El cuento «Palomos del infierno» de Robert E. Howard narra la terrorífica experiencia de Griswell, un viajero que pasa la noche en una antigua mansión sureña abandonada junto a su amigo Branner. Cuando Branner es asesinado misteriosamente, Griswell se ve envuelto en una pesadilla sobrenatural. Con la ayuda del sheriff Buckner, Griswell intenta descubrir la verdad detrás de los oscuros secretos de la casa Blassenville. La historia mezcla elementos de horror gótico sureño, vudú y leyendas locales mientras los protagonistas investigan una serie de muertes inexplicables y fenómenos paranormales.
I
El silbador en la oscuridad
GRISWELL despertó repentinamente, con todos sus nervios vibrando con una premonición de inminente peligro. Miró a su alrededor con aire aturdido, incapaz al principio de recordar dónde estaba o qué hacía allí. La luz de la luna se filtraba a través de las polvorientas ventanas, y la enorme estancia vacía con su altísimo techo y el negro boquete de su hogar resultaba espectral y desconocida. Luego, a medida que emergía de las telarañas de su reciente sueño, recordó dónde se encontraba y qué estaba haciendo allí. Volvió la cabeza y miró a su compañero, que dormía en el suelo, cerca de él. John Branner no era más que una alargada forma en la oscuridad que la luna apenas griseaba.
Griswell trató de recordar lo que le había despertado. En la casa no se oía ningún sonido; fuera, todo estaba igualmente silencioso: el siseo de la lechuza llegaba de muy lejos, del bosque de pinos. Finalmente, Griswell capturó al huidizo recuerdo. Lo que le había asustado hasta el punto de despertarle era una pesadilla espantosa. El recuerdo fluyó ahora a raudales, reproduciendo como en un aguafuerte la abominable visión.
Aunque, ¿había sido un sueño? Tenía que haberlo sido, desde luego, pero se había mezclado tan extrañamente con recientes acontecimientos reales, que resultaba difícil saber dónde terminaba la realidad y dónde empezaba la fantasía.
Soñando, le había parecido revivir sus últimas horas de vigilia, con todo detalle. El sueño había empezado, bruscamente, cuando John Brenner y él llegaban a la vista de la casa donde ahora se encontraban. Habían llegado por un camino vecinal lleno de baches que discurría entre los numerosos pinares, John Brenner y él, procedentes de Nueva Inglaterra, en viaje de vacaciones. Habían divisado la antigua casa con sus galerías cubiertas alzándose en medio de una jungla de arbustos y malas hierbas, en el momento en que el sol se ocultaba detrás de ella.
Estaban agotados, mareados por el traqueteo del automóvil sobre aquellos infames caminos. La antigua casa desierta excitó su imaginación con su aspecto de pasado esplendor y definitiva ruina. Dejaron el automóvil junto al camino, y mientras avanzaban a través de una maraña de maleza, unos cuantos palomos se alzaron de las balaustradas de la casa y se alejaron con un leve batir de alas.
La puerta de madera de encina estaba abierta. Una espesa capa de polvo cubría el suelo del amplio vestíbulo y los peldaños de la escalera que conducía al piso superior. Cruzaron otra puerta que se abría al vestíbulo y penetraron en una habitación vacía, grande, polvorienta, llena de telarañas. Las cenizas del hogar estaban cubiertas de polvo.
Discutieron la conveniencia de salir a buscar un poco de leña y encender fuego, pero decidieron no hacerlo. A medida que el sol se hundía en el horizonte, la oscuridad llegaba rápidamente, la oscuridad negra, absoluta, de los terrenos poblados de pinos. Los dos amigos sabían que en los bosques meridionales abundaban las culebras y las serpientes de cascabel, y no les sedujo la idea de salir a buscar leña a oscuras. Abrieron unas latas de conservas, cenaron frugalmente, luego se enrollaron en sus mantas delante del vacío hogar e inmediatamente se quedaron dormidos.
