«El funerario», cuento de Ray Bradbury publicado en 1947, narra la historia de Mr. Benedict, un hombre que dirige un negocio funerario, una iglesia y un cementerio, todos en la misma ubicación. Benedict siente un profundo complejo de inferioridad y pasa sus días soportando el desprecio y los insultos de los vecinos del pueblo. En su vida diaria, Benedict se muestra sumiso y no responde a las provocaciones, pero su verdadera naturaleza se revela durante las noches, en la soledad de su funeraria, donde se cobra venganza de todas las ofensas, reales o imaginarias, que le han propinado.
El funerario
Ray Bradbury
(Cuento completo)
El señor Benedict salió de su vivienda. Se quedó de pie en el porche, tímido y sintiéndose inferior a los demás. Un perrito pasó trotando, con mirada astuta; tanto, que el señor Benedict no se atrevió a sostenerla. Un chiquillo atisbó a través de la verja de hierro forjado que rodeaba el cementerio, al lado de la iglesia, y el señor Benedict parpadeó bajo la penetrante curiosidad del niño.
—Usted es el hombre de los funerales —le espetó la criatura.
Sintiéndose muy bajo y rastrero, el señor Benedict no contestó.
—¿Es suya la iglesia? —volvió a la carga el crío.
—Sí —fue la respuesta del señor Benedict.
—¿Y la funeraria?
—También.
—¿Y el cementerio, las losas y las tumbas?
—También —repitió el señor Benedict, con cierto orgullo.
Era verdad. Y asombroso, al mismo tiempo. Una racha de buena suerte, que le había mantenido muy ocupado durante largas noches muchos años atrás. Primero, había edificado la iglesia y el patio, con unas cuantas tumbas cubiertas de musgo, cuando los baptistas se trasladaron a la parte alta de la población. Después, construyó una pequeña funeraria, de estilo gótico, naturalmente, y la cubrió de hiedra; añadiendo una vivienda para él, al fondo. La muerte le resultaba muy conveniente al señor Benedict. Hacia entrar y salir a las personas de la funeraria y la iglesia con un mínimo de confusión y un máximo de bendición sintética. ¡No había necesidad de ninguna procesión en el funeral! Esto era también lo que declaraba su anuncio en el periódico de la mañana. Salir de la iglesia y a la tierra, con la misma suavidad de un silbido. ¡Además, sólo se usaban los mejores balsámicos!
El niño continuaba mirándolo y el señor Benedict se sintió como una vela apagada por el viento. Era tan inferior… Todo lo que vivía o se movía lo ponía melancólico y cariacontecido. Continuamente estaba diciendo «sí» a la gente, sin atreverse a discutir, objetar o decir «no». Fuese con quien fuese, si el señor Benedict encontraba a alguien en la calle, le miraba la nariz, contemplaba las orejas o examinaba el cabello con sus ojillos tristones, que nunca miraban en línea recta y cogía la mano de su interlocutor entre las suyas, tan frías, como si se tratase de un precioso don, diciendo:
—Es usted, señor, definitiva, irrevocable, completamente correcto.
Pero cuando hablaba con alguien, jamás escuchaba lo que el otro le decía.
—¡Vaya —exclamó, de pie en el porche—, eres un chiquillo delicioso!
Tenía miedo de no acabar de gustarle del todo al niño.
El señor Benedict descendió los peldaños del porche y cruzó la verja sin volverse a mirar ni una sola vez su funeraria. Aplazaba este placer para más tarde. Era muy importante que las cosas viniesen paso a paso. De nada le serviría ahora pensar en los cuerpos que esperaban el servicio de su talento allí dentro. No, era mejor seguir su rutina diaria. Y con esto empezaba su conflicto.
Sabía exactamente hasta qué punto podía y debía encolerizarse. La mitad del día la pasaba yendo de un sitio a otro de la población, permitiendo que la superioridad de sus convecinos lo apabullasen, dejando que su propia inferioridad le disolviese, lo bañase en sudor, oprimiese su corazón y pusiese nudos en su cerebro.
