Robert Bloch: El señor del pasado

«El señor del pasado» (The Past Master) es un cuento de ciencia ficción escrito por Robert Bloch, publicado en Bluebook en enero de 1955. Ambientada en el apogeo de la Guerra Fría, la historia sigue a Mr. Smith, un enigmático hombre que emerge del mar, completamente desnudo y portando solo una peculiar bolsa. Su inesperada aparición desconcierta a George y Dorothy, una pareja que se encuentra en la playa. George, creyéndolo un espía ruso, intenta llevarlo a la policía, pero Mr. Smith lo neutraliza y se apodera de su ropa y automóvil. A partir de ese momento, la trama se convierte en una frenética carrera, mientras Mr. Smith busca cumplir una misteriosa misión que lo ha llevado a las costas de Estados Unidos.

Robert Bloch - El señor del pasado

El señor del pasado

Robert Bloch
(Cuento completo)

DECLARACIÓN DE DOROTHY LARITZKY

Yo ya no sé qué hacer, palabra. A juzgar por el comportamiento de George, cualquiera creería que fue culpa mía. Cualquiera creería que ni siquiera vi nunca a aquel individuo. Cualquiera creería que robé su coche. Y sigue pidiéndome que se lo explique todo. Pero si se lo he contado ya docenas de veces… ¡y a los policías también! Además, ¿qué tengo que contarle? Él estuvo allí.

Desde luego, la cosa carece de sentido. Ya lo sé y ojalá me hubiese quedado en casa aquel domingo. Ojalá le hubiera dicho a George que tenía otro compromiso cuando él me telefoneó. Ojalá le hubiese obligado a acompañarme al teatro en vez de ir a aquella playa. ¡George y su automóvil convertible! Por otra parte, cuando hace calor las piernas se pegan a aquellos asientos de cuero…

Pero hubiese tenido que verme el domingo, cuando él vino a buscarme. A juzgar por mi aspecto, parecía como si tuviera que llevarme a Florida o a cualquier otro lugar por el estilo. Me había puesto aquel conjunto negro nuevo que compré en Sterns, y me había aplicado un poco de decolorante Restora a los cabellos. Ya saben ustedes que George fue el primero en la oficina que empezó a llamarme «Blondie».

Finalmente, vino a buscarme alrededor de las cuatro y hacía aún calor y él había bajado la capota. Sospeché que acababa de lavar el coche, pues éste tenía un aspecto flamante.

—¿No crees que hace juego con tus cabellos? —me dijo.

Primero seguimos el Parkway y después salimos al Drive. Todo estaba lleno de automóviles. Por esto me preguntó si no sería mejor ir a la playa después de tomar algo.

Dije que sí y fuimos a «Luigi’s», ese restaurante de pescado que hay al sur de la autopista. Es un lugar muy caro y presentan una de esas cartas en las que figura toda clase de mariscos y crustáceos, como percebes y tortugas.

Comí un filete con patatas fritas, y George tomó —no recuerdo; ¡ah, sí, ahora caigo!— pollo frito. Antes de comer tomamos un par de copas, y después nos sentamos dentro y bebimos otras dos. Hablábamos de la playa mientras esperábamos que se hiciera de noche y pudiéramos ir a nadar, puesto que no habíamos traído los trajes de baño.


Yo seguía la broma. George discurría alguna idea de las suyas. Y no crean que yo no sabía por qué me estaba invitando a beber con tanta insistencia. Cuando salimos, se detuvo en el bar y compró un litro de cerveza.

Estaba saliendo una luna casi llena y empezamos a cantar en el coche. Todo parecía más que satisfactorio. Por lo tanto, cuando él dijo que sería mejor no ir a la playa de siempre y que él conocía un rincón que estaba muy bien, yo pensé que por qué no.

Era una especie de cala pequeña y se podía aparcar junto al camino. Teníamos la arena allí mismo y era posible caminar largo trecho con el agua hasta la cintura.

Pero no era éste el motivo de que George hubiese elegido aquel sitio. A él no le interesaba contemplar el mar. Lo primero que hizo fue extender en el suelo una gran toalla de playa, lo segundo fue abrir la botella de cerveza, y lo tercero fue empezar a tontear conmigo.

Nada serio, ustedes ya me comprenden, sólo las tonterías de siempre. No es feo, a pesar de su nariz achatada, y seguimos bebiendo cerveza, de modo que la cosa resultaba bastante romántica. Me refiero a la luna y todo eso.

No le paré los pies hasta que empezó a ponerse pesado de veras. Incluso tuve que soltarle un buen tortazo antes de que se diera cuenta de que yo no bromeaba.

—¡Basta ya! —le dije—. Fíjate en lo que has hecho. Has desgarrado mi pañuelo de cuello.

—Mujer, ya te compraré otro —contestó él—. Vamos, nena.

Trató de agarrarme otra vez, pero yo le di con fuerza en un lado de la cabeza. Por un momento pensé que iba a enfurecerse de veras, pero supongo que estaba ya un poco bebido y empezó a decirme que lo sentía mucho y que él sabía que yo no era de ésas, pero que él estaba loco por mí.

Casi me eché a reír; están todos tan graciosos cuando se ponen de este modo. Pero pensé que sería mejor fingir un poco y me hice la enfadada, como si no me hubiesen insultado de aquel modo en toda mi vida.

Entonces él dijo que podíamos tomar otra copa y olvidarlo todo, pero la botella de cerveza ya estaba vacía. Me propuso llegarse a la carretera y comprar más. O bien, si yo quería, ir los dos a una taberna.

—¿Con todas estas señales en el cuello? —le dije—. ¡Desde luego que no! Si quieres más, ve a buscarla.

Dijo que sí, y que volvería dentro de cinco minutos. Y se marchó.

Así fue como me quedé sola, y entonces ocurrió aquello. Estaba sentada en la toalla, contemplando el mar, cuando observé aquella especie de movimiento. Primero me pareció como si fuese un tronco, pero al acercarse más me di cuenta de que era alguien que nadaba a gran velocidad.


Seguí observando y no tardé en ver que era un hombre que se dirigía hacia la playa. Se acercó tanto que pude ver cómo se levantaba y empezaba a vadear. Era alto, muy alto, como uno de esos jugadores de baloncesto, pero nada tenía de delgado. Y entonces vi que no llevaba bañador de ninguna clase. ¡Ni siquiera un taparrabos!

Bueno, ¿y qué podía hacer yo? Juzgué que no me habría visto, y además, no iba a echarme a correr y a gritar. Tampoco me habría oído nadie. Estaba allí sola. Por consiguiente, seguí sentada y esperé a que él saliera del agua y se alejara de la playa.

Pero no se marchó. Salió del agua y se encaminó derecho hacia mí. Imaginen, allí estaba yo sentada, y allí estaba él, chorreando y sin ninguna clase de ropa. Sin embargo, me dirigió un gran saludo, como si no sucediera nada de particular. Al sonreír estaba francamente guapo.

—Buenas noches —dijo—. ¿Puedo saber dónde me hallo, señorita?

Se lo expliqué y él asintió. Después, al observar mi modo de mirarle, me preguntó:

—¿Le molestaría prestarme esa toalla?

