«El dios del cuenco» es un relato escrito por Robert E. Howard, publicado póstumamente en 1952. Este cuento, protagonizado por Conan el Bárbaro, nos sumerge en una investigación en la ciudad de Numalia, donde ocurre un misterioso asesinato en un museo. Conan, acusado injustamente, deberá demostrar su inocencia mientras un oscuro secreto emerge de las profundidades de Estigia. La historia combina intriga, acción y elementos sobrenaturales, ofreciendo una muestra del estilo único de Howard. Este relato es una pieza fundamental en la saga de Conan, reflejando la atmósfera opresiva y peligrosa del mundo hiborio.
El dios del cuenco
Robert E. Howard
(Cuento completo)
Arus, el guardia nocturno, aferró su ballesta con manos temblorosas y sintió unas gotitas de sudor pegajoso sobre su piel mientras contemplaba el horrible cadáver que yacía sobre el suelo resplandeciente. Es profundamente desagradable encontrarse con la Muerte a medianoche en un lugar solitario.
El guardián se hallaba en un amplio corredor iluminado por enormes velas colocadas en los nichos que había en las paredes. Entre un nicho y otro, los muros aparecían cubiertos de tapices de terciopelo negro, y entre estos colgaban escudos y armas cruzadas con formas fantásticas. También había, aquí y allá, imágenes de extraños dioses; se trataba de figuras talladas en piedra o en maderas raras, o bien fundidas en bronce, hierro o plata, que se reflejaban tenuemente en el reluciente suelo negro.
Arus sintió un escalofrío. Todavía no se había habituado al lugar, aunque llevaba varios meses trabajando allí como guardián. Era un lugar fantástico, un gran museo y galería de antigüedades que la gente llamaba el Templo de Kallian Publico, un edificio lleno de objetos raros traídos de todos los rincones del mundo. Ahora, en la soledad de la medianoche, Arus estaba en pie en el inmenso y silencioso salón y observaba el cadáver tirado de quien había sido el rico y poderoso propietario del Templo.
A pesar de sus pocas luces, el guardián se dio cuenta de que el hombre muerto presentaba un aspecto extrañamente diferente del que tenía cuando lo viera pasar por la Vía Palia en su dorado carruaje, arrogante y dominador, con un rostro en el que destacaban sus ojos oscuros que centelleaban con un magnetismo y una vitalidad sorprendentes. Los enemigos de Kallian Publico apenas lo reconocerían ahora, tendido como un cúmulo de grasa desintegrada, con el rico manto roto y su túnica de color púrpura deshecha. Tenía el rostro ennegrecido, los ojos salidos de las órbitas y la lengua colgando de la boca abierta. Tenía las manos rollizas extendidas en un gesto de rara impotencia, y las piedras preciosas lanzaban destellos desde sus gruesos dedos.
—¿Por qué no se habrán llevado los anillos? —musitó el guardián con un extraño desasosiego.
En ese momento miró sobresaltado y se le pusieron los pelos de punta. A través de los oscuros tapices de terciopelo y seda que ocultaban una de las tantas puertas que daban al salón, apareció un hombre.
Arus vio a un joven alto y fornido, que no llevaba más ropa que un taparrabo y unas sandalias atadas a sus piernas. Su piel estaba bronceada por soles remotos. Arus observó con cierto nerviosismo sus anchas espaldas, su pecho enorme y sus gruesos brazos. Le había bastado una simple mirada para darse cuenta de que el joven no era nemedio. Debajo de un mechón de rebeldes cabellos negros había un par de ojos azules ardientes y amenazadores. De su cinto colgaba una enorme espada dentro de una vaina de cuero.
Arus sintió un hormigueo por todo el cuerpo. Apretó con fuerza su ballesta pensando en la posibilidad de disparar contra el extraño sin decir una palabra, aunque temía lo que pudiera ocurrir si no le daba muerte al primer intento.
El desconocido miró el cuerpo que yacía en el suelo con un gesto más de curiosidad que de sorpresa.
—¿Por qué has matado a este hombre? —preguntó Arus, incapaz de dominar su nerviosismo.
—Yo no lo he matado —respondió el joven en lengua nemedia con acento extranjero, negando con un gesto de su desgreñada cabeza—. ¿Quién es?
—Kallian Publico —contestó Arus, retrocediendo.
Un destello de interés brilló en los taciturnos ojos azules del muchacho.
—¿El dueño del edificio? —volvió a preguntar el bárbaro.
—Sí.
Arus había retrocedido hasta la pared. Cogió un grueso cordón de terciopelo que había allí colgado y tiró de él con fuerza. En ese momento llegó de la calle el estridente repicar de las campanas que había delante de todos los comercios de la ciudad para llamar a los guardias.
El joven extranjero le preguntó asombrado:
—¿Por qué lo has hecho? Voy a buscar al guardián.
—¡Yo soy el guardián, bellaco! —dijo Arus, armado de valor—. Quédate donde estás. ¡No te muevas o te mato!
Tenía el dedo apoyado en el gatillo de su ballesta, y la terrible cabeza de cuatro aristas de la flecha apuntaba directamente al enorme pecho del joven. El extranjero frunció el ceño y bajó su oscura cabeza. No parecía tener miedo, pero daba la impresión de dudar entre obedecer la orden e intentar un ataque por sorpresa. Arus se pasó la lengua por los labios y se le heló la sangre en las venas, manifiestamente inquieto al ver la lucha interior y las intenciones homicidas que se reflejaban en los turbios ojos del extranjero.
En ese momento se oyó el ruido de una puerta que se abría con violencia y una confusión de voces. El guardián respiró aliviado con una mezcla de gratitud y asombro. El extranjero se puso tenso y miró preocupado con la expresión de una presa acorralada cuando vio que entraban seis hombres. Todos menos uno vestían la túnica escarlata de la policía de Numalia. Iban armados con cortas espadas punzantes y llevaban alabardas, unas armas de mango largo, mezcla de pica y hacha.
—¿Qué diablos es esto? —exclamó el hombre que parecía destacar del grupo, cuyos fríos ojos grises y rostro delgado de rasgos afilados, así como su atuendo civil, lo diferenciaban de sus fornidos acompañantes.
