«La caja de sorpresas,» cuento de Ray Bradbury publicado en Dark Carnival (1947), narra la historia de Edwin, un niño que vive aislado en un entorno claustrofóbico, rodeado de árboles que lo separan del mundo exterior. Huérfano de padre, Edwin crece bajo el control obsesivo de su madre, quien le advierte de peligrosas bestias fuera de su hogar. Edwin sueña con lo desconocido, mientras su madre mantiene un estricto control sobre su vida y lo llena de miedos. Un día, Edwin descubre una puerta prohibida que lo lleva a una terraza desde donde puede ver más allá de los árboles, revelándole un mundo vasto y desconocido que atrae toda su curiosidad. Un incidente fortuito ocurrido en su cumpleaños alterará su vida para siempre.
La caja de sorpresas
Ray Bradbury
(Cuento completo)
MIRÓ POR LAS VENTANAS de la mañana fría, con la caja de resorte en las manos, escudriñando la tapa oxidada. Pero todos los esfuerzos eran inútiles: el polichinela no saltaba a la luz con un grito, ni sacudía las mangas de terciopelo en el aire, ni se balanceaba en una docena de direcciones con una sonrisa amplia y pintada. Seguía apretado bajo la tapa, en un rígido entumecimiento, resorte sobre resorte. Poniendo la oreja en la caja podían oírse la presión interior, el miedo y el pánico del juguete atrapado. Era como tener en la mano el corazón de alguien. Edwin no podía saber si los latidos venían de adentro o eran los golpes de su propia sangre en la madera de la caja.
Dejó caer la caja y miró hacia afuera. Los árboles rodeaban la casa, que rodeaba a Edwin. No alcanzaba a ver detrás de los árboles. Si trataba de descubrir otro mundo, más allá, los árboles oscilaban con el viento, parando la curiosidad de Edwin, deteniéndole los ojos.
—¡Edwin! —Detrás, el aliento expectante y nervioso de la madre que bebía el café del desayuno—. Deja de mirar. Come.
—No —murmuró Edwin.
—¿Qué? —Un susurro tieso. La madre debía de haberse dado vuelta—. ¿Qué es más importante, el desayuno o la ventana?
—La ventana —murmuró Edwin, y dejó que los ojos pasearan por los caminos y senderos que habían recorrido durante trece años. ¿Sería cierto que los árboles se extendían durante diez mil kilómetros hasta la nada? No podía saberlo. Los ojos de Edwin retornaron, derrotados, al césped cercano, los escalones, las manos que temblaban en el alféizar.
Se volvió a comer los melocotones insípidos, solo con su madre en la vasta y resonante sala del desayuno. Cinco mil mañanas ante esta mesa, esta ventana, y ningún movimiento más allá de los árboles.
Los dos comieron en silencio.
Ella era esa mujer pálida que a las seis de la mañana, a las cuatro de la tarde, a las nueve de la noche y un minuto después de medianoche aparece silenciosa y blanca, alta y sola y serena en las casas de campo de cuatro tejados. Sólo los pájaros la ven. Es como pasar junto a un invernadero abandonado en donde un último y raro capullo blanco alza la cabeza a la luz de la luna.
Y el hijo de esa mujer, Edwin, es la flor de cardo que uno respira en una noche de viento, en la temporada de los cardos. Tiene un pelo sedoso y unos ojos siempre azules y febriles. Mira desvaídamente, como si hubiese dormido poco. Si una cierta puerta se cerrara de golpe, Edwin podría volar en pedazos como un paquete de triquitraques.
La madre de Edwin empezó a hablar, lentamente y con mucho cuidado al principio, luego más rápido, en seguida con furia, y al fin casi escupiéndole las palabras en la cara.
—¿Por qué me desobedeces todas las mañanas? No me gusta verte con los ojos clavados en la ventana, ¿entiendes? ¿Qué esperas? ¿Quieres verlos? —gritó retorciendo los dedos. El rostro encendido y hermoso de la mujer era como una furiosa flor blanca—. ¿Quieres ver a las Bestias que corren por los caminos y aplastan a la gente como si fueran fresas?
Sí, pensó Edwin, me gustaría ver a las Bestias, horribles, tal como son.
—¿Quieres salir? —gritó la mujer—. ¿Como salió tu padre antes que tú nacieras, y que te maten como lo mataron a él, aplastado en el camino por uno de esos Terrores? ¿Te gustaría eso?
—No…
—¿No te basta que hayan matado a tu padre? No sé ni cómo se te ocurre pensar en esas Bestias. —La mujer señaló el bosque con un ademán—. Bueno, si tanto quieres morir, ¡adelante!
La mujer se tranquilizó, pero los dedos siguieron abriéndose y cerrándose sobre el mantel.
—Edwin, Edwin, tu padre construyó todo este mundo. Era algo muy hermoso para él, y así tendría que ser también para ti. No hay nada, nada más allá de esos árboles, excepto la muerte. ¡No quiero que te acerques ahí! Éste es el Mundo. No hay otro que valga la pena.
Edwin asintió apenas.
—Sonríe ahora y termina tu tostada —dijo la mujer.
Edwin comió lentamente, con la ventana reflejada en secreto sobre la cuchara de plata.
—¿Mamá…? —No se atrevía a preguntarlo—. ¿Qué es… morir? Hablas siempre de lo mismo. ¿Es un sentimiento?