Esto, en parte, era lo que Griswell había soñado. Vio de nuevo la maltrecha casa irguiéndose contra los arreboles de la puesta de sol; vio la bandada de palomos que emprendían el vuelo mientras Branner y él se acercaban a la casa. Vio la sombría habitación donde ahora se encontraban, y vio las dos formas que eran su compañero y él mismo, envueltos en sus mantas y tendidos en el polvoriento suelo. A partir de este punto su sueño se modificó sutilmente, pasando de lo real a lo fantástico. Griswell estaba asomado a una estancia sombría, iluminada por la grisácea luz de la luna que penetraba por algún lugar ignorado, ya que en aquella estancia no había ninguna ventana. Pero a la grisácea claridad Griswell vio tres formas silenciosas que colgaban suspendidas en hilera, y su inmovilidad despertó un helado terror en su alma. No se oía ningún sonido, ninguna palabra, pero Griswell intuía una presencia terrible agazapada en un oscuro rincón… Bruscamente volvió a encontrarse en la estancia polvorienta, de techo alto, delante del gran hogar.
Estaba tendido en el suelo, envuelto en sus mantas, mirando fijamente a través del sombrío vestíbulo, hacia un lugar bañado por un rayo de luna, en la escalera que ascendía al piso superior. Allí había algo, una forma inclinada, completamente inmóvil bajo el rayo de luna. Pero una sombra borrosa y amarillenta que podría haber sido un rostro estaba vuelta hacia él, como si alguien agachado en la escalera les estuviera contemplando. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, y en aquel momento se despertó…, si es que en realidad había estado durmiendo.
Parpadeó varias veces. El rayo de luna caía sobre la escalera, en el lugar exacto donde había soñado que lo hacía; pero Griswell no vio ninguna figura acechante. Sin embargo, su cuerpo seguía temblando a causa del miedo que le había inspirado el sueño o la visión que acababa de tener; sus piernas estaban heladas, como si las hubiera sumergido en agua fría.
Griswell hizo un movimiento involuntario para despertar a su compañero, cuando un repentino sonido le dejó paralizado.
Era un silbido procedente del piso superior. Suave y fantasmal, iba subiendo de tono, sin desgranar ninguna melodía determinada. Aquel sonido, en una casa supuestamente desierta, resultaba bastante alarmante; pero lo que heló la sangre en las venas de Griswell fue algo más que el simple miedo a un invasor físico. No hubiera podido definirse a sí mismo el terror que se apoderó de él. Pero las mantas de Branner se movieron, y Griswell vio que su compañero estaba sentado. La forma de su cuerpo se dibujaba vagamente en la oscuridad, con la cabeza vuelta hacia la escalera, como si escuchara con mucha atención. El misterioso silbido aumentó todavía más en intensidad.
—¡John! —susurró Griswell, con la boca seca.
Hubiera querido gritar…, decirle a Branner que arriba había alguien, alguien cuya presencia podía resultar peligrosa para ellos; que tenían que marcharse inmediatamente de la casa. Pero la voz murió en su garganta.
Branner se había puesto en pie. Sus pasos resonaron en el vestíbulo mientras lo cruzaba en dirección a la escalera. Empezó a subir los peldaños, una sombra más entre las sombras que le rodeaban.
Griswell continuó tendido, incapaz de moverse, en medio de un verdadero torbellino mental. ¿Quién estaba silbando arriba? Vio a Branner pasar por el lugar iluminado por el rayo de luna, vio su cabeza extrañamente erguida, como si estuviera mirando algo que Griswell no podía ver, encima y más allá de la escalera. Pero su rostro era tan inexpresivo como el de un sonámbulo. Cruzó la zona iluminada y desapareció de la vista de Griswell, a pesar de que este último trató de gritarle que regresara.
Pero de su garganta sólo salió un ahogado susurro.
El silbido fue desvaneciéndose hasta morir del todo. Griswell oyó crujir los peldaños bajo las botas de Branner. Ahora había alcanzado el rellano superior, ya que Griswell oyó resonar sus pasos por encima de su cabeza. Repentinamente, los pasos se detuvieron, y la noche entera pareció contener la respiración. Luego, un espantoso grito rompió el silencio, y Griswell se incorporó, gritando a su vez.
La extraña parálisis que le impidió moverse había desaparecido. Dio un paso hacia la escalera, y luego se detuvo. Volvían a sonar los pasos. Branner estaba de regreso. No corría. Andaba incluso con más lentitud que antes. Los peldaños de la escalera volvieron a crujir. Una mano, moviéndose a lo largo de la barandilla, quedó iluminada por el rayo de luna; luego la otra, y un escalofrío de terror recorrió el cuerpo de Griswell al ver que esta segunda mano empuñaba un hacha…, un hacha de la cual goteaba un líquido oscuro. ¿Era Branner el que estaba descendiendo la escalera?
