Ray Bradbury: El parque de juegos

Ray Bradbury - El parque de juegos


“El parque de juegos”, un cuento de Ray Bradbury, narra la historia de Charles Underhill, un hombre viudo que vive con su hijo Jim y su hermana Carol. Underhill siempre ignoró el parque de juegos cercano a su casa hasta que Carol menciona que llevará a Jim para que juegue con otros niños. Intrigado y preocupado, Underhill visita el parque y queda horrorizado por lo que ve: niños lastimándose en un ambiente que se asemeja más a un campo de batalla que a un lugar de diversión. El olor a medicamentos y los gritos constantes le recuerdan las brutalidades de su propia infancia, llenándolo de terror. A pesar de su resistencia, Carol insiste en que Jim necesita aprender a ser fuerte enfrentando la crudeza de la vida desde pequeño. Underhill, aterrorizado por lo que podría sucederle a su hijo, está dispuesto a hacer cualquier cosa para protegerlo.

Ray Bradbury - El parque de juegos

El parque de juegos

Ray Bradbury
(Cuento completo)

El señor Charles Underhill ignoró mil veces el parque de juegos, antes y después de la muerte de su mujer. Pasaba ante él mientras iba hacia el tren suburbano, o cuando volvía a su casa. El parque ni le gustaba ni dejaba de gustarle. Apenas advertía su existencia.

Pero aquella mañana, su hermana Carol, que había ocupado durante seis meses el espacio vacío del otro lado de la mesa del desayuno, mencionó por primera vez el tema, serenamente.

—Jim va a cumplir tres años —dijo—. Así que mañana lo llevaré al parque de juegos.

—¿El parque de juegos? —dijo el señor Underhill.

Ya en su oficina, subrayó en un memorándum con tinta negra: mirar el parque de juegos.

Aquella misma tarde, con el estruendo del tren todavía en el cuerpo, el señor Underhill recorrió el acostumbrado trayecto de vuelta con el periódico doblado y apretado bajo el brazo para evitar la tentación de leer antes de pasar el parque. Así fue que, a las cinco y diez de aquel día, llegó a la verja de hierros fríos y la puerta abierta del parque, y se quedó allí mucho, mucho tiempo, petrificado, mirándolo todo…

Al principio parecía que no había nada que ver. Y luego, a medida que dejaba de atender a su acostumbrado monólogo interior, la escena gris y borrosa, como la imagen de una pantalla de televisión, fue aclarándose poco a poco.

Percibió ante todo unas voces confusas, débiles gritos subacuáticos que emergían de unas líneas indistintas, rayas en zigzag y sombras. Luego, como si alguien hubiese puesto en marcha una máquina, las voces se convirtieron en gritos, las visiones se le aclararon de pronto. ¡Y vio a los niños! Corrían velozmente por el césped del parque, peleando, golpeando, arañando, cayendo, con heridas que sangraban, o estaban a punto de sangrar, o habían sido vendadas hacía poco. Una docena de gatos arrojados a unos perros dormidos no hubieran chillado de esa manera. Con una claridad increíble, el señor Underhill vio las minúsculas cortaduras y cicatrices en caras y rodillas.

Resistió parpadeando aquella primera explosión de sonido. La nariz reemplazó a los ojos y oídos, que se retiraron dominados por el pánico.

Aspiró el olor penetrante de los ungüentos, la tela adhesiva, el alcanfor, y el mercuriocromo rosado, tan fuerte que se sentía su gusto acre. Un viento de yodo pasó por entre los hierros de la verja, de reflejos opacos bajo la luz del día, nublado y gris. Los niños corrían como demonios sueltos por un enorme campo de bolos, entrechocándose ruidosamente, y sumando golpes y heridas, empujones y caídas hasta un incalculable total de brutalidades.

¿Estaba equivocado o la luz del parque era de una intensidad peculiar? Todos los niños parecían tener cuatro sombras. Una oscura, y tres penumbras débiles que hacían estratégicamente imposible decir en qué dirección se precipitaban sus cuerpos para alcanzar el blanco. Sí, la luz oblicua y deformante parecía transformar el parque en algo lejano y remoto que Underhill no podía alcanzar. O se trataba quizá de la dura verja de hierro, no muy distinta de las verjas de los zoológicos, donde cualquier cosa puede ocurrir del otro lado.

Un corral de miserias, pensó Underhill. ¿Por qué insistirán los niños en hacer insoportable la vida? Oh, la continua tortura. Se oyó suspirar con un inmenso alivio. Gracias a Dios, para él la infancia había terminado, definitivamente. No más pinchazos, moretones, pasiones insensatas y sueños frustrados.