Habló con el señor Rodgers, el farmacéutico, con una charla ociosa, sin sentido. Y se guardó todos los insultos, entonaciones maliciosas y los pequeños dardos que aquél le dedicó. El señor Rodgers siempre tenía algo desagradable que decir respecto a un funerario.
—¡Ja, ja! —rio el señor Benedict al escuchar un chiste contra sí mismo, a pesar de que hubiera querido llorar de rabia.
—Entonces, usted es un témpano de hielo —terminó el señor Rodgers aquella mañana.
—¡Un témpano de hielo! —repitió el señor Benedict—. ¡Ja, ja!
Fuera de la farmacia, el señor Benedict se tropezó con el señor Stuyvesant, el contratista. El señor Stuyvesant consultó su reloj para calcular cuánto tiempo podía dedicarle a Benedict antes de acudir a una cita.
—¡Oh, hola, Benedict! —gritó Stuyvesant—. ¿Qué tal va el negocio? Seguro que pones en él todo tu empeño. ¿No es verdad? Debes defenderlo con uñas y dientes…
—Sí, sí —rio vagamente el señor Benedict—. ¿Y sus negocios qué tal van, señor Stuyvesant?
—¡Oh!, ¿cómo tienes las manos tan frías, Benny, querido muchacho? Vaya apretón de manos tan helado… ¡Seguro que te has enfriado embalsamando a una mujer frigorizada! ¡Ja, Ja, no está mal! ¿Has oído lo que he dicho? —vociferó el señor Stuyvesant, palmeteándole la espalda.
—¡Bueno, bueno! —asintió el señor Benedict—. Hace un buen día, ¿verdad?
Y así continuó, persona tras persona. El señor Benedict, yendo de un conocido a otro, era el lago en el que todos rehusaban arrojarse. La gente empezaba con piedrecitas y cuando el señor Benedict no protestaba o se quejaba, empezaban a tirarle cascotes y ladrillos o una roca. No había fondo en el señor Benedict, ni chapoteo ni reacción alguna. El lago nunca contestaba.
A medida que fue transcurriendo el día, el señor Benedict fue enfureciéndose más, y se consideró más desvalido; y mientras iba de casa en casa y mantenía más charlas y conversaciones, más se odiaba a sí mismo con verdadero masoquista placer. Pero lo que lo alentaba a proseguir era el recuerdo de los placeres que le aguardaban aquella noche. Por esto se dejaba infligir todos aquellos insultos, y saludaba a aquellos necios, estrechándoles la mano como si fuesen bizcochos sacudidos ante su estómago, no deseando sino ser zaherido por todos.
—¡Vaya, ya estás aquí, cortador de carne! —le acogió el señor Flinger, el confitero—. ¿Cómo están todas las reses de tu ganado?
Todo le inducía a sentir un enorme complejo de inferioridad. Con una andanada final de insultos, el señor Benedict miró su reloj de pulsera, dio media vuelta y atravesó corriendo el pueblo. Se hallaba ya en la cúspide, completamente dispuesto ya para el trabajo, para lo que tenía que hacer y para disfrutar con ello. ¡La peor parte del día había concluido, la buena empezaba ahora!
Subió afanosamente los peldaños del porche de la funeraria. La estancia parecía estar nevada. Había en ella colinas blancas y delineaciones pálidas de cosas recostadas bajo sábanas, en la penumbra.
La puerta se abrió bruscamente.
El señor Benedict enmarcado en una asombrosa claridad, se paró en el umbral, erguida la cabeza, una mano levantada como en un saludo dramático, y la otra apoyada, en el picaporte, con una rigidez muy forzada.
Era el amo de las marionetas al llegar a casa.
Estuvo un minuto largo en el centro de su teatro. En su cabeza, tal vez, resonaban los aplausos. No se movió, pero abatió la cabeza, como apreciando el clamor de su invisible auditorio.
Cuidadosamente, se quitó la chaqueta, la colgó, se puso una bata blanca, abrochó los puños con eficiencia profesional, después se lavó las manos, y contempló a su alrededor a sus buenos amigos.
Había sido una buena semana, y bajo las sábanas había una colección de reliquias familiares, por lo que mientras estaba de pie ante ellas, el señor Benedict se sintió crecer y crecer… dominándolas a todas con su estatura.