—¡Por Mitra, es Demetrio! —exclamó Arus—. La suerte está conmigo esta noche. ¡No tenía esperanzas de que los guardias respondieran tan rápidamente a la llamada, y menos aún de que tú estuvieras entre ellos!
—Estaba haciendo la ronda con Dionus —repuso Demetrio—. Pasábamos delante del Templo cuando sonó la campana. Pero ¿quién es este? ¡Ishtar! ¡Es el mismísimo propietario del Templo!
—Sí, es él —respondió Arus—, y ha sido asesinado salvajemente. Es mi obligación recorrer el edificio constantemente durante toda la noche porque, como sabes, aquí hay objetos valiosísimos. Kallian Publico contaba con ricos mecenas: sabios, príncipes y ricos coleccionistas de objetos raros. Pues bien, hace tan sólo unos minutos intenté abrir la puerta que da al pórtico y la encontré cerrada, aunque sin llave. La puerta tiene un cerrojo que se acciona desde ambos lados, y un enorme candado, que sólo puede abrirse desde fuera. Kallian Publico era el único que tenía la llave del candado; es esa que tiene colgada del cinto.
»Me di cuenta de que ocurría algo extraño, porque Kallian solía cerrar la puerta con candado cuando se iba del Templo, y yo no lo había visto desde que se marchó al atardecer a su casa de las afueras. Yo tengo una llave que abre el cerrojo; cuando entré, hallé el cuerpo tendido, como está ahora. No lo he tocado.
—Entonces —preguntó Demetrio examinando al sombrío extranjero—, ¿quién es este?
—¡El asesino, seguramente! —exclamó Arus—. Entró por aquella puerta. Es un bárbaro del norte o algo parecido; tal vez sea un hiperbóreo o quizá un bosonio.
—¿Quién eres? —preguntó Demetrio.
—Soy Conan, el cimmerio —respondió el bárbaro.
—¿Has matado a este hombre?
El cimmerio lo negó con la cabeza.
—¡Responde! —ordenó con brusquedad el que interrogaba.
Un destello de cólera brilló en los taciturnos ojos azules cuando dijo:
—¡No soy un perro para que me hables de esa manera!
—¡Vaya un tipo insolente! —dijo con desprecio el compañero de Demetrio, un hombre corpulento que llevaba una insignia de prefecto de policía—. ¡Un perro libre e independiente! Ya le quitaré los humos. ¡Eh, tú! ¡Habla de una vez! ¿Por qué has matado…?
—Un momento, Dionus —ordenó Demetrio—. Escucha, forastero, yo soy el jefe del Consejo Inquisitorial de la ciudad de Numalia. Será mejor que me digas por qué estás aquí y, si no eres el asesino, será mejor que lo demuestres.
El cimmerio vaciló. No tenía miedo, sino que se sentía perplejo, que es lo que les ocurre a los bárbaros cuando se enfrentan a las complejidades de las sociedades civilizadas, cuyo funcionamiento les resulta tan desconcertante y misterioso.
—Mientras lo piensa —espetó Demetrio, volviéndose hacia Arus—, dime: ¿has visto a Kallian Publico cuando se marchaba del Templo al atardecer?
—No, mi señor, pero él generalmente ya se ha marchado cuando yo comienzo mi guardia. La puerta grande estaba cerrada con llave.
—¿Pudo haber vuelto al edificio sin que tú lo vieras?
—Es posible, pero poco probable. De haber regresado de su casa, hubiera venido en su carruaje, porque está lejos; ¿quién ha oído que Kallian Publico viaje de otra forma? Aunque yo hubiera estado en el otro extremo del Templo, habría oído las ruedas del carruaje sobre el empedrado. Y estoy seguro de no haber oído nada.
—¿Y la puerta estaba cerrada a primeras horas de la noche?
—Podría jurarlo. Yo siempre compruebo todas las puertas durante mi guardia nocturna. La puerta estuvo cerrada por fuera hasta hace media hora más o menos; esa fue la última vez que lo comprobé, y la hallé cerrada.
—¿No oíste gritos ni ruidos de pelea?
—No, señor. Pero no es raro, porque las paredes del Templo son tan gruesas que no se oye nada a través de ellas.
—¿A qué vienen tantas preguntas y especulaciones? —terció el fornido prefecto—. Este es el culpable, sin duda alguna. Llevémosle a los Tribunales; allí lo haré confesar, aunque tenga que romperle los huesos.
Demetrio miró al bárbaro y le preguntó:
—¿Has entendido lo que ha dicho? ¿Tienes algo que añadir?
—Que el hombre que me toque estará muy pronto saludando a sus ancestros en el infierno —contestó el cimmerio con los dientes apretados y los ojos centelleantes llenos de ira.
—¿Para qué has venido aquí, si no fue para matar a este hombre? —prosiguió Demetrio.
—He venido a robar —respondió el joven con gesto hosco.
—¿A robar qué?
—Vine a robar comida —dijo Conan, después de vacilar un momento.
—¡Mentira! —exclamó Demetrio—. Sabes muy bien que aquí no hay comida. Dime la verdad o…
El cimmerio apoyó la mano en la empuñadura de su espada, en un gesto tan amenazador como el de un tigre cuando enseña los colmillos.
—¡Ahorra tus provocaciones y fanfarronadas para los cobardes que te tengan miedo! —gruñó Conan—. No soy un nativo de Nemedia y no voy a inclinarme ante tus esbirros. He matado a hombres más buenos que tú por menos que esto.
Dionus, que había abierto la boca congestionado por la ira, la volvió a cerrar, los guardias movieron sus alabardas con gesto inseguro y miraron a Demetrio esperando órdenes. Se habían quedado mudos al oír el desafío lanzado contra el todopoderoso policía, y esperaban que este diera la orden de detener al bárbaro.
Pero Demetrio no dio ninguna orden. Arus miraba a uno y a otro, preguntándose qué estaría pasando por la aguda mente de Demetrio, detrás de su rostro de halcón. Tal vez el magistrado temiera suscitar un arrebato de cólera al bárbaro, o quizá dudara realmente de su culpabilidad.
—No te he acusado de matar a Kallian —dijo bruscamente—. Pero debes admitir que las circunstancias no te favorecen. ¿Cómo entraste en el Templo?