Una ráfaga le arrancó el periódico. Corrió tras él bajando los escalones que llevaban al parque. Alcanzó el diario y se retiró deprisa. Pues durante un brevísimo momento, sumergido en aquella atmósfera, había sentido que el sombrero crecía y se hacía demasiado grande, la chaqueta demasiado pesada, el cinturón demasiado flojo, los zapatos demasiado sueltos. Durante un instante se había sentido como un niño que juega al hombre de negocios con la ropa de su padre; a sus espaldas la verja se había alzado hasta una altura imposible, mientras el cielo le pesaba en los ojos con su enorme masa gris, y el olor del yodo, como el aliento de un tigre, le agitaba los cabellos. Se volvió y corrió, tropezando, cayéndose casi.

Se detuvo, ya fuera del parque de juegos, como alguien que acaba de salir, estremeciéndose, de un mar terriblemente frío.

—¡Hola, Charlie!

Oyó la voz y se volvió para ver quién lo había llamado. Allá, en lo alto de un tobogán metálico, un niño de unos nueve años lo saludaba con un ademán.

—¡Hola, Charlie!

El señor Underhill alzó también una mano. Pero no conozco a ese chico, pensó. ¿Y por qué me llama por mi nombre?

El niño sonreía abiertamente en el aire húmedo, y ahora, empujado por otras ruidosas criaturas, se arrojó chillando por el tobogán.

Underhill observó pensativo la escena. El parque era como una inmensa fábrica que producía, únicamente, pena, sadismo y dolor. Si uno observaba durante media hora, no había allí una sola cara que no se retorciese, llorase, enrojeciese de ira, empalideciera de miedo, en uno u otro momento. ¡Realmente! ¿Quién había dicho que la infancia era la mejor edad de la vida? Cuando en verdad era la más terrible, la más cruel, una época bárbara donde no hay policías que lo protejan a uno, sólo padres ocupados en sí mismos y en su mundo de allá arriba. No, si dependiera de él, pensó tocando la verja de hierros fríos, pondrían aquí un cartel nuevo: el jardín de torquemada.

Y en cuanto a ese niño que lo había llamado… ¿quién sería? Había algo de familiar en él; quizá, escondido en los huesos, el eco de algún viejo amigo. El hijo, quizá, de un padre exitosamente ulcerado.

Así que es éste el parque donde va a jugar mi hijo, pensó el señor Underhill. Así que es éste.

Colgando el sombrero en la percha del vestíbulo, examinándose la delgada figura en el espejo claro como el agua, Underhill se sintió invernal y fatigado. Cuando su hermana salió a recibirlo, y su hijo apareció sigilosamente, Underhill los saludó con algo menos que atención. El niño trepó por el cuerpo de su padre, jugando al Rey de la Colina. Y el padre, con los ojos clavados en la punta del cigarro que estaba encendiendo, se aclaró la garganta y dijo:

—He estado pensando en ese parque, Carol.

—Mañana llevaré a Jim.

—¿De veras? ¿A ese parque?

Underhill se estremeció. Recordaba aún los olores del parque, y lo que allí había visto. Mientras recogía el periódico pensó en aquel mundo retorcido con sus heridas y narices golpeadas, aquel aire tan lleno de dolor como la sala de recibo de un dentista, y aquellas horribles y espantosas sensaciones; horribles y espantosas no sabía por qué.

—¿Qué pasa con ese parque? —preguntó Carol.

—¿Lo has visto? —Underhill titubeó, confuso—. Maldita sea, me refiero a los niños, es una jaula de fieras.

—Todos esos niños son de muy buena familia.

—Bueno, se pelean como pequeñas gestapos —dijo Underhill—. ¡Sería como enviarlo a un molino para que un par de piedras de dos toneladas lo hagan papilla! Cada vez que imagino a Jim en ese pozo de bárbaros, me estremezco.

—Sabes muy bien que es el único parque conveniente en varios kilómetros a la redonda.

—No me importa. Me importa en cambio haber visto una docena de garrotes, cachiporras y pistolas de aire comprimido. El primer día harán pedazos a Jim. Nos lo devolverán en una fuente, con una naranja en la boca.

Carol se rió.

—¡Cómo exageras!

—Hablo en serio.

—Jim tiene que vivir su propia vida. Es necesario que aprenda a ser duro. Recibirá golpes y golpeará a otros. Los niños son así.

—No me gustan los niños así.

—Es la mejor época de la vida.

—Tonterías. Yo solía recordar con nostalgia mi infancia. Pero ahora comprendo que era un tonto sentimental. La infancia es una pesadilla de gritos y persecuciones, y volver a casa empapado de terror, de la cabeza a los pies. Si puedo evitarle eso a Jim, lo haré.

—Sería perjudicial, y gracias a Dios imposible.

—No quiero ni que se acerque a ese lugar, ya te lo he dicho. Antes prefiero que se convierta en un recluso neurótico.

—¡Charlie!