—¡Como Alicia en el País de las Maravillas! —gritó sorprendido—. ¡Más alto, más alto! ¡Más curioso, más curioso!
Flexionó las manos fuera y arriba.
Jamás podía dominar su incredulidad inicial cuando se hallaba allí dentro con los muertos. Se sentía deleitado y asombrado al descubrir que allí él era el amo de la gente, el que podía hacer lo que quería con los hombres, y éstos tenían, por necesidad, que mostrarse corteses y colaboradores con él. No podían echar a correr. Y ahora, como en otros días pasados, se sentía sereno, sosegado, y creciendo, creciendo como Alicia.
—¡Oh, tan alto… tan alto… tanto… hasta que mi cabeza… choque… contra el techo!
Paseó por entre aquella compañía de ensabanados. Sentía lo mismo que cuando volvía de ver una película por la noche: muy poderoso, muy alerta, muy seguro de sí mismo. Sabía que todo el mundo lo contemplaba al abandonar el cine, y que él era guapo, muy correcto y muy bravo, y todo lo que era el protagonista de la película, con su voz tan resonante, tan persuasiva, que le daba derecho a erguir la cabeza, enarcar las cejas y taconear fuertemente con el bastón. Y a veces esta hipnosis producida por las películas le duraba hasta llegar a casa, persistiendo incluso durante el sueño. Eran éstas las dos únicas veces en su vida en que se sentía milagroso y perfecto: en el cine y aquí… en su propio teatro, productor de frío.
Anduvo por entre las filas de durmientes, con cada nombre anotado en una cartulina blanca.
—Señora Walters, señor Smith, señorita Brown, señor Andrews… ¡Ah, buenas tardes a todos!
Benedict se paró ante un cuerpo.
—¿Cómo está hoy, señora Shellmund? —preguntó, levantando una sábana como quien busca un crío bajo una cama—. Está usted espléndida, mi querida dama.
La señora Shellmund, en vida, jamás le había dirigido la palabra, pasando por el lado del señor Benedict como una estatua provista de patines ocultos bajo su falda, lo cual le daba un porte muy elegante e imperturbable.
—Mi querida señora Shellmund —continuó el señor Benedict, atrayendo una silla y contemplando a la muerta a través de una lupa—. ¿Se da usted cuenta, señora mía, de la condición sebácea de sus poros? En vida, era usted como de cera. Un trastorno de los poros, repito. Aceite, grasa y granos. Una dieta muy rica en grasas, señora Shellmund, éste fue su mal. Y demasiados pasteles, caramelos y fritangas. Siempre se enorgullecía de su cerebro, señora Shellmund, juzgándome como un penique bajo la planta de su pie, o menos todavía. Y mientras tanto, se entregó usted a las delicias de las limonadas, los gintonics y las sodas… y se creyó usted tan superior a todo, que ya ve lo que ahora le ocurre, saliera Shellmund…
Realizó en la muerta una operación perfecta. Cortándole el cuero cabelludo en circulo, le alzó el cráneo y le quitó su cerebro. Después, preparó una mezcla de caramelos de todos los colores, junto con terrones de azúcar, y lo embutió todo dentro del cráneo vacío, junto con una tarjetita que en rojo decía: «Dulces sueños». Acto seguido, colocó la tapa del cráneo en su lugar, así como el cuero cabelludo, lo cosió todo y ocultó las costuras con cera y polvos.
—¡Ya está! —exclamó en voz alta al terminar.
A continuación, se trasladó a la mesa contigua.
—Buenas tardes, señor Wren, buenas tardes. ¿Cómo está hoy su odio racial, señor Wren? ¡Oh, puro, blanco y limpísimo señor Wren! Tan blanco como la nieve, como el lino, es usted, señor Wren. El hombre que odiaba a los judíos y los negros. A las minorías, señor Wren, a las minorías —le apartó la sábana—. Señor Wren, mire a un miembro de una minoría. Yo. La minoría de los inferiores, de los que sólo hablan en susurros, de los que temen hablar en voz alta, de los que se asustan por todo, hasta de los ratones. ¿Sabe qué voy a hacer con usted, señor Wren? Primero, le sacaré toda la sangre, mi intolerante amigo —la sangre fue extraída—. Y ahora… la inyección de, como usted decía, el líquido embalsamador.
