de colonia debidamente alineados sobre el tocador; después de preguntarme una docena de veces si me faltaba alguna cosa, mi huésped me dio las buenas noches y me dejó solo.

Las ventanas estaban cerradas. Antes de desnudarme, abrí una de ellas para respirar el aire fresco de la noche, delicioso después de una copiosa cena. En frente mío se alzaba el Canigó, siempre admirable, pero que aquella noche me pareció la montaña más bella del mundo, iluminada como estaba por los resplandecientes rayos de la luna. Permanecí unos minutos contemplando su maravillosa silueta, y estaba a punto de cerrar la ventana cuando, al inclinar los ojos, vi la estatua sobre un pedestal a un centenar de pasos de la casa. Se hallaba en un ángulo de un seto que separaba un pequeño jardín de una gran pista de cemento con una alta pared en uno de sus extremos y que, como me enteré más tarde, era el frontón del pueblo. Aquel terreno, propiedad de M. de Peyrehorade, había sido cedido por él a la comunidad debido a las insistentes presiones de su hijo.

A aquella distancia me resultaba difícil ver con claridad la estatua; sólo podía calcular su altura, que me pareció de unos seis pies. En aquel momento, dos jovenzuelos avanzaban por el frontón, casi pegados al seto, silbando una bella melodía del Rosellón: Montagnes régalades. Al llegar junto a la estatua se detuvieron, y uno de ellos la insultó en alta voz. Hablaba en catalán; pero yo había pasado en el Rosellón el tiempo suficiente para comprender casi todo lo que decía.

—Ahí estás, ¿eh, bribona? (El vocablo catalán fue mucho más expresivo). Tú eres la que has aplastado la pierna a Jean Coll, ¿verdad? Si fueras mía, te rompía el cuello.

—¿Con qué ibas a rompérselo? —replicó su compañero—. Es de cobre, y tan dura que Étienne rompió una lima tratando de descantillarla. Es cobre del tiempo de los paganos; un cobre más duro que no sé qué.

—Si tuviera mi cortafríos (al parecer se trataba de un aprendiz de cerrajero) verías lo que tardaba en hacerle saltar sus grandes ojos blancos. Son de plata y deben valer un dineral.

Se alejaron unos pasos.

—Tengo que darle las buenas noches al ídolo —dijo el mayor de los dos aprendices, deteniéndose de repente.

Se inclinó, probablemente en busca de una piedra. Le vi alzar el brazo, lanzarlo hacia delante, y casi inmediatamente el cobre resonó sonoramente. Y en el mismo instante, el aprendiz se llevó la mano a la cabeza profiriendo un grito de dolor.

—¡La estatua me ha devuelto la piedra! —exclamó.

Y los dos jovenzuelos echaron a correr a toda la velocidad de sus piernas. Era evidente que la piedra había rebotado contra el metal, vengando en el agresor la ofensa que había infligido a la diosa.

Cerré la ventana riéndome de buena gana.

—¡Un vándalo castigado por Venus! ¡Ojalá todos los que destruyen nuestros monumentos antiguos reciban un castigo semejante!

Con este caritativo pensamiento me quedé dormido.

Cuando me desperté, el sol entraba a raudales por las ventanas. A un lado de mi cama se hallaba M. de Peyrehorade, en bata y zapatillas; en el otro lado, un criado enviado por la señora de la casa con una taza de chocolate en la mano.

—¡Vamos, parisiense, en pie! —gritó M. de Peyrehorade—. ¡Vaya con los perezosos de la capital! ¡Las ocho de la mañana, y todavía en la cama! Yo estoy levantado desde las seis. He subido tres veces; me he acercado de puntillas a la puerta, y ni señal de vida. No es saludable dormir tanto a su edad, amigo mío. Mi Venus le está esperando… Vamos, tómese esa taza de chocolate de Barcelona… Es contrabando, ¿sabe? En París no hay chocolate como ése. Coja fuerzas, porque en cuanto esté delante de mi Venus no habrá quien le arranque de allí.

En cinco minutos estuve listo, es decir, afeitado a medias, mal abrochado y escaldado por el chocolate, que estaba hirviendo. Bajamos al jardín y me encontré ante una estatua admirable.

Era una Venus, y de una belleza maravillosa. Su mano derecha, levantada a la altura del seno, estaba vuelta con la palma hacia dentro; el pulgar y los dos primeros dedos, extendidos, y los otros dos dedos ligeramente doblados. La otra mano, cerca de la cadera, sostenía el lienzo que cubría la parte inferior del cuerpo. La actitud de aquella estatua recordaba la del jugador de morra al que se da el nombre, nunca he sabido por qué, de Germanicus. Tal vez habían querido representar a la diosa jugando a la morra.

Fuera lo que fuese, resultaba imposible ver algo más perfecto que el cuerpo de aquella Venus; algo más elegante y más noble que el lienzo con que se cubría. Tenía ante mis ojos una obra maestra de la época de oro de la escultura: el Bajo Imperio. Y lo que más me maravillaba era la exquisita naturalidad de las formas, que hubieran podido creerse modeladas de un ser vivo, si la Naturaleza hubiese sido capaz de producir un ser tan perfecto.

El cabello, alzado sobre la frente, debía haber sido dorado en otros tiempos. La cabeza, pequeña como la de casi todas las estatuas griegas, estaba ligeramente inclinada hacia delante. En cuanto al rostro, me resultaría imposible describir su expresión, completamente distinta a la del rostro de cualquier otra estatua antigua que yo recuerde. No tenía aquella belleza tranquila y severa que los escultores griegos infundían a sus obras dando sistemáticamente una majestuosa inmovilidad a todos los rasgos. Aquí, por el contrario, podía adivinarse el definido propósito del artista de plasmar una malicia que llegaba a la maldad. Todos los rasgos aparecían ligeramente contraídos: los ojos un poco oblicuos, la boca levemente fruncida, las fosas nasales algo hinchadas… El desdén, la ironía y hasta la crueldad podían leerse perfectamente en aquel rostro que, a pesar de todo, era de increíble belleza. En realidad, cuanto más se miraba a aquella admirable estatua, más le deprimía a uno el pensamiento de que una belleza tan maravillosa pudiera ir unida a una ausencia total de sensibilidad.