¡Sí! La figura había cruzado ahora el rayo de luna, y Griswell la reconoció. Luego vio el rostro de Branner, y una ahogada exclamación brotó de sus labios. El rostro de Branner estaba pálido, cadavérico; unas gotas de sangre se desprendían de él; sus ojos, vidriosos, tenían una fijeza obsesionante; y la sangre manaba también de la herida claramente visible en su cabeza.
Griswell no recordó nunca exactamente cómo consiguió salir de aquella maldita casa. Más tarde conservó un recuerdo confuso de haber saltado a través de una polvorienta ventana llena de telarañas, de haber corrido ciegamente a través de la maleza, aullando de terror. Vio la negra barrera de los pinos, y la luna flotando en una neblina roja como la sangre.
Al ver el automóvil aparcado junto al camino recobró parte de su cordura. En un mundo que había enloquecido de repente, aquél era un objeto que reflejaba una prosaica realidad; pero en el momento en que se disponía a abrir la portezuela, un espantoso chirrido resonó en sus oídos, y una forma ondulante avanzó la cabeza hacia él desde el asiento del conductor, mostrando una lengua ahorquillada a la luz de la luna.
Con un aullido de terror, Griswell echó a correr hacia el camino, como corre un hombre en una pesadilla. Corría a ciegas. Su aturdido cerebro era incapaz de ningún pensamiento consciente. Se limitaba a obedecer al instinto primario que le impulsaba a correr…, correr…, correr hasta caer exhausto.
Las negras paredes de los pinos surgían interminablemente a su lado, hasta el punto de que Griswell tenía la sensación de no moverse de sitio. Pero súbitamente un sonido penetró la niebla de su terror: el inexorable rumor de unos pasos que le seguían. Volviendo la cabeza, vio a alguien que avanzaba detrás de él…, lobo o perro, no hubiera podido decirlo, pero sus ojos ardían como bolas de fuego verde. Griswell aumentó la velocidad de su carrera, dio la vuelta a una curva del camino y oyó relinchar a un caballo; vio la grupa del animal y oyó maldecir al jinete que lo montaba; vio un brillo azulado en la mano levantada del hombre.
Griswell se tambaleó y tuvo que agarrarse al estribo del jinete para no caer al suelo.
—¡Por el amor de Dios, ayúdeme! —jadeó—. ¡La cosa! ¡Ha asesinado a Branner…, y me está persiguiendo! ¡Mire!
Dos bolas de fuego ardían entre los arbustos en la revuelta del camino. El jinete volvió a maldecir y disparó tres veces consecutivas. Las bolas de fuego se desvanecieron y el jinete, librando su estribo del agarrón de Griswell, hizo avanzar su caballo hacia la revuelta. Griswell dio unos pasos vacilantes, temblando como un azogado. El jinete desapareció unos instantes de su vista; luego regresó al galope.
—Ha desaparecido —dijo—. Supongo que era un lobo, aunque nunca oí que persiguieran a un hombre. ¿Sabe usted lo que era?
Griswell se limitó a sacudir débilmente la cabeza.
El jinete, recostándose contra la luz de la luna, le miraba desde lo alto, empuñando aún en su mano derecha el humeante revólver. Era un hombre robusto, de mediana estatura, y su ancho sombrero y sus botas le señalaban como un nativo de la región tan claramente como el atuendo de Griswell revelaba en él al forastero.
—¿Qué es lo que ha sucedido? —preguntó el jinete.
—No lo sé —respondió Griswell—. Me llamo Griswell, John Branner, el amigo que viajaba conmigo, y yo nos detuvimos en la casa abandonada que hay al otro lado del camino para pasar allí la noche. Algo… —el recuerdo le hizo estremecerse de horror—. ¡Dios mío! —exclamó—. ¡Debo de estar loco! Alguien se asomó por encima de la barandilla de la escalera…, alguien que tenía el rostro amarillento. Creí que estaba soñando, pero tiene que haber sido real. Luego, alguien silbó en el piso de arriba, y Branner se levantó y subió la escalera como un sonámbulo, o un hombre hipnotizado. Oí un grito; luego, Branner volvió a bajar con un hacha ensangrentada en la mano, y… ¡Dios mío! ¡Estaba muerto! Le habían abierto la cabeza. Vi sus sesos a través de la herida, y la sangre que manaba por ella, y su rostro era el de un cadáver. ¡Pero bajó la escalera! Pongo a Dios por testigo de que John Branner fue asesinado en aquel oscuro rellano, y de que su cadáver descendió luego la escalera con un hacha en la mano…, ¡para asesinarme!