—Me escondí en el oscuro almacén que hay detrás de este edificio —contestó Conan de mala gana—. Cuando este perro —agregó señalando con el dedo a Arus— pasó doblando la esquina, corrí hacia el muro y trepé por él…
—¡Mentira! —interrumpió Arus— ¡Ningún hombre puede subir por esa pared tan recta!
—¿Nunca has visto a un cimmerio escalar una montaña escarpada cortada a pico? —preguntó Demetrio—. Soy yo quien dirige el interrogatorio. Continúa, Conan.
—La esquina del edificio está decorada con esculturas —continuó el cimmerio—, por lo que me resultó fácil trepar. Llegué al techo antes de que este perro hubiera dado la vuelta al edificio. Encontré una portezuela cerrada con un pasador de hierro por dentro. Rompí el cerrojo en dos y…
Arus, recordando el grosor del cerrojo, se quedó boquiabierto y se apartó del cimmerio, que le miró ensimismado y siguió hablando:
—Pasé por la portezuela y entré en la habitación de arriba. Allí no me detuve, sino que fui directamente hacia la escalera…
—¿Cómo sabías dónde estaba la escalera? Sólo a los criados de Kallian y a algunos de sus ricos mecenas les está permitido entrar en esas habitaciones de la parte superior del edificio.
Conan permaneció en un obstinado silencio.
—¿Qué hiciste cuando llegaste a la escalera? —siguió preguntando Demetrio.
—Bajé directamente y llegué a una habitación que se encuentra detrás de aquella puerta cubierta por la cortina —murmuró el cimmerio—. Cuando bajaba por la escalera, oí que se abría otra puerta. Al levantar la cortina, vi a este perro de pie al lado del hombre muerto.
—¿Por qué saliste de tu escondite?
—Porque al principio creí que era otro ladrón que venía a robar lo mismo que…
El cimmerio se interrumpió súbitamente.
—¡Lo mismo que tú habías venido a robar! —concluyó Demetrio—. No te quedaste en las habitaciones de arriba, donde están guardados los mayores tesoros. ¡Has venido aquí enviado por alguien que conoce muy bien el Templo, para robar alguna cosa muy especial!
—¡Y para matar a Kallian Publico! —exclamó Dionus—. ¡Por Mitra, está muy claro! ¡Detenedlo, guardias; confesará antes del alba!
Lanzando una maldición en lengua extranjera, Conan dio un salto hacia atrás y desenvainó su espada con una furia tal que el afilado sable cortó el aire con un silbido.
—¡Atrás, si apreciáis en algo vuestras malditas vidas! —gruñó—. ¡No creáis que por el hecho de dedicaros a torturar tenderos y a desnudar y azotar rameras para hacerlos hablar, vais a poner vuestras asquerosas garras encima de un hombre de la montaña! ¡Si tocas tu arco, guardián, te reviento las tripas de una patada!
—¡Espera! —dijo Demetrio—. Detén a tus hombres, Dionus. Aún no estoy convencido de que sea el asesino.
Demetrio se inclinó hacia Dionus y susurró algo que Arus no pudo oír, pero tuvo la impresión de que era un plan para engañar a Conan y arrebatarle la espada.
—Está bien —gruñó Dionus—. Retroceded, vosotros, pero no le quitéis los ojos de encima.
—Dame tu espada —dijo Demetrio a Conan.
—¡Ven a quitármela, si puedes! —replicó Conan.
El investigador se encogió de hombros y dijo:
—De acuerdo. Pero no intentes escapar. Hay hombres con ballestas fuera, vigilando el edificio.
El bárbaro bajó la espada, si bien mantuvo su tensa actitud alerta. Demetrio se volvió nuevamente hacia el cadáver.
—Lo han estrangulado —murmuró—. ¿Por qué lo habrán estrangulado cuando una estocada es tanto más rápida y segura? Estos cimmerios nacen con la espada en la mano; nunca oí que matasen a alguien de otra forma.
—Quizá lo hizo para no despertar sospechas —repuso Dionus.
—Es posible —dijo Demetrio, palpando el cadáver con mano experta—. Lleva muerto por lo menos media hora. Si Conan dice la verdad acerca del momento en que entró en el Templo, difícilmente podría haberlo asesinado antes que entrara Arus. Aunque es cierto que puede estar mintiendo; quizá haya entrado en el edificio más temprano.
—Escalé el muro después de que Arus hiciera la última ronda —dijo Conan refunfuñando.
—Eso es lo que tú dices —repuso Demetrio examinando la garganta del hombre muerto, que había sido reducida a un amasijo de carne morada.
La cabeza del cadáver caía inerte hacia atrás, como si tuviera rotas las vértebras. Demetrio movió la cabeza dubitativamente y preguntó:
—¿Por qué habrá usado el asesino una cuerda tan gruesa? ¿Y qué forma terrible de estrangulamiento pudo haber destrozado de esta manera el cuello de la víctima?
Se levantó y se dirigió hacia el corredor pasando por la puerta más cercana.
—Aquí hay un busto caído de su pedestal —manifestó—, y el suelo está lleno de arañazos, y las cortinas de la puerta han sido arrancadas… Kallian Publico debió de ser atacado en aquella habitación. Tal vez logró deshacerse de su agresor, o quizá arrastró al individuo a medida que huía. De todos modos, llegó tambaleándose al corredor, donde el asesino seguramente lo siguió y acabó con él.
—Entonces, si este pagano no es el asesino, ¿quién es? —inquirió el prefecto.
—Aún no he eximido de culpas al cimmerio —dijo Demetrio—. Pero vamos a investigar en esa habitación…
El funcionario se detuvo, se dio media vuelta y se paró a escuchar. Se oía el traqueteo de un carruaje que se acercaba por la calle y se detuvo bruscamente.
—¡Dionus! —vociferó el investigador—. Envía dos hombres en busca de ese vehículo, y que traigan aquí al cochero.
—Por el ruido —dijo Arus, que conocía muy bien todos los sonidos de la calle—, yo diría que se detuvo delante de la casa de Promero, justo enfrente de la tienda del mercader de sedas.
—¿Quién es Promero? —inquirió Demetrio.
—Es el empleado principal de Kallian Publico.
—Traedlo aquí junto con el cochero —ordenó Demetrio.
