«Atentamente suyo, Jack el Destripador», cuento de Robert Bloch, narra la historia de Guy Hollis, un investigador que llega a Estados Unidos siguiendo la pista del famoso asesino Jack, el Destripador. Aunque han transcurrido 57 años desde que Jack el rojo cometió los homicidios que lo hicieron conocido, Hollis tiene la teoría de que en realidad se trata de un brujo, un nigromante, cuyos asesinatos son sacrificios ofrecidos para prolongar indefinidamente su vida. En Estados Unidos Hollis contacta al psiquiátra John Carmody para que le ayude en sus pesquisas. Aunque Carmody se muestra escéptico, la curiosidad puede más y decide ayudar a Hollis en su búsqueda. Ambos hombres corren contra el tiempo. Si la teoría de Hollis es correcta, el Destripador debería atacar en dos días más.
Atentamente suyo, Jack el Destripador
Robert Bloch
(Cuento completo)
1
Miré al diplomático inglés. Él me miró a mí.
—¿Sir Guy Hollis? —pregunté.
—En efecto. ¿Tengo el placer de hablar con John Carmody, el psiquiatra?
Asentí. Mis ojos examinaron disimuladamente a mi distinguido visitante. Alto, delgado, con el pelo rojizo y el tradicional bigote. Y el traje de mezclilla. Sospeché la existencia de un monóculo en el bolsillo de pecho de la americana, y me pregunté si se habría dejado el paraguas en la oficina exterior.
Pero, más que eso, me pregunté qué diablos habría impulsado a Sir Guy Hollis, de la Embajada británica, a ponerse en contacto con un forastero aquí, en Chicago.
Sir Guy no me ayudó lo más mínimo mientras tomaba asiento. Se aclaró la garganta, miró nerviosamente a su alrededor y golpeó su pipa contra el borde del escritorio. Luego abrió la boca.
—Mr. Carmody —dijo—, ¿ha oído usted hablar de… Jack el Destripador?
—¿El asesino? —pregunté.
—Exactamente. El más monstruoso de todos. Peor que Landrú. Jack el Destripador. Jack el Rojo.
—He oído hablar de él —dije.
—¿Conoce usted su historia?
—Escuche, Sir Guy —murmuré—. No creo que nos sirva de nada desempolvar antiguos cuentos de viejas acerca de famosos criminales de la historia.
Sir Guy me miró fijamente.
—Esto no es ningún cuento de viejas. Es un asunto de vida o muerte.
Estaba tan obsesionado, que incluso hablaba en tono melodramático. Bueno, estaba dispuesto a escucharle. A los psiquiatras nos pagan para que escuchemos.
—Adelante —le dije—. Oigamos la historia.
Sir Guy encendió un cigarrillo y empezó a hablar.
—Londres, 1888 —empezó—. Finales de verano y comienzos de otoño. Esa fue la época. Surgida de ninguna parte, apareció la sombría figura de Jack el Destripador… una sombra furtiva con un cuchillo, vagabundeando por el East End de Londres. Acechando a las escuálidas divas de Whitechapel. Nadie sabe de dónde llegó. Pero trajo la muerte. La muerte en un cuchillo.
»Aquel cuchillo descendió seis veces para hundirse en las gargantas y en los cuerpos de mujeres de Londres. Busconas. El 7 de agosto fue la fecha del primer asesinato. Encontraron el cadáver de la mujer con treinta y nueve cuchilladas. Un crimen horroroso. El 31 de agosto, otra víctima. La prensa empezó a interesarse por el asunto. Los habitantes de los suburbios se interesaron todavía más.
»¿Quién era aquel desconocido asesino que vagabundeaba por allí y mataba a capricho en las desiertas calles de sus barrios? Y, lo que era más importante: ¿cuándo entraría de nuevo en acción?
»La fecha fue el 8 de septiembre. Scotland Yard nombró comisionados especiales. Los rumores iban y venían. La espantosa naturaleza de los asesinatos era tema de las más descabelladas especulaciones.
»El asesino utilizaba un cuchillo… con gran pericia. Seccionaba gargantas y cortaba… ciertas partes de los cadáveres después de la muerte. Escogía víctimas y lugares con diabólica premeditación. Nadie le vio ni le oyó. Pero los guardias, al hacer su ronda al amanecer, tropezaban con la desdichada víctima del Destripador.
»¿Quién era? ¿Qué era? ¿Un cirujano loco? ¿Un carnicero? ¿Un científico demente? ¿Un enfermo mental escapado de un manicomio? ¿Un noble psicopático? ¿Un miembro de la policía londinense?
»Luego apareció el poema en los periódicos. El poema anónimo, destinado a poner fin a las especulaciones… pero que sólo consiguió aumentar hasta el frenesí el interés público. Una burlona cuarteta:
No soy un carnicero, ni tampoco un mendigo,
ni un médico demente, ni un loco matador:
soy su sincero amigo,
atentamente suyo: Jack el Destripador.
»Y el 30 de septiembre, fueron cercenadas otras dos gargantas.
Interrumpí un momento a Sir Guy.
—Muy interesante —comenté. Temo que el tono de mi voz dejó traslucir cierto sarcasmo.
Sir Guy dio un respingo, pero no interrumpió su relato.