—¡Sí, lo prefiero! Esas bestezuelas, debías haberlas visto. Jim es hijo mío, no tuyo, no lo olvides. —Sintió en los hombros las delgadas piernas del niño, los delicados dedos que le alborotaban el cabello—. No quiero que hagan con él una carnicería.

—Lo mismo le ocurrirá en la escuela. Es preferible que se vaya acostumbrando ahora que tiene tres años.

—He pensado en eso también. —El señor Underhill tomó orgullosamente a su hijo por los tobillos, que colgaban como delgadas y tibias salchichas sobre las dos solapas—. Hasta podría buscarle un preceptor.

—¡Oh, Charles!

No hablaron durante la cena.

Después de cenar, el señor Underhill llevó a Jim a dar un paseo mientras Carol lavaba los platos. Pasaron frente al parque de juegos, iluminado por las débiles lámparas de la calle. Era una noche fría de septiembre, y ya se percibía la fragancia seca del otoño. Otra semana más, y rastrillarían a los niños en los campos, como si fuesen hojas, y los llevarían a quemar a las escuelas, empleando el fuego y la energía de la infancia para fines más constructivos. Pero volverían aquí después de las clases, acometiéndose unos a otros, convirtiéndose a sí mismo en veloces proyectiles, dando en el blanco, estallando, dejando estelas de miseria detrás de aquellas guerras minúsculas.

—Quiero ir ahí —dijo Jim apretándose contra la alta verja de hierro, observando a los últimos quince niños que jugaban golpeándose y persiguiéndose.

—No, Jim, no puedes querer eso.

—Quiero jugar —dijo Jim, mirando fascinado, con los ojos brillantes, como un niño grande pateaba a un niño pequeño, que a su vez pateaba a otro más pequeño—. Quiero jugar, papá.

Underhill tomó con firmeza el brazo menudo.

—Vamos, Jim, tú nunca te meterás en esto mientras yo pueda evitarlo.

—Quiero jugar.

Jim gimoteaba ahora. Los ojos se le deshacían en lágrimas y tenía la cara como una naranja arrugada y brillante.

Algunos de los niños escucharon el llanto y levantaron la cabeza. Underhill tuvo la horrible sensación de encontrarse delante de una madriguera de zorros, sorprendidos de pronto, y que alzaban los ojos de los restos peludos y blancos de un conejo muerto. Los ojos malvados de un vidrioso amarillo, las barbillas cónicas, los afilados dientes blancos, los desordenados pelos de alambre, los jerséis cubiertos de zarzas, las manos del color del hierro con las huellas de todo un día de luchas. El aliento de los niños llegaba hasta él: regaliz oscuro y menta y jugo de frutas, una dulzura repugnante, una mezcla que le retorcía el estómago. Y sobre todo esto, el olor de mostaza caliente de alguien que se defendía contra un precoz catarro de pecho; el grasoso hedor de la carne untada con emplastos alcanforados, que se cocinaban bajo una banda de franela. Todos los empalagosos y de algún modo depresivos olores de lápices, tizas y borradores, reales o imaginarios, removieron en un instante viejos recuerdos. El maíz crujía entre los dientes y una jalea verde asomaba en las narices que aspiraban y echaban aire. ¡Dios! ¡Dios!

Los niños vieron a Jim, nuevo para ellos. No dijeron una palabra, pero cuando Jim se echó a llorar con más fuerza y Underhill comenzó a arrastrarlo como una bolsa de cemento, los niños los siguieron con los ojos brillantes. Underhill sentía deseos de amenazarlos con el puño y gritarles: «¡Bestias, bestias, no tendréis a mi hijo!».

Y entonces, con una hermosa impertinencia, el niño que estaba en lo alto del tobogán de metal azul, tan alto que parecía envuelto en una niebla, muy lejos, el niño con la cara de algún modo familiar, lo llamó, agitando la mano:

—¡Hola, Charlie…!

Underhill se detuvo y Jim dejó de llorar.

—¡Hasta luego, Charlie…!

Y la cara del niño que estaba allí, en aquel alto y muy solitario tobogán, se pareció de pronto a la cara de Thomas Marshall, un viejo y hombre de negocios que vivía en una calle vecina, pero a quien no veía desde hacía años.

—Hasta luego, Charlie.

Luego, luego. ¿Qué quería decir ese tonto?

—¡Te conozco, Charlie! —llamó el niño—. ¡Hola!

—¿Qué? —jadeó Underhill.

—Mañana a la noche, Charlie. ¡No lo olvides! —Y el niño se deslizó por el tobogán, y se quedó tendido, sin aliento, con la cara como un queso blanco mientras los otros niños saltaban y se amontonaban sobre él.

Underhill se detuvo indeciso durante cinco segundos o quizá más, hasta que Jim comenzó a llorar otra vez, y entonces, seguido por los dorados ojos zorrunos, en aquel primer frío del otoño, arrastró a Jim hasta la casa.