—Si ha existido alguna vez el modelo de esta estatua —le dije a M. de Peyrehorade—, y dudo que haya vivido nunca una mujer como ésa, compadezco a sus amantes. Debió complacerse en hacerles morir de desesperación. En su rostro hay una crueldad indefinible, aunque he de confesar que nunca había visto un rostro tan hermoso.

C’est Vénus tout entière à sa prole attachée! —declaró M. de Peyrehorade, sumamente satisfecho por mi entusiasmo.

La expresión de infernal ironía de aquel rostro quedaba aumentada, tal vez, por el contraste de sus ojos plateados y muy brillantes con la pátina verde-negruzca que el tiempo había dado a toda la estatua. Aquellos ojos brillantes producían cierta sensación de realidad, de vida. Recordé lo que me había dicho mi guía, que al mirar a la estatua se veía uno obligado a apartar los ojos de ella. Era casi cierto, y no pude evitar el sentirme disgustado conmigo mismo por la incomodidad que experimentaba ante aquella figura de bronce.

—Ahora que la ha admirado usted en detalle, mi querido colega en antigüedades —dijo M. de Peyrehorade—, iniciemos una conferencia científica. ¿Qué me dice de esa inscripción, en la que todavía no se ha fijado?

Me mostró el zócalo de la estatua, y pude leer allí las siguientes palabras:

CAVE AMANTEM

Quid dicis, doctissime? —me preguntó mi huésped, frotándose las manos—. Vamos a ver si estamos de acuerdo sobre el sentido de ese cave amantem.

—Creo —respondí—, que puede tener dos sentidos. Puede traducirse por: «Desconfía del que te ama». Pero ignoro hasta qué punto sería correcta la traducción. Después de ver el diabólico rostro de la dama, me siento más inclinado a opinar que el artista quiso prevenir al espectador contra esta terrible belleza. Yo traduciría, pues: «Ten cuidado si ella te ama».

—¡Hum! —murmuró M. de Peyrehorade—. Sí, no niego que es admisible, pero personalmente prefiero la primera traducción. ¿Sabe usted quién fue el amante de Venus?

—Tuvo varios…

—Sí, desde luego, pero me refiero al primero, a Vulcano. El cave amantem puede significar también: «A pesar de toda tu belleza, de tu aire desdeñoso, tendrás por amante a un herrero, a un cojo». ¡Una hermosa lección, caballero, para las coquetas!

La explicación era tan forzada, que no pude evitar una sonrisa.

—El latín, con toda su concisión, no deja de ser un idioma terriblemente difícil de interpretar —dije, para no herir la susceptibilidad de mi huésped, al tiempo que retrocedía unos pasos para contemplar mejor la estatua.

—¡Un momento, colega! —dijo M. de Peyrehorade, cogiéndome por el brazo—. No lo ha visto usted todo. La estatua tiene otra inscripción. Súbase al zócalo y mire el brazo derecho.

Y al decir esto me ayudó a subirme al zócalo.

Me incliné sobre el cuello de la Venus, con la cual empezaba ya a familiarizarme. La contemplé un solo instante por debajo de la nariz, y vista de cerca me pareció aún más malvada y aún más bella. Luego me di cuenta de que tenía grabadas en el brazo algunas palabras en caracteres antiguos, a mi parecer. Las leí trabajosamente en voz alta, y M. de Peyrehorade fue repitiendo las palabras a medida que yo las pronunciaba, asintiendo con los gestos y con la voz. Leí lo siguiente:

VENERI TVRBVL
EVTYCHES MYRO
IMPERIO FECIT

Después de la palabra TVRBVL de la primera línea, me pareció que habían algunas letras borradas; pero el TVRBVL era perfectamente legible.

—¿Qué significa eso? —me preguntó mi huésped con expresión radiante y sonriendo con malicia, pues suponía acertadamente que el TVRBVL en cuestión me dejaría intrigado.

—Hay una palabra a la que no encuentro explicación —respondí—. Todo lo demás es bastante fácil. Eutiches Myron ha hecho esta ofrenda a Venus por orden suya.

—Perfecto. Pero ¿Qué significa TVRBVL?

—Confieso que me ha puesto en un aprieto. Estoy buscando inútilmente algún calificativo de Venus que sirva para el caso. Veamos, ¿qué le parece TVRBVLENTA? Venus que turba, que agita… Ya se habrá dado usted cuenta que desde el primer momento me ha intrigado la expresión maliciosa de su rostro. Y TVRBVLENTA no me parece un calificativo demasiado duro para Venus —añadí en tono modesto, pues yo mismo distaba de estar satisfecho de mi propia explicación.

—¡Venus turbulenta! ¡Venus la alborotadora! ¡Ah! ¿Cree usted entonces que mi Venus es una Venus de cabaret? Ni hablar, caballero; es una Venus honesta. Pero voy a explicarle el significado de ese TVRBVL… aunque tiene que prometerme no divulgarlo hasta que esté impresa mi Memorial. No niego que me apetece la gloria de este descubrimiento… Los pobres diablos de provincias también tenemos derecho a algunas migajas del festín de la Ciencia. ¡Ustedes, los sabios de París, tienen ocasiones más que sobradas para hartarse!

Desde lo alto del pedestal, donde continuaba subido, le prometí solemnemente que jamás cometería la indignidad de robarle su descubrimiento.

—TVRBVL…, caballero —dijo, acercándose y bajando la voz por miedo a que otra persona que no fuera yo pudiera oírle—, debe leerse TVRBVLNERAE.

—Sigo sin comprender nada.

—Escuche bien lo que voy a decirle: A una legua de aquí, al pie de la montaña, hay un pueblo que se llama Boulternère. El nombre es una corrupción del vocablo latino TVRBVLNERA. Esas corrupciones son muy frecuentes. Boulternère, caballero, fue una ciudad romana. Siempre lo había sospechado, pero nunca dispuse de una prueba fehaciente de ello. He aquí la prueba: esa Venus era la divinidad adorada en la ciudad de Boulternère, y el vocablo Boulternère, cuya antigüedad acabo de demostrar, prueba un hecho mucho más importante: ¡prueba que Boulternère, antes de ser una ciudad romana, fue una ciudad fenicia!

Se interrumpió para tomar aliento y para gozarse en mi sorpresa. Conseguí reprimir los irrefrenables deseos de echarme a reír que me asaltaron.