¿Qué otra cosa podía hacer yo? Me levanté, le di la toalla y él la arrolló a su cintura. Fue entonces cuando me fijé en la bolsa que llevaba en la mano. Era de una especie de plástico y no sabría decir qué contenía.

—¿Qué se ha hecho de su bañador? —le pregunté.

—¿Bañador? —Lo dijo de una manera que parecía como si nunca hubiese oído hablar de tal cosa. Después sonrió otra vez y dijo—: Lo siento. Supongo que lo he perdido.

—¿De dónde sale usted? —pregunté—. ¿Tiene alguna lancha aquí cerca?

Estaba muy bronceado y parecía uno de esos individuos que se pasan el día en el Club Náutico.

—Sí. ¿Cómo lo sabe? —dijo.

—¿De dónde saldría, si no fuese así? —repliqué—. Es lógico suponerlo.

—Así es.

Eché un vistazo a la bolsa.

—¿Qué lleva aquí? —inquirí.


Abrió la boca para contestarme, pero no tuvo tiempo, pues de pronto llegó George corriendo. Yo no había visto los faros ni había oído el motor del coche, pero allí estaba él, furioso y con una botella en la mano, dispuesto a entrar en acción. ¡Todo un carácter!

—¿Qué diablos ocurre aquí? —gritó.

—Nada —contesté yo.

—¿Quién es ese tipo? ¿De dónde ha salido? —vociferó George.

—Permítame que me presente —dijo el tipo—. Me llamo John Smith y…

—¿Conque John Smith, eh? —aulló George, añadiendo algunas palabras que no repetiré—. Vamos a ver, sepamos lo que ocurre aquí. ¿Qué estabais haciendo los dos?

—No estábamos haciendo nada —contesté—. Este hombre estaba nadando y ha perdido su bañador, por esto ha pedido prestada la toalla. Tiene una embarcación cerca de aquí y…

—¿Dónde? ¿Dónde está la embarcación? ¡Yo no veo ninguna embarcación! —A decir verdad, tampoco la veía yo, pero George no esperó respuesta alguna—. ¡Oiga, devuélvame esa toalla y lárguese de aquí!

—No puede —expliqué yo—. No lleva nada encima.

George se quedó con la boca abierta y después blandió la botella.

—Está bien, amigo. En este caso se vendrá con nosotros. —Me dirigió una mirada llena de astucia—. ¿Sabe lo que estoy pensando? Tengo la impresión de que aquí hay gato encerrado. Este individuo puede ser incluso uno de esos espías que los rusos nos mandan desde sus submarinos.

Así es George. Desde que los periódicos hablan de la posibilidad de una guerra, él ve comunistas en todas partes.

—Empiece a hablar —ordenó—. ¿Qué hay en esa bolsa?

El hombre se limitó a mirarle y a sonreír.

—Muy bien, ya veo que desea pasar por el aro. No tengo inconveniente. Coja la bolsa, amigo. Vamos a visitar a la policía. Vamos, antes de que tenga motivos para acordarse de mí.

Agitó amenazadoramente la botella.

El hombre se encogió de hombros y después miró a George.

—¿Tiene un automóvil? —preguntó.

—¡Claro! ¿Me ha tomado por Paul Revere? —exclamó George.

—¿Paul Revere? ¿Todavía vive?

El desconocido bromeaba, pero George no supo comprenderlo.

—Cállese y vamos de una vez —dijo—. Tengo el coche aquí mismo.


El hombre contempló el coche. Después hizo un gesto de asentimiento y miró a George.

Esto es todo cuanto hizo. Lo prometo. Sólo le miró.

No hizo ninguno de esos pases tan raros que hacen los hipnotizadores con las manos, ni dijo palabra. Sólo le miró, sin dejar de sonreír. Su rostro no sufrió ningún cambio.

En cambio, el rostro de George sí cambió. Fue como si se petrificase de repente. Y lo mismo le ocurrió a su cuerpo. Sus manos perdieron toda fuerza y la botella cayó y se rompió. Fue como si George no pudiera moverse.

Abrí la boca, pero el individuo me miró y juzgué mejor no decir nada. De pronto, sentí frío y no supe lo que pasaría si seguía mirándome.

Por lo tanto, me quedé donde estaba y entonces aquel hombre se acercó a George y lo desnudó. George era como uno de esos maniquíes que se ven en los escaparates de los almacenes. Después, aquel individuo se puso todas las ropas de George y tapó a George con la toalla. Pude observar que llevaba la bolsa de plástico en una mano y las llaves del coche de George en la otra.


Me dispuse a gritar, pero el desconocido volvió a mirarme y no pude. No estaba paralizada como George, ni mucho menos, pero por más que me esforcé no conseguí gritar. Y además, ¿de qué hubiera servido?

Porque aquel hombre se dirigió al camino, subió al coche de George y se alejó tan campante. No dijo ni una palabra más ni miró atrás. Se limitó a largarse.

Entonces pude gritar, y lo hice a conciencia. Seguía gritando cuando George recuperó los sentidos. Pensé que iba a sufrir un ataque de apoplejía o algo por el estilo.

Bien, tuvimos que regresar a pie. Había más de cinco kilómetros hasta el puesto de policía de la autopista, y me hicieron contar toda la historia una docena de veces. Anotaron la matrícula del coche de George y aún siguen buscándolo. Y el sargento opinó que tal vez George tuviera razón en lo de los comunistas.

Pero él no había presenciado la mirada que aquel individuo dirigió a George. ¡Cada vez que pienso en ella, me estremezco!



DECLARACIÓN DE MILO FABIAN

Apenas había corrido las cortinas cuando él entró. Desde luego, primero creía que venía para hacer alguna entrega. Llevaba unos feísimos pantalones color aceituna y una chaqueta de confección, y se cubría con una gorra parecida a las que usan los jockeys.

—¿Qué desea? —pregunté.

Mucho me temo que me mostré un poco grosero, pero lo cierto es que yo estaba de pésimo humor desde que Jerry me dijo que se iba a Cape Cod para ver la exposición. Por lo menos, hubiese podido tener cierta consideración conmigo e invitarme a ir con él, pero no fue así y tuve que quedarme para ocuparme de la galería de arte.

Pero, en realidad, esto no justifica mi actitud desdeñosa ante el desconocido. Resultó ser una persona bastante atractiva cuando se quitó aquella gorra tan absurda. Tenía el cabello negro y rizado, y era muy alto, altísimo. Casi le tuve miedo hasta que sonrió.

—¿Mister Warlock? —preguntó.

Moví la cabeza en ademán negativo.

—¿No es ésta la galería Warlock? —insistió.

—Sí, pero mister Warlock se ha ausentado de la ciudad. Yo soy mister Fabian. ¿Puedo servirle en algo?

—Se trata de un asunto bastante delicado.

—Si desea vendernos algo, puede enseñármelo a mí. Me ocupo de todas las compras de la galería.

—No tengo nada para vender. Quiero comprar algunos cuadros.

—Bien, entonces le ruego que venga conmigo, mister…

—Smith —dijo él.