A la tarde del día siguiente, el señor Underhill terminó temprano su trabajo en la oficina, tomó el tren de las tres, y llegó a Green Town a las tres y veinticinco, con tiempo para embeberse de los activos rayos del sol del otoño. Curioso, pensó, cómo de pronto, un día, llega el otoño. Un día es verano, y el día siguiente… ¿Cómo puede uno medirlo o probarlo? ¿Algo en la temperatura o el olor? ¿O el sedimento de los años, que por la noche se desprende de los huesos, y comienza a circular por la sangre, haciéndolo temblar a uno o estremecerse? Un año más viejo, un año más cerca de la muerte, ¿era eso?

Caminó calle arriba, hacia el parque, haciendo planes para el futuro. Parecía como si en otoño uno hiciese más planes que en las otras estaciones. Esto se relacionaba sin duda con la muerte. Uno piensa en la muerte y automáticamente hace planes. Bueno, había que conseguir un preceptor para Jim, eso era indiscutible. Nada de esas horribles escuelas. La cuenta en el banco sufriría un poco, pero Jim, por lo menos, sería un niño feliz. Podrían elegir a sus amigos. Cualquier bravucón que se atreviese a tocar a Jim sería arrojado a la calle. Y en cuanto a este parque… ¡completamente fuera de la cuestión!

—Oh, hola, Charles.

Underhill alzó los ojos. Ante él, a la entrada del parque, estaba su hermana. Advirtió en seguida que lo llamaba Charles, no Charlie. El malestar de la noche anterior no había desaparecido del todo.

—Carol, ¿qué haces aquí?

La muchacha enrojeció y miró el parque a través de la verja.

—No has hecho eso —dijo Underhill.

Buscó con la mirada entre los niños que reñían, corrían, gritaban.

—¿Quieres decir que…?

Carol movió afirmativamente la cabeza, casi divertida.

—Pensé que si lo traía temprano…

—Antes de que yo llegase, así no me enteraba, ¿no es así?

Así era.

—Buen Dios, Carol, ¿dónde está Jim?

—En este momento venía a ver…

—¿Quieres decir que lo dejaste aquí toda la tarde?

—Sólo cinco minutos mientras hacía unas compras.

—Y lo dejaste. ¡Buen Dios! —Underhill tomó a su hermana por la muñeca—. Bueno, vamos, encuéntralo, ¡sácalo de ahí!

Miraron juntos. Del otro lado de la verja una docena de chicos se acometían mutuamente, unas niñas se abofeteaban, y unos cuantos niños se dividían en grupos y corrían tropezando unos con otros.

—¡Está ahí, lo sé! —dijo Underhill.

En ese momento, Jim pasó corriendo, perseguido por seis niños. Gritaba y sollozaba. Rodó por el suelo, se incorporó, volvió a correr, cayó otra vez, chillando, y los niños que lo perseguían descargaron sobre él sus cerbatanas.

—Les meteré esas cerbatanas en las narices —dijo Underhill—. ¡Corre, Jim, corre!

Jim se lanzó hacia la puerta. Underhill lo tomó en brazos. Era como alzar una masa arrugada y empapada. Le sangraba la nariz, se le habían desgarrado los pantalones, estaba cubierto de tizne.

—¡Ahí tienes tu parque! —dijo Underhill, de rodillas, sosteniendo a su hijo y levantando la cabeza hacia Carol—. ¡Ahí tienes a tus dulces y felices inocentes, a tus juguetones fascistas! Que encuentre aquí otra vez a este chico y me vas a oír. Vamos, Jim. Y ustedes, pequeños bastardos, ¡váyanse!

—Nosotros no hicimos nada —dijeron los niños.

—¿En qué se ha transformado el mundo? —dijo el señor Underhill interrogando al universo.

—¡Hola, Charlie! —dijo el niño desconocido, desde el parque. Agitó una mano y sonrió.

—¿Quién es ése? —preguntó Carol.

—¿Cómo diablos voy a saberlo? —dijo Underhill.

—Te veré más tarde, Charlie. Hasta luego —dijo el niño desapareciendo.

El señor Underhill se llevó a su hermana y a su hijo.

—¡Sácame la mano del codo! —dijo Carol.


Underhill se fue a acostar temblando de rabia. No podía dominarse. Tomó un poco de café, pero nada detenía esos temblores. Tenía ganas de arrancarles los pulposos cerebritos a aquellas groseras y frías criaturas. Sí, aquellas criaturas melancólicas, perversas como zorros, con rostros fríos que ocultaban la astucia, la traición y el veneno. En nombre de todo lo que era decente, ¿qué clase de niños era esta nueva generación? Una banda armada de palos, cuerdas y cuchillos; una manada sedienta de sangre, formada por idiotas descabellados. Las aguas de albañal del descuido les corrían por las venas. Ya en cama, movió violentamente la cabeza, una y otra vez, del lado caliente de la almohada al otro lado, y al fin se levantó y encendió un cigarrillo; pero eso no bastaba. Al llegar a la casa se había peleado con Carol, y le había gritado, y ella le había gritado a él, como un pavo y una pava que chillan en medio del campo, donde todos se ríen de las tonterías de la ley y el orden, que nadie recuerda.