—Para quienes siguen vivos, sí, un mal sentimiento. —La mujer se incorporó de pronto—. Se te hace tarde para la escuela. ¡Corre!
Edwin la besó mientras recogía los libros.
—Adiós.
—Saluda a la maestra de mi parte.
Edwin se alejó de ella como una bala del revólver. Subió por escaleras interminables, cruzando pasillos, vestíbulos, junto a ventanas que derramaban luz en oscuros paneles de galerías, como cascadas blancas. Subió más arriba, a través de las capas de tarta de los Mundos, separadas por la escarcha espesa de las alfombras orientales y coronadas de cirios brillantes.
Desde la escalera más alta miró hacia abajo a través de cuatro intervalos de Universo.
Las Tierras Bajas de la cocina, el comedor, la sala. Dos mesetas de música, juegos, cuadros y habitaciones cerradas, prohibidas. Y aquí —dio media vuelta— las alturas de los picnics, la aventura y el aprendizaje. Aquí se paseaba ociosamente, o cantaba solitarias canciones infantiles en el ventoso viaje a la escuela.
Éste, pues, era el Universo. Papá (o Dios, como mamá lo llamaba a menudo) había levantado estas montañas de yeso empapelado, hacía mucho tiempo. Ésta era la creación de Dios-Padre, en la que bastaba con apretar un botón para que brillaran las estrellas. Y el sol era mamá, y mamá era el sol, y a su alrededor giraban todos los mundos. Y Edwin, un meteoro pequeño y oscuro, daba vueltas una y otra vez en las alfombras oscuras y los tapices deslumbrantes del espacio. Se podía ver cómo subía y se desvanecía en los vastos cometas de las escaleras, en marchas y exploraciones.
A veces él y la madre comían en las Tierras Altas, extendiendo manteles frescos como la nieve en velludos y rojizos prados de Persia, sobre las hierbas de color escarlata, en el aire enrarecido de las mesetas, en la cima de los mundos, donde retratos escamosos de desconocidos de cara cetrina bajaban los ojos malévolos espiando las comidas y fiestas. Sacaban agua de unos grifos de plata ocultos en nichos de azulejo, quebraban los leños en hornos de piedra, chillando. Jugaban a las escondidas en encantados países altos, en tierras ocultas, desconocidas y salvajes, donde la madre encontraba a Edwin envuelto como una momia en el terciopelo de una cortina o bajo los muebles enchapados como una planta rara protegida contra el viento. En una ocasión se extravió y anduvo durante horas por extrañas faldas montañosas de polvo y de ecos, donde los ganchos y perchas de los armarios sostenían sólo la noche. Pero la madre lo encontró y llevó al lloroso Edwin escaleras abajo, al Universo del nivel del suelo, a la sala donde las motas de polvo, exactas y familiares, caían en lloviznas de chispas en el aire iluminado por el sol.
Edwin corrió escaleras arriba.
Aquí golpeó miles de miles de puertas, todas cerradas y prohibidas. Aquí unas señoras de Picasso y unos caballeros de Dalí gritaban silenciosamente desde los asilos de las telas, observando con ojos dorados y ardientes los holgazaneos de Edwin.
—Esas cosas viven ahí afuera —había dicho la madre, señalando las familias Dalí-Picasso.
Ahora, corriendo rápidamente, Edwin les sacó la lengua.
Dejó de correr.
Una de las puertas prohibidas estaba abierta.
La clara luz del sol asomaba oblicuamente, tentándolo.
Más allá de la puerta, una escalera de espiral subía en el sol y el silencio.
Edwin se quedó allí un rato, jadeando. Año tras año había probado los pestillos de las puertas prohibidas, y siempre estaban cerradas. ¿Qué ocurriría ahora si abría esta puerta del todo y subía por la escalera? ¿Habría algún Monstruo oculto allá arriba?
—Hola.
La voz subió saltando en la espiral del sol.
—Hola… —suspiró un eco débil, perezoso, lejano, alto, alto, que se apagó en seguida.
Edwin cruzó el umbral.
—Por favor, por favor, no me hagas daño —le susurró al alto sitio soleado.
Subió deteniéndose en cada escalón, esperando el castigo, con los ojos cerrados como un penitente. Más rápido ahora, saltó alrededor y alrededor y hacia arriba hasta que las rodillas le dolieron y el aliento le entró y le salió como impulsado por una bomba neumática y la cabeza le resonó como una campana hasta que al fin alcanzó la cima terrible y se encontró en la terraza de una torre, inundada de sol.
El sol le golpeó los ojos. Nunca, nunca había conocido tanto sol. Se apoyó en la barandilla de hierro.
—¡Está ahí! —Abrió la boca moviendo la cabeza hacia uno y otro lado—. ¡Está ahí! —Corrió en círculos—. ¡Ahí!
Estaba más arriba de la sombría barrera de árboles. Era aquélla la primera vez que podía mirar por encima de los castaños y olmos ventosos, y hasta donde le alcanzaba la vista había hierba verde, árboles verdes y cintas blancas por donde corrían los coleópteros, y la otra mitad del mundo era azul e interminable, y el sol parecía perdido y goteaba en una increíble y honda habitación azul, tan vasta que Edwin sintió que se caía, y gritó, y se tomó con las dos manos del borde del parapeto, y más allá de los árboles, más allá de las cintas blancas donde corrían los coleópteros vio cosas que se alzaban como dedos, pero no vio terrores de la familia Dalí-Picasso, vio sólo unos pañuelitos azules y blancos y rojos que ondeaban en unos mástiles blancos.