—A continuación, el silencio cayó sobre Londres durante una temporada. El silencio, y un indescriptible temor. ¿Cuándo atacaría de nuevo Jack el Rojo? Esperaron hasta octubre. Cada jirón de niebla ocultaba su fantasmal presencia. La ocultaba perfectamente, ya que no pudo averiguarse nada acerca de la identidad del Destripador, ni acerca de sus propósitos. Las rameras de Londres se estremecían con cada ráfaga nocturna del viento de noviembre. Se estremecían, y saludaban agradecidas la aparición del sol, a la mañana siguiente.
»9 de noviembre. La encontraron en su cuarto. Estaba tendida sobre la cama, con los brazos y las piernas extendidos, sin el menor desorden. Y a su lado reposaban su cabeza y su corazón. Esta vez, el Destripador se había superado a sí mismo en la ejecución.
»Luego, pánico. Pero pánico inútil. Ya que a pesar de que la prensa, la policía y la población esperaban con mortal terror, Jack el Destripador no volvió a atacar.
»Transcurrieron los meses. Un año. El interés inmediato murió, pero no el recuerdo. Dijeron que Jack se había marchado a América. Que se había suicidado. Dijeron… y escribieron. Han estado escribiendo desde entonces. Teorías, hipótesis, argumentos, suposiciones. Pero, hasta la fecha, nadie sabe quién fue Jack el Destripador. Ni por qué asesinaba. Ni por qué dejó de matar.
Sir Guy se calló. Evidentemente, esperaba que yo hiciera algún comentario.
—Cuenta usted la historia muy bien —observé—. Aunque con una leve tendencia emotiva.
—He reunido todos los documentos —dijo Sir Guy Hollis—. Poseo una colección de los datos existentes, y los he estudiado a fondo.
Me puse en pie.
—Bien —bostecé—. Su relato me ha complacido muchísimo, Sir Guy. Ha sido muy amable al abandonar sus obligaciones en la Embajada británica para obsequiar a un pobre psiquiatra con sus anécdotas.
El tono sarcástico siempre producía el efecto deseado.
—Supongo que querrá saber por qué estoy interesado en esto —dijo Sir Guy.
—Sí. Eso es exactamente lo que me gustaría saber. ¿Por qué está usted interesado?
—Porque —dijo Sir Guy Hollis— en estos momentos estoy sobre la pista de Jack el Destripador. ¡Creo que está aquí… en Chicago!
Volví a sentarme. Me había quedado de una pieza.
—¡Re… repita eso! —tartamudeé.
—Jack el Destripador está vivo, en Chicago, y voy a localizarle.
—¡Un momento! —dije—. ¡Un momento!
Sir Guy no sonreía. No era una broma.
—Vamos a ver —dije—. ¿En qué fecha se cometieron aquellos asesinatos?
—De agosto a noviembre de 1888.
—¿1888? Pero, si Jack el Destripador era ya un hombre formado en 1888, lo más probable es que haya muerto…
Suponiendo que hubiera nacido aquel mismo año, en la actualidad habría cumplido los cincuenta y siete.
—¿De veras? ¿Sería un hombre de cincuenta y siete años? —sonrió Sir Guy Hollis—. ¿O una mujer de cincuenta y siete años? Porque Jack el Destripador podía ser una mujer…
—Sir Guy —dije—. Cuando vino usted a verme, acudió a la persona más indicada. Porque es evidente que necesita usted los servicios de un psiquiatra.
—Quizá. Dígame, Mr. Carmody, ¿cree usted que estoy loco?
Le miré y me encogí de hombros. Pero tenía que darle una respuesta sincera.
—Sinceramente…, no.
—Entonces, puede usted escuchar los motivos que tengo para creer que Jack el Destripador está vivo.
—Desde luego.
—He estudiado el caso durante más de treinta años. He visitado los lugares donde se produjeron los crímenes. He hablado con policías, y con amigos y conocidos de las desdichadas mujeres que fueron asesinadas. He interrogado a hombres y mujeres de la vecindad. He reunido toda una biblioteca de material relativo a Jack el Destripador. He analizado cuidadosamente todas las teorías, por descabelladas que fueran.
»He aprendido algo. No mucho, pero algo. No voy a importunarle con mis conclusiones. Pero existía otro campo de investigación que me dio mejores frutos. He estudiado los crímenes sin resolver. Asesinatos.
»Puedo enseñarle recortes de los periódicos de las grandes ciudades de todo el mundo. San Francisco, Shanghai, Calcuta, Omsk, París, Berlín, Pretoria, El Cairo, Milán, Adelaida…
»La pista está allí. Crímenes sin resolver. Mujeres con la garganta cercenada. Con las peculiares desfiguraciones y amputaciones. Sí, he seguido una pista de sangre. Desde Nueva York hacia el Oeste, a través de todo el continente. Luego hasta el Pacífico. Desde allí a África. Durante la Guerra Mundial de 1914-1918 fue Europa. Después, América del Sur. Y desde 1930, otra vez los Estados Unidos. Ochenta y siete asesinatos que llevaban la marca del Destripador.
»Recientemente, se produjeron los llamados descuartizamientos de Cleveland. ¿Los recuerda? Una impresionante serie. Y, finalmente, dos muertes recientes en Chicago. En los últimos seis meses. Una en Deaborn. Otra en Halsted. El mismo tipo de asesinato, la misma técnica. Le digo a usted que en todos esos casos hay la huella inequívoca de la mano de Jack el Destripador.
Sonreí.
—Una teoría muy arriesgada —dije—. Sin embargo, no voy a poner en duda sus deducciones. Usted es el criminólogo, y tengo que aceptar su autoridad en la materia. Pero me gustaría hacer una pequeña objeción.