Los dos guardias salieron del cuarto. Demetrio siguió examinando el cadáver, en tanto que Dionus, Arus y los restantes policías vigilaban a Conan, que seguía inmóvil con la espada en la mano como una amenazadora estatua de bronce. Poco después se oyó el eco de unos pasos, y los dos guardias entraron con un hombre corpulento, de piel oscura, que llevaba un casco de cuero y la larga túnica que usan los cocheros; traía un látigo en la mano. Los acompañaba un individuo pequeño, de aspecto tímido, con la actitud característica de los que, habiendo nacido en el seno de la clase artesanal, se convierten en ayudantes insustituibles de los ricos mercaderes y comerciantes. El hombrecillo retrocedió lanzando un grito al ver al hombre tendido en el suelo.
—¡Ah, ya sabía que esto nos iba a traer la desgracia! —gimió.
—Eres Promero, el empleado principal, ¿no es así? ¿Y tú quién eres? —preguntó Demetrio.
—Soy Enaro, el cochero de Kallian Publico.
—No parece conmoverte demasiado el hecho de ver su cadáver —observó Demetrio.
Los ojos oscuros de Enaro centellearon.
—¿Por qué habría de estar conmovido? —dijo el hombre—. Alguien ha llevado a cabo lo que yo deseaba ardientemente pero no me atrevía a hacer.
—¡Vaya! —musitó el investigador—. ¿Eres un hombre libre?
Los ojos del cochero reflejaban una profunda amargura cuando se abrió la túnica para enseñar la marca característica de los esclavos que tenía en el hombro.
—¿Sabías que tu amo venía aquí esta noche?
—No. Yo traje el carruaje al Templo al atardecer, como todos los días. Él subió y yo le llevé a su casa de las afueras. Sin embargo, cuando llegamos a la Vía Palia me ordenó dar la vuelta y regresar. Parecía muy agitado.
—¿Y lo trajiste de vuelta al Templo?
—No. Me ordenó detenerme en la casa de Promero. Allí me despidió, dándome instrucciones de que volviera a buscarlo poco después de medianoche.
—¿A qué hora fue eso?
—Poco después del atardecer. Las calles estaban casi desiertas.
—¿Qué hiciste entonces?
—Volví a la casa de los esclavos, donde me quedé hasta que se hizo la hora de regresar a la casa de Promero. Fui directamente hacia allí, y tus hombres me detuvieron cuando hablaba con Promero en la puerta de su casa.
—¿Tienes alguna idea del motivo que llevó a Kallian a la casa de Promero?
—Él nunca hablaba de sus asuntos con los esclavos.
Demetrio se volvió entonces hacia Promero y le preguntó:
—¿Qué sabes tú acerca de esto?
—Nada —respondió el empleado con los dientes castañeteando.
—¿Estuvo Kallian Publico en tu casa, tal como afirma el cochero?
—Sí, señor.
—¿Cuánto tiempo estuvo contigo?
—Sólo un momento. Se marchó en seguida.
—¿De tu casa se fue al Templo?
—¡No lo sé! —gritó el empleado con voz chillona.
—¿Para qué fue Publico a verte?
—Para…, para hablar de negocios.
—Mientes —dijo Demetrio tajante—. ¿Para qué fue a tu casa?
—¡No sé! ¡No sé nada! —chillaba Promero histérico—. Yo no tengo nada que ver con esto.
—Hazle hablar, Dionus —ordenó Demetrio en tono cortante.
Dionus gruñó y le hizo una seña con la cabeza a uno de sus hombres, que se dirigió hacia los dos prisioneros con una sonrisa cruel.
—¿Sabes quién soy? —preguntó mirando fijamente a su encogida víctima.
—Eres Posthumo —respondió el empleado con aire taciturno—. Le arrancaste un ojo a una muchacha en los Tribunales porque no estaba dispuesta a acusar a su amante.
—¡Siempre consigo lo que me propongo! —exclamó el guardia vociferando.
Las venas de su grueso cuello se hincharon y su cara enrojeció cuando cogió al desdichado por el pescuezo, retorciéndole la túnica hasta casi estrangularlo.
—¡Habla de una vez, rata! —gritó—. ¡Contesta al investigador!
—¡Oh, Mitra, piedad! —chilló el infeliz—. Juro…
Posthumo lo abofeteó violentamente, primero en una mejilla y después en la otra, luego lo tiró al suelo y lo pateó con feroz ensañamiento.
—¡Piedad! —gimió suplicante la víctima—. Hablaré…, diré todo lo que…
—¡Entonces, ponte de pie, canalla! —rugió Posthumo—. ¡No te quedes ahí lloriqueando!
Dionus lanzó una rápida mirada a Conan para ver si estaba debidamente impresionado.
—¿Ves lo que les ocurre a los que irritan a la Policía? —le dijo.
Conan escupió con desprecio y gruñó:
—Es un débil y un necio. Si alguno de vosotros me llega a tocar, le desparramo las tripas por el suelo.
—¿Estás dispuesto a hablar? —preguntó Demetrio con aire hastiado.
—Todo lo que sé —dijo el empleado sollozando mientras se ponía de pie, gimiendo como un perro apaleado— es que Kallian llegó a casa poco después que yo, puesto que salimos del Templo juntos, y le dijo al cochero que se marchara. Me amenazó con despedirme si yo le contaba algo a alguien. Yo soy un hombre pobre, mis señores, sin amigos ni favores. Si no trabajara para él, me moriría de hambre.
—Eso no me incumbe —dijo Demetrio—. ¿Cuánto tiempo estuvo en tu casa?
—Se quedó hasta alrededor de las once y media. Luego se marchó diciendo que se iba al Templo y que volvería cuando terminara lo que tenía que hacer.
—¿Qué pensaba hacer aquí?
Promero vaciló, pero una mirada escalofriante al sonriente Posthumo, que alzaba su enorme puño, lo hizo proseguir inmediatamente.
—Quería ver algo en el Templo.
—Pero ¿por qué vino solo, y en forma tan secreta y misteriosa?
—Porque ese objeto no era suyo; llegó al amanecer, en una caravana procedente del sur. Los hombres de la expedición no sabían nada acerca de ello, salvo que lo habían cargado en su caravana unos hombres que venían en otra procedente de Estigia, y que estaba destinado a Caranthes de Hanumar, sacerdote de Ibis. El jefe de la primera caravana había recibido dinero de los otros para que entregasen el objeto en mano a Caranthes, pero el bribón quería seguir camino a Aquilonia directamente por la carretera que no pasa por Hanumar. Entonces preguntó si podría dejarlo en el Templo hasta que Caranthes mandara a alguien a recogerlo.