Se sintió enfermo de pronto; estaba enfermo otra vez.
Volviéndose, casi cayó escaleras abajo.
Cerró de un golpe la puerta prohibida, apoyándose contra ella.
—Te quedarás ciego. —Se apretó las manos contra los ojos—. No tenías que haber visto, no, ¡no!
Cayó de rodillas y se quedó retorcido allí en el suelo. Sólo tenía que esperar un momento; la ceguera llegaría pronto.
Cinco minutos más tarde estaba de pie junto a una ventana común de las Tierras Altas, mirando el Mundo Jardín familiar.
Vio una vez más los olmos y los nogales y la pared de piedra, y aquel bosque que había sido para él hasta entonces como una muralla infinita que cerraba el Mundo, de modo que más allá no había nada sino una nada de pesadilla, y neblina, lluvia, y noche eterna. Ahora sabía que el Universo no terminaba con el bosque. Había otros mundos además de aquellos de las Tierras Altas y las Tierras Bajas.
Probó otra vez la puerta prohibida. Cerrada.
¿Había subido realmente? ¿Había descubierto de verdad aquella vastedad azulada y verde? ¿Dios lo había visto? Edwin se estremeció. Dios, Dios, que fumaba misteriosas pipas negras y esgrimía bastones mágicos. Dios, que quizás estaba observándolo aun ahora.
—Todavía puedo ver. Gracias, gracias, ¡todavía puedo ver!
A las nueve y media, una hora y media tarde, llamó a la puerta de la escuela.
—¡Buenos días, maestra!
La puerta se abrió. La maestra esperaba vestida con unos hábitos de monje, largos, grises, de tela basta; la capucha le ocultaba el rostro, y tenía puestos los lentes de plata. Las manos cubiertas con guantes grises le hicieron una seña.
—Llegas tarde.
Más allá, el fuego de la chimenea coloreaba el país de los libros. Había paredes enladrilladas con enciclopedias, y una chimenea en la que uno se podía meter sin golpearse la coronilla. Un leño ardía con un resplandor feroz.
La puerta se cerró y hubo un silencio cálido. Aquí estaba el pupitre, donde Dios se había sentado una vez; Dios había pisado esta misma alfombra, y había llenado la pipa con tabaco aromático, mirando ceñudamente la vasta ventana de vidrios emplomados. El cuarto olía a Dios, a madera pulida, tabaco, cuero y monedas de plata. Aquí la voz de la maestra cantaba como un arpa solemne, hablando de Dios, los viejos días, y el Mundo que la determinación de Dios había sacudido, y el ingenio de Dios había estremecido, y la mano de Dios había sacado de la nada, con un esbozo, un grito, una madera alzada al aire. Las huellas dactilares de Dios todavía estaban en media docena de lápices afilados, como copos de nieve derretidos a medias, y guardados en vitrinas. Nunca había que tocarlos, pues si no, se desvanecerían para siempre.
Aquí, aquí en las Tierras Altas, al sonido blando de la voz de la maestra que hablaba y hablaba, Edwin aprendía lo que debía aprender: de él mismo y de su cuerpo. Crecería con los años hasta ser una Presencia; tenía que acomodarse a los olores y a la voz de trompeta de Dios. Un día se alzaría envuelto en un fuego pálido, junto a la elevada ventana, y dando un grito libraría de polvo a los rayos de los Mundos; sería Dios él mismo. Nada podía impedirlo. Ni el cielo, ni los árboles, ni las cosas que estaban más allá de los árboles.
La maestra se movió en el cuarto como una nube de vapor.
—¿Por qué has llegado tarde, Edwin?
—No sé.
—Te lo preguntaré de nuevo. Edwin, ¿por qué has llegado tarde?
—Una…, una de las puertas prohibidas estaba abierta y…
Edwin oyó que la maestra contenía el aliento, siseando. Vio que se echaba lentamente hacia atrás y se hundía en la silla alta labrada a mano, y que la oscuridad la devoraba, y que los lentes emitían una luz débil, antes de desvanecerse. Sintió que la maestra lo miraba desde la sombra y que le hablaba con una voz apagada, como una voz que se oye de noche, la propia voz de uno poco antes de despertar de una pesadilla.
—¿Qué puerta? ¿Dónde? —preguntó la maestra—. Ah, ¡tenía que estar cerrada!
—La puerta junto a la gente de Dalí-Picasso —dijo Edwin, aterrorizado. Él y la maestra habían sido siempre amigos. ¿Había terminado esa amistad? ¿Él la había estropeado?—. Subía las escaleras. ¡Tuve que hacerlo! De veras lo siento. No se lo cuente a mamá, por favor.
La maestra parecía perdida en el hueco de la silla, en el hueco de la capucha. Los lentes eran como débiles luciérnagas en aquel pozo de soledad.
—¿Y qué viste allí? —murmuró la maestra.
—¡Una sala grande y azul!
—¿Sí?