—Adelante —dijo Sir Guy.
—Ésta: ¿cómo podría un hombre de… digamos ochenta y cinco años, cometer esos crímenes? Ya que si Jack el Destripador tenía alrededor de treinta años en 1888, en la actualidad tendría ochenta y cinco.
Sir Guy permaneció silencioso unos instantes. Acusó el impacto. Pero…
—Suponga que Jack el Destripador no ha envejecido —susurró.
—¿Qué?
—Suponga que Jack el Destripador no ha envejecido. Suponga que sigue siendo un hombre joven…
—De acuerdo —dije—. Lo supongo por un momento. Luego dejo de suponer, y llamo a mi enfermera para que le encierren.
—Estoy hablando en serio —dijo Sir Guy.
—Todos hablan en serio —repliqué—. Es lo más lamentable de todo, ¿verdad? Todos saben que oyen voces y que ven demonios. Pero eso no impide que les encerremos.
Era una crueldad, pero dio resultado. Sir Guy se puso en pie y se encaró conmigo.
—Es una teoría descabellada, de acuerdo —dijo—. Todas las teorías acerca del Destripador son descabelladas. La idea de que era un médico. O un maníaco. O una mujer. Los motivos en favor de tales hipótesis son bastante endebles. No resisten un análisis a fondo. ¿Por qué tendría que ser peor la mía?
—Porque la gente envejece —argüí—. Médicos, maníacos y mujeres.
—¿Y qué me dice de los… brujos?
—¿Brujos?
—Nigrománticos. Hechiceros. Practicantes de la Magia Negra.
—¿De qué está usted hablando?
—Lo he estudiado todo —dijo Sir Guy—. Incluso las fechas de los asesinatos. El ritmo que siguen esas fechas. El ritmo solar, lunar, estelar. El aspecto sideral. El significado astrológico.
Estaba loco. Pero seguí escuchando.
—Suponga que Jack el Destripador no mataba por el solo placer de matar. Suponga que deseara hacer un… sacrificio.
—¿Qué clase de sacrificio?
Sir Guy se encogió de hombros.
—Dicen que si se ofrece sangre a los dioses malignos, éstos conceden ciertas gracias. Sí, cuando el sacrificio se ofrece en la época apropiada… cuando la luna y las estrellas se encuentran en la posición correcta… y con el adecuado ceremonial… conceden ciertas gracias.
—¡Eso es absurdo!
—No. Eso es… Jack el Destripador.
Me puse en pie.
—Una teoría muy interesante —dije—. Pero, Sir Guy, hay otra cosa que me interesa más. ¿Por qué ha venido a contarme todo eso a mí? No soy una autoridad en hechicería. No soy criminólogo ni funcionario de la policía. Soy un simple psiquiatra. ¿Cuál es la relación?
—Entonces, ¿está usted interesado?
—Sí, lo estoy, lo reconozco.
—Bien. Antes de hablarle de mi plan, quería asegurarme de su interés.
—¿A qué plan se refiere?
Sir Guy me dirigió una prolongada mirada. Luego habló.
—John Carmody —dijo—, usted y yo vamos a capturar a Jack el Destripador.
2
Así fue como sucedió. He reproducido aquella primera entrevista en todo su prolijo y tal vez enojoso detalle, porque creo que es importante. Ayuda a proyectar cierta claridad sobre el carácter y la actitud de Sir Guy. Y en vista de lo que ocurrió después de aquello…
Pero no adelantemos los acontecimientos.
La idea de Sir Guy era sencilla. Ni siquiera era una idea. Un simple presentimiento.
—Usted conoce a la gente aquí —me dijo—. He investigado, y como resultado de mis investigaciones he llegado a la conclusión de que usted es el hombre ideal para lo que me propongo. Tiene usted relación con muchos escritores, pintores y poetas. Con los intelectuales, en una palabra. Con los bohemios.
»Por motivos que ahora no interesan, he deducido que Jack el Destripador pertenece a aquel grupo social. Y tengo la impresión de que si usted me introduce en aquel medio, podré localizarle.
—Por mi parte no hay inconveniente —dije—. Pero ¿cómo espera localizarle? Como usted ha dicho, puede ser cualquiera, estar en cualquier parte. Y usted no tiene la menor idea de su aspecto. Puede ser joven o viejo. Rico, pobre, vagabundo, ladrón, médico, abogado… ¿Cómo podrá averiguarlo?
—Veremos —suspiró Sir Guy—. Pero tengo que encontrarle. En seguida.
—¿Por qué tanta prisa?
Sir Guy suspiró de nuevo.
—Porque dentro de dos días volverá a matar.
—¿Está usted seguro?
—Segurísimo. Fíjese en este mapa. Todos los asesinatos corresponden a un determinado ritmo astrológico. Si, como sospecho, ofrece un sacrificio de sangre para renovar su juventud, tiene que matar dentro de dos días. Fíjese en la pauta de sus primeros crímenes en Londres. 7 de agosto. 31 de agosto. 8 de septiembre. 30 de septiembre. 9 de noviembre. Intervalos de 24 días. 9 días. 22 días —en esta ocasión dos asesinatos—, y luego 40 días. Desde luego, hubo otros crímenes intercalados. Pero no fueron descubiertos o no le fueron atribuidos.
»De todos modos, he trazado una pauta para él basada en los datos que poseo. Y digo que dentro de dos días matará. De manera que debemos localizarle antes de que transcurran esos dos días.