Avanzamos por el pasillo.

—¿Podría orientarme acerca de lo que le interesa? —pregunté—. Como ya debe saber, nosotros tendemos a especializarnos en pintura moderna. En este momento, tenemos un Kandinsky muy bueno, y también un Mondrian de la primera época…

—Estoy seguro de que aquí no tienen los cuadros que yo deseo —me dijo.

Habíamos entrado ya en la galería y me detuve.

—Entonces, ¿qué es lo que usted desea?

Se quedó plantado ante mí, balanceando aquella gran bolsa de plástico.

—¿Se refiere al género de pintura? Pues bien, yo quiero uno o dos buenos Rembrandt, un Vermeer, un Rafael, algo de Tiziano, un Van Gogh y un Tintoretto. También deseo un Goya, un Greco, un Breughel, un Hals, un Holbein y un Gauguin. Supongo que no habrá manera de conseguir La última cena; se trata de un fresco, ¿no es verdad?

Era una pesadilla escuchar a aquel hombre. Creo que me dejé llevar definitivamente por el mal humor, y lo demostré.

—¡Por favor! —exclamé—. Esta mañana estoy muy ocupado. No tengo tiempo para…

—No me ha comprendido —me interrumpió—. Usted compra cuadros, ¿no es cierto? Bien, pues yo quiero que me compre unos cuantos. Como si fuese mi… mi agente, ¿se dice así, verdad?

—Ésta es la palabra —contesté—. Pero usted no habla en serio. ¿Tiene idea de lo que costaría la adquisición de semejante colección? Sería un precio sencillamente fabuloso.

—Tengo dinero —aseguró.

Nos hallábamos junto a la mesa de transacciones junto a la entrada. Se acercó a ella e invirtió su bolsa. Seguidamente, la abrió con una especie de cremallera.

Nunca, pero es que nunca, he visto un espectáculo tan fantástico en toda mi vida. La bolsa estaba llena de billetes; fajos y más fajos de billetes, y cada uno de ellos era de cinco mil o diez mil dólares. ¡Ni siquiera había visto yo uno sólo de ellos!

De haberse tratado de billetes de veinte o cien dólares, habría sospechado una falsificación, pero nadie hubiese tenido la audacia de pensar que podía salirse con la suya con un botín como aquél. Parecían auténticos, y lo eran. Me consta porque… pero hablaré de esto después.

Allí me quedé sin poder moverme, contemplando aquella fortuna, y mister Smith, como él decía llamarse, me preguntó:

—Y bien, ¿cree que hay bastante?


No sé cómo no me desmayé sólo de pensarlo.

Imagínense ustedes un perfecto desconocido, paseando por las calles con diez millones destinados a la compra de cuadros. ¡Y mi parte en la comisión es de un cinco por ciento!

—No lo sé —contesté—. ¿Habla usted en serio?

—Ahí está el dinero. ¿Cuándo puede entregarme lo que yo deseo?

—Por favor —supliqué—. Todo esto es tan poco corriente, que apenas sé por dónde empezar. ¿Tiene una lista detallada de lo que desea adquirir?

—Puedo escribirle los nombres de los cuadros —me dijo—. Recuerdo la mayoría de ellos.

Confieso que sabía lo que quería. Velázquez, Gorgione, Cézanne, Degas, Utrillo, Monet, Toulouse-Lautrec, Delacroix, Ryder, Pissarro…

Después empezó a escribir títulos. Me temo que dejé escapar una imprecación.

—¡Pero hombre, usted no puede pretender comprar la «Mona Lisa»!

—¿Por qué no?

Daba la impresión de hablar en serio.

—Ya sabe usted que no se vende a ningún precio.

—No lo sabía. ¿A quién pertenece?

—Al museo del Louvre. Está en París.

—Lo ignoraba. —Seguía serio; puedo jurar que hablaba en serio—. Pero ¿y los demás?

—Siento decirle que lo mismo puede decirse de la mayor parte de estas obras. No están a la venta. La mayoría se encuentran en museos y galerías públicas del país y del extranjero. Y otros cuadros que usted ha anotado se hallan en manos de coleccionistas que jamás se decidirían a venderlos.

Se levantó y empezó a meter los billetes dentro de la bolsa. Lo agarré por el brazo.

—Pero, desde luego, haremos cuanto podamos —añadí—. Tenemos nuestras fuentes de información, nuestros contactos. Estoy seguro de que, como mínimo, podremos procurarle algunas de las obras menores de cada uno de los maestros que ha anotado en la lista. Sólo es cuestión de tiempo.

Movió la cabeza.

—No me serviría. Hoy es martes, ¿verdad? Debo tenerlo todo en mi poder el domingo por la noche.

¿Han oído ustedes alguna vez una cosa tan absurda? Aquel hombre tenía que estar loco.

—Mire —me dijo—, empiezo ya a comprender cuál es la situación. Estos cuadros que yo deseo están esparcidos por todo el mundo. Son propiedad de museos públicos y de entidades privadas que no los venderían. Y supongo que ocurrirá lo mismo con los manuscritos. Cosas como la Biblia de Gutenberg, las primeras obras de Shakespeare, la Declaración de Independencia…

Loco de remate. Todo cuanto pude hacer fue asentir en silencio.

—¿Cuántas de las cosas que deseo se encuentran aquí? —preguntó—. ¿Aquí, en este país?

—Muchas, casi la mitad.

—Perfectamente. Voy a decirle lo que debe saber. Siéntese aquí y hágame una lista. Quiero que me escriba los nombres de los cuadros que yo he anotado y el lugar donde se encuentra cada uno de ellos. Por esta lista le pagaré 10.000 dólares.

¡Diez mil dólares por una lista que podía haber obtenido gratuitamente en la biblioteca pública! ¡Diez mil dólares por menos de una hora de trabajo!

Le di la lista. Y él me entregó el dinero y se marchó.

Para entonces, yo estaba ya casi frenético. Todo mi cuerpo temblaba. Había venido y se había marchado, y yo no sabía nada, ni siquiera su verdadero nombre. ¿Quién podrá hablarme de millonarios excéntricos? Se marchó, y yo me quedé con 10.000 dólares en la mano.

Bueno, yo no soy de esos que hacen las cosas a ciegas. Aún no habían pasado tres minutos cuando cerré la tienda y me encaminé al Banco. Al regresar a la galería, estaba como extasiado.

Y entonces me pregunté por qué regresaba.

En realidad, no tenía por qué regresar. Aquel dinero era mío, no de Jerry. Me lo había ganado yo, con mi insignificante persona. En cuanto a Jerry, podía quedarse en el Cape y pudrirse allí. Ya no necesitaba su precioso empleo.

Me alejé de allí y compré un billete para París. En mi opinión, todas esas historias de la guerra fría no son más que tonterías.

Desde luego, Jerry se enfurecerá cuando se entere de lo ocurrido. Bueno, que se enfurezca. Sólo puedo decirle que se busque otro chico.



DECLARACIÓN DE NICK KRAUSS

No me aguantaba de pie. Había estado trabajando desde el martes por la noche y era ya sábado. Tenía los nervios de punta.