Underhill se sentía avergonzado. Uno no combate la violencia con violencia, no si uno es un caballero. Uno habla con calma. Pero Carol quería poner al niño en un torno y que lo despachurrasen. Quería que lo pincharan, lo agujerearan y descargaran sobre él todos los golpes. Que lo golpearan continuamente, desde el parque de juegos al parvulario, y luego en la escuela, en el colegio, en el bachillerato. Si tenía suerte, al llegar al bachillerato los golpes y crueldades se retirarían a sí mismos; el mar de sangre y saliva se retiraría de la costa de los años y dejaría a Jim a orillas de la madurez con quién sabe qué perspectivas para el futuro, con el deseo, quizá, de ser un lobo entre lobos, un perro entre perros, un asesino entre asesinos. Ya había bastante de todo eso en el mundo. Sólo pensar en los próximos diez o quince años de tortura estremecía al señor Underhill. Sentía la carne entumecida por las inyecciones, herida, quemada, aplastada, retorcida, violada y machacada. Underhill se sacudió como una medusa de mar echada violentamente en una mezcladora de cemento. Jim nunca sobreviviría. Era demasiado delicado para esos horrores.

Underhill se paseaba por la casa, envuelta en las sombras de la medianoche, pensando en todo esto: en sí mismo, en su hijo, el parque, el miedo. No hubo parte que no tocara y revolviera dentro de él. Cuánto, se dijo a sí mismo, cuánto de esto se debe a la soledad, cuánto a la muerte de Ann, cuánto a la nostalgia. ¿Y qué realidad tiene el parque mismo, y los niños? ¿Cuánto hay ahí de racional y cuánto de disparate? Movió los delicados pesos en la escala, y observó cómo el fiel se movía, se detenía, y volvía a moverse, hacia atrás, y hacia adelante, suavemente, entre la medianoche y el alba, entre lo blanco y lo negro, entre la sana cordura y la desnuda insensatez. No debía apretar tanto, tenía que darle al niño más libertad. Y sin embargo… cuando miraba el rostro menudo de Jim veía siempre en él a Ann, en los ojos, en la boca, en las aletas de la nariz, en el aliento tibio, en el brillo de la sangre que se movía bajo la delgada conchilla de la piel. Tengo derecho, pensó, a tener miedo. Tengo todo el derecho. Cuando uno tiene dos hermosos objetos de porcelana, y uno se rompe, y el otro, el último, queda intacto, ¿cómo ser objetivo, cómo guardar una inmensa calma, cómo sentirse de cualquier manera, pero no preocupado?

No, pensó Underhill caminando lentamente por el vestíbulo, nada puedo hacer sino tener miedo, y tener miedo de tener miedo.

—No necesitas rondar la casa toda la noche —le dijo su hermana desde la cama, cuando Underhill pasó ante su puerta—. No seas niño. Siento haberte parecido terca o fría. Pero tienes que pensarlo. Jim no puede permitirse un preceptor. Ann hubiera querido que fuese a la escuela, como todos. Y debe volver a ese parque mañana, y seguir yendo hasta que aprenda a ser hombre y se acostumbre a los otros niños. Entonces no reñirán tanto con él.

Underhill calló. Se vistió en silencio, a oscuras, bajó las escaleras, y abrió la puerta de calle. Faltaban cinco minutos para la medianoche. Caminó rápidamente calle abajo, entre las sombras de los olmos, los nogales y los robles, tratando de dejar atrás aquella rabia, aquel orgullo. Sabía que Carol tenía razón, por supuesto. Éste era el mundo en que uno vivía, y había que aceptarlo. Pero ésa era, precisamente, la mayor dificultad. Había pasado ya por aquellas pruebas, sabía lo que es ser un niño entre leones. Su propia infancia había vuelto a él en las últimas horas, una época de terror y violencia. Y no podía resistir el pensamiento de que Jim pasaría por todo eso, especialmente una criatura delicada como él, de huesos delgados, de rostro pálido. ¿Qué puede esperarse entonces sino acosamientos y huidas?

Se detuvo junto al parque, aún iluminado por una gran lámpara. De noche cerraban la puerta, pero la luz seguía encendida hasta las doce. Sentía deseos de destrozar aquel lugar despreciable, echar abajo la verja de hierro, borrar los toboganes y decirles a los niños:

—¡Váyanse! ¡Váyanse todos a jugar a los patios de sus casas!