»Kallian accedió a ello y le dijo que él mismo enviaría un criado para avisar a Caranthes. Pero cuando los hombres de la caravana se hubieron marchado y yo le hablé de enviar al mensajero, Kallian me prohibió que lo mandara. Se quedó pensando qué sería aquel objeto que los hombres habían dejado.
—¿Y qué era?
—Una especie de sarcófago como los que se encuentran en las antiguas tumbas estigias. Pero este era redondo, como un cuenco. Estaba hecho de un metal semejante al cobre, pero más duro, y tenía grabados unos jeroglíficos similares a los de los antiguos menhires del sur de Estigia. La tapa se ajustaba perfectamente al cuenco por medio de unas tiras del mismo metal, y también estaban grabadas.
»Los hombres de la caravana no lo sabían. Sólo dijeron que quienes se lo habían dado mencionaron que se trataba de una reliquia de un valor incalculable hallada en las tumbas situadas debajo de las pirámides y que se la enviaban a Caranthes “por la veneración que sentía por el sacerdote de Ibis la persona que lo enviaba”. Kallian Publico creía que contenía la diadema de los reyes gigantes que dominaron al pueblo que habitaba en aquella tierra sombría antes de que llegaran allí los antepasados de los estigios. Me enseñó un dibujo grabado en la tapa, que él afirmaba que tenía la forma de la diadema que, según la leyenda usaban los monstruosos reyes.
»Entonces decidió abrir el cuenco para ver lo que contenía. Se ponía como loco cuando pensaba en la fabulosa diadema incrustada con extrañas piedras preciosas que sólo conocía la antigua raza. Una sola de esas gemas —decía— valía más que todos los tesoros del mundo moderno.
»Yo le advertí que no lo hiciera, pero poco después de medianoche se fue solo al Templo, ocultándose en las sombras hasta que el guardián estuviera del otro lado del edificio y entrando luego con la llave que tenía colgada de la cintura. Yo lo seguí con la vista hasta que entró, y luego regresé a mi casa. Si en el cuenco aparecía la diadema u otro objeto de mucho valor, él tenía la intención de esconderlo en algún lugar secreto del Templo y después saldría sin dejarse ver. A la mañana siguiente pensaba armar un gran alboroto, diciendo que habían entrado ladrones a su casa y habían robado el objeto de Caranthes. Nadie conocería su maniobra, salvo el cochero y yo, y ninguno de los dos lo traicionaría.
—¿Y el guardián? —objetó Demetrio.
—Kallian no iba a dejar que este lo descubriera; planeaba que lo crucificaran por complicidad con los ladrones —respondió Promero.
Arus tragó saliva y palideció al enterarse de la falsedad de su patrón.
—¿Dónde está el sarcófago? —preguntó Demetrio, y cuando Promero indicó con el dedo, agregó con un gruñido—: ¡Vaya! La misma habitación en la que deben de haber atacado a Kallian.
Promero se retorció las delgadas manos y comentó:
—¿Por qué un hombre de Estigia había de enviar un regalo a Caranthes? Antiguos dioses y extrañas momias se han cruzado en el camino de las caravanas anteriormente, pero ¿quién adora tanto al sacerdote de Ibis en Estigia, cuando allí todavía veneran al superdemonio de Set, que se oculta en la oscuridad de las tumbas? El dios Ibis ha luchado contra Set desde que se creó el mundo, y Caranthes ha combatido contra los sacerdote Set toda su vida. Hay algo oscuro y misterioso en todo esto.
—Enséñanos el sarcófago —ordenó Demetrio.
Promero avanzó con gesto vacilante. Todos fueron tras él, incluso Conan, que aparentaba indiferencia aunque sentía curiosidad, ante la mirada precavida de los guardias. Pasaron a través de los desgarrados tapices y entraron en el salón, que estaba menos iluminado que el corredor. Las puertas que había a ambos lados daban a otras habitaciones, y en las paredes había fantásticas efigies, dioses de tierras extrañas y de pueblos remotos. En ese momento Promero lanzó un grito aterrador.
—¡Mira! ¡El sarcófago! ¡El cuenco está abierto y… vacío!
En el centro de la habitación había un extraño cilindro negro, de más de un metro de altura y unos noventa centímetros de diámetro en la parte más ancha, equidistante de la tapa y de la base. La pesada tapa grabada estaba en el suelo, y a su lado había un martillo y un cincel. Demetrio miró en su interior, observó extrañado durante unos segundos los borrosos jeroglíficos, y se volvió hacia Conan.
—¿Es esto lo que venías a robar?
El bárbaro negó con un movimiento de la cabeza y dijo:
—¿Cómo podría llevarse esto un hombre solo?
—Cortaron las bandas con este cincel —musitó Demetrio—, y lo hicieron deprisa. Hay marcas de los golpes fallidos del martillo que abollaron el metal. Podemos deducir que Kallian abrió el cuenco. Había alguien escondido cerca de él, quizá oculto detrás de las cortinas de la puerta. Cuando Kallian quitó la tapa del cuenco, el asesino se abalanzó sobre él, o tal vez primero mató a Kallian y después abrió el cuenco.
—Este objeto es escalofriante —dijo el empleado con un estremecimiento—. Es demasiado antiguo para ser sagrado. ¿Quién ha visto jamás un metal parecido? Parece más duro que el acero de Aquilonia; observad que está corroído y carcomido en algunos lugares.
¡Y mirad aquí en la tapa! —dijo Promero señalando con dedo tembloroso—. ¿Qué creéis que es esto?
Demetrio se inclinó para observar el dibujo grabado y dijo:
—Yo diría que representa una corona o algo parecido.
—¡No! —exclamó Promero—. ¡Ya se lo advertí a Kallian, pero él no quiso creerme! ¡Es una serpiente enroscada que se muerde la cola! ¡Es el símbolo de Set, la Antigua Serpiente, el dios de los estigios! Este cuenco es demasiado viejo para pertenecer al mundo de los humanos; es una reliquia de la época en que Set habitaba la tierra con forma humana. ¡Tal vez la raza que nació de él enterraba los huesos de sus reyes en cajas como estas!