—En efecto —continuó—, TVRBVLNERA es fenicio puro. TVR y SVR son la misma palabra, ¿no es cierto? Y SVR era el nombre fenicio de Tiro; no tengo necesidad de recordarle a usted su significado. BVL es Baal, Bal, Bel, Bul, leves diferencias de pronunciación. En cuanto a NERA, me dio un poco más de trabajo encontrar una explicación lógica. A falta de un vocablo fenicio apropiado, me siento inclinado a creer que NERA procede del griego νηορς, húmedo, pantanoso. Por lo tanto, se trataría de un vocablo híbrido. Para justificar el νηρος, iremos a Boulternère y allí verá usted cómo los arroyos de la montaña forman lagunas infectas. Por otra parte, la terminación NERA pudo ser añadida mucho más tarde en honor de Nera Pivesuvia, esposa de Tetricus, la cual pudo haber realizado algo en favor de la ciudad de Turbul. Pero, debido a las lagunas, me inclino por la etimología de νηρος.

Se llevó a la nariz su caja de rapé con aire satisfecho.

—Pero dejemos a los fenicios y volvamos a la inscripción. Mi traducción es como sigue: A la Venus de Boulternère, Myron le dedica, por orden suya, esta estatua, su obra.

No había querido discutirle a M. de Peyrehorade su etimología, pero a mi vez quise dar muestras de penetración, y le dije:

—Un momento, caballero. Myron dedicó alguna cosa, pero no veo claro que fuera precisamente esta estatua.

—¡Cómo! —exclamó mi huésped—. ¿Acaso Myron no fue un famoso escultor griego? Su talento artístico debió transmitirse a sus descendientes: y uno de ellos fue el autor de esta estatua. No cabe duda alguna.

—Sin embargo —repliqué—, veo en este brazo una leve incisión. Supongo que debió servir para sostener algo, un brazalete, por ejemplo, que el tal Myron ofreció propiciatoriamente a Venus. Myron era un amante desgraciado. Venus estaba irritada contra él: y él trató de aplacarla ofreciéndole un brazalete de oro. Recuerde que fecit y consecravit son palabras sinónimas y a menudo se confunden. Si tuviera a mano algún texto de Gruter o de Orelli le mostraría más de un ejemplo. Es natural que un enamorado viera a Venus en sueños, y que imaginara que la diosa le ordenaba ofrecer un brazalete de oro a su estatua. Myron le ofreció un brazalete… Luego, los bárbaros o algún ladrón sacrílego…

—¡Ah! ¡Cómo se conoce que ha escrito usted novelas! —exclamó mi huésped, al tiempo que me daba la mano para ayudarme a bajar del zócalo—. No, caballero, es una obra de la escuela de Myron. No hace falta más que verlo.

Sabiendo lo inútil que resultaba contradecir a un anticuario emperrado en una teoría, incliné la cabeza con aire convencido y murmuré:

—Es un ejemplar admirable.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó en aquel momento M. de Peyrehorade—. ¡Otro acto de vandalismo! ¡Alguien ha arrojado una piedra a mi estatua!

Acababa de descubrir una mancha blanca debajo del seno de la Venus. Por mi parte, descubrí una mancha semejante en los dedos de su mano derecha, que en aquel momento supuse producida por la misma piedra en su trayecto; también era posible que, en el choque, la piedra hubiese soltado un fragmento que fue a estrellarse sobre la mano de la estatua. Le conté a mi huésped lo que había presenciado la noche anterior desde mi ventana, y el inmediato castigo que siguió al insulto de los mozalbetes. M. de Peyrehorade se rio de buena gana y comparó el aprendiz a Diomedes, deseando que todos sus compañeros, como los del héroe griego, quedaran convertidos en pájaros blancos.

La campana del desayuno interrumpió en este punto nuestra conversación, y, al igual que la víspera, me vi obligado a comer como cuatro personas. Luego acudieron a la casa los colonos de M. de Peyrehorade; y mientras el dueño les atendía, su hijo me llevó a ver una calesa que había comprado en Toulouse para su prometida y que yo alabé sin reservas, no hace falta decirlo. Después me llevó con él a los establos, donde permanecí media hora escuchando elogios de los caballos, enterándome de su genealogía y de los premios que habían ganado en las carreras celebradas en la provincia. Finalmente, M. Alphonse me habló de su prometida, tras haberme mostrado una yegua gris que pensaba regalarle.

—Hoy la veremos —dijo—. No sé si a usted le parecerá bonita. Ustedes, los parisienses, son muy exigentes; aquí en Perpiñán, todo el mundo la encuentra encantadora. Y, además, es muy rica. Su tía de Prades le dejó todos sus bienes. ¡Oh! Voy a ser muy feliz con ella.

Me sorprendió profundamente el hecho de que un joven pareciera más impresionado por la dote que por los bellos ojos de su futura esposa.

—¿Entiende usted en joyas? —me preguntó a continuación M. Alphonse—. ¿Qué le parece ésta? Se trata del anillo que le regalaré mañana a la que ha de ser mi esposa.

Y al decir eso se quitó de la primera falange del dedo meñique un grueso anillo adornado con diamantes y en forma de dos manos entrelazadas; alusión que me pareció infinitamente poética. Era una joya antigua, pero me di cuenta de que había sido retocada para engastar en ella los diamantes. En la cara interior del anillo podía leerse en letra gótica lo siguiente: Sempr’ab ti, es decir, siempre contigo.

—Es un hermoso anillo —le dije—, aunque esos diamantes le han hecho perder un poco de su originalidad.

—¡Oh! Es mucho más bonito así —dijo M. Alphonse sonriendo—. Tiene engastados mil doscientos francos de diamantes. Me lo regaló mi madre. Era un anillo muy antiguo… de la época de los caballeros andantes. Fue el anillo de boda de mi abuela, que lo había heredado de la suya. ¡Dios sabe los años que hace que fue hecho!

—En París —le dije—, existe la costumbre de regalar un anillo de boda sencillo, habitualmente de dos metales distintos, como por ejemplo oro y platino. Ese otro anillo que lleva usted en el dedo sería muy apropiado. Éste, con los diamantes y las manos en relieve, resulta tan grande que quien lo lleve no podrá ponerse guantes.