Pero yo no podía perderme aquel trabajito. Porque la recompensa era fabulosa. La recompensa al golpe más inmenso jamás proyectado.

Desde luego, he oído hablar del asunto de Brink. Incluso tengo una idea muy aproximada de quienes dieron el golpe. Pero aquello fue miseria al lado de esto, y además se necesitó más de un año para realizarlo.

Ese negocio los deja chiquitos a todos. Figúrense, seis millones de pavos en metálico. ¿Qué les parece? He dicho seis millones de pavos en cuatro días. ¿Una nadería, verdad?

¿Y quién lo hizo? Yo, y nadie más que yo.

Voy a decirles una cosa: me gané ese dinero. Hasta el último centavo. Y no crean que no tuve que repartir la pasta a manos llenas. Incluso ahora no consigo acordarme de cuánta gente intervino desde el principio hasta el fin. Entre propinas y gastos —como alquilar aviones para que todos me trajeran la mercancía— creo que la broma me costó cerca de millón y medio, sólo para montar la operación.

Por lo tanto, quedan cuatro millones y medio. Cuatro millones y medio que debía recoger a bordo del yate.

Tenía toda aquella maldita mercancía dentro del camión. Ciento cuarenta piezas, algunas de ellas muy pesadas. Pero no quise que nadie más se ocupase de la descarga. Aquello era dinamita. Sólo dos millas desde el almacén donde lo había guardado todo. Las dos millas más largas que jamás he recorrido.

Claro que tenía un almacén. ¡Yo mismo lo había comprado! También compré el yate para él. Pagué en dinero contante y sonante. Cuando se dispone de seis millones para negociar, uno no corre riesgos con cosas que se pueden comprar sin armar jaleo.

El negocio presentaba muchos riesgos. Tuve que correr esos riesgos, trabajando con tanta rapidez. Aún no sé cómo me salí con la mía sin que me fallase una docena de cosas.

Pero la pasta ayudó. Coges a un fulano, y por dos o tres sábanas es capaz de traicionarte. Le das veinte o treinta y el hombre es tuyo. Utilicé a muchos tipos que ni siquiera eran del oficio, tipos que nunca habían conocido la chirona por dentro. Unté las manos de guardianes, policías y empleados de los museos.

Aún no sé qué quería hacer aquel guasón con toda esa pacotilla. Lo único que se me ocurre es que tal vez fuese uno de esos rajás indios, o algo por el estilo. Pero no tenía la pinta de hindú, era un fulano alto y corpulento, más bien joven. Tampoco hablaba como si lo fuese. Pero ¿a quién más se le puede ocurrir soltar toda esa pasta a cambio de un puñado de telas cubiertas de pintura?


Sea como fuere, el martes por la noche se me presentó provisto de aquella bolsa. Nunca he podido saber cómo llegó hasta mí, y cómo pudo esquivar a Lefty en el piso de abajo.

Pero allí estaba. Me preguntó si era verdad lo que le habían contado de mí, y me preguntó si quería hacer un trabajito para él. Dijo llamarse Smith. El nombre que adoptan todos los que quieren permanecer en el anonimato.

Poco me importó cuál fuese su nombre. Porque, como dijo aquel tipo, el dinero habla por sí solo. Y desde luego, aquel martes por la noche el dinero soltó un verdadero discurso cuando el fulano aquel va y me esparce dos millones de machacantes sobre la mesa.

Dos millones de machacantes, ¿me oyen? ¡Y en metálico!

—He traído esto para los gastos —me dijo—. Si puedes ayudarme, hay cuatro millones más.

Prescindamos del resto. Hicimos el trato y yo puse manos a la obra. El miércoles lo tenía ya a bordo del yate, y no se movió de allí mientras yo trabajaba. Cada noche, yo iba allí y le informaba.

Fui personalmente a Washington y también me ocupé del negocio en Nueva York y Filadelfia. El viernes visité Boston. Lo demás lo solucioné por teléfono en su mayor parte. Mandé hombres en avión con pedidos y dinero contante y sonante a Detroit, Chicago, San Luis y la costa. Tenían listas y sabían lo que debían buscar. Cada uno de los que se pusieron en contacto conmigo hizo sus propios planes para dar su golpe. Yo pagué todo lo que me pidieron y de ese modo todos estuvieron contentos. No había la posibilidad de que alguno me la diera con queso; ¿dónde habría podido vender el género? Estas cosas queman al que las toca.


El jueves yo estaba ya medio sepultado entre gráficos, planos de salas y rutas de escape. Había seis individuos sólo para revisar los sistemas de alarma en los lugares que corrían a mi cargo. En Nueva York trabajaban más de cincuenta, sin contar el personal sobornado. Nadie me creería si yo dijera los nombres de algunos de los que nos ayudaron. Profesores de importancia, explicando cómo podíamos entrar, o cortando alambres y dejando puertas sin cerrar. Oí a una docena de ellos y cuando todo hubo terminado hasta me escandalicé. Esto es lo que el dinero a grandes dosis puede comprar.

Como es lógico, me vi en algún apuro. En varios. No pudimos sacar el género de Los Ángeles. El camión no estaba en el lugar previsto, y perdieron todo el cargamento tratando de pirárselas en el aeropuerto. Fue una suerte que la bofia se cargase a los cuatro que habrían podido cantar. Gracias a esto, no pudieron sacar nada en claro.

En resumidas cuentas, hubo unas siete u ocho bajas; los cuatro de Los Ángeles, dos en Filadelfia, un fulano en Detroit y otro en Chicago. Pero nadie se chivó. Yo estuve siempre en contacto por radio y tenía a mis muchachos en todas partes, supervisando. Todo el género al que pudimos echar mano llegó a Jersey en avión particular y lo metí directamente en el almacén.

Y cuando salí para cobrar la factura, tenía todas las obras, 143 piezas, metidas en mi camión.


Necesité tres horas para subir la mercancía a bordo del yate. Aquel tipo, el supuesto mister Smith, estuvo sentado y vigilándome durante todo ese rato.

Cuando terminé, le dije:

—Aquí está todo. ¿Está contento, o prefiere que le extienda un recibo?

Ni siquiera sonrió. Lo único que hizo fue mover la cabeza.

—Tendrá que abrir las cajas —me dijo.

—¿Abrirlas? —exclamé—. Necesitaré dos horas más.

—Disponemos de tiempo —replicó.

—¡Y un cuerno! Óigame, esa mercancía quema y yo aún más. Hay más de cien mil polizontes buscando ese género. ¿No ha leído los periódicos ni ha escuchado la radio? Todo el país está que arde. Esto es peor que una crisis bélica o como quiera que se llame. Quiero largarme de aquí, más que de prisa.


Pero él insistió en que abriera las cajas y las cestas, y tuve que hacerlo. Al fin y al cabo, por cuatro millones de pavos un poco trabajo extra no hace daño a nadie. Ni siquiera cuando uno está que se cae de sueño. De todos modos, fue tarea dura pues todo estaba muy bien empaquetado. Con el fin de que no se averiase el género, se comprende.