Qué ingenioso el frío, el profundo parque. Nunca se sabía dónde vivían los otros. El niño que te había roto los dientes, ¿quién era? Nadie lo sabía. ¿Dónde vivía? Nadie lo sabía. Uno podía venir aquí una vez, pegarle a un niño más pequeño, y luego irse a otro parque. Nunca te encontrarían. De parque en parque, uno podía llevar a cabo sus trucos criminales, y todos lo olvidarían a uno. Se podía regresar a este mismo parque un mes después, y si el niñito a quien le hiciste saltar los dientes estaba allí y te reconocía, podías negarlo. «No, no soy ése. Tiene que haber sido otro chico. Es la primera vez que vengo aquí. No, ¡no soy ése!». Y cuando el niñito se diese vuelta, podías derribarlo de un golpe. Y correr luego por calles anónimas, un ser anónimo.

¿Qué puedo hacer realmente?, pensó Underhill. Carol es más que generosa con su tiempo. Es muy buena con Jim, eso no puede discutirse. Mucho del amor con que hubiese podido edificar un matrimonio, se lo ha dado a Jim este año. No puedo pelearme continuamente con ella a propósito del niño, y no puedo decirle que se vaya. Quizá si nos fuéramos al campo eso podría ayudar. No, no, imposible; el dinero. Pero no puedo dejar a Jim aquí, tampoco.

—Hola, Charlie —dijo una voz serena.

Underhill giró sobre sus talones. Allí, dentro del parque, sentado en el suelo, dibujando con un dedo en el polvo, estaba el solemne niño de nueve años. No alzó los ojos. Dijo Hola, Charlie, sin moverse, con naturalidad, en aquel mundo que se extendía más allá de la dura verja de hierro.

—¿Cómo conoces mi nombre? —dijo Underhill.

—Lo conozco. —El niño cruzó cómodamente las piernas, sonriendo—. Estás en dificultades.

—¿Qué haces aquí a esta hora? ¿Quién eres?

—Me llamo Marshall.

—¡Por supuesto! Tommy, el hijo de Tom Marshall. Ya me parecías familiar.

El niño se rió suavemente.

—Más familiar de lo que crees.

—¿Cómo está tu padre, Tommy?

—¿Lo has visto últimamente? —preguntó el niño.

—En la calle, hace dos meses, sólo un momento.

—¿Qué aspecto tenía?

—¿Qué?

—¿Qué aspecto tenía el señor Marshall? —preguntó el niño. Era curioso, pero parecía rehusarse a decir «mi padre».

—Buen aspecto. ¿Por qué?

—Sospecho que es un hombre feliz —dijo el niño.

El señor Underhill miró las piernas del niño y vio que estaban cubiertas de costras y arañazos.

—¿No te vas a casa, Tommy?

—Me quedé un rato para verte. Sabía que ibas a venir. Tienes miedo.

El señor Underhill no supo qué contestar.

—Esos pequeños monstruos —dijo al fin.

El niño dibujó un triángulo en el polvo.

—Quizá yo pueda ayudarte.

Era ridículo.

—¿Cómo?

—Darías algo por evitarle esto a Jim, ¿no es verdad? Cambiarías de lugar con él, si pudieses.

El señor Underhill, los pies clavados en el suelo, asintió con un movimiento de cabeza.

—Bueno, ven mañana a las cuatro de la tarde. Podré ayudarte entonces.

—Pero ¿de qué ayuda hablas?

—No puedo explicártelo —dijo el niño—. Es algo relacionado con el parque. En todo lugar donde hay maldad, hay también poder. Puedes sentirlo, ¿no es cierto?

Un viento cálido recorrió el parque desnudo, iluminado por aquella única lámpara. Sí, aun ahora, a medianoche, había en el parque algo de maldad, pues en él se cometían actos malvados.

—¿Todos los parques son como éste?

—Algunos. Quizá éste sea único entre muchos. Quizá dependa de cómo lo mires . Las cosas son lo que quieres que sean. Mucha gente opina que este parque es magnífico. Tienen razón también. Depende del punto de vista, quizá. Lo que quiero decir, sin embargo, es que Tom Marshall era muy parecido a ti. Se preocupaba también por Tommy Marshall y el parque y los chicos. Quería evitarle a Tommy molestias y penas.

Hablar de la gente como si se encontrara muy lejos incomodaba al señor Underhill.

—Así que hicimos un trato.

—¿Con quién?

—Con el parque, supongo, o el que lo dirige, quienquiera que sea.

—¿Quién lo dirige?

—Nunca lo he visto. Hay una oficina allí, bajo el kiosco, con una luz que no se apaga en toda la noche. Es una luz brillante, azul, algo graciosa. Hay también un escritorio sin papeles, y una silla vacía. En la puerta se lee gerente, pero nadie vio nunca al hombre.