Y el señor Wren, blanco como un campo de nieve, puro como el lino, permaneció inmóvil mientras el líquido iba entrando en su cuerpo.
El señor Benedict se echó a reír.
El señor Wren se volvió negro; negro como el carbón, negro como la noche.
El líquido embalsamador era… tinta.
—¡Hola, Edmund Worth! ¡Vaya cuerpo tan magnifico tenía Worth! Poderoso, con músculos recios de hueso a hueso, y un pecho como una roca. Las mujeres se habían quedado sin habla al pasar él, los hombres le habían contemplado con envidia, esperando poder tener aquel mismo cuerpo una noche, llegar a casa y darles a sus esposas una agradable sorpresa. Pero el cuerpo de Worth siempre había sido suyo solamente, aplicándolo a las tareas y placeres que le convertían en tópico de todas las conversaciones entre las personas que gustaban del pecado.
—Y ahora, estás aquí —afirmó el señor Benedict, contemplando aquel espléndido cuerpo con placer. Por un momento, se abismó en el recuerdo de su propio cuerpo en tiempos pretéritos.
Una vez intentó estrangularse con una cuerda colgada de un travesaño, pasada por debajo de la barbilla e izándose hacia arriba, esperando añadir una pulgada a su ridícula estatura. Para contrarrestar su pálida tez había estado tendido al sol, pero lo único que consiguió fue quemarse y que la piel le cayese a escamas, dejándole sólo otra piel más sensible y pálida debajo. ¿Y qué podía hacer con los ojillos desde los que atisbaba su cerebro? Unos ojos pequeños, entrecerrados, muy juntos, vidriosos. Y la diminuta boca… Es posible repintar casas, quemar basuras, salir de un barrio pobre, matar a la madre, comprar ropas nuevas, un coche, ganar una fortuna, cambiar todo cuanto te rodea por cosas nuevas. ¿Pero qué puede hacerse cuando te sientes atrapado como el queso en la garganta de un ratón? De este modo, su propio ambiente había traicionado al señor Benedict; su propia piel, su propio color, su propia voz no le daban la menor oportunidad para moverse en el mundo brillante y vasto, donde los hombres barbillean a las mujeres, besándoles la boca, estrechando también las manos de los amigos y fuman cigarros aromáticos.
Pensando de esta manera, el señor Benedict se irguió sobre el magnífico cuerpo de Edmund Worth.
Le cortó la cabeza, la colocó en un ataúd sobre una pequeña almohada de satén, cara arriba, y luego puso ciento noventa libras de ladrillos dentro del mismo ataúd, metiendo unos cojines dentro de una chaqueta negra, con una camisa blanca y una corbata para fingir la parte superior del cadáver, y cubrió el conjunto con un paño de terciopelo negro, hasta la barbilla.
La ilusión era perfecta.
Luego metió el cuerpo dentro de un frigorífico.
—Cuando yo muera, dejaré una orden específica, señor Worth, para que me corten la cabeza y la entierren con su cuerpo. Por entonces, tendré ya un ayudante que ejecutará este acto por dinero. Ya que en vida no he podido poseer un cuerpo que incite al amor, al menos lo tendré en muerte muchas gracias.
Y atornilló la tapa del ataúd sobre Edmund Worth.
Puesto que la costumbre del pueblo era que la gente fuese enterrada con los ataúdes cerrados durante el servicio, ello le daba oportunidad al señor Benedict de vengar sus represiones con sus desvalidos huéspedes. Metía a algunos en los ataúdes boca abajo, otros boca arriba, o en posturas obscenas. Se divirtió mucho una vez con un grupo de solteronas que murieron una tarde en un accidente de coche cuando se dirigían a tomar el té. Eran unas charlatanas muy famosas, que siempre habían juntado sus cabezas para sus maliciosos comentarlos. Lo que no supo la gente que asistió al funeral (los tres ataúdes estaban cerrados), era que, como en vida, las tres mujeres estaban embutidas en una sola caja, con las cabezas juntas eternamente, a fin de que pudieran seguir murmurando fría, petríficamente. Los otros dos ataúdes estaban llenos de guijarros, conchas y retazos de tela. Fue un servido estupendo. Todo el mundo lloró.