—¡Oh! Mme. Alphonse se las arreglará como quiera. Creo que estará muy contenta de poseer este anillo. Llevar mil doscientos francos en un dedo produce una sensación muy agradable. Ese anillo al que usted se refería —añadió, mirando con aire satisfecho la alianza que lucía en el dedo anular de su mano izquierda—, me lo regaló una mujer en París un jueves lardero. ¡Ah! ¡Qué bien me lo pasaba en París cuando estuve allí, hace dos años! ¡Allí sí que se divierte uno!

Y suspiró melancólicamente.

Aquel día debíamos ir a almorzar a Puygarrig, en casa de los padres de la novia; montamos en calesa y nos dirigimos al castillo, situado a legua y media de camino de Ille. Allí fui presentado y acogido como amigo de la familia. No hablaré del almuerzo ni de la conversación que le siguió y en la cual apenas tomé parte. M. Alphonse, sentado al lado de su prometida, le decía una palabra al oído cada cuarto de hora. En cuanto a ella, apenas alzaba los ojos del suelo, y cada vez que su novio le hablaba se ruborizaba modestamente pero le respondía con la mayor naturalidad.

Mlle. de Puygarrig tenía dieciocho años y su aspecto suave y delicado contrastaba con las formas atléticas de su robusto prometido. Era no solamente bonita, sino incluso seductora. Y su expresión bondadosa, no exenta con todo de un leve tinte de malicia, me recordó, a pesar mío, la Venus de mi huésped. En la comparación a que me entregué mentalmente, me pregunté si la belleza evidentemente superior de la estatua no podía atribuirse, en gran parte, a su expresión de tigresa; pues la energía, incluso en las malas pasiones, provoca siempre en nosotros una fuerte impresión y una especie de admiración involuntaria.

—«¡Qué lástima —me dije a mí mismo cuando salimos de Puygarrig— que una muchacha tan encantadora sea rica, y que su dote la haya hecho apetecible a un hombre indigno de ella!».

De regreso ya en Ille, y no sabiendo de qué tema hablar con Mme. de Peyrehorade, con quien juzgaba conveniente conversar de cuando en cuando, para no parecer descortés, se me ocurrió decirle:

—Desde luego, ustedes, los del Rosellón, no se asustan de nada. ¡Mira que celebrar una boda en viernes! En París somos más supersticiosos; nadie se atrevería a casarse en viernes.

—¡Dios mío! No me lo diga usted —replicó—. Si de mí hubiera dependido, puede estar seguro de que habría escogido otro día de la semana. Pero M. de Peyrehorade lo ha querido así, y hemos tenido que ceder. Sin embargo, estoy muy preocupada. ¿Y si ocurriera alguna desgracia? Desde luego, tiene que existir alguna razón para que todo el mundo tenga miedo del viernes…

—El viernes —intervino su marido— es el día de Venus. ¡Excelente día para una boda! Ya lo ve usted, mi querido colega, no pienso más que en mi Venus. Y le doy mi palabra de que he escogido el viernes pensando en ella. Mañana, antes de la boda, le sacrificaremos un par de palomas. Si supiera dónde encontrar un poco de incienso…

—¡Cállate ya, Peyrehorade! —le interrumpió su esposa, escandaliza—. ¡Incensar a un ídolo! ¡Qué idea más abominable! ¿Qué dirían de nosotros si te atrevieras a hacer una cosa así?

—Por lo menos —dijo M. de Peyrehorade—, me permitirás que ponga en su cabeza una corona de rosas y de lilas:

Manibus date lilia plenis.

¿Se da usted cuenta, caballero? La Constitución es una filfa. ¿Quién dice que existe la libertad de cultos?

Aquella noche, antes de acostarme, fui informado del horario que regiría al día siguiente. A las diez en punto de la mañana, todo el mundo debería estar listo para la marcha. Después de tomar el chocolate, nos dirigiríamos a Puygarrig en carruaje. El matrimonio civil tendría efecto en la alcaldía del pueblo, y la ceremonia religiosa en la capilla del castillo. Después se serviría un almuerzo ligero. Luego de almorzar, cada uno pasaría el tiempo como mejor pudiera hasta las siete de la tarde. A las siete regresaríamos a Ille, a casa de M. de Peyrehorade, donde cenarían juntas las dos familias. La cena terminaría como es de suponer: no pudiendo bailar, todo el mundo procuraría comer y beber a más y mejor.

Desde las ocho de la mañana me hallaba sentado delante de la Venus, lápiz en ristre, intentando por vigésima vez dibujar la cabeza de la estatua, sin conseguir captar su expresión. M. de Peyrehorade iba y venía a mi alrededor, dándome consejos, repitiéndome sus etimologías fenicias; luego colocaba rosas de Bengala en el pedestal de la estatua, y en tono tragicómico hacía votos por la felicidad de la pareja que iba a vivir bajo su techo. A eso de las nueve entró en la casa para atender a su tocado, y casi al mismo tiempo salió M. Alphonse, embutido en un traje nuevo, con guantes blancos, zapatos relucientes y una rosa en el ojal.

—¿Le hará usted un retrato a mi esposa? —me preguntó, inclinándose sobre mi dibujo—. Ella es también muy bonita.

En aquel momento, en el frontón situado al otro lado del jardín y al que ya hice alusión, se inició un partido de pelota a mano que desde el primer instante atrajo la atención de M. Alphonse. Por mi parte, fatigado y convencido de que me sería imposible fijar los rasgos de aquella diabólica Venus, aparté el dibujo a un lado y me puse a contemplar a los jugadores. Entre ellos habían varios muleros españoles, llegados la víspera. Eran aragoneses y navarros y poseían una sorprendente habilidad en el juego. Los indígenas, a pesar del estímulo que para ellos representaban la presencia y los consejos de M. Alphonse, no tardaron en ser derrotados por aquellos nuevos campeones. Los espectadores nacionales estaban consternados. M. Alphonse miró su reloj. No eran más que las nueve y media. Su madre no estaba aún peinada. No vaciló más: contempló su traje nuevo, se quitó la chaqueta y retó a los españoles. Yo observaba aquella escena sonriendo y un poco sorprendido.

—Hay que mantener en alto el honor del país —me dijo.