—Continúo preguntándome qué es lo que desea que haga yo.
—Permitirme que le acompañe —dijo Sir Guy—. Presentarme a sus amigos. Llevarme a las reuniones.
—Pero ¿por dónde vamos a empezar? Que yo sepa, mis amigos artistas, a pesar de sus excentricidades, son personas completamente normales.
Lo mismo que el Destripador. Es completamente normal. Excepto en determinadas noches… Entonces se convierte en un monstruo implacable, obligado a matar.
—De acuerdo —dije—. De acuerdo. Le llevaré a las reuniones, Sir Guy.
Hicimos nuestros planes. Y aquella misma noche le llevé al estudio de Lester Baston.
Mientras subíamos al ático en el ascensor, aproveché la ocasión para advertir a Sir Guy.
—Baston es un hombre muy extravagante —le dije—. Lo mismo que sus huéspedes. Prepárese para lo mejor y para lo peor.
—Lo estoy.
Introdujo la mano en un bolsillo de sus pantalones y volvió a sacarla empuñando un revólver.
—¿Qué diablos…? —empecé.
—Si veo a Jack el Destripador estaré preparado —dijo Sir Guy.
Hablaba completamente en serio.
—Pero no puede usted presentarse en una reunión con un revólver cargado en el bolsillo —protesté.
—No se preocupe, no cometeré ninguna imprudencia.
Desde luego, Sir Guy Hollis no era un hombre normal.
Salimos del ascensor y nos dirigimos a la puerta del apartamento de Baston.
—A propósito —murmuré—, ¿cómo quiere usted que le presente? ¿Diciéndoles quién es usted y a quién está buscando?
—Me tiene sin cuidado. Tal vez sea preferible decir la verdad.
—Pero ¿no cree que el Destripador —si por algún milagro está presente— se pondrá inmediatamente sobre aviso?
—Creo que la impresión de la noticia de que estoy buscando al Destripador provocará en él algún gesto comprometedor —dijo Sir Guy.
—Sería usted un buen psiquiatra —admití—. La teoría no es mala. Pero le advierto que va a enfrentarse usted con más dificultades de las que parece esperar.
Sir Guy sonrió.
—Estoy preparado —dijo—. He ideado un pequeño plan. No se sorprenda por nada de lo que haga.
Asentí y llamé a la puerta.
Acudió a abrir el propio Baston. Tenía los ojos enrojecidos. Se balanceó hacia adelante y hacia atrás, mientras nos contemplaba con expresión solemne. Bizqueó ante el bigote de Sir Guy y mi bombín.
—¡Ajá! —exclamó—. La morsa y el carpintero.
Le presenté a Sir Guy.
—Bienvenido —dijo Baston, invitándonos a entrar con exagerados ademanes de cortesía. Nos siguió, tambaleándose, hasta el llamado saloncito.
Contemplé el grupo que se movía incansablemente a través de la niebla que formaba el humo de los cigarrillos.
La reunión estaba en su apogeo. Cada mano sostenía un vaso. Todos los rostros mostraban un rubor alcohólico. En un rincón, el piano sonaba a toda presión, pero las notas marciales de la Marcha de El Amor de las Tres Naranjas no conseguía ahogar el ruido profano de los dados procedente del otro rincón.
Prokofieff no tenía ninguna posibilidad contra el inventor del «seven-eleven».
Sir Guy se quitó rápidamente el monóculo. Vio a LaVerne Gonnister, la poetisa, golpear a Himye Kralik en el ojo. Vio a Himye sentarse en el suelo, gritando, hasta que Dick Pool aterrizó accidentalmente sobre su estómago cuando se dirigía a la cocina en busca de más bebida.
Oyó a Nadia Vilinoff, la artista comercial, decirle a Johnny Odcutt que opinaba que su tatuaje era de un horroroso mal gusto, y vio a Barclay Melton arrastrarse bajo la mesa del comedor con la esposa de Johnny Odcutt.
Sus observaciones zoológicas podían haber continuado indefinidamente si Lester Baston no se hubiese parado en el centro de la habitación y reclamado silencio rompiendo un vaso contra el suelo.
—Esta noche, nuestra humilde reunión se ve honrada con la presencia de dos distinguidos visitantes —rugió Lester, extendiendo el brazo en nuestra dirección—. Nada menos que la Morsa y el Carpintero. La Morsa es Sir Guy Hollis, un no-sé-qué de la Embajada británica. El Carpintero, como todos ustedes saben, es nuestro propio John Carmody, el eminente dispensador de linimento para los cerebros.
Se volvió y agarró a Sir Guy por el brazo, arrastrándole hasta el centro de la alfombra. Por un instante creí que Hollis iba a protestar, pero un rápido guiño me tranquilizó. Sir Guy estaba preparado.
—Tenemos la costumbre, Sir Guy —dijo Baston en voz alta—, de someter a nuestros nuevos amigos a un pequeño examen. Un simple formulismo, desde luego. ¿Está usted preparado para contestar a mis preguntas?
Sir Guy asintió, sonriendo.
—Muy bien —murmuró Baston—. Amigos… acabo de recibir este paquete de Inglaterra. Voy a abrirlo en vuestra presencia, para ver lo que contiene.
Empezó el interrogatorio. Yo quería escuchar, pero en aquel momento Lydia Dare me vio y me arrastró al vestíbulo para una de aquellas rutinarias Querido-he-estado-esperando-todos-los-días-que-me-llamaras.