—¡Éstas, tres pobres mujeres inseparables, separadas por fin!
Todos, todos sollozaban.
—Sí —afirmaba el señor Benedict, hurtando el semblante y fingiendo un profundo dolor.
Como no le faltaba el sentido de justicia, el señor Benedict enterró a un hombre muy ricachón completamente desnudo. A un pordiosero lo enterró envuelto en una túnica dorada, con monedas de cinco dólares por botones y otras de veinte en cada párpado. A un abogado no lo enterró, sino que lo incineró, y su ataúd sólo contenía el cuerpo de un gato montés que había cazado un domingo el señor Benedict.
El señor Benedict, mientras tanto, iba de un cadáver a otro, hablando con todas las figuras ensabanadas, y contándoles su secreto. El último cuerpo del día era de un tal Merriwell Blythe, un anciano que sufría comas y catalepsia. El señor Blythe ya había estado varias veces a punto de ser enterrado, pero en cada una había revivido a tiempo de impedir aquella catástrofe.
El señor Benedict apartó la sábana de la cara del señor Blythe.
El señor Merriwell Blythe entreabrió los párpados.
—¡Ah! —gritó el señor Benedict, dejando caer la sábana.
—¡Eh! —chilló la voz debajo la tela.
El señor Benedict cayó contra la losa, sintiéndose de repente sobrecogido de espanto, enfermo.
—¡Sáqueme de aquí! —continuó la voz del señor Merriwell Blythe.
—¡Está usted vivo! —murmuró el señor Benedict, volviendo a apartar la sábana.
—¡Oh, las cosas que he oído, las cosas que he tenido que oír durante esta última hora! —vociferó el anciano sobre la losa, y girando los ojos, en su espanto—. Aquí encima, sin poder moverme, y escuchando su insano monólogo… ¡Oh, monstruo! ¡Monstruo de maldad, sáqueme de aquí! ¡Iré a ver al mayor, al consejo de la ciudad, a todo el mundo…! ¡Maldito, maldito monstruo! ¡Sádico, malvado, asesino, espere a que cuente todo lo que ahora sé de usted! —añadió el viejo—. ¡Sáqueme de aquí!
—¡No! —exclamó el señor Benedict, cayendo de hinojos.
—¡Oh, canalla! —sollozó el señor Merriwell Blythe—. ¡Pensar que eso ha estado sucediendo en nuestra ciudad durante tantos años, sin que supiésemos las terribles iniquidades que usted cometía con los cadáveres! ¡Oh, monstruo!
—¡No! —sollozó el señor Benedict, tratando de levantarse, volviendo a caer y pálido de terror.
—¡Las atrocidades de que ha blasonado y las que ha cometido! —agregó el señor Blythe, con sequedad despreciativa.
—Lo siento —susurró el señor Benedict.
El anciano trató de incorporarse.
—¡No! —gritó el funerario, sujetándolo fuertemente.
—¡Suélteme! —forcejeó el anciano.
—¡No! —repitió el señor Benedict. Cogió a continuación una jeringa hipodérmica y pinchó al anciano en un brazo.
—¡Monstruo! —le escupió al rostro el señor Blythe, y luego volvió la mirada hacia todas las figuras postradas bajo las sábanas, que le rodeaban—. ¡Eh, vosotros! ¡Ayudadme! —volvió la cabeza hacia la ventana, por la que se divisaba la iglesia y el camposanto con las tumbas y las cruces—. ¡Los que estáis ahí, bajo las piedras, ayudadme! ¡Escuchadme! —el viejo cayó hacia atrás, saliendo de sus apretados labios un débil silbido. Sabía que se estaba muriendo—. ¡Escuchadme todos! —exclamó, atropelladamente—. Este infame me ha asesinado, y vosotros, vosotros, todos vosotros, habéis sido también sus víctimas. ¡No lo aceptéis! ¡No le permitáis que vuelva a burlarse de nadie más! —el anciano se pasó la lengua por los labios para humedecerlos, sintiéndose más débil a cada momento—. ¡Hacedle algo!