En aquel momento me pareció realmente hermoso. Estaba apasionado. Su tocado, que tanto le había preocupado hasta entonces, dejó de existir para él. Unos minutos antes no se hubiese atrevido a volver la cabeza por miedo a que se le torciera la corbata. Ahora, había dejado de pensar en su engomado cabello y en la raya de sus pantalones. ¿Y su prometida? A fe mía, creo que en aquellos instantes no le hubiese importado aplazar su boda. Le vi calzarse rápidamente un par de sandalias, arremangarse las mangas de la camisa y, seguro de sí mismo, ponerse al frente del bando perdedor, como César al frente de sus legiones. Pasé al otro lado del seto y me senté cómodamente a la sombra de un árbol para no perderme detalle del encuentro.

En contra de lo que esperaba todo el mundo, M. Alphonse falló el primer saque; desde luego, la pelota le llegó casi a ras de suelo después de haber sido lanzada con una fuerza sorprendente por un aragonés que parecía ser el jefe de los españoles.

Era un hombre de unos cuarenta años, delgado y nervudo, de más de seis pies de estatura; su piel olivácea tenía un tono casi tan oscuro como el bronce de la Venus.

M. Alphonse profirió una exclamación de furor.

—¡Ese maldito anillo! —gritó—. Me aprieta el dedo y me ha hecho fallar una pelota segura.

Contempló, no sin pesar, su anillo de diamantes, y terminó por quitárselo del dedo: me acerqué a él para recoger el anillo, pero M. Alphonse se dirigió rápidamente hacia la Venus, introdujo el anillo en el dedo anular de la estatua y volvió a ocupar su sitio al frente de sus tropas.

Estaba pálido, pero tranquilo y resuelto. A partir de entonces no tuvo un solo fallo, y los españoles fueron derrotados en toda la línea. Fue un bello espectáculo, que despertó el entusiasmo de los espectadores: unos prorrumpieron en gritos de alegría, lanzando sus gorras al aire; otros se arremolinaron en torno de M. Alphonse, estrechando sus manos y llamándole «orgullo del país». Si hubiera rechazado una invasión, dudo que hubiese recibido felicitaciones más entusiastas y más sinceras. El pesar de los vencidos era un lauro más que añadir a su victoria.

—Ya celebraremos otros partidos, amigo mío —dijo M. Alphonse al aragonés en tono de superioridad—. Pero tendré que daros algunos tantos de ventaja.

Me hubiera gustado que M. Alphonse se mostrara más modesto, y casi me apenó la humillación de su rival.

El gigante español acusó vivamente el insulto. Le vi palidecer bajo su piel morena. Abrió y cerró sus grandes manos varias veces y terminó por murmurar en voz ahogada: «Me lo pagarás».

La voz de M. de Peyrehorade vino a turbar el triunfo de su hijo: mi huésped, sorprendido al no encontrarle dirigiendo el enjaezamiento de la calesa nueva, se sorprendió aún más al verle sudoroso y en mangas de camisa. M. Alphonse corrió hacia la casa, se lavó el rostro y las manos, volvió a ponerse la chaqueta nueva y los zapatos, y cinco minutos después marchábamos al trote por el camino que conducía a Puygarrig.

En el momento en que el cortejo iba a ponerse en marcha hacia la alcaldía, M. Alphonse se golpeó la frente con la mano y me dijo, en voz baja:

—¡Vaya plancha la mía! ¡He olvidado el anillo! ¡Lo he dejado en el dedo de esa Venus, que el diablo se lleve! No se lo diga usted a mi madre, por lo menos. Es posible que no se dé cuenta de nada.

—Podría usted enviar a alguien a buscarlo —le sugerí.

—No, ni pensarlo —respondió M. Alphonse—. Mi criado se ha quedado en Ille y no me fío un pelo de los de aquí. Mil doscientos francos de diamantes son capaces de hacer perder la cabeza a cualquiera. Además, ¿qué pensarían estas gentes de mi distracción? Se reirían de mí. Me llamarían el marido de la estatua… Y no creo que nadie se atreva a robarlo. Afortunadamente, el ídolo infunde mucho miedo a todos estos bergantes. No se atreven a acercarse a un par de metros de la Venus… ¡Bah! No tiene importancia. A fin de cuentas, tengo otro anillo.

Las dos ceremonias, la civil y la religiosa, se llevaron a cabo con la pompa adecuada; y Mlle. de Puygarrig recibió el anillo de una modista de sombreros de París, sin sospechar que su prometido acababa de sacrificar una prenda amorosa. Luego, la gente se sentó a la mesa y se bebió, se comió y se cantó en grande. Pensando en el delicado continente de la novia, aquella ruda alegría me molestaba lo indecible; pero la novia no parecía tan afectada como yo había supuesto, y no se mostraba ni remilgada ni torpe.

Tal vez el valor nos llega con las situaciones difíciles.

El almuerzo terminó cuando Dios quiso. Eran las cuatro de la tarde y los hombres fueron a pasearse por el parque, que era magnífico, o se quedaron a contemplar cómo bailaban las campesinas de Puygarrig ataviadas con sus mejores vestidos, en la explanada del castillo. De este modo pasamos algunas horas. Entretanto, las mujeres revoloteaban alrededor de la recién casada, la cual les mostraba sus regalos de boda. Luego se cambió de vestido, y me di cuenta de que había cubierto sus hermosos cabellos con un sombrerito de plumas, pues nada hay que corra tanta prisa a las mujeres como el ponerse las prendas que la costumbre les prohíbe llevar cuando son solteras.

Eran cerca de las ocho cuando nos dispusimos a regresar a Ille. Pero antes tuvo lugar una escena patética. La tía de Mlle. de Puygarrig, una mujer muy anciana y muy devota que había hecho de madre a la joven, no podía acompañarnos a Ille. En el momento de separarse de su sobrina, le dirigió un emotivo sermón acerca de sus deberes de esposa, sermón que terminó con un torrente de lágrimas y con unos interminables abrazos. M. de Peyrehorade comparó aquella separación al rapto de las Sabinas. Finalmente, nos pusimos en marcha, y durante el camino todo el mundo se esforzó en distraer a la recién casada y hacerla reír; pero los esfuerzos resultaron inútiles.

En Ille nos esperaba la cena. ¡Y qué cena! Si la ruda alegría del almuerzo me había sorprendido, mucho más me sorprendieron los equívocos y las chanzas de que los comensales hicieron objeto a los recién casados, especialmente a la novia. El novio, que antes de sentarse a la mesa había desaparecido unos instantes, estaba pálido y muy serio. Bebía a cada momento el viejo vino de Collioure, un vino casi tan fuerte como el aguardiente. Yo estaba a su lado y me creí obligado a advertirle:

—¡Cuidado, amigo mío!