No había nada que estuviera enmarcado. El hombre extendió aquellas telas en el suelo y las comprobó una por una, mientras consultaba un cuaderno. Y cuando yo hube sacado el último maldito cuadro, llevando todas las maderas y virutas a cubierta, y arrojado todos los restos por la borda aprovechando la oscuridad, fui a buscarlo a la cabina de proa.

—¿Qué está haciendo aquí? —pregunté—. ¿Adónde vamos?

—A trasbordar todo esto a mi buque —me dijo—. No supondrá usted que me dispongo a marcharme con esta embarcación, ¿verdad? Y necesito su ayuda para trasladarlo a bordo de la mía. No se preocupe, no está muy lejos de aquí.

Puso en marcha los motores, pero yo me coloqué detrás de él y le hurgué las costillas con mi «Especial».

—¿Dónde está la pasta? —le pregunté.

—En la otra cabina, sobre la mesa.

Ni siquiera se volvió para mirarme.

—¿No intentará ninguna jugarreta, verdad?

—Juzgue usted mismo.

Fui a verlo y me convencí de que jugaba limpio.

Había cuatro millones de pavos sobre la mesa. Billetes de cinco y de diez mil dólares, y nada de falsificaciones. No resultaría muy fácil pasar aquellas sábanas tan grandes, pues los federales darían la alarma, pero tampoco entraba en mis planes dormirme con aquel fardo a cuestas. Hay muchos países aficionados a los billetes de gran calibre y que no hacen ninguna pregunta. Varios lugares de Sudamérica. Este panorama no me inquietaba mucho, siempre y cuando pudiera llegar allí.

Y me cuidé de que pudiera llegar allí. Volví a la otra cabina y le enseñé otra vez mi «Especial».

—No se detenga —le dije—. Le ayudaré, pero si se pasa de listo le extirparé el apéndice de un balazo.

Sabía quién era yo. Sabía también que podía agujerearle y largarme de allí cuando me diese la gana. Pero ni siquiera parpadeó, ni tan sólo levantó la vista de su timón.

Navegamos unas cuatro o cinco millas. La oscuridad era total y él no llevaba ningún faro encendido, pero sabía adónde íbamos pues de pronto nos paramos en alta mar y me dijo:

—Hemos llegado.

Subí a cubierta con él y no pude ver nada. Sólo las luces de la costa y el agua que nos rodeaba. ¡Que me ahorquen si vi una embarcación en parte alguna!

—¿Dónde está? —le pregunté.

—¿El qué?

—Su nave.

—Aquí abajo —contestó, señalando a un lado.

—¿De qué diablos se trata? ¿De un submarino o de algo por el estilo?

—De algo por el estilo.

Se inclinó sobre la borda. Sus manos estaban vacías, no hizo más que asomarse, y que me maten si de repente no aparece aquella maldita cosa. Una especie de bola de plata, con una escotilla encima.

Ni siquiera distinguí la escotilla hasta que se abrió, y la bola flotó junto al yate de modo que pudimos apoyar la pasarela en la escotilla.

—Venga —me dijo—. Le ayudaré, así ganaremos tiempo.

—¿Se figura que voy a transportar la mercancía sobre esta plancha tan delgada? —le pregunté—. ¿Y a oscuras?

—No se preocupe, no podrá caerse. Está magnomesurizada.

—¿Qué diablos significa esto?

—Se lo enseñaré.

Caminó sobre la plancha y subió a la bola antes de que yo pensara en detenerlo. La plancha no se movió ni un milímetro.

Después regresó junto a mí.

—Vamos, no hay motivo para tener miedo.

—¿Quién tiene miedo?


Pero yo estaba que no me llegaba la camisa al cuerpo. Porque entonces comprendí lo que era aquel hombre. Durante los últimos tiempos había estado leyendo mucho los periódicos y no me perdía ni detalle de tanta charla sobre la próxima guerra. Era uno de aquellos comunistas, con sus armas nuevas y todo su material. No era de extrañar que gastase millones de machacantes de aquella manera.

Por lo tanto, pensé en cumplir con mi deber de patriota. Sí, le metería todos aquellos cuadros a bordo. Quería echar un vistazo a aquel submarino suyo. Pero una vez terminado el trabajo, decidí que no iría a Rusia, ni a ningún otro sitio. Yo me encargaría de ello.

Esto es lo que planeé y así le ayudé a acarrear toda la mercancía hasta el submarino.

Pero después volví a cambiar de opinión. No era un ruso. No era nada que yo pudiese imaginar, excepto tal vez un inventor. Porque aquella cosa suya era absurda.

El interior estaba hueco. Completamente hueco, sólo con una pared delgada alrededor. Puedo jurar que no había sitio ni para un motor ni para nada. Sólo el espacio necesario para apilar los cuadros y para que dos o tres hombres estuvieran de pie.

Tampoco había ninguna luz eléctrica, pero había luz. Y luz de día. Sé de lo que estoy hablando, estoy bien enterado de los tubos fluorescentes y de neón. Aquello era distinto. Algo nuevo.

¿Instrumentos? Bueno, en un lugar había una especie de ranuras pequeñas, pero estaban en el suelo. Había que echarse para ver cómo funcionaban. Y él no me quitaba la vista de encima, por lo que no quise obrar de forma tan descarada. Pensé que no sería prudente.

Tuve miedo porque no tenía miedo.

Tuve miedo porque no era un ruso.

Tuve miedo porque no hay bolas redondas que floten en el agua, o que salgan de ella sólo cuando uno las mira.

Y porque aquel hombre no vino a ninguna parte con todo aquel dinero y no iba a ningún sitio con todos aquellos cuadros.

No pude fijar mis ideas, con la excepción de una sola. Quería salir de allí, y salir cuanto antes.

Tal vez ustedes creerán que estoy como una cabra, pero ello se debe a que nunca han visto una bola resplandeciente flotando en el agua, sin moverse siquiera a causa de las olas, y con luz de día dentro cuando no había nada para iluminarla. Nunca han visto a un señor Smith que no se llamaba Smith y que tal vez ni siquiera era tal señor.

Pero si hubiesen pasado por esta experiencia, comprenderían por qué me alegré tanto al verme otra vez en el yate y al poder bajar a la cabina a recoger la pasta.

—Perfectamente —dije—. Y ahora, vamos a regresar enseguida.

—Márchese cuando quiera —contestó él—. Yo me voy ahora mismo.

—¿Que usted se va? ¿Y entonces cómo diablos regreso yo? —grité.

—Con el yate —me dijo—. Es suyo.

Así, tal como lo oyen, me contestó.

—Pero si yo no puedo volver con el yate… ¡Ni siquiera sé tripularlo!

—Es muy sencillo. Vamos, se lo explicaré. Yo lo comprendí en menos de un minuto. Venga conmigo a la cabina.

—Un momento —saqué el «Especial»—. Usted me llevará ahora mismo hasta el muelle.

—Lo siento, no tengo tiempo. Debo ponerme en camino antes de…

—Ya me ha oído —insistí—. Ponga en marcha ese cascarón de nuez.

—Se lo ruego, no me oponga dificultades. Tengo que marcharme enseguida.

—Primero me volverá a tierra firme. Después márchese a Marte o a dondequiera que sea.