—Y una sala verde, y cintas con bichos que corrían, pero me quedé allí poco tiempo, poco tiempo, ¡lo juro!
—Una sala verde, y cintas, sí, cintas, y bichos que corren, sí —dijo la mujer con una voz que entristeció a Edwin.
Trató de tocar la mano de la maestra, pero la mano cayó en el regazo y retrocedió a la oscuridad del pecho.
—Bajé en seguida, cerré la puerta, y no miraré otra vez, ¡nunca! —gritó Edwin.
La voz de la mujer era ahora tan débil que Edwin apenas podía oírla.
—Pero ahora has visto, y querrás ver otras cosas, y ya nadie te quitará la oscuridad. —La capucha se movía lentamente hacia atrás y hacia adelante, volviéndose hacia Edwin, interrogando—. ¿Te…, te gustó lo que viste?
—Me asusté. Era grande.
—Grande, sí. Grande, grande, Edwin. No como nuestro mundo. Grande, vasto, incierto. Oh, ¿por qué lo hiciste? Sabías que estaba mal.
El fuego floreció y se marchitó en el hogar mientras la maestra esperaba la respuesta de Edwin, y al fin, como el niño no pudo responder, ella dijo, con labios que apenas se movían:
—¿Es a causa de tu madre?
—¡No lo sé!
—¿La encuentras nerviosa, irritante, sientes que te persigue, que te está siempre encima, te gustaría estar solo a veces, no es eso, no es eso, no es eso?
Edwin sollozó, sacudiéndose.
—¡Sí, sí!
—¿Por eso te escapas, porque ella te exige demasiado, te pide todo tu tiempo, todos tus pensamientos? —La voz de la maestra parecía perdida y triste—. Dime…
Edwin tenía las manos pegajosas de lágrimas.
—¡Sí! —Se mordió los dedos y el dorso de las manos—. ¡Sí! —No estaba bien admitir cosas semejantes, pero no tenía que decirlas ahora, ella las decía, ella las decía, y él sólo tenía que asentir, sacudir la cabeza, morderse los nudillos, gritar entre sollozos.
La maestra tenía un millón de años.
—Aprendemos —dijo fatigada. Dejando la silla se movió haciendo oscilar las ropas grises y se acercó al escritorio, donde la mano enguantada buscó largo rato hasta que encontró lápiz y papel—. Aprendemos, oh Dios, pero tan despacio, y con tanto dolor, aprendemos. Pensamos que actuamos bien, pero todo el tiempo, todo el tiempo, echamos a perder el Plan…
La maestra respiró siseando y levantó bruscamente la cabeza. La capucha tembló, como si estuviese vacía.
La maestra escribió unas palabras en el papel.
—Dale esto a tu madre. Dice ahí que debes tener dos horas todas las tardes, para ti mismo, para que andes por donde quieras. Excepto allá afuera, por supuesto. ¿Me escuchas, niño?
—Sí. —Edwin se secó la cara—. Pero…
—Adelante.
—¿Me mintió mamá acerca de los sitios de afuera y las Bestias?
—Mírame —dijo la mujer—. He sido tu amiga. Nunca te castigué, como tu madre ha tenido que hacerlo, a veces. Las dos estamos aquí para ayudarte a entender y a crecer, y para que no te destruyan como a Dios.
La maestra se incorporó, y en ese momento torció la capucha, de modo que el color del fuego le bañó la cara. Rápidamente, el fuego le borró las innumerables arrugas.
Edwin se quedó sin aliento. El corazón se le volcó en un sobresalto.
—¡El fuego! —Edwin miró el fuego y se volvió otra vez hacia la cara de la maestra. La capucha se sacudió, ocultándose. La cara desapareció en el pozo profundo—. Su cara —dijo Edwin—. ¡Se parece a la de mamá!
La maestra se movió rápidamente hacia los libros y tomó uno. Le habló a los estantes con aquella voz alta, cantarina, monótona.
—Las mujeres se parecen todas, es cosa sabida. ¡Olvídalo! ¡Toma, toma! —Y la maestra le alcanzó el libro a Edwin—. Lee el capítulo primero. ¡Lee el diario!
Edwin tomó el libro, pero no sintió el peso en las manos. El fuego retumbó y se succionó a sí mismo brillantemente subiendo por el cañón de la chimenea mientras Edwin comenzaba a leer, y a medida que Edwin leía la maestra iba aflojándose y apaciguándose y tranquilizándose, y cuanto más leía Edwin, más se serenaba y se meneaba la capucha gris, y la cara oculta parecía un badajo silencioso y solemne dentro de una campana. La luz del fuego encendió en los estantes el oro animal de las letras de los libros, y Edwin leía en alta voz, pero pensaba realmente en esos libros con páginas cercenadas o recortadas, donde se habían tachado ciertas líneas y se habían arrancado ciertas ilustraciones, los libros de mandíbulas de cuero apretadamente encoladas, y esos otros como perros rabiosos, sujetos con duras correas de bronce para que él, Edwin, no se acercase.
Todo esto pensó Edwin mientras movía los labios en la calma del fuego:
—En el Principio era Dios. Quien creó el Universo, y los Mundos dentro del Universo, los Continentes dentro de los Mundos, y las Tierras dentro de los Continentes, y de la mente y de la mano de Dios nació Su esposa amantísima y un hijo que con el tiempo llegaría él mismo a ser Dios…
La maestra asintió lentamente. El fuego bajó poco a poco y quedó reducido a unos carbones humeantes. Edwin siguió leyendo.