Cuando pude librarme de ella y regresar al salón, el examen de Sir Guy se encontraba en su punto culminante. A juzgar por la actitud de los presentes, deduje que Sir Guy no necesitaba abogados que le defendieran.
De pronto, Baston formuló una pregunta que me hizo contener la respiración.
—¿Puedo preguntarle qué le ha traído aquí esta noche? ¿Cuál es su misión, oh Morsa?
—Estoy buscando a Jack el Destripador.
Nadie rio.
Tal vez les sorprendió como me había sorprendido a mí. Miré a mis vecinos y empecé a hacerme preguntas.
LaVerne Gonnister. Hymie Kralik. Inofensivos. Dick Pool. Nadia Vilinoff. Johnny Odcutt y su esposa. Barclay Melton. Lydia Dare. Todos inofensivos.
Pero ¡qué sonrisa más forzada en el rostro de Dick Pool! ¡Y qué decir de la actitud huidiza de Barclay Melton!
¡Oh! Era absurdo, de acuerdo. Pero por primera vez vi a aquellas personas a una nueva luz. Me interrogué acerca de sus vidas… sus vidas secretas, más allá del escenario de las reuniones.
¿Cuántos de ellos estaban representando una comedia, ocultando algo? ¿Cuál de ellos podía adorar a los horribles dioses malignos y ofrecerle un sacrificio de sangre? Incluso Lester Baston podía estar fingiendo.
Una rara inquietud planeó sobre todos nosotros, por unos instantes. Vi preguntas que revoloteaban por el círculo de ojos alrededor de la habitación.
Sir Guy estaba de pie en el centro de la estancia, y puedo jurar que tenía plena conciencia de la situación que había creado, y que gozaba con ella.
Me pregunté vagamente qué era lo que en él no funcionaba como era debido. Por qué tenía aquella extraña obsesión acerca de Jack el Destripador. Tal vez estaba ocultando, también, algún terrible secreto…
Baston, como de costumbre, disipó la inquietud. Tomó la cosa por el lado cómico.
—La Morsa no está bromeando, amigos —dijo. Palmeó la espalda de Sir Guy mientras hablaba—. Nuestro primo inglés se encuentra realmente sobre la pista del fabuloso Jack el Destripador. Supongo que todos ustedes recuerdan a Jack el Destripador. Fue un personaje que dejó huellas imborrables de su paso por la tierra.
»La Morsa tiene la idea de que el Destripador está vivo, probablemente aquí, en Chicago, y que se pasea por la ciudad con un cuchillo de explorador. En realidad… —Baston hizo una pausa melodramática—. En realidad, tiene motivos para creer que Jack el Destripador puede encontrarse esta noche aquí, entre nosotros.
Se produjo la esperada reacción de exclamaciones jocosas. Baston se dirigió a Lydia Dare en tono de reproche.
—El llevar faldas no las autoriza a reírse, muchachas. Jack el Destripador podía ser una mujer, también. Una especie de Jill la Destripadora.
—¿Quiere usted decir que sospecha realmente de uno de nosotros? —intervino LaVerne Gonnister, dirigiéndose a Sir Guy—. Jack el Destripador desapareció hace muchísimos años. En 1888…
—¡Ajá! —la interrumpió Baston—. ¿Cómo es que está tan enterada de los detalles, jovencita? ¡Resulta muy sospechoso! Mírela bien, Sir Guy… es posible que no sea tan joven como parece. Estas poetisas suelen tener pasados muy oscuros.
La tensión había desaparecido, y todo el asunto se estaba convirtiendo en una vulgar broma de reunión. El hombre que había interpretado la Marcha estaba contemplando el piano con un brillo de Scherzo en sus ojos que no auguraba nada bueno para Prokofieff. Lydia Dare estaba mirando ansiosamente en dirección a la cocina, esperando que terminara aquello para ir en busca de otro trago.
En aquel momento, Baston lo cogió.
—¿A que no lo adivinan? —aulló—. La Morsa tiene un revólver.
Al abrazar a Sir Guy, su mano se había deslizado hacia abajo hasta tropezar con el revólver que se encontraba en el bolsillo de la americana de su huésped. Lo sacó antes de que Hollis pudiera evitarlo.
Me quedé mirando a Sir Guy, preguntándome si la cosa no estaría llegando demasiado lejos. Pero él me hizo un guiño tranquilizador, y recordé que me había dicho que no me alarmara por nada.
De modo que esperé, mientras a Baston se le ocurría una idea muy propia de él.
—Vamos a jugar limpio con nuestro amigo Morsa —gritó—. Ha viajado hasta aquí desde Inglaterra para cumplir una misión. Si ninguno de ustedes está dispuesto a confesar, sugiero que le concedamos la oportunidad de descubrirlo por sí mismo.
—¿Cómo? —preguntó Johnny Odcutt.
—Voy a apagar todas las luces durante un minuto. Sir Guy permanecerá aquí con su revólver. Si alguien de los que se encuentran en esta habitación es el Destripador, puede huir, o aprovechar la ocasión para…, bueno, para eliminar a su perseguidor. ¿Qué les parece?
Era completamente absurdo, pero cautivó a la imaginación popular. Las protestas de Sir Guy quedaron ahogadas en el mar de exclamaciones que levantó la propuesta de Baston. Éste se encontraba ya junto al interruptor de la luz.