M. Alphonse me tocó con la rodilla por debajo de la mesa y me dijo, en voz baja:

—Cuando termine la cena… necesito hablar en privado con usted.

Me sorprendió el tono solemne que había adoptado. Le contemplé con atención, y noté la extraña alteración de sus rasgos.

—¿Se encuentra usted mal? —le pregunté.

—No.

Y siguió bebiendo.

Entretanto, en medio de grandes aplausos y aclamaciones, un niño de unos once años, que se había subido en la mesa, mostraba a los comensales una hermosa cinta de color blanco y rosa que acababa de arrancar del tobillo de la desposada. A esa cinta se le da el nombre de «liga de la novia». Inmediatamente fue cortada a pedazos y repartida entre los jóvenes, los cuales prendieron los trozos en los ojales de sus chaquetas, siguiendo una antigua costumbre que se conserva aún en algunas familias patriarcales. La novia enrojeció hasta la raíz del pelo… Pero su turbación llegó al colmo cuando M. de Peyrehorade, tras reclamar silencio, recitó algunas estrofas: «impromptus», las llamó él. Las recitó en catalán, y sólo puedo reproducir su significado, si es que lo entendí bien:

«¿Qué ocurre, amigos míos? ¿Acaso el vino que he bebido me hace ver doble? Aquí hay dos Venus…».

El novio volvió bruscamente la cabeza, con un gesto que provocó la risa general.

—Sí —continuó M. de Peyrehorade—, hay dos Venus bajo mi techo. Una de ellas la encontré en la tierra, como una trufa; la otra, bajada del cielo, acaba de obsequiarnos con su cinturilla.

Quería decir su liga.

—Hijo mío, debes escoger entre la Venus romana y la catalana. Si eres listo, te quedarás con la catalana. La romana es negra; la catalana es blanca. La romana es fría; la catalana inflama todo lo que se acerca a ella.

Este final provocó unos aplausos tan entusiásticos, unas risas tan sonoras, que por un momento creí que el techo se iba a desplomar sobre nuestras cabezas. Alrededor de la mesa no había más que tres rostros serios: los de los recién casados y el mío. Me dolía la cabeza y, además, una boda me pone siempre triste, sin que pueda explicarme el motivo. Por otra parte, desde el primer momento había sentido una extraña prevención contra aquella boda.

Cuando el teniente de alcalde hubo recitado los últimos versos de la velada —unos versos muy poco «poéticos», por cierto—, la gente se reunió en el salón para despedirse de la recién casada, que pronto sería acompañada a su habitación, pues ya era casi medianoche.

M. Alphonse me cogió del brazo y me obligó a seguirle hasta una de las ventanas del salón, alejada del barullo general.

—Sé que va usted a reírse de mí —me dijo—. Pero, no sé lo que me ocurre… ¡Estoy embrujado!

—Vamos, vamos —traté de tranquilizarle—. Lo que sucede es que ha bebido usted demasiado vino de Collioure, mi querido Alphonse. Ya se lo advertí.

—Sí, es posible. Pero me ha sucedido algo mucho más terrible.

Hablaba de un modo entrecortado. Supuse que estaba completamente borracho.

—¿Recuerda usted mi anillo? —me preguntó, después de un breve silencio.

—Sí. ¿Lo han robado?

—No.

—Entonces, lo tiene usted.

—No… Yo… No he podido sacárselo del dedo a esa endemoniada Venus.

—¡Vaya! No habrá tirado usted de él con bastante fuerza.

—Sí… Pero la Venus… la Venus ha doblado el dedo.

Me miró fijamente con expresión malhumorada, y se apoyó en el alféizar de la ventana para no caer.

—¡Qué historia es ésa! —repliqué—. Lo que pasa es que apretó usted demasiado el anillo en el dedo de la estatua. Mañana, con la ayuda de unas tenazas, podrá sacarlo. Pero tenga cuidado y no estropee la estatua.

—¿Es que no lo entiende? Le digo a usted que la Venus ha doblado el dedo, ha cerrado la mano… Ahora es mi esposa, puesto que le coloqué el anillo de desposada… Y no quiere soltarlo.

Sentí un repentino escalofrío, y por un instante se me puso la carne de gallina. Luego, M. Alphonse suspiró profundamente y con su aliento me llegó una tufarada a vino. Toda emoción desapareció como por ensalmo.

«¡Desgraciado! —pensé—. Está borracho como una cuba».

—Usted es anticuario, caballero —continuó M. Alphonse con voz lastimera—. Habrá visto muchas de esas estatuas… y tal vez exista algún resorte, algún mecanismo… Si quisiera usted comprobarlo…

—De buena gana —asentí—. Vamos.

—No, preferiría que fuera usted solo.

Salí del salón.

El tiempo había cambiado durante la cena y la lluvia empezaba a caer con fuerza. Estaba a punto de ir a pedir un paraguas, cuando me detuve a pensar en la situación. Sería una gran estupidez por mi parte, me dije, ir a comprobar lo que me había dicho un hombre borracho. Entraba en lo posible que M. Alphonse quisiera hacerme objeto de una broma pesada, para que aquellos honrados provincianos tuvieran ocasión de reírse de un parisiense; y lo menos que podía sucederme era que me calara hasta los huesos y pillara un fuerte resfriado.

Desde la puerta, contemplé la estatua chorreante de agua y subí a mi habitación sin volver a entrar en el salón. Me acosté; pero el sueño tardó en acudir a mis párpados. Pensé en los acontecimientos de aquella jornada. Pensé en aquella joven tan hermosa y tan pura. No existe nada tan odioso, me dije, que un matrimonio de conveniencia. Dos seres que no se aman, ¿qué pueden decirse llegado el momento que dos amantes comprarían al precio de sus vidas?

En el curso de todos estos pensamientos, que resumo para no cansar al lector, había oído muchas idas y venidas en el interior de la casa, puertas que se abrían y cerraban, pasos que se alejaban hacia el extremo del pasillo opuesto a mi habitación. Se trataba, probablemente, de las mujeres que acompañaban a la desposada a su cámara nupcial. Luego, los pasos volvieron a acercarse y descendieron la escalera.