Deslizándose por el pasamanos, sin aliento, Edwin bajó al vestíbulo.
—¡Mamá! ¡Mamá!
La madre estaba sin aliento, echada en un sillón mullido, de color castaño, como si ella también hubiese venido corriendo desde lejos.
—¡Mamá, mamá, estás empapada!
—¿Sí? —preguntó la madre, como si hubiese corrido por culpa de Edwin—. Sí, sí. —Respiró hondamente y suspiró. Luego le tomó las manos a Edwin, besándoselas. Lo miró, serena, abriendo más y más los ojos—. Bueno, escúchame. Tengo una sorpresa para ti. ¿Sabes qué día es mañana? ¡No lo imaginas! ¡Es el día de tu cumpleaños!
—¡Pero sólo pasaron diez meses!
La madre se rio.
—¡Es mañana! Ocurren maravillas, digo yo. Y si yo digo que una cosa es así, es así, mi querido.
Edwin estaba aturdido.
—¿Y abriremos otro cuarto secreto?
—¡El cuarto catorce, sí! ¡El quince el año próximo, el dieciséis, el diecisiete, y así uno tras otro hasta que cumplas veintiún años, Edwin! Luego, oh, ¡abriremos las puertas de triple cerrojo del más importante de los cuartos, y tú serás el Hombre de la Casa, el Padre, Dios, Señor del Universo!
—Oh —dijo Edwin, y en seguida—: ¡Oh!
Echó los libros al aire, y los libros estallaron como una vasta y susurrante explosión de palomas. Edwin rio. La madre rio. Las risas subieron y cayeron con los libros. Edwin corrió para deslizarse otra vez chillando por el pasamanos.
La madre lo esperó al pie de las escaleras, con los brazos abiertos.
Edwin estaba acostado en cama, a la luz de la luna, tocando la caja de resorte con las puntas de los dedos, pero la tapa no se abría. Movió la caja entre las manos, ciegamente, sin mirarla. Mañana, su cumpleaños, ¿por qué? ¿Era él, Edwin, tan bueno? No. ¿Por qué entonces llegaba tan pronto el día del cumpleaños? Bueno, simplemente porque las cosas se le habían puesto… ¿Cómo decirlo? ¿Nerviosas? Sí, las cosas habían empezado a estremecerse, tanto de día como de noche. Había visto el temblor blanco, la luz de la luna que descendía y descendía tocando la nieve invisible de la cara de la madre. Ya era necesario otro cumpleaños para que se tranquilizara de nuevo.
—Mis cumpleaños —le dijo al techo— vendrán cada vez más rápido desde ahora. Lo sé, lo sé. Mamá se ríe tan alto, y tiene algo en los ojos…
¿Invitarían a la maestra a la fiesta? No. Mamá y la maestra no se encontraban nunca. «¿Por qué no?». «Porque no», dijo mamá. «¿No quiere conocer a mamá, maestra?». «Algún día», dijo la maestra, débilmente, alejándose, flotando como una telaraña a lo largo del pasillo. «Algún… día…».
¿Y dónde pasaba las noches la maestra? ¿Se paseaba por todos esos secretos países montañosos, altos, cerca de la luna, donde una piel de polvo velaba los candeleros, o iba de un lado a otro más allá de los árboles que se extendían más allá de los árboles que se extendían más allá de los árboles? No, no parecía posible.
Edwin apretó el juguete entre las manos sudorosas. El año anterior, cuando las cosas habían empezado a estremecerse y a temblar, ¿mamá no había adelantado también el cumpleaños varios meses? Sí, oh, sí, sí.
Trató de pensar en otra cosa. Dios. Dios constructor de un sótano de medianoche fría, de un altillo tostado por el sol, y todos los milagros intermedios. Pensó en la hora de la muerte, aplastado al fin por un monstruoso escarabajo que esperaba más allá de la pared. ¡Ay, cómo debieron de haberse estremecido los mundos al paso de Dios!
Edwin se acercó la caja de resorte a la boca, murmurando junto a la tapa.
—¡Hola! ¡Hola! Hola, hola…
No hubo respuesta, excepto la tensión del muelle interior. Te sacaré afuera, pensó Edwin. Espera, espera y verás. Puede doler, pero hay un solo modo. Mira, mira…
Edwin salió de la cama y se asomó a la ventana sacando medio cuerpo afuera, mirando el sendero de losas de mármol iluminado por la luna. Alzó la caja todo lo posible, sintió las gotas de sudor en las axilas, sintió la presión de los dedos, sintió el estiramiento de los brazos. Arrojó afuera la caja, gritando. La caja dio vueltas en el aire, cayendo. Tardó un rato en chocar contra el pavimento de mármol.
Edwin se asomó todavía más, jadeante.
—¿Bueno? —gritó—. ¿Bueno? —y otra vez—: ¡Eh, tú! —y luego—: ¡Tú!
Los ecos se apagaron. La caja yacía a la sombra del bosque. Edwin no alcanzaba a ver si el golpe la había abierto. No lograba ver si el polichinela se había alzado, sonriente, saliendo del calabozo horrible o si oscilaba con el viento ya para este lado ya para el otro, mientras las campanillas de plata tintineaban débilmente. Escuchó. Estuvo en la ventana una hora, escuchando, y al fin se volvió a la cama.