—¡No pueden hacerme nada! —proclamó el señor Benedict, inmóvil y muy pálido—. ¡No pueden! ¡Sé que no pueden!
—¡Salid de vuestras tumbas! —articuló penosamente el moribundo—. ¡Ayudadme! ¡Esta noche o mañana, pero pronto, salid y acabad con él, con este canalla tan terrible!
Y el señor Merriwell Blythe se anegó en llanto.
—Es usted un necio —murmuró el señor Benedict—, se está muriendo y sólo dice majaderías —pero apenas podía mover los labios, y sus ojos estaban desmesuradamente abiertos—. Vamos, muérase de una vez, maldito.
—¡Todos fuera! —gritó el viejo—. ¡Todos fuera! ¡Ayudadme!
—¡Por favor, cállese! —le suplicó el señor Benedict—. ¡No quiero oírlo más!
De pronto, la estancia se oscureció. Era de noche. Era muy tarde. El anciano continuó murmurando, cada vez más débilmente. Por fin, sonriendo, dijo:
—¡Todos han sufrido por usted, canalla, pero esta noche sé que harán algo!
Y el anciano falleció.
La gente afirmó que aquella noche se había producido una explosión en el cementerio. O más bien, una serie de explosiones, una mescolanza de cosas muy raras, un movimiento, una violencia, un desvarió. Hubo mucha luz y relámpagos, y lluvia, y las campanas de la iglesia tocaron a rebato, cayeron piedras, unas bocas lanzaron terribles juramentos, y los objetos volaron por el aire; hubo una persecución, un griterío, muchas sombras, todas las luces de la funeraria encendidas, y en su interior cosas que se movían, frenética, agitadamente; ventanas desquiciadas, puertas arrancadas de sus goznes, hojas caídas de los árboles, verjas desconchadas, y al final una visión del señor Benedict corriendo, desapareciendo; las luces se apagaron, y se oyó un alarido que sólo pudo lanzar el señor Benedict.
Después… nada. Silencio.
La gente de la población entró en la funeraria a la mañana siguiente. Registraron la estancia y la iglesia adyacente, y al final salieron al cementerio.
Allí no hallaron más que sangre, una inmensa cantidad de sangre, que lo salpicaba todo, como si hubiese caído del cielo por la noche.
Pero ni la menor señal del señor Benedict.
—¿Dónde estará? —se preguntaban todos, confundidos.
Pero por fin tuvieron una respuesta.
Vagando por entre las tumbas, llegaron a la sombra de unos árboles, donde las losas, una a una, eran muy viejas y estaban carcomidas por el tiempo. Ningún pájaro cantaba en los árboles. El sol, que finalmente, había conseguido atravesar los espesos ramajes, era como una bombilla incandescente, débil, teatral, increíble.
Se detuvieron delante de una tumba.
—¡Aquí está! —exclamaron.
Se inclinaron para examinar más de cerca la losa cubierta de musgo, y lanzaron un alarido general.
Recientemente grabado sobre la losa, como por unos dedos muy débiles (en realidad, era todo producto de unas uñas), leyeron un nombre:
SEÑOR BENEDICT
—¡Mirad aquí! —chilló alguien de repente. Todos acudieron.
—¡Esta losa, y ésta, y ésta también! —añadió el vecino del pueblo, señalando otras cinco tumbas.
Todos fueron examinándolas detenidamente, presos del más profundo estupor.
En cada losa se veían los mismos arañazos, con idéntico mensaje:
SEÑOR BENEDICT
La gente estaba aterrada.
—¡Es imposible! —gritaron, débilmente—. ¡No puede estar enterrado bajo todas estas piedras a la vez!
Permanecieron largo rato en el cementerio. Instintivamente, se contemplaron en silencio, y luego miraron hacia la sombra de los árboles. Esperaban una respuesta. Con un leve barboteo, uno de ellos se limitó a preguntar:
—¿De veras, no puede?