—¿Marte? ¿Quién ha hablado de…?

Sonrió y movió la cabeza. Y entonces me miró.

Me miró con fijeza, me miró a mí. Miró a mi interior. Sus ojos eran como dos de aquellas grandes bolas de plata, introduciéndose en rendijas detrás de mis globos oculares y chocando contra mi cerebro. Se acercaron a mí, pesadas y lentas, y yo no supe esquivarlas. Vi cómo venían y supe que si chocaban contra mí, yo era hombre muerto.

Mis pies no me sostenían. Todo mi cuerpo estaba semiparalizado. Él seguía sonriendo y mirándome, mientras sus ojos se me acercaban. Dieron vueltas y percibí su choque. Después… me sentí morir.

Lo último que recuerdo es que oprimí el gatillo.



DECLARACIÓN DE LA DOCTORA ELIZABETH RAFFERTY

El domingo por la mañana, a las 9:30, llamó a la puerta. Recuerdo la hora con exactitud porque yo había terminado de desayunar y había conectado la radio para escuchar noticias de la guerra. Al parecer, habían descubierto otro navío soviético, esta vez en la bahía de Charleston y con un dispositivo atómico a bordo. Los servicios de vigilancia costera y las fuerzas aéreas se hallaban en estado de alarma, y…

Sonó el timbre y abrí la puerta.

Allí estaba él. Medía por lo menos un metro noventa y cinco. Tuve que mirar hacia arriba para ver su sonrisa, pero el esfuerzo bien valía la pena.

—¿Está el doctor? —preguntó.

—Yo soy, el doctor Rafferty.

—Bien. Esperaba tener la suerte de encontrarle en casa. Acabo de llegar caminando, en busca de un médico. Se trata de una urgencia…

—Lo suponía —di un paso atrás—. ¿Quiere pasar? No me gusta que mis pacientes se desangren en el umbral de mi casa.

Dio un vistazo a su brazo izquierdo. Sangraba, desde luego. Y a juzgar por el agujero de su chaqueta y las huellas de pólvora, adiviné la causa.

—Por aquí —le dije, entrando en el despacho—. Y ahora, si me permite que le ayude a quitarse la chaqueta y la camisa, mister…

—Smith.

—Desde luego. Suba a la mesa. Eso es. Vamos a ver, permítame… Aquí. ¡Bien! Un orificio muy limpio, sobre el triceps. Doble el brazo. Otra vez. Parece como si hubiese tenido suerte, mister Smith. Ahora estese muy quieto. Voy a sondar… Tal vez le dolerá un poquitín… ¡Magnífico! Y ahora vamos a esterilizarlo…

Le estuve observando todo el rato. Tenía el rostro impasible de un jugador de naipes, pero sin ninguno de sus gestos. No supe clasificarlo. Pasó por toda la cura sin un solo gemido ni un cambio de su expresión.

Por último, le vendé el brazo.

—Probablemente, su brazo estará entumecido durante varios días. Le aconsejaría que no se moviese mucho. ¿Cómo ha sucedido?

—Un accidente.

—¡Vamos, mister Smith! —Saqué la pluma y busqué un formulario—. No seamos chiquillos. Sabe usted tan bien como yo que un médico debe presentar un informe completo cuando se trata de una herida de bala.

—No lo sabía —saltó de la mesa—. ¿Quién recibe el informe?

—La policía.

—¡No!

—¡Se lo ruego, mister Smith! La ley me exige que…

—Acepte esto.

Buscó algo en el bolsillo con la mano derecha, y lo arrojó sobre la mesa. Lo miré: nunca había visto hasta entonces un billete de cinco mil dólares, y era algo que recreaba la vista.

—Y ahora me marcho —me dijo—. En realidad, nunca he estado aquí.

Me encogí de hombros.

—Como guste —le dije—. Pero antes quiero enseñarle una cosa.

Me levanté, abrí el primer cajón de la izquierda de mi escritorio y le enseñé lo que guardaba allí.

—Esto es una pistola calibre 22, mister Smith —le expliqué—. Un arma para damas. Nunca la he usado fuera del campo de tiro. Me disgustaría tener que utilizarla ahora, pero le prevengo que si lo hago sentirá usted molestias en su brazo derecho. Como médico, mis conocimientos de anatomía se unen a mis habilidades como tirador. ¿Me ha comprendido?

—Sí, desde luego. Pero tiene que dejarme salir. Es muy importante. Yo no soy un criminal.

—Nadie ha dicho que lo sea. Pero lo será si trata de burlar a la ley negándose a contestar a mis preguntas para hacer el informe. Éste debe hallarse en poder de las autoridades dentro de las próximas veinticuatro horas todo lo más tarde.

Soltó una risita.

—Nunca lo leerán.


Susurré.

—No discutamos. Y no vuelva a meter la mano en su bolsillo.

Me miró, sonriendo otra vez.

—No llevo armas. Sólo quería incrementar sus honorarios.

Otro billete cayó sobre la mesa. Diez mil dólares. Cinco mil más diez mil son quince mil, sumé mentalmente.

—Lo siento —dije—. Todo esto resulta muy tentador para un médico joven que trata de abrirse camino, pero resulta que yo tengo ideas muy anticuadas sobre estas cosas. Además, no creo que nadie me los cambiase a causa de todo ese gran jaleo que publican los periódicos acerca de…

Callé súbitamente al recordar. Billetes de cinco mil y de diez mil dólares. Todo coincidía. Le sonreí desde mi escritorio.

—¿Dónde están los cuadros, mister Smith? —pregunté.

Le tocó a él la voz de suspirar.

—Por favor, no me lo pregunte. Yo no quiero perjudicar a nadie. Sólo quiero marcharme, antes de que sea demasiado tarde. Usted ha sido amable conmigo. Le estoy agradecido. Acepte el dinero y olvídese de todo. Este informe no servirá para nada, créame.

—¿Creerle? ¿Con todo el país en vilo buscando obras de arte robadas, y con un comunista debajo de cada cama? Tal vez se trate solamente de curiosidad femenina, pero me gustaría saberlo todo. —Le apunté cuidadosamente—. No se trata de una conversación, mister Smith. Hable o disparo.

—Está bien. Pero no le servirá de nada. —Se inclinó hacia mí—. Debe creerme. No servirá de nada. Podría enseñarle los cuadros, es verdad. Se los podría entregar. Y sin embargo, de nada serviría. Dentro de veinticuatro horas resultarían tan inútiles como el informe que usted quería presentar.

—Es verdad, el informe. Tal vez sea mejor que empecemos por él —dije—. A pesar de sus frases pesimistas. A juzgar por lo que dice, parece como si las bombas tuviesen que empezar a caer mañana.

—Caerán —me aseguró—. Aquí y en todas partes.

—Muy interesante —empuñé la pistola con la mano izquierda y cogí la estilográfica—. Pero ahora, al grano. Su nombre, por favor. Su nombre auténtico.

—Kim Logan.

—¿Fecha de nacimiento?

—25 de noviembre de 2903.

Levanté el arma.

—El brazo derecho —dije— a media altura del triceps. Le dolerá.