—Que nadie se mueva —advirtió, con fingida solemnidad—. Por espacio de un minuto, permaneceremos a oscuras… quizás a merced de un asesino. Transcurrido ese tiempo, volveré a encender las luces y buscaremos los cadáveres. Escojan su pareja, damas y caballeros.
Las luces se apagaron.
Alguien se rio entre dientes.
Oí pasos en la oscuridad. Murmullos.
Una mano rozó mi rostro.
En mi muñeca, el reloj latió violentamente. Pero sus latidos quedaron ahogados por otros más violentos: los de mi corazón.
Absurdo. Permanecer a oscuras con un grupo de estúpidos bromistas. Y, sin embargo, la ola de terror, deslizándose a través de la aterciopelada oscuridad, era completamente real.
Jack el Destripador vagabundeaba en una oscuridad semejante a ésta. Y Jack el Destripador llevaba un cuchillo. Jack el Destripador tenía un cerebro desequilibrado y unos propósitos siniestros.
Pero Jack el Destripador estaba muerto, muerto y enterrado hacía muchos años… según todas las leyes humanas.
Sólo que no existen leyes humanas cuando se permanece en la oscuridad, cuando la oscuridad oculta y protege, y la máscara exterior cae del rostro y se siente algo en lo más profundo del ser un propósito sin forma definida que es hermano de las tinieblas.
Sir Guy Hollis lanzó un grito.
Se oyó el ruido de un cuerpo al caer.
Baston encendió las luces.
Todo el mundo empezó a chillar.
Sir Guy Hollis estaba tendido en el suelo, en el centro de la habitación. Continuaba empuñando el revólver.
Contemplé los rostros que me rodeaban, maravillándome de la variedad de expresiones que los seres humanos pueden adoptar cuando se enfrentan con el terror.
Todos los rostros estaban presentes en el círculo. Nadie había huido. Y, sin embargo, Guy Hollis estaba tendido en el suelo…
LaVerne Gonnister sollozaba, cubriéndose el rostro con las manos.
—Perfectamente.
Sir Guy se puso en pie de un salto. Estaba sonriendo.
—Ha sido un simple experimento, ¿saben? Si Jack el Destripador hubiese estado entre ustedes, y a mí me hubieran asesinado, se habría traicionado a sí mismo de algún modo al encenderse las luces y verme tendido en el suelo.
»Estoy convencido de su inocencia, individual y colectiva. Todo ha sido una broma, amigos.
Hollis contempló al asombrado Baston y a sus compañeros, agrupados detrás de él.
—¿Nos vamos ya, John? —me dijo Sir Guy a continuación—. Creo que se está haciendo un poco tarde.
Dando media vuelta, se encaminó hacia la puerta. Le seguí. Nadie dijo una sola palabra.
Después de aquello, la reunión se convirtió en una especie de funeral.
3
Tal como habíamos convenido, a la noche siguiente me reuní con Sir Guy en la confluencia de las calles 29 y South Halsted.
Después de lo que había sucedido la noche anterior, yo estaba preparado para casi todo. Pero Sir Guy tenía un aspecto completamente vulgar mientras paseaba lentamente por la acera, esperando mi aparición.
—¡Bu! —exclamé, dando un repentino salto.
Sir Guy sonrió. Sólo el revelador gesto de su mano izquierda indicó que había buscado instintivamente su revólver cuando le sorprendí.
—¿Preparado para iniciar la caza? —pregunté.
—Sí —respondió—. Me alegro de que consintiera en acompañarme sin hacer preguntas. Ello demuestra que confía en mi criterio.
Me cogió del brazo y echamos a andar lentamente.
—Esta noche hay mucha niebla, John —dijo Sir Guy Hollis—. Como en Londres.
Asentí.
—Y hace frío, también, para esta época del año.
Asentí de nuevo.
—Es curioso —murmuró Sir Guy—. Niebla londinense y noviembre. El ambiente y la época de los asesinatos del Destripador.
Sonreí a través de la oscuridad.
—Permítame recordarle, Sir Guy, que esto no es Londres, sino Chicago. Y no estamos en noviembre de 1888. Han pasado más de cincuenta años.
Sir Guy me devolvió la sonrisa, aunque sin la menor alegría.
—Yo no estoy tan seguro —murmuró—. Mire a su alrededor. Parece que estemos en el East End. Y este barrio tiene más de cincuenta años de antigüedad.
—Estamos en el barrio negro —observé—. Y todavía no sé por qué me ha traído usted aquí.
—Es un presentimiento —admitió Sir Guy—. Sólo un presentimiento por mi parte, John. Quiero dar una vuelta por aquí. Estas calles tienen la misma configuración geográfica que las de los barrios donde el Destripador vagabundeó y asesinó. Aquí es donde le encontraremos, John. No entre las brillantes luces del barrio bohemio, sino aquí, en medio de la oscuridad. La oscuridad que le oculta y le protege.
—¿Por eso se ha traído usted un revólver? —pregunté. Fui incapaz de evitar que mi voz revelara cierto sarcástico nerviosismo. Aquella conversación, la incesante obsesión de Jack el Destripador, estaban afectando a mis nervios más de lo que me atrevía a admitir.
—Puede hacernos falta —dijo Sir Guy en tono grave—. Después de todo, esta noche es la noche señalada.
Suspiré. Vagamos a través de las desiertas calles, invadidas por la niebla. Aquí y allá, ardía una luz mortecina encima de la puerta de una taberna. Aparte de aquellas luces ocasionales, todo era oscuridad y sombras. Nos deslizábamos a través de la niebla, solos y silenciosos, como dos diminutos gusanos arrastrándose dentro de una madriguera subterránea.