La mañana. Unas voces brillantes se movían cerca y lejos, dentro y fuera del Mundo de la Cocina, y Edwin abrió los ojos. ¿De quiénes eran esas voces, de quiénes podían ser? ¿Algunos de los trabajadores de Dios? ¿La gente de Dalí? Pero mamá las odiaba; no. Las voces se apagaron en un rugido zumbante. Silencio. Y desde un sitio remoto llegó un ruido de pasos apresurados, más y más alto y todavía más hasta que la puerta se abrió bruscamente.
—¡Feliz cumpleaños!
Bailaron, comieron pasteles congelados, mordieron helados de limón, bebieron vinos rosados, y allí estaba el nombre de Edwin en una tarta nevada mientras mamá sacaba acordes al piano en una precipitación de sonidos y abría la boca para cantar, y luego se volvía para apartar a Edwin de más fresas, más vinos, más risas que sacudían los candeleros en lluvias temblorosas. Luego, floreció una llave de plata, corrieron a abrir la prohibida puerta catorce.
—¡Listos! ¡Prepárate!
La puerta susurró en la pared.
—Ah —dijo Edwin, bastante decepcionado.
Pues esta habitación decimocuarta no era más que un armario polvoriento, de un color castaño deslucido. ¡No había allí ninguna de las promesas que había encontrado en las salas de los otros aniversarios! El regalo de su sexto cumpleaños había sido el aula de las Tierras Altas. En su séptimo cumpleaños había abierto el cuarto de juegos de las Tierras Bajas. En el octavo, la sala de música; en el noveno, ¡la cocina milagrosa de fuegos infernales! El décimo había sido el día de la habitación donde los fonógrafos susurraban: una continua exhalación de espectros que cantaban en un aire suave. ¡La undécima fue la vasta habitación verde adiamantada del Jardín donde había que cortar la alfombra en vez de barrerla!
—Oh, no te desilusiones, ¡muévete! —La madre, riendo, empujó a Edwin dentro del armario—. ¡Espera hasta descubrir qué mágica es! ¡Cierra la puerta!
Apretó un botón rojo oculto en la pared.
Edwin chilló:
—¡No!
Pues el cuarto se estremecía, animado como una boca que lo sostenía entre mandíbulas de hierro; el cuarto se movió, la pared se deslizó hacia abajo.
—Oh, tranquilo, querido —dijo la madre.
La puerta flotó y bajó al piso, y una larga pared insensatamente vacía se retorció a un lado como una interminable serpiente susurrante para abrirse en otra puerta y otra puerta que no se detuvo y que continuó pasando mientras Edwin gritaba abrazado a la cintura de la madre. El cuarto se quejó y carraspeó en algún sitio; los temblores cesaron, el cuarto se tranquilizó. Edwin se quedó mirando una puerta nueva y extraña y oyó que su madre le decía: Adelante, ábrela, ahí, adelante, ahí. Y la puerta nueva se abrió a un misterio todavía mayor. Edwin parpadeó.
—¡Las Tierras Altas! ¡Éstas son las Tierras Altas! ¿Cómo llegamos aquí? ¡Dónde está el vestíbulo, madre, dónde está el vestíbulo!
La madre lo empujó a través de la puerta.
—Saltamos hacia arriba, y volamos. ¡Una vez por semana subirás volando a la escuela en vez de dar ese largo rodeo!
Edwin no podía moverse aún, y contempló el misterio de una Tierra cambiada por otra Tierra, de un País reemplazado por otro País todavía más alto y lejano.
—Oh, madre, madre… —dijo.
Fue un tiempo largo y dulce en las hierbas altas del jardín donde conocieron los ocios más deleitables, bebiendo copones de sidra con los codos apoyados en almohadones de seda escarlata, descalzos, los dedos de los pies envueltos en la aspereza de los dientes de león, la dulzura de los tréboles. La madre se sobresaltó dos veces cuando oyó el rugido de los Monstruos del otro lado de la floresta. Edwin le besó la mejilla.
—No te preocupes —le dijo—. Aquí estoy para protegerte.
—Lo sé muy bien —dijo ella, pero se volvió a mirar la figura de los árboles como si en cualquier momento el caos que esperaba allá afuera pudiese destruir instantáneamente el bosque, estampando un pie de Titán y reduciéndolos a polvo.
Cuando ya caía la tarde larga y azul vieron un pájaro de cromo que volaba atravesando una abertura brillante entre los árboles, alto y rugiente. Corrieron al vestíbulo, las cabezas inclinadas como antes de una tormenta verde de relámpagos y lluvia, sintiendo que el sonido los empapaba con cataratas enceguecedoras.
Una crepitación y otra… y el cumpleaños se apagó en una nada de celofán. A la caída del sol, en el país de la sala, iluminada apenas, la madre inhaló champaña por la nariz, delicada y diminuta como el brote de una planta, y por la boca, pálida como una rosa de verano. Luego, aturdida y soñolienta, arrastró a Edwin al dormitorio y lo encerró.