—Debe de andar por ahí.

—Exactamente —dijo el niño—. O yo no estaría donde estoy, y algunos otros no estarían donde están.

—Hablas por cierto como una persona adulta.

El niño sonrió complacido.

—¿Quieres saber quién soy realmente? No soy Tommy Marshall, de ningún modo. Soy Tom Marshall, el padre. —El niño siguió sentado en el polvo, inmóvil, a aquella hora de la noche, bajo la luz alta y lejana. El viento le movía suavemente el cuello de la camisa, que le rozaba la cara, y arrastraba el polvo fresco—. Soy Tom Marshall, el padre. Sé que te será difícil creerlo. Pero así es. Tenía mucho miedo por Tommy. Pensaba lo mismo que tú a propósito de Jim. Así que hice este trato con el parque. Oh, hay varios aquí que han hecho lo mismo. Si te fijas un poco los distinguirás de los otros niños por la expresión de la mirada.

Underhill parpadeó.

—Será mejor que vayas a acostarte.

—Tú quieres creerme. Quieres que sea cierto. Lo veo en tus ojos. Si pudieras cambiar con Jim, lo harías. Deseas evitarle toda esta tortura, ponerlo en tu lugar, ya crecido, con todo el trabajo hecho.

—Cualquier padre decente simpatiza con su hijo.

—Y tú más que otros. Tú sientes todos los mordiscos y puntapiés. Bueno, ven mañana por aquí. Puedes hacer un trato, también.

—¿Cambiar con Jim? —Era un pensamiento increíble, divertido, pero satisfactorio—. ¿Cuánto tendré que pagar?

—Nada. Sólo tienes que jugar en el parque.

—¿Todo el día?

—E ir a la escuela, por supuesto.

—¿Y crecer otra vez?

—Sí, y crecer otra vez. Ven por aquí mañana a las cuatro.

—Mañana tengo que trabajar en la ciudad.

—Mañana —dijo el niño.

—Será mejor que vayas a acostarte, Tommy.

—No, Tommy no. Me llamo Tom Marshall —dijo el niño sin moverse.

Las luces del parque se apagaron.


El señor Underhill y su hermana no se hablaron en el desayuno. Underhill solía llamarla al mediodía para hablar de esto o aquello, pero aquel día no telefoneó. Sin embargo, a la una y media, luego de un mal almuerzo, marcó el número de la casa. Cuando Carol respondió, cortó la comunicación. Cinco minutos más tarde volvió a llamar.

—Charlie, ¿llamaste tú hace cinco minutos?

—Sí —dijo Underhill.

—Me pareció oírte respirar antes de que cortaras. ¿Para qué llamaste, querido?

Carol se mostraba comprensiva otra vez.

—Oh, llamaba, nada más.

—Han sido dos días malos, ¿no es cierto? Tú me entiendes, ¿no es cierto, Charlie? Jim debe ir al parque de juegos y recibir unos pocos golpes.

—Unos pocos golpes, sí.

Underhill vio la sangre y los zorros hambrientos y los conejos despedazados.

—Aprender a dar y recibir —decía Carol—, y pelear si es necesario.

—Pelear si es necesario.

—Sabía que me darías la razón.

—La razón —dijo Underhill—. Es cierto. No hay escapatoria. Debe ser sacrificado.

—Oh, Charlie, qué raro eres.

Underhill carraspeó.

—Bueno, está decidido.

—Sí.

Me pregunto cómo será eso, pensó Underhill.

—¿Todo está bien? —preguntó ante el teléfono.

Pensó en los dibujos en el polvo, en el niño sentado en el suelo.

—Sí —dijo Carol.

—He estado pensando —dijo Underhill.

—Habla.

—Estaré en casa a las tres —dijo lentamente, separando las palabras como un hombre a quien han golpeado en el estómago, falto de aliento—. Haremos un paseo, tú, Jim y yo —dijo con ojos cerrados.

—¡Magnífico!

—Al parque —añadió Underhill, y colgó el tubo.

* * *

Era realmente el otoño ahora, el frío real. Durante la noche los árboles habían enrojecido, y ahora sus hojas caían en espiral alrededor de la cara del señor Underhill, que subía hacia la puerta de su casa. Allí estaban Carol y Jim, apretados y protegiéndose del frío, esperándolo.

—¡Hola! —se gritaron, abrazándose y besándose.

—¡Ah, aquí está Jim!

—¡Ah, aquí está papá!

Se rieron y Underhill se sintió paralizado. Faltaba lo peor del día. Eran casi las cuatro. Miró el cielo plomizo, que podía derramar en cualquier momento un río de plata fundida; un cielo de lava y hollín y viento húmedo. Tomó fuertemente a su hermana por el brazo mientras caminaban.

Carol sonrió.