Cuando me asaltó esa idea, me estremecí. La atmósfera empezaba a actuar también sobre mi. Si no procuraba dominarme, acabaría tan chiflado como Sir Guy.
—¿No se da usted cuenta de que por estas calles no pasa un alma? —dije, tirando impacientemente de su americana.
—Tiene que acudir aquí —dijo Sir Guy—. Esto es lo que he estado buscando. Un genius loci. Un lugar diabólico que atrae al diablo. Cuando ha atacado, siempre lo ha hecho en los suburbios.
»Ésa es una de sus debilidades. Se siente fascinado por la inmundicia. Además, las mujeres que necesita para su sacrificio son más fáciles de encontrar en los barrios miserables de una gran ciudad.
Sonreí.
—Bueno, entremos en algún tugurio —sugerí—. Tengo frío. Necesito un trago. Esta maldita niebla se le mete a uno en los huesos. Ustedes, los ingleses, la resisten bien, pero yo prefiero el calor seco.
A través de las blancas nubes de niebla, distinguí una mortecina luz azulada, una bombilla colgada encima del letrero de una taberna.
—Vamos a probar —dije—. Estoy temblando.
—Como quiera —dijo Sir Guy.
Nos detuvimos ante la puerta de la taberna.
—¿Qué es lo que espera? —me preguntó Hollis.
—Estaba echando un vistazo —respondí—. Éste es un barrio poco recomendable, Sir Guy. Y en algunas de estas tabernas los clientes blancos no son bien recibidos.
—Buena idea, John.
Terminé mi inspección a través de la puerta encristalada.
—Parece vacía —murmuré—. Entremos.
La taberna estaba pésimamente iluminada. Una bombilla colgada encima del mostrador esparcía una débil claridad que no llegaba a la lóbrega trastienda.
Detrás del mostrador había un negro gigantesco, con una mandíbula de acusado prognatismo y un torso de gorila. Cuando entramos no se movió, pero sus ojos parpadearon rápidamente y me di cuenta de que había notado nuestra presencia y nos estaba juzgando.
—Buenas noches —dije.
El negro tardó unos instantes en contestar. No había terminado su evaluación. Finalmente, sonrió.
—Buenos noches, amigos. ¿Qué van a tomar?
—Ginebra —dije—. Dos ginebras. La noche está fría.
—Desde luego.
Llenó nuestros vasos, pagué y no perdimos tiempo: nos bebimos la ginebra de un solo trago. El ardiente licor puso fuego en nuestras venas.
Me incliné sobre el mostrador y cogí la botella. Sir Guy y yo nos servimos otro vaso. El gigante negro no se movió, controlando con los ojos entreabiertos nuestros movimientos.
El reloj que había sobre la estantería dio las horas. En el exterior había empezado a soplar un fuerte viento, desgarrando la niebla en jirones. Sir Guy y yo saboreamos nuestra segunda ginebra.
Sir Guy empezó a hablar, y las sombras se espesaron a nuestro alrededor para escuchar.
Sir Guy divagaba incansablemente. Repitió todo lo que me había dicho cuando se presentó a mi consulta, como si yo no lo hubiese oído ya. Los que padecen una obsesión son así.
Escuché pacientemente. Le serví otra ginebra. Y otra.
Pero el licor no hizo más que aumentar su locuacidad. Habló de la Magia negra, de los sacrificios cruentos y de la prolongación de la vida por medios sobrenaturales. Y, desde luego, de su inquebrantable convicción de que el Destripador andaba suelto aquella noche.
Supongo que me hice culpable de aguijonearle.
—Perfectamente —dije, incapaz de disimular la impaciencia que me dominaba—. Vamos a aceptar que su teoría es correcta, aunque para ello tengamos que desestimar todas las leyes naturales y tragarnos un montón de supersticiones.
»Pero vamos a aceptar, por un momento, que está usted en lo cierto. Jack el Destripador era un hombre que descubrió el modo de prolongar su propia vida ofreciendo sacrificios humanos. Y ahora se encuentra aquí, en Chicago, planeando un nuevo asesinato. En otras palabras: supongamos que todo lo que usted imagina es absolutamente cierto. ¿Y qué?
—¿Qué significa ese «y que»? —inquirió Sir Guy.
—Significa: ¿Y qué? —respondí—. Si todo eso es verdad, no comprendo qué es lo que estamos haciendo aquí. ¿Cree que Jack el Destripador va a entrar de un momento a otro en esta taberna, para que usted le mate o le entregue a la policía? Y, a propósito, todavía ignoro lo que piensa usted hacer con él si le encuentra.
Sir Guy apuró el contenido de su vaso.
—Capturaré al sanguinario asesino —dijo—. Le capturaré y le entregaré al gobierno, junto con todas las pruebas documentales que he reunido contra él durante todos estos años. ¡He gastado una fortuna investigando este asunto, una fortuna! Estoy convencido de que su captura significará la solución de centenares de crímenes impunes.
»¡Hay un asesino loco que anda suelto por nuestro mundo! ¡Un asesino sin edad, eterno, que ofrece sacrificios a los dioses malignos!
In vino veritas. ¿O se trataba simplemente de los efectos de un exceso de ginebra? Daba lo mismo. Sir Guy Hollis volvió a llenar su vaso. Me pregunté qué haría con él. Estaba encaminándose rápidamente a un clima de histérica embriaguez.