El jinete no hizo ningún comentario; permaneció sentado sobre su caballo como una estatua, recortándose contra las estrellas, y Griswell no pudo leer en su expresión, ya que su rostro estaba ensombrecido por el ala de su sombrero.
—Piensa usted que estoy loco —murmuró Griswell—. Tal vez lo esté.
—No sé qué pensar —respondió el jinete—. Si no se tratara de la antigua casa de los Blassenville… Bueno, veremos. Me llamo Buckner. Soy el sheriff de este condado. Vengo de llevar a un negro al condado vecino y se me ha hecho un poco tarde.
Se apeó de su caballo y se quedó en pie junto a Griswell, más bajo que él pero mucho más fornido. De su persona se desprendía un aire de decisión y de seguridad en sí mismo, y no resultaba difícil imaginar que sería un hombre peligroso en cualquier clase de lucha.
—¿Teme usted regresar a la casa? —preguntó.
Griswell se estremeció, pero sacudió la cabeza: revivía en él la obstinada tenacidad de sus antepasados puritanos.
—La idea de enfrentarme de nuevo con aquel horror me pone enfermo —murmuró—. Pero, el pobre Branner… Tenemos que encontrar su cadáver. ¡Dios mío! —exclamó, desalentado por el abismal horror de la cosa—. ¿Qué es lo que encontraremos? Si un hombre muerto anda…
—Veremos.
El sheriff ató las riendas alrededor de su brazo izquierdo y empezó a llenar los cilindros de su enorme revólver mientras andaban.
Cuando llegaron a la revuelta del camino, la sangre de Griswell estaba helada ante el pensamiento de lo que podían encontrar en el camino, pero sólo vieron la casa irguiéndose espectralmente entre los pinos.
—¡Dios mío! —susurró Griswell—. Parece mucho más siniestra ahora que cuando llegamos a ella y vimos aquellos palomos que volaban del porche…
—¿Palomos? —inquirió Buckner, dirigiéndole una rápida mirada—. ¿Vio usted a los palomos?
—Desde luego. Una bandada, que salió volando del porche.
Caminaron unos instantes en silencio, hasta que Buckner dijo con cierta brusquedad:
—He vivido en esta región desde que nací. He pasado por delante de la antigua casa de los Blassenville centenares de veces, a todas las horas del día y de la noche. Pero nunca he visto un solo palomo, ni en la casa ni en los bosques de los alrededores.
—Había una verdadera bandada —repitió Griswell, sorprendido.
—He conocido a hombres que juraron haber visto una bandada de palomos posados en el porche de la casa, a la puesta del sol —dijo Buckner lentamente—. Todos ellos eran negros, excepto uno. Un trampero. Estaba encendiendo una fogata en el patio, dispuesto a pasar allí aquella noche. Le vi al atardecer y me habló de los palomos. A la mañana siguiente volví a la casa. Las cenizas de su fogata estaban allí, y su vaso de estaño, y la sartén en la cual frio su tocino, y sus mantas, extendidas como si hubiera dormido en ellas. Nadie volvió a verle. Eso ocurrió hace doce años. Los negros dicen que ellos pueden ver a los palomos, pero ningún negro se atreve a pasar por este camino después de la puesta del sol. Dicen que los palomos son las almas de los Blassenville, que salen del infierno cuando se pone el sol. Los negros dicen que el resplandor rojizo que se ve hacia el oeste es la claridad del infierno, porque a aquella hora las puertas del infierno están abiertas para dar paso a los Blassenville.
—¿Quiénes eran los Blassenville? —preguntó Griswell, estremeciéndose.