—¡Qué amable estás!

—Es ridículo, por supuesto —dijo Underhill pensando en otra cosa.

—¿Qué?

Habían llegado a la entrada del parque.

—Hola, Charlie.

Allá lejos, en la cima del monstruoso tobogán estaba el chico de Marshall, agitando la mano. No sonreía ahora.

—Tú espera aquí —le dijo el señor Underhill a su hermana—. Será nada más que un momento. Me llevo a Jim al parque.

—Muy bien.

Underhill tomó la manita del niño.

—Vamos, Jim. No te separes de papá.

Bajaron los duros escalones de cemento, y se detuvieron en el polvo liso. Ante ellos, en una secuencia mágica, se extendían los diagramas, las rayuelas gigantescas, los asombrosos numerales y triángulos y figuras oblongas que los niños habían dibujado en el polvo increíble.

Un viento enorme bajó del cielo y el señor Underhill se estremeció. Apretó con más fuerza aún la mano del niño y miró a su hermana.

—Adiós —dijo.

Pues estaba creyéndolo. Estaba en el parque y lo creía, y era mejor así. Nada era demasiado bueno para Jim. ¡Nada en este mundo atroz! Y ahora su hermana se reía de él.

—¡Charlie, tonto!

Y entonces echaron a correr, a correr por el suelo sucio del parque, por el fondo de un mar pétreo que los empujaba y apretaba.

—¡Papá! ¡Papá! —lloraba ahora Jim, y los niños corrían hacia ellos. El niño del tobogán se acercaba aullando, y las rayuelas giraban en el polvo. Un terror incorpóreo se apoderó de Underhill, pero sabía qué debía hacer, qué debía hacerse, y qué ocurría. En el otro extremo del parque volaban las pelotas de fútbol, zumbaban las pelotas de béisbol, saltaban los palos, relampagueaban los puños, y la puerta de la oficina del gerente permanecía abierta, y había un escritorio vacío y una silla vacía, y una luz solitaria iluminaba el cuarto.

Underhill trastabilló, cerró los ojos y cayó, llorando, con el cuerpo doblado por el dolor, murmurando palabras extrañas, mientras el mundo giraba y giraba.

—Ya está, Jim —dijo una voz.

Y el señor Underhill, subió, subió con los ojos cerrados, subió por unos ruidosos peldaños metálicos, gritando, aullando, con la garganta seca.

Y luego abrió los ojos.

Estaba en lo alto del tobogán. El gigantesco y metálico tobogán azul que parecía de tres mil metros de altura. Unos niños lo atropellaban, lo golpeaban para que siguiese, ¡tírate, tírate!

Y Underhill miró. Y allá abajo, un hombre de abrigo negro se alejaba del parque, y allá, en la entrada, una mujer lo saludaba con la mano, y el hombre se detuvo junto a la mujer, y ambos lo miraron, agitando las manos y gritándole:

—¡Diviértete, Jim! ¡Diviértete!

Underhill dio un grito. Se miró las manos, comprendiendo, aterrorizado. Las manos pequeñas, las manos delgadas. Miró la tierra allá abajo, muy lejos. Sintió que le sangraba la nariz, y allí estaba el chico de Marshall, junto a él.

—¡Hola! —gritó el otro, golpeándole la boca—. ¡Sólo pasaremos aquí doce años! —gritó en medio del tumulto.

¡Doce años!, pensó el señor Underhill, atrapado. Y el tiempo es diferente para los niños. Un año es como diez años. No, no se extendían ante él doce años de infancia, sino un siglo, un siglo de esto.

—¡Tírate!

Detrás de él, mientras lo pinchaban, aporreaban, empujaban, el hedor de la mostaza, el Vick Vaporub, los maníes, el regaliz masticado y caliente, la goma de menta y la tinta azul. El olor del hilo de las cometas y el jabón de glicerina; el olor a calabaza de la fiesta de Todos los Santos, y la fragancia de las máscaras de papel, y el olor de las cicatrices secas. Los puños se alzaban y caían, Underhill vio las caras de zorros y, más allá, junto a la verja, al hombre y la mujer que lo saludaban con la mano. Se estremeció, se cubrió el rostro, sintió que lo empujaban, cubierto de heridas, al borde de la nada. De cabeza, se dejó caer por el tobogán, chillando, perseguido por diez mil monstruos. Un momento antes de golpear contra el suelo, de caer en un nauseabundo montón de garras, tuvo de repente un pensamiento.

Esto es el infierno, pensó. ¡Esto es el infierno!

Y en la caliente multitud demoledora nadie le dijo que no.

Ray Bradbury - El parque de juegos
  • Autor: Ray Bradbury
  • Título: El parque de juegos
  • Título Original: The Playground
  • Publicado en: Esquire, octubre de 1953
  • Traducción: Francisco Abelenda

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