—Dígame una cosa —inquirí, más para evitar que la conversación fuera un interminable monólogo que con la esperanza de obtener información—. Todavía no me ha explicado usted en qué basa su seguridad de dar con el Destripador.
—Está por estos alrededores —dijo Sir Guy—. Tengo un sexto sentido. Lo sé.
Sir Guy no tenía un sexto sentido. Estaba chiflado.
El asunto empezaba a fastidiarme. Llevábamos una hora sentados en la taberna, y durante todo ese tiempo me había visto obligado a hacer de niñera y a escuchar a un imbécil charlatán. Después de todo, Sir Guy no era paciente mío.
—Basta de ginebra —dije, agarrando la mano de Sir Guy cuando trataba de coger la botella medio vacía—. Ya ha bebido usted demasiado. Ahora, escúcheme. Voy a buscar un taxi y nos marcharemos de aquí. Se está haciendo tarde, y no parece que su amigo tenga muchos deseos de aparecer. En su lugar, yo esperaría a mañana y acudiría al F.B.I. con todos los documentos y pruebas que posee. Si está tan convencido de la veracidad de su descabellada teoría, el F.B.I. dispone de medios para efectuar una minuciosa investigación y localizar a su hombre.
—No —dijo Sir Guy, con la obstinación de la embriaguez—. Nada de taxis.
—Bueno, salgamos de aquí, por lo menos —dije, consultando mi reloj—. Son más de las doce.
Suspiró, se encogió de hombros y se levantó pesadamente. Mientras se dirigía hacia la puerta, sacó el revólver del bolsillo…
—¡Deme eso! —susurré—. No puede usted andar por la calle esgrimiendo un revólver.
Cogí el arma y la introduje en uno de mis bolsillos. Luego agarré a Sir Guy del brazo y le saqué a la calle. El negro no alzó la mirada cuando nos marchamos.
Nos detuvimos en la acera, temblando. La niebla se había espesado. Desde el lugar donde nos encontrábamos no pude ver el extremo de la calle. Hacía frío. Humedad. Un ligero viento susurraba secretos a las sombras, a nuestras espaldas.
El aire fresco tuvo sobre Sir Guy el efecto que yo había esperado. La niebla y los vapores de la ginebra no hacen buenas migas. Avanzó dando traspiés mientras yo le guiaba lentamente a través de la oscuridad.
Sir Guy, a pesar de su estado, continuaba dirigiendo aprensivas miradas a su alrededor, como si esperase ver acercarse a una figura.
No pude contenerme por más tiempo.
—¡Basta de chiquilladas! —exclamé—. ¡Jack el Destripador! La diversión ha llegado demasiado lejos.
—¿Diversión? —Sir Guy se encaró conmigo. A través de la niebla pude ver su contraído rostro—. ¿Se atreve usted a llamarlo una diversión?
—Bueno, ¿qué otro nombre puede dársele? —gruñí—. ¿Por qué habría usted de estar tan interesado en seguir el rastro a un asesino mítico?
Mi brazo no soltaba el suyo. Pero su mirada no me soltó a mí.
—En 1888… —susurró—, en Londres… una de aquellas busconas asesinadas por el Destripador… era mi madre.
—¿Qué?
—Más tarde fui reconocido por mi padre y legitimado. Juramos dedicar nuestras vidas a descubrir al Destripador. Mi padre fue el primero en encontrar el rastro. Murió en Hollywood en 1926. Dijeron que había sido apuñalado por un agresor desconocido en una riña. Pero yo sé quién fue el agresor.
»De modo que pasé a ocupar el puesto de mi padre. ¿Lo comprende ahora, John? Y no me daré por vencido hasta que le encuentre y le mate con mis propias manos.
»Él asesinó a mi madre y a centenares de personas para prolongar su propia existencia. Como un vampiro, se alimenta de sangre. Es astuto, diabólicamente astuto. ¡Pero no descansaré hasta encontrarle!
Entonces le creí. No estaba fanfarroneando. No era ya un borracho charlatán. Era un fanático implacable, tan fanático y tan implacable como el propio Destripador.
Mañana estaría sobrio. Continuaría sus investigaciones. Quizá se decidiera a seguir mi consejo y entregaría al F.B.I. los documentos y las pruebas que poseía. Más pronto o más tarde, con su implacable determinación —y con el motivo que le impulsaba— alcanzaría el éxito.
Desde el primer momento me había dado cuenta de que detrás de su actitud y de su obstinación, se ocultaba un poderoso motivo personal.
—Vámonos de aquí —dije, tirando de su brazo.
—Espere un momento —dijo Sir Guy Hollis—. Devuélvame mi revólver. —Se tambaleó ligeramente—. Me sentiré más tranquilo si llevo el revólver encima.
Me empujó hacia las oscuras sombras de un lóbrego soportal. Traté de disuadirle, pero no dio su brazo a torcer.
—Devuélvame el revólver, John —repitió.
—De acuerdo —dije.
Introduje la mano en un bolsillo de mi americana, volví a sacarla.
Sir Guy Hollis clavó en mi rostro unos ojos abiertos por el asombro.
—Pero… eso no es un revólver —protestó—. Eso es un cuchillo.
—Lo sé.
Le cogí por las solapas de la americana y me incliné rápidamente sobre él.
—¡John! —gritó.
—Deje de llamarme John —susurré, alzando el cuchillo—. Llámeme… Jack.