—¿Quieres decir que uno de estos esqueletos se levantó, estranguló a Kallian Publico y luego se marchó?
—No era un hombre lo que había en este cuenco —susurró el empleado, mirando asombrado con ojos desorbitados—. ¿Qué hombre podría estar enterrado ahí dentro?
Demetrio lanzó un juramento y dijo:
—Si Conan no es culpable, el asesino se encuentra todavía en algún lugar del edificio. Dionus y Arus, quedaos conmigo, y vosotros tres, los prisioneros, permaneced aquí también. ¡Los demás que busquen por toda la casa! El asesino, en caso de haber conseguido huir antes de que Arus encontrara el cadáver, sólo pudo haber escapado por el mismo lugar por el que entró Conan, y entonces el bárbaro lo habría visto, en caso de que no mienta.
—No vi a nadie más que a este perro —gruñó Conan, señalando a Arus.
—Claro que no viste a nadie —dijo Dionus—, porque tú eres el asesino. Estamos perdiendo el tiempo, pero buscaremos por pura formalidad. Y si no encontramos a nadie, ¡te prometo que te quemaremos vivo! ¡Recuerda la ley, mi salvaje de negra melena: por matar a un artesano, te envían a las minas; por asesinar a un mercader, te cuelgan, y por dar muerte a un señor, te queman en la hoguera!
Conan enseñó sus dientes por toda respuesta. Los hombres comenzaron a registrar. Los que se quedaron en la habitación oyeron sus pasos arriba y abajo, moviendo objetos, abriendo puertas y gritando de una habitación a otra.
—Conan —dijo Demetrio—, ¿sabes lo que supone para ti que no encuentren a nadie?
—Yo no lo maté —gruñó el cimmerio—. Si él hubiera intentado hacerme algo, le hubiera roto el cráneo, pero no lo vi hasta que tuve delante de mí su cadáver.
—De todas formas, alguien te habrá enviado aquí a robar —manifestó Demetrio—, y con tu silencio te haces cómplice del asesinato. El mero hecho de estar aquí es suficiente para enviarte a las minas, admitas o no tu culpabilidad. Pero si nos cuentas todo, podrás salvarte de la muerte en la hoguera.
—Está bien —respondió el bárbaro de mala gana—, vine aquí a robar la copa zamoria de diamantes. Un hombre me entregó el plano del Templo y me dijo dónde la encontraría. Está en ese cuarto —dijo Conan señalando la habitación de al lado—, en un nicho que hay en el suelo bajo la efigie de un dios shemita hecha de cobre.
—Dice la verdad —afirmó Promero—. No creo que haya seis hombres en todo el mundo que sepan dónde está escondida esa copa.
—Y de haberlo conseguido —preguntó Dionus con desprecio—, ¿se la habrías entregado realmente al hombre que te contrató?
De nuevo los ardientes ojos del cimmerio lanzaron destellos de cólera y rencor.
—No soy un perro —dijo el bárbaro entre dientes—. Yo cumplo con mi palabra.
—¿Quién te envió aquí? —inquirió Demetrio, pero Conan permaneció en un hosco y empecinado silencio.
En ese momento llegaron los guardias después de haber registrado toda la casa.
—No hay ningún hombre escondido en esta casa —dijeron—. Hemos registrado todo el edificio. Encontramos la portezuela del techo por la que entró el bárbaro, y el cerrojo que partió en dos. Si un hombre se hubiera escapado por allí, lo habrían visto los guardias, a menos que hubiera huido antes de haber llegado nosotros. Además, habría tenido que apilar algunos muebles para llegar a la trampilla, y no hay señales de que alguien lo haya hecho. Pero ¿no habrá escapado por la puerta principal antes de que Arus diera la vuelta al edificio?
—No, porque la puerta estaba cerrada con llave por dentro —repuso Demetrio— y las únicas dos llaves que abren la cerradura son las que tiene Arus y la que todavía cuelga del cinto de Kallian Publico.
—Yo creo haber visto la soga que utilizó el asesino —dijo un guardia.
—¿Y dónde está, imbécil? —exclamó Dionus.
—En la habitación de al lado —respondió el otro—. Es una gruesa soga negra enrollada alrededor de una columna de mármol. No pude llegar a ella.
El guardia los condujo hasta un cuarto lleno de estatuas de mármol y señaló una columna muy alta. Luego se detuvo estupefacto.
—¡Ha desaparecido! —exclamó con un grito.
—Nunca estuvo allí —dijo Dionus con un bufido.
—¡Por Mitra que estaba allí hace un momento! La vi enrollada alrededor de la columna, justo encima de aquellas hojas grabadas. Está tan oscuro allí arriba que no pude ver mucho más; pero estaba allí.
—Estás borracho —dijo Demetrio dándole la espalda—. Ese lugar está demasiado alto como para que un hombre pueda llegar hasta allí, y no hay nadie capaz de trepar por esa columna tan lisa.
—Un cimmerio podría hacerlo —dijo en voz baja uno de los hombres.
—Es posible. Digamos que Conan estranguló a Kallian, ató la cuerda alrededor de la columna, atravesó el corredor y se escondió en el cuarto en el que está la escalera. Pero ¿cómo pudo haber quitado la soga después de que vosotros la vierais? No, yo os aseguro que Conan no cometió el asesinato. Creo que el verdadero criminal mató a Kallian para conseguir lo que había en el cuenco y ahora está oculto en algún rincón del Templo. Si no conseguimos hallarlo, tendremos que culpar al bárbaro, para cumplir con la justicia. Pero… ¿dónde está Promero?
Los guardias habían regresado a la habitación en la que se encontraba el cuerpo inmóvil, en el corredor. Dionus lanzó un grito llamando a Promero, para que viniera del cuarto en el que estaba el cuenco vacío. El hombre temblaba y su rostro había palidecido.
—¿Qué sucede ahora? —preguntó Demetrio irritado.