Edwin se desvistió en una lenta pantomima de asombro, pensando: este año, el año próximo, y qué habitación dentro de dos años, de tres. ¿Qué serían las Bestias, los Monstruos? ¿Y la destrucción y el asesinato que venían de Dios? ¿Qué era un asesinato? ¿Qué era la muerte? ¿Sería la muerte un sentimiento? ¿Lo había disfrutado tanto Dios que por eso no había vuelto nunca? ¿Era entonces la muerte un viaje?
En el vestíbulo, mientras iba escaleras abajo, la madre dejó caer una botella de champaña. Edwin lo oyó y sintió frío, pues el pensamiento que lo asaltó entonces fue: ése es el sonido de mamá. Si ella se caía, si se rompía, a la mañana siguiente uno descubriría un millón de fragmentos. Unos cristales brillantes y un vino claro en la alfombra, eso era todo lo que uno vería al alba.
La mañana fue un aroma de viñas y uvas y musgo en el cuarto de Edwin, un aroma de sombra fresca. Escaleras abajo, en ese mismo instante, el desayuno estaba quizá manifestándose a sí mismo como un castañeteo de dedos sobre las mesas invernales.
Edwin se levantó para lavarse y vestirse y esperó, sintiéndose magníficamente bien. Ahora todo parecería fresco y nuevo por lo menos durante un mes. Hoy, como todos los días, habría desayuno, escuela, almuerzo, canciones en la sala de música, una hora o dos de juegos eléctricos, y luego… té en las Tierras Exteriores, sobre el césped luminoso. Después otra vez la escuela, en una última hora tardía, rondando junto con la maestra la biblioteca censurada, devanándose los sesos ante palabras y pensamientos que hablaban del mundo exterior censurado.
Había olvidado la nota de la maestra. Tenía que dársela a la madre.
Abrió la puerta. El vestíbulo estaba vacío. Descendiendo a las profundidades de los Mundos, flotaba una niebla tenue, y ninguna pisada quebraba el silencio. Había quietud en las colinas; las fuentes de plata no latían a la primera luz del sol, y la baranda que subía retorciéndose entre las nieblas era un monstruo prehistórico que husmeaba el dormitorio. Se apartó de la criatura, buscando a la madre, como un bote blanco arrastrado por las mareas del alba y los vapores abisales.
La madre no estaba allí. Se precipitó descendiendo por las tierras serenas, gritando:
—¡Mamá!
La encontró en la sala, echada en el suelo. Tenía puesto el brillante vestido de fiesta de color verde oro, y apretaba en una mano el cuello de una botella de champaña. La alfombra estaba cubierta de vidrios.
La madre dormía, obviamente, de modo que Edwin se sentó a la mágica mesa del desayuno. Miró parpadeando el mantel blanco y vacío y los platos resplandecientes. No había comida. Toda la vida lo habían esperado allí unos alimentos maravillosos. Hoy no.
—¡Mamá, despierta! —Corrió hacia la madre—. ¿Iré a la escuela? ¿Dónde está la comida? ¡Despierta!
Corrió escaleras arriba.
En las Tierras Altas había frío y sombras, y los soles de vidrio blanco no brillaban más en los techos de ese día, de nieblas tétricas. Edwin corrió por pasillos oscuros, por descoloridos continentes de silencio. Llamó y llamó a la puerta de la escuela. La puerta se abrió lentamente, sola, gimiendo.
La escuela estaba vacía y oscura. En la chimenea no rugía ningún fuego arrojando sombras a las vigas del techo… No se oía ningún crujido, ningún suspiro.
—¿Maestra?
Edwin se detuvo en el centro de la habitación muerta y helada.
—¡Maestra! —gritó.
Tiró de las cortinas; un débil rayo de sol cayó atravesando los vidrios emplomados.
Edwin movió las manos. Le ordenó al fuego que estallara como un grano de maíz. Le ordenó que floreciera en vida. Cerró los ojos, esperando a que la maestra apareciera. Abrió los ojos y miró estupefacto el pupitre.
La túnica y la bufanda gris estaban allí cuidadosamente dobladas, y los lentes de plata brillaban encima, al lado de un guante gris. Edwin los tocó. El otro guante había desaparecido. Descubrió encima de la túnica un pedazo de lápiz de cosmética. Lo probó dibujándose unas líneas oscuras en las manos.
Retrocedió, los ojos clavados en la túnica vacía, los lentes, el lápiz grasoso. Tocó el pestillo de una puerta que siempre había estado cerrada. La puerta se abrió lentamente. Edwin se encontró mirando el interior de un armarito pardo.
—¡Maestra!
Entró de prisa en el armario, y la puerta se cerró bruscamente, detrás. Apretó un botón rojo. La habitación se hundió, y junto con ella se hundió también una frialdad lenta y mortal. En el mundo había silencio, quietud y calma. La maestra había desaparecido, y la madre… dormía. El cuarto cayó todavía más, sosteniendo a Edwin entre unas mandíbulas de hierro.
Un golpe de maquinarias. Una puerta se abrió deslizándose. Edwin salió corriendo. ¡La sala!
Detrás no dejaba una puerta sino un simple panel de roble.
La madre yacía aún en el piso, imperturbable. Edwin movió el cuerpo y alcanzó a ver debajo un guante gris y blando, un guante de la maestra.
Se quedó de pie junto a la madre, largo rato, mirando el guante increíble que tenía en la mano. Al fin se puso a gimotear.