La casa había quedado sumergida en un profundo silencio. Pero, al cabo de un rato, alguien que andaba pesadamente subió la escalera. Los peldaños de madera crujieron fuertemente.

«¡Vaya un estúpido! —exclamé—. No me extrañaría nada que cayera rodando por la escalera».

Todo volvió a quedar tranquilo. Cogí un libro para variar el curso de mis ideas. Era una estadística del Departamento, que incluía una Memoria de M. de Peyrehorade acerca de los monumentos druídicos del distrito de Prades. Al llegar a la tercera página me quedé adormilado.

Dormí muy mal y me desperté varias veces. A eso de las cinco de la mañana, cuando cantó el gallo, llevaba ya veinte minutos desvelado. Iba a empezar un nuevo día. Entonces oí claramente el mismo andar pesado, el mismo crujir de los peldaños de madera que había oído antes de quedarme dormido. La cosa me intrigó. Me pregunté por qué se levantaría tan temprano M. Alphonse. No hallé ninguna respuesta que me pareciera plausible. Iba a cerrar de nuevo los ojos, cuando oí un fuerte rumor de pasos, seguidos del sonar de campanillas y del estrépito de puertas que se abrían y cerraban violentamente. A continuación, me pareció que alguien estaba gritando.

«¡El borracho habrá prendido fuego a la casa!», me dije, saltando rápidamente de la cama.

Me vestí a toda prisa y salí al pasillo. Del extremo opuesto llegaban gritos y lamentos, y una voz estridente que dominaba a todas las demás: «¡Hijo mío! ¡Hijo mío!». Era evidente que a M. Alphonse le había ocurrido alguna desgracia. Corrí hacia la cámara nupcial: estaba llena de gente. Mis ojos se clavaron, asombrados, en el joven tendido de través sobre la cama, uno de cuyos barrotes se había partido en dos. Estaba pálido, inmóvil. Junto a él, su madre lloraba y gritaba. M. de Peyrehorade, inclinado sobre su hijo, le frotaba las sienes con agua de colonia, le ponía un frasco de sales debajo de la nariz. ¡Todo inútil! M. Alphonse estaba muerto desde hacía mucho rato. En el otro extremo de la habitación, la desposada, tendida sobre un sofá, era presa de horribles convulsiones. Profería gritos inarticulados, y dos robustas sirvientas se las veían y se las deseaban para sujetarla.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Qué ha sucedido?

Me acerqué a la cama y traté de alzar el cuerpo del desgraciado joven; estaba ya rígido y frío. Sus apretados dientes y la contracción de sus rasgos indicaban que había muerto en medio de una espantosa agonía. No cabía duda de que había fallecido de muerte violenta. Sin embargo, en sus vestidos no se veía una sola gota de sangre. Desabroché su camisa y vi sobre su pecho una mancha violácea que se extendía de una parte a otra, como si hubiesen apretado su tórax con un dogal de acero. Mi pie se posó sobre un objeto duro caído en la alfombra; me incliné y vi que se trataba del anillo de diamantes.

Acompañé a M. de Peyrehorade y a su esposa a su habitación; luego hice que llevaran a ella a la desposada.

—No olviden ustedes que ahora tienen una hija y que deben velar por ella —les dije. Y les dejé solos.

No me cabía ninguna duda de que M. Alphonse había sido la víctima de un asesinato, cuyos autores habían encontrado el modo de introducirse durante la noche en la alcoba de la recién casada. Sin embargo, la mancha violácea en el pecho del cadáver me intrigaba sobremanera, ya que su dirección circular descartaba la posibilidad de que hubiera sido producida por un bastón o una barra de hierro. De pronto, recordé haber oído decir que los matones de Valence utilizaban unos largos saquitos de cuero llenos de arena para liquidar a sus enemigos. Al mismo tiempo, me acordé del mulero aragonés y de su amenaza; pero, con todo, me resultaba difícil admitir que una broma sin importancia hubiera inducido a aquel hombre a vengarse de un modo tan terrible.

Recorrí la casa, buscando algún lugar que hubiese sido violentado para introducirse en ella, y no pude descubrirlo. Bajé al jardín, para ver si los asesinos habían podido entrar por allí; pero mis pesquisas fueron igualmente vanas. La lluvia caída la víspera, por otra parte, había encharcado el suelo de modo que toda posible huella había desaparecido. Sin embargo, conseguí descubrir la impronta de unos pasos hundidos profundamente en el suelo. Iban en dos direcciones contrarias, pero sobre una misma línea, partiendo del ángulo del seto contiguo al frontón y prolongándose hasta la puerta principal de la casa. Podían ser los pasos de M. Alphonse cuando salió a buscar su anillo de diamantes. Por otro lado, el seto tenía en aquel punto mucha menos altura que en los otros lugares y los asesinos debieron franquearlo por allí. Pasando y volviendo a pasar ante la estatua, me detuve unos instantes a contemplarla. Esta vez, lo confieso, no pude evitar un estremecimiento al ver la expresión de irónica maldad de aquel rostro; y con la mente aún llena de las escenas horribles de que acababa de ser testigo, me pareció que la diosa infernal se regocijaba del infortunio que se había abatido sobre la casa.

Volví a mi habitación y permanecí en ella hasta mediodía. Entonces salí y pedí noticias de mis huéspedes. Estaban un poco más tranquilos. Mlle. de Puygarrig, mejor dicho, la viuda de M. Alphonse, había recobrado el conocimiento. Había hablado incluso con el juez de Perpiñán, a la sazón en Ille, que había tomado declaración a la muchacha. También me pidió la mía. Le dije todo lo que sabía, sin ocultarle mis sospechas contra el mulero aragonés. El juez ordenó inmediatamente la detención de aquel hombre.

—¿Ha sacado usted alguna conclusión de la declaración de Mme. Alphonse? —le pregunté al magistrado.

—Sí; que esa desdichada joven se ha vuelto loca —me respondió, moviendo compasivamente; la cabeza—. Loca de remate. Juzgue usted mismo por lo que me ha contado.