—¡Encontré un símbolo en la base del cuenco! —dijo temblando Promero—. No es un jeroglífico antiguo, ¡es un signo recién grabado!, ¡es la marca de Thoth-Amon, el hechicero estigio, el enemigo mortal de Caranthes! ¡Debe de haber encontrado el cuenco en alguna terrorífica caverna debajo de las pirámides encantadas! ¡Los dioses antiguos no morían como los hombres, sino que caían en prolongados letargos y sus adoradores los encerraban en sarcófagos para que ningún extraño pudiera interrumpir su sueño! Thoth-Amon envió a Caranthes a la muerte. La codicia de Kallian dejó en libertad a ese demonio, que ahora se halla oculto cerca de nosotros. Incluso puede estar acercándose sigilosamente a nosotros.
—¡Grandísimo tonto! —rugió Dionus, dándole un fuerte golpe en la boca a Promero—. Bueno, Demetrio —dijo volviéndose hacia el investigador—, no veo razón alguna para no arrestar a este bárbaro…
El cimmerio lanzó un grito, mirando hacia la puerta de una habitación adyacente al cuarto de las estatuas.
—¡Mirad! —exclamó—. He visto algo que se movía en esa habitación; lo he visto a través de los tapices. Cruzó por el suelo como una sombra.
—¡Bah! —dijo Posthumo bufando—. Ya hemos registrado esa habitación…
—¡Has visto bien! —chilló Promero histéricamente—. ¡Este lugar está maldito! ¡Alguien salió del sarcófago y mató a Kallian Publico! ¡Se escondió donde ningún hombre podría hacerlo, y ahora ronda por esa habitación! ¡Oh, Mitra, defiéndenos de los poderes de las tinieblas! ¡Que busquen de nuevo en ese cuarto, señor! —concluyó aferrándose a la túnica de Dionus con dedos que parecían garras.
Mientras el prefecto se libraba del desesperado apretón del empleado, Posthumo dijo:
—¡Tendrás que buscar tú mismo, mequetrefe!
Luego, cogiendo a Promero con una mano en el cuello y otra en el cinto, empujó al infeliz delante de él en dirección a la puerta, donde se detuvo y lo lanzó con tal violencia que Promero cayó y quedó medio inconsciente.
—¡Basta! —gruñó Dionus, mirando al silencioso cimmerio.
Luego el prefecto alzó una mano —la tensión era enorme— y se produjo una nueva interrupción.
Entró un guardia, arrastrando a un joven delgado y ataviado con ropas elegantes y caras.
—Lo vi escabullirse por la parte trasera del Templo —exclamó el guardia, buscando aprobación, pero en lugar de ello fue insultado hasta ponérsele los pelos de punta.
—¡Suelta a ese caballero, grandísimo imbécil; torpe! —gritó el prefecto—. ¿No conoces a Aztrias Petanius, el sobrino del gobernador?
El guardia se apartó avergonzado, mientras el fatuo joven aristócrata se limpiaba con gesto remilgado una manga de su túnica bordada.
—Ahórrate las disculpas, mi buen Dionus —dijo suavemente—. Todo ha sido en nombre del deber, lo sé. Regresaba a casa de una juerga nocturna y venía andando para refrescar mi cabeza de los vapores etílicos. Pero ¿qué pasa aquí? ¡Por Mitra!, ¿hubo un asesinato?
—Sí, mi señor —respondió el prefecto—. Tenemos un sospechoso que, aunque Demetrio no esté seguro, irá sin duda a la hoguera por ello.
—Un bruto de aspecto atroz —murmuró el joven aristócrata—. ¿Cómo se puede dudar de su culpabilidad? Jamás he visto a nadie de aspecto tan infame.
—¡Claro que lo has visto, maldito perro perfumado! —gruñó el cimmerio—. Me has visto cuando me contrataste para que robase la copa zamoria. ¿Una juerga? ¡Bah! Estabas esperando en la oscuridad a que te entregase el botín. No habría revelado tu nombre si hubieras jugado limpio. Ahora diles a estos perros que me viste trepar por la pared después de que el guardia hiciera su última ronda, para que sepan que no tuve tiempo de matar a este puerco cebado antes de que Arus entrara y hallase el cadáver.
Demetrio lanzó una rápida mirada a Aztriasvcf. El joven no se inmutó.
—Si lo que el bárbaro dice es cierto, mi señor —dijo el investigador—, esto lo deja libre de sospechas de asesinato, y podremos echar tierra sobre este asunto del intento de robo.
»Al cimmerio le corresponden diez años de trabajos forzados por allanamiento de morada, pero basta con que tú lo pidas para que lo dejemos libre y nadie, salvo nosotros, sabrá nada de esto. Lo comprendo, no serías el primer joven aristócrata que tiene que recurrir a esto para pagar deudas de juego o algo parecido, pero puedes confiar en nuestra discreción.
Conan miró expectante al joven, pero Aztrias se encogió de hombros y bostezó cubriéndose la boca con su blanca y delicada mano.
—No lo conozco —respondió—. Está loco cuando dice que yo lo he contratado. Que reciba su merecido. Es fuerte, y el trabajo de las minas le hará bien.
Conan miró asombrado con ojos centelleantes y dio un respingo como si lo hubieran pinchado. Los guardias se pusieron alerta y empuñaron sus alabardas, pero en seguida se tranquilizaron al ver que bajaba la cabeza, con gesto de hosca resignación. Arus no sabía si el joven los estaba mirando a través de sus espesas cejas negras.
El cimmerio atacó sin más previo aviso que el que da una cobra cuando se lanza sobre su presa. Su espada brilló a la luz de las velas. Aztrias comenzó a chillar, pero sus gritos se extinguieron cuando su cabeza voló de sus hombros entre un chorro de sangre, con las facciones convertidas en una blanca máscara de horror.
Demetrio extrajo su daga y dio un paso adelante para apuñalarlo. Como un felino, Conan se dio media vuelta e intentó clavar un puñal asesino en la ingle del investigador. El instintivo salto hacia atrás de Demetrio apenas consiguió desviar el sable, que se hundió en su muslo, resbaló sobre el hueso y la punta del arma salió por el otro lado de la pierna. Demetrio cayó sobre una rodilla lanzando un gemido de agonía.