—25 de noviembre de 2903 —repitió—. Llegué aquí el domingo pasado a las 10 de la noche, según el horario de ustedes. Siguiendo la misma cronología, me marcharé mañana a las nueve. Es un ciclo de 169 horas.

—¿De qué me está hablando?

—Mi instrumento está ahí, en la bahía. Los cuadros y los manuscritos se encuentran en él. Quería permanecer sumergido hasta el momento de marcharme esta noche, pero un hombre disparó contra mí.

—¿Se siente febril? —pregunté—. ¿Le duele la cabeza?

—No. Le dije que no serviría de nada explicárselo todo. Usted no quiere creerme, como tampoco ha creído lo de las bombas.

—Ciñámonos a los hechos —sugerí—. Usted ha admitido que robó los cuadros. ¿Por qué?

—A causa de las bombas, desde luego. Se aproxima la guerra, la gran guerra. Mañana, antes del amanecer, sus aviones volarán sobre la frontera rusa y los aviones soviéticos contraatacarán. Esto no será nada más que el comienzo. La guerra durará meses, años incluso. Al final… ruinas. Pero las obras maestras que yo me llevo estarán a salvo.

—¿Cómo?


—Se lo he dicho ya. Mañana, a las nueve, regresaré a mi lugar en la coordenada continua del tiempo. —Alzó la mano—. No me diga que esto no es posible. Tal vez lo sea según sus conceptos actuales de la física. Tal como está incluso nuestra ciencia, sólo puede demostrarse el movimiento hacia adelante. Cuando sugerí mi proyecto al Instituto todos se mostraron escépticos, pero esto no impidió que construyeran el instrumento siguiendo mis instrucciones. También me permitieron utilizar el dinero de la Fundación Histórica, en Fort Knox. Y antes de marcharme, recibí irónicas bendiciones. Supongo que al verme desaparecer, todos se llevaron una sorpresa mayúscula. Pero esto no será nada comparado con la reacción que causará mi regreso. Mi regreso triunfal, con un cargamento de obras maestras que todos suponían destruidas mil años antes.

—Vamos a aclarar las cosas —dije—. Según su relato, usted ha venido porque sabía que la guerra estaba a punto de estallar y quería salvar de la destrucción unas cuantas obras maestras. ¿No es así?

—Exactamente. Era una jugada muy arriesgada, pero disponía de dinero. He estudiado esta época repasando todos los detalles disponibles en los archivos. Me puse al corriente de las peculiaridades lingüísticas de la época. Supongo que no tiene dificultad en comprenderme, ¿verdad? Y conseguí elaborar un plan. Desde luego, no he tenido un éxito completo, pero he conseguido mucho en una sola semana. Tal vez pueda volver otra vez, un poco antes, quizá con un año o dos de anticipación, y procurarme más. —Sus ojos brillaron—. ¿Por qué no? Podríamos construir más instrumentos, venir varios de nosotros. Entonces podríamos conseguir lo que quisiéramos.

Moví la cabeza denegando.

—Para no extendernos demasiado, supongamos por un momento que le creo, cosa que no es cierta. Dice usted que ha robado varios cuadros. Esta noche piensa llevárselos consigo al año dos mil novecientos y pico. Esto es lo que usted espera. ¿Es ésta su historia?

—Es la verdad.

—Muy bien. Pero ahora sugiere que podrían repetir el experimento en una escala más amplia. Regresar un año antes que hoy y apoderarse de más obras maestras. ¿Qué sucederá con los cuadros que usted se llevará hoy?

—No la comprendo.

—Según usted, estos cuadros estarán en su época. Pero un año antes estaban colgados en diversos museos. ¿Seguirán allí cuando ustedes vuelvan? Seguramente, no pueden coexistir.

Sonrió.

—Interesante paradoja. Empieza usted a gustarme, doctora Rafferty.

—Pues bien, no deje que este sentimiento vaya en aumento. No es recíproco, puedo asegurárselo. Incluso aunque me estuviera diciendo la verdad, yo no podría admirar sus motivos.

—¿Por qué no? —Se levantó, haciendo caso omiso de la pistola—. ¿Acaso no es un objetivo dignísimo la salvación de tesoros inmortales de las insensatas destrucciones de una guerra de tribus? El mundo merece que este patrimonio artístico sea preservado. He arriesgado mi vida para poder llevar la belleza a mi propia época, donde podrá ser adecuadamente admirada y disfrutada por mentes que ya no están obsesionadas por la codicia y crueldad que he hallado aquí.

—Sus palabras suenan muy bien —observé—, pero los hechos prevalecen. Usted ha robado esos cuadros.

—¿Robado? ¡Los he salvado! Le aseguro que antes de terminarse este año estarían completamente destruidos. Sus galerías, sus bibliotecas, todo desaparecerá. ¿Es robar sacar los objetos más preciados de un templo en llamas? —Se inclinó hacia mí—. ¿Es un crimen?

—¿Y por qué no apagar el fuego? —repliqué—. Usted sabe (supongo que a través de datos históricos) que la guerra ha de estallar hoy o mañana. ¿Por qué no aprovecharse de su previsión y tratar de evitarla?

—No puedo hacerlo. Los datos que poseemos son mínimos e incompletos. Los acontecimientos se confunden entre sí. Ni siquiera he podido averiguar cómo empezó, o mejor dicho empezará, la guerra. Algún incidente trivial, que nadie mencionará. Sobre este punto, nada he podido aclarar.

—¿Pero no puede avisar a las autoridades?

—¿Y cambiar la historia? ¿Cambiar la secuencia actual de los acontecimientos, para ser más exacto? ¡Imposible!

—¿Acaso no la cambia al llevarse los cuadros?

—Esto es diferente.

—¿Lo cree? —Le miré con fijeza a los ojos—. No veo la diferencia. En fin, todo esto es imposible. He perdido mucho tiempo discutiendo con usted.

—¡Tiempo! —Miró el reloj de pared—. Son casi las doce. Sólo me quedan nueve horas. Y tengo que hacer muchas cosas. Entre ellas, ajustar el instrumento.

—¿Dónde está ese precioso mecanismo suyo?

—En la bahía. Sumergido, desde luego. Tuve esta idea cuando lo estaban construyendo. Imaginen los riesgos que supone tratar de moverse a través del tiempo y aparecer sobre una superficie sólida. La faz de la tierra sufre cambios, pero el océano es prácticamente inalterable. Sabía que si partía desde un lugar situado a varias millas del litoral y llegaba aquí, eliminaría gran parte de los riesgos más corrientes. Por otra parte, el mar ofrece un escondrijo ideal. Sepa que el principio de mi viaje es sencillo. Por medios puramente mecánicos, esta noche elevaré el instrumento hasta rebasar el límite estratosférico y entonces intercalcularé dimensionalmente el momento en que me libere de la órbita terrestre. El impulso gántico será…

No cabía duda. No era preciso escuchar tantas tonterías para comprender que estaba loco de atar. Una lástima, pues era un ejemplar muy apuesto.

—Lo siento —le interrumpí—. No dispongo de más tiempo. Lamento verme obligada a ello, pero no me queda otra alternativa. No, no se mueva. Voy a llamar a la policía, y si da usted un paso dispararé.