Huyó corriendo a las Tierras Altas. La chimenea estaba fría; el cuarto, vacío. Esperó. La maestra no aparecía. Descendió de nuevo corriendo a las solemnes Tierras Bajas, y le ordenó a la mesa que se cubriera con platos humeantes. No ocurrió nada. Se sentó junto a la madre, hablándole y rogándole y tocándola, y las manos de ella estaban frías.
El tictac del reloj continuó y la luz cambió en el cielo y la madre no se movía, y Edwin tenía hambre y el polvo silencioso descendía en el aire a través de todos los Mundos. Edwin pensó en la maestra y supo que no estaba en ninguna de las colinas y montañas de arriba, y que sólo podía estar en un sitio. Había entrado por error en las Tierras Exteriores, y se había extraviado y no saldría de allí hasta que alguien fuera a buscarla. De modo que él, Edwin, tenía que salir, llamarla, traerla de vuelta para despertar a mamá, pues si no mamá se quedaría allí para siempre mientras el polvo caía en los vastos espacios oscurecidos.
Atravesó la cocina, salió por atrás, y encontró el sol poniente y oyó débilmente los cascos de las Bestias más allá de la frontera del Mundo. Se apoyó en la pared del jardín, no atreviéndose a seguir, y en las sombras, a la distancia, vio la caja rota que había arrojado por la ventana. Unas motas de luz solar chispeaban en la tapa rota y tocaban temblorosamente una y otra vez la cara del polichinela, que había saltado afuera y ahora abría los brazos en un eterno ademán de libertad. El muñeco sonreía y no sonreía, sonreía y no sonreía, mientras el sol parpadeaba sobre la boca, y Edwin miraba, de pie, hipnotizado, por encima y más allá. El muñeco abría los brazos hacia el sendero que se alejaba entre los árboles secretos, el sendero prohibido, manchado por los excrementos oleosos de las Bestias. Pero el sendero se extendía en silencio y el sol calentaba y Edwin oyó el viento que soplaba apenas entre los árboles. Al fin se adelantó dejando atrás la pared del jardín.
—¿Maestra?
Siguió caminando a lo largo del sendero, unos pocos metros.
—¡Maestra!
Los zapatos le resbalaban en los excrementos de las Bestias, y Edwin miraba sin ver el extremo del túnel inmóvil. El sendero se movía debajo, los árboles encima.
—¡Maestra!
Caminó lentamente, pero sin detenerse ni aminorar la marcha. Al fin se volvió. Detrás se extendía el Mundo y aquel nuevo silencio. ¡El Mundo parecía disminuido, menor! Qué raro era verlo más pequeño que antes. Hasta hacía poco había sido siempre inmenso, y Edwin no había pensado nunca que cambiaría alguna vez. Sintió que se le paraba el corazón. Dio un paso atrás. Pero casi en seguida sintió que el silencio del Mundo lo aterrorizaba y se volvió de nuevo hacia el sendero del bosque.
Todo lo que se extendía delante era nuevo. Los olores le colmaban la nariz; los colores, las formas raras, las dimensiones increíbles le colmaban los ojos.
Si corro más allá de los árboles me moriré, pensó, pues eso es lo que mamá decía. Te morirás, te morirás.
Pero ¿qué era morirse? ¿Otro cuarto? ¡Un cuarto azul, un cuarto verde, mucho más grande que todos los cuartos anteriores! Pero ¿y la llave? Allá, muy lejos, un portón de hierro abierto de par en par, una puerta de hierro forjado. ¡Más allá un cuarto tan inmenso como el cielo, todo coloreado de verde con hierbas y árboles! Oh, mamá, maestra…
Edwin corrió, tropezó, cayó, se levantó, corrió de nuevo, y dejó atrás las piernas entumecidas mientras caía y caía por la pendiente de una loma, fuera del sendero, gimoteando, llorando; y al fin los gimoteos y los llantos se transformaron en nuevos sonidos. Llegó a la puerta de hierro enmohecida y chirriante y la cruzó de un salto. El Universo se bamboleó detrás. Edwin corrió otra vez y ya no miró más los Mundos Antiguos, que se marchitaron y desvanecieron.
El policía se detuvo al borde de la acera, mirando la calle.
—Esos niños…, no los entenderé nunca.
—¿Qué pasó? —preguntó el peatón.
El policía pensó un rato frunciendo el ceño.
—Hace un par de segundos un niño pasó corriendo. Reía y lloraba, reía y lloraba, todo a la vez. Saltaba arriba y adelante y tocaba todas las cosas. Cosas como faroles, postes telefónicos, bocas de agua, perros, gente. Cosas como aceras, vallas, puertas, coches, ventanas de vidrio esmerilado, cilindros de barbería. Demonios, hasta me tocó a mí y me miró, y miró el cielo, y viera cómo lloraba, y en todo ese tiempo gritaba y gritaba algo raro.
—¿Qué gritaba? —preguntó el peatón.
—Gritaba siempre: «¡Estoy muerto, estoy muerto, me alegra estar muerto, estoy muerto, estoy muerto, me alegra estar muerto, estoy muerto, estoy muerto, es bueno estar muerto!». —El policía se rascó lentamente la barbilla—. Otro de esos nuevos juegos de niños, supongo.