Conan no se detuvo. La alabarda que esgrimía Dionus salvó al prefecto de recibir un mandoble que le hubiera hundido el cráneo, pero la hoja resbaló hacia abajo y cortó limpiamente su oreja derecha. La fulminante rapidez del bárbaro paralizó a los demás policías. La mitad de ellos habrían quedado fuera de combate antes de que tuvieran tiempo de enfrentarse a él, pero el fornido Posthumo, más por suerte que por destreza, logró rodear con sus brazos el cuerpo del cimmerio, intentando aprisionar su brazo armado. El bárbaro lanzó un puñetazo a la cabeza del guardia con la mano izquierda, y Posthumo se desplomó gritando y cubriéndose la órbita vacía y sangrante en la que había habido un ojo.
Conan saltó hacia atrás eludiendo los golpes de las alabardas. El impulso lo llevó fuera del círculo de sus adversarios y ahora se encontraba cerca de Arus, que se había agachado para recoger su ballesta. Un puntapié violento en el estómago lo hizo caer al suelo con la cara lívida y haciendo arcadas, mientras Conan le dio un golpe en la boca al guardia con la sandalia. El infeliz lanzó un chillido con los dientes rotos mientras de sus labios destrozados manaba una espuma sanguinolenta.
En ese momento todos se quedaron paralizados al oír un impresionante grito de horror que llegó desde la habitación en la que Posthumo había arrojado a Promero. El empleado apareció tambaleante entre las cortinas de terciopelo y se detuvo temblando, con enormes sollozos silenciosos, mientras las lágrimas rodaban por sus pálidas y pastosas mejillas y humedecían sus labios abiertos, babeantes y blancuzcos; parecía un niño idiota llorando.
Todos lo miraron espantados: Conan, con la espada goteando sangre; los guardias, con sus alabardas levantadas; Demetrio, arrodillado y encogido en el suelo procurando contener la sangre que manaba de la enorme herida que tenía en el muslo; Dionus, apretando el sangrante muñón de la oreja cortada; Arus, llorando y escupiendo fragmentos de dientes rotos, y hasta Posthumo, que dejó de aullar y parpadear con el único ojo que le quedaba.
Promero entró tambaleándose en el corredor y cayó tieso ante ellos, estallando en carcajadas demenciales.
—¡La mano del dios llega muy lejos, ja, ja, ja! ¡Oh, nadie se salva de su maldición!
Luego, tras una espantosa convulsión, se quedó rígido mirando hacia las sombras del techo con ojos que ya no veían y sonriendo con un gesto espeluznante.
—¡Está muerto! —exclamó Dionus con voz sobrecogida y llena de temor, olvidándose de su propia herida y hasta del bárbaro que estaba a su lado con la espada manchada de sangre.
Se acercó al cuerpo y lo examinó, irguiéndose en seguida con los ojos desorbitados.
—No está herido —dijo—. En nombre de Mitra, ¿qué hay en esa habitación?
El pánico hizo presa de ellos y huyeron gritando hacia la puerta de salida. Los guardias dejaron caer sus alabardas, se amontonaron en la salida dando manotazos arañándose y gritando, y salieron corriendo como locos. Arus salió tras ellos, y también el tuerto Posthumo, que chillaba quejándose como un cerdo herido y suplicaba que no lo dejaran solo en ese lugar. Se cayó entre los que iban detrás, que lo tiraron al suelo y lo pisotearon, gritando de miedo. Se arrastró tras ellos, y detrás venía Demetrio, cojeando y apretándose el muslo herido del que aún manaba abundante sangre. La policía, el cochero, los guardias, los oficiales y funcionarios, tanto los que estaban heridos como los que no lo estaban, salieron a la calle dando voces de espanto; los transeúntes horrorizados salían huyendo sin detenerse a preguntar por qué.
Conan quedó solo en el amplio corredor, exceptuando los tres cadáveres que yacían en el suelo. El bárbaro empuñó con más fuerza su espada y entró en la habitación. Estaba llena de tapices de seda, había lechos con almohadones de seda por todas partes en un descuidado derroche. Entonces, el cimmerio vio un Rostro que lo contemplaba por encima de un pesado biombo dorado.
Conan miró asombrado la fría y clásica belleza de aquel semblante; jamás había visto un ser humano igual. Aquel rostro no expresaba debilidad, ni compasión, ni crueldad, ni bondad, ni ningún otro sentimiento humano. Podía tratarse de la máscara de mármol de un dios, tallado por una mano maestra, a no ser por el inconfundible hálito de vida que había en esa criatura, una vida fría y extraña, que el cimmerio nunca había visto y que no comprendía. Pensó fugazmente en la marmórea y maravillosa hermosura del cuerpo que debía de estar ocultando el biombo; ha de ser perfecto —se dijo—, a juzgar por aquel rostro de belleza sobrehumana.
Pero sólo alcanzaba a ver la cabeza finamente modelada, que se movía de un lado a otro. Los labios carnosos se abrieron y pronunciaron una sola palabra, con una voz cálida y vibrante, como el tañer de las campanas doradas de los templos perdidos en las selvas de Khitai. Hablaba en una lengua desconocida, olvidada antes de que se erigieran los reinos de los hombres; pero Conan comprendió perfectamente su significado.
—¡Acércate! —le decía.
El cimmerio se acercó con un salto felino y el silbido de su espada cortando el aire. La hermosa cabeza cayó separada del cuerpo, dio contra el suelo a un lado del biombo y rodó un trecho hasta quedar inmóvil.
Entonces Conan se estremeció y un escalofrío indescriptible le recorrió el cuerpo al ver que el biombo se sacudía por las convulsiones de algo que había detrás. El bárbaro había visto y oído morir a decenas de hombres, pero jamás había escuchado semejantes estertores de un ser humano. Era un forcejeo aterrador. El biombo se agitó, se balanceó, se tambaleó, se inclinó hacia adelante y cayó con un estruendo a los pies de Conan. Este se asomó y observó lo que había detrás.
Entonces un horror inenarrable se apoderó del cimmerio, que corrió sin cesar hasta que las torres de Numalia se desvanecieron con la luz del alba a sus espaldas. El recuerdo de Set era como una pesadilla, al igual que el de los hijos de Set que una vez reinaron sobre la tierra y que ahora estaban sumidos en un profundo sueño en sus tenebrosas cavernas debajo de las sombrías pirámides. Porque detrás del biombo dorado no había un cuerpo humano, sino los anillos trémulos y brillantes de una gigantesca serpiente decapitada.