«Hacía unos minutos que se había acostado —dice—, cuando se abrió la puerta de la habitación y alguien entró en ella. Mme. Alphonse estaba con el rostro vuelto hacia la pared y no se movió, convencida de que el recién llegado era su marido. Al cabo de un rato, el lecho gimió como si acabara de recibir un peso enorme. Mme. Alphonse estaba muy asustada, pero no se atrevió a volver la cabeza. Pasaron cinco, tal vez diez minutos… no puede precisarlo con exactitud. Mme. Alphonse hizo un movimiento involuntario, o quizá lo efectuara la persona tendida en la cama, el caso es que notó el contacto de algo tan frío como el hielo, según sus propias palabras Se tapó con el embozo, temblando de los pies a la cabeza. Poco después volvió a abrirse la puerta y entró alguien, diciendo: “Buenas noches, pequeña”. Y casi inmediatamente se alzaron las cortinas y penetró en la estancia la claridad de la luna. Mme. Alphonse oyó un grito ahogado. La persona que estaba tendida en la cama, a su lado, se incorporó y pareció extender los brazos hacia delante. En aquel momento, Mme. Alphonse volvió la cabeza… y vio, según dice, a su marido arrodillado junto a la cama, con la cabeza a la altura de la almohada, entre los brazos de un gigante verdoso, que le abrazaba furiosamente. Me repitió veinte veces, ¡pobrecilla!, que reconoció… ¿A que no adivina usted a quién? ¡A la Venus de Bronce, la estatua de M. de Peyrehorade! Desde que fue descubierta, todo el mundo sueña con ella. Pero, volvamos al relato de la desdichada loca. Ante aquel espectáculo, perdió el conocimiento, y probablemente al cabo de unos instantes había perdido la razón. No puede precisar en modo alguno cuánto tiempo permaneció desvanecida. Al volver en sí vio de nuevo al fantasma, o a la estatua, como ella dice, con la parte inferior del cuerpo en la cama y el busto extendido hacia delante, sosteniendo entre sus brazos a su marido, inmóvil. En aquel momento cantó un gallo. La estatua se bajó de la cama, dejó caer el cadáver y se marchó. Mme. Alphonse agitó desesperadamente el cordón de la campanilla, y el resto ya lo conoce usted».

Cuando trajeron al español, éste parecía muy tranquilo y se defendió con mucha sangre fría y presencia de ánimo. No negó haber proferido amenazas contra M. Alphonse, pero se justificó diciendo que al afirmar que su vencedor «se las pagaría», había querido decir que al día siguiente, más descansado, le derrotaría. Recuerdo que añadió:

—Un aragonés, cuando se siente ofendido, no espera a la noche para vengarse. Si yo hubiera creído que M. Alphonse trataba de insultarme, le hubiera rajado con mi navaja allí mismo.

Se compararon sus zapatos con las huellas de pasos impresas en el jardín: los zapatos del aragonés eran mucho más grandes.

El dueño de la fonda donde se hospedaba el español, por su parte, afirmó que su huésped se había pasado toda la noche atendiendo a uno de sus mulos, que estaba enfermo.

Y, finalmente, el aragonés gozaba de una excelente reputación en toda la comarca, a la que acudía todos los años en visita de negocios. Por lo tanto, hubo que soltarle tras pedirle disculpas.

Me olvidaba de la declaración de un criado que fue la última persona que vio vivo a M. Alphonse. Fue en el momento en que iba a subir a la habitación de su mujer. Al ver al criado, le preguntó si sabía dónde estaba yo. Parecía preocupado. El criado respondió que no me había visto. Entonces, M. Alphonse suspiró, permaneció un largo rato en silencio y, finalmente, dijo: «¡Vaya! ¡Se lo habrá llevado también el diablo!».

Le pregunté al criado si M. Alphonse llevaba en aquel momento el anillo de diamantes. El hombre se quedó pensando unos instantes y terminó por decir que le parecía que no, que por lo menos él no se había dado cuenta.

—Desde luego —añadió—, si M. Alphonse hubiese llevado el anillo, no habría dejado de llamarme la atención, ya que estaba convencido de que se lo había entregado a Mme. Alphonse.

Al interrogar a ese hombre sentí que me invadía un poco del terror supersticioso que la declaración de Mme. Alphonse había difundido por la casa. El juez se me quedó mirando, con una irónica sonrisa, y no quise insistir.

Unas horas después de celebrarse el entierro de M. de Alphonse me disponía a marcharme de Ille. El carruaje de M. de Peyrehorade debía llevarme hasta Perpiñán. A pesar de lo débil que se encontraba, el pobre viejo quiso acompañarme hasta la verja del jardín. Lo cruzamos en silencio; el anciano andaba con dificultad, apoyándose en mi brazo. En el momento de separamos, dirigí una última mirada a la Venus. Estaba seguro de que mi huésped, aunque no compartiera los supersticiosos temores que la estatua inspiraba al resto de su familia, desearía desprenderse de un objeto que le recordaría sin cesar una espantosa desgracia. Pensaba sugerirle que la regalara a un museo. Me disponía a hablarle del asunto, cuando M. de Peyrehorade volvió maquinalmente la cabeza hacia el lugar donde yo estaba mirando. Al ver la estatua, se deshizo en lágrimas. Lo abracé y, sin atreverme a pronunciar una sola palabra más, subí al carruaje que me aguardaba.

Desde entonces, no ha llegado a mi conocimiento nada capaz de proyectar un poco de luz sobre aquella misteriosa catástrofe.

M. de Peyrehorade falleció unos meses después de la muerte de su hijo. En su testamento me legó todos sus manuscritos, que tal vez algún día me decida a publicar. Pero entre ellos no encontré la Memoria acerca de las inscripciones de la Venus.


P-S
. Mi amigo M. de P. acaba de escribirme desde Perpiñán, diciéndome que la estatua ya no existe. Después de la muerte de su marido, lo primero que hizo Mme. de Peyrehorade fue mandar fundir la estatua y convertirla en una campana, que regaló a la iglesia de Ille. Pero, añade M. de P., parece que la desgracia persigue a los que poseen ese bronce. Desde que en Ille suena aquella campana, los viñedos se han helado dos veces.

(1835)

Prosper Mérimée - La Venus de Ille
  • Autor: Prosper Mérimée
  • Título: La Venus de Ille
  • Título Original: La Vénus d’Ille
  • Publicado en: Revue des deux Mondes, mayo de 1837
  • Traducción: Alfredo Herrera – José María Aroca

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