—¡Deténgase! ¡No debe llamarles! Haré cualquier cosa. Incluso la llevaré conmigo. ¡Eso es! ¡La llevaré conmigo! ¿No le gustaría salvar la vida? ¿No le agradaría escapar?

—No. Nadie escapará —le aseguré—. Sobre todo, usted. Y ahora, quieto y nada de tonterías. Voy a hacer esa llamada.

Se detuvo. Quedóse inmóvil. Yo cogí el teléfono, con una dulce sonrisa. Él sonrió a su vez. Me miró.

Ocurrió algo.

Se ha discutido mucho acerca de los aspectos clínicos de la terapia hipnótica. Recuerdo que en la escuela intentaron hipnotizarme y demostré ser totalmente inmune. De ello deduje que se necesita cierta dosis de cooperación o de sugestibilidad condicionada para que un individuo resulte susceptible a la hipnosis.

Estaba equivocada.

Estaba equivocada porque entonces no pude moverme. Nada de luces, ni de espejos, ni de voces, ni de sugestión. Simplemente, no pude moverme. Seguí sentada, empuñando la pistola. Así continué mientras le veía marcharse, cerrar la puerta tras él. Podía ver y podía asentir. Incluso pude oírle cuando se despidió de mí.

Pero no conseguí moverme. Podía hacer algo, pero sólo funciones de tipo paralítico. Por ejemplo, podía mirar el reloj.

Estuve observando el reloj desde las doce hasta casi las siete. Durante la tarde llegaron varios pacientes, no pudieron entrar y se marcharon. Miré el reloj hasta que su faz se borró a causa de la oscuridad. Seguí sentada y sufriendo aquella rigidez hipnótica hasta que, providencialmente, sonó el teléfono.


Aquello rompió el hechizo. Pero también me quebró a mí. No pude contestar a la llamada. Me limité a desplomarme sobre mi mesa, con los músculos transidos por el dolor, mientras la pistola se desprendía de mis dedos entumecidos. Permanecí allí jadeando y sollozando, durante largo tiempo. Traté de sentarme otra vez y sufrí dolores de agonía. Después traté de andar. Las piernas carecían de tacto. Necesité una hora para volver a ser dueña de mí, e incluso entonces noté que sólo se trataba de un control parcial, un control meramente físico. Mis pensamientos eran otra cosa muy distinta.

Siete horas pensando. Siete horas de duda entre la falsedad o la certidumbre de aquel relato. Siete horas aceptando y rechazando lo posible y lo imposible.

Eran ya más de las ocho cuando conseguí valerme de los pies otra vez, y entonces no supe lo que debía hacer.

¿Llamar a la policía? Sí, pero ¿qué podía decirles? Tenía que estar segura, tenía que saber.

¿Y qué sabía yo? Que estaba allí, en la bahía, y que partiría a las nueve. Había un instrumento que se elevaría más allá de la estratosfera…

Salí en busca de mi coche y me puse en marcha. El muelle estaba desierto. Enfilé la carretera que conduce hasta la Punta, desde donde se goza de una buena vista. Llevaba mis prismáticos. Había estrellas, pero no luna, a pesar de lo cual pude ver perfectamente.

Había un pequeño yate que se mecía sobre las aguas, pero no brillaba en él ninguna luz. ¿Podía ser el yate?

Sería absurdo correr riesgos. Me acordé de las noticias de la radio acerca del servicio de vigilancia costera.

Esto me decidió. Regresé a la ciudad, me detuve ante una farmacia y llamé a la policía. Sólo comuniqué la presencia del yate. Tal vez investigarían la causa de que no hubiese luces. Sí, me quedaría allí y les esperaría, si así lo deseaban.

No me quedé, desde luego. Volví a la Punta y enfoqué mis prismáticos hacia el yate. Eran casi las nueve cuando vi que se acercaba la lancha guardacostas, pasando detrás del yate con gran rapidez.

Eran exactamente las nueve cuando encendieron los reflectores y, durante un increíble instante, captaron el brillante reflejo del globo plateado que salió del agua y subió derecho hacia los cielos.

Entonces se produjo la explosión y vi el fogonazo antes de percibir la detonación. El guardacostas llevaba artillería antiaérea y ésta se mostró efectiva.

Por un momento, el globo siguió su ascenso. Al momento siguiente, no había nada. Lo volaron en mil pedazos.

Y fue como si también me hicieran pedazos a mí. Porque si había un globo, tal vez él estaba dentro. Con las obras maestras, a punto de regresar a otra época. Por lo tanto, su historia era cierta, y si era cierta…

Creo que me desmayé. Mi reloj marcaba las 10:30 cuando recobré el conocimiento y me incorporé. Habían dado ya las once cuando entré en el Servicio de Vigilancia Costera y expliqué mi odisea.

Como es lógico, nadie me creyó. Incluso el doctor Halvorsen, el médico de guardia, dijo que me creía pero insistió en darme la inyección y en trasladarme al hospital.

De todos modos, hubiera sido ya tarde. Aquel globo fue la gota que acabó de llenar el vaso. Seguramente, comunicaron a Washington sin perder tiempo la historia de aquella nueva arma soviética destruida ante las costas. Al producirse el hecho después de haberse descubierto aquellos buques cargados de bombas, representó el golpe final. Alguien dio órdenes y nuestros aviones se pusieron en camino.

He estado escribiendo toda la noche. Desde el pasillo se oyen las noticias de la radio. Hemos bombardeado varios lugares. Y se ha dado la alerta, en previsión de posibles represalias.

Tal vez ahora me creerían. Pero ya no importa. Será tal como él pronosticó.

No puedo dejar de pensar en las paradojas del viaje a través del tiempo. Esa noción de trasladar objetos del presente al futuro, y esa otra acerca de alterar el pasado. Me gustaría desarrollar esta teoría, pero ya no es preciso. Los antiguos maestros no han podido ir al futuro. Como tampoco él, al regresar a nuestro presente, pudo evitar la guerra.

¿Qué había dicho? «Ni siquiera he podido averiguar cómo empezó, o mejor dicho empezará, la guerra. Algún incidente trivial, que nadie mencionará».

Pues bien, éste fue el incidente trivial. Su visita. Si yo no hubiera hecho aquella llamada por teléfono, si el globo no se hubiese elevado… pero ya no puedo pensar en ello por más tiempo. Me duele la cabeza. Todo ese ruido estridente y atronador…

Acabo de efectuar un descubrimiento importante. Estos ruidos estridentes y atronadores no proceden del interior de mi cabeza. También puedo oír el alarido de las sirenas. Si aún me quedaba alguna duda acerca de la veracidad de sus afirmaciones, se ha desvanecido ya por completo.

Ojalá hubiese dado crédito a sus palabras. Ojalá los demás me creyesen ahora. Pero ya no queda tiempo…

FIN

Robert Bloch - El señor del pasado
  • Autor: Robert Bloch
  • Título: El señor del pasado
  • Título Original: The Past Master
  • Publicado en: Bluebook, enero de 1955
  • Traducción: Víctor Compta

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