—Eran los propietarios de todas estas tierras. Una familia franco-inglesa. Llegaron procedentes de las Indias Occidentales, antes de la evacuación de Luisiana. La Guerra Civil les arruinó, como a otros tantos. Algunos de sus miembros resultaron muertos en la guerra; la mayoría de los otros murieron fuera de aquí. Nadie vivió en la casa solariega a partir de 1890, cuando miss Elisabeth Blassenville, la última del linaje, desapareció una noche de la casa y nunca regresó… ¿Es ése su automóvil?
Se detuvieron al lado del vehículo, y Griswell contempló morbosamente la antigua mansión. Sus polvorientos ventanales estaban vacíos y oscuros; pero Griswell experimentaba la desagradable sensación de que unos ojos le acechaban con expresión hambrienta a través de los cristales.
Buckner repitió su pregunta.
—Sí —respondió Griswell—. Tenga cuidado. Hay una serpiente en el asiento…, o por lo menos estaba ahí.
—Ahora no hay ninguna —gruñó Buckner, atando su caballo y sacando una linterna de las alforjas—. Bueno, vamos a echar un vistazo.
Echó a andar hacia la casa con la misma tranquilidad que si se dirigieran a efectuar una visita de cumplido a unos amigos. Griswell le siguió, pegado a sus talones, respirando agitadamente. La leve brisa llevaba hasta ellos un hedor a corrupción y a vegetación podrida, y Griswell experimentó una intensa sensación de náusea, en la cual se mezclaban el malestar físico y la angustia mental que provocaban aquellas antiguas mansiones que ocultaban olvidados secretos de esclavitud, de orgullo de raza, y de misteriosas intrigas. Se había imaginado el Sur como una tierra lánguida y soleada, acariciada por suaves brisas que transportaban cálidos aromas a flores y a especias, donde la vida discurría plácidamente al ritmo de los cantos que los negros entonaban en los campos de algodón bañados por el sol. Pero ahora acababa de descubrir otro aspecto, completamente inesperado: un aspecto oscuro, impregnado de misterio. Y el descubrimiento le resultaba repulsivo.
Cruzaron la pesada puerta de madera de encina. La negrura del interior quedaba intensificada ahora por el haz luminoso proyectado por la linterna de Buckner. Aquel haz se deslizó a través de la oscuridad del vestíbulo y trepó por la escalera, y Griswell contuvo la respiración, apretando los puños. Pero ninguna forma demencial se reveló allí. Buckner avanzó con la ligereza de un gato, la linterna en una mano, el revólver en la otra.
Mientras proyectaba la luz de su linterna en la habitación que se abría al pie de la escalera, Griswell lanzó un grito…, y volvió a gritar, a punto de desmayarse con el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Un rastro de gotas de sangre cruzaba la habitación, pasando por encima de las mantas que Branner había ocupado, las cuales estaban extendidas entre la puerta y las del propio Griswell. Y las mantas de Griswell tenían un terrible ocupante. John Branner estaba tendido en ellas, boca abajo, con una horrible herida en la parte posterior de la cabeza. Su mano extendida seguía empuñando el mango de un hacha, y la hoja estaba profundamente clavada en la manta y en el suelo que se extendía debajo, en el lugar exacto donde había reposado la cabeza de Griswell cuando dormía allí.
Griswell no se dio cuenta de que se tambaleaba ni de que Buckner le cogía, impidiendo que cayera al suelo. Cuando recobró el conocimiento, la cabeza le dolía terriblemente y todo parecía dar vueltas a su alrededor.
Buckner proyectó el haz luminoso de su linterna sobre su rostro, haciéndole parpadear. La voz del sheriff llegó desde más allá de la brillante claridad:
—Griswell, me ha contado usted una historia muy difícil de creer. Vi algo que le perseguía a usted, pero aquello era un lobo, o un perro salvaje.
»Si está ocultando algo, será mejor que lo escupa ahora. Lo que me ha contado a mí es insostenible ante cualquier tribunal. Va usted a enfrentarse con la acusación de haber asesinado a su compañero. Tengo que detenerle. Si es usted sincero conmigo, las cosas serán mucho más fáciles. Ahora dígame, ¿mató usted a este hombre, Griswell?
«Supongo que ocurriría algo parecido a esto: discutieron ustedes por algo, la discusión se agrió, Branner empuñó un hacha y le atacó, pero usted consiguió desarmarle, le abrió la cabeza de un hachazo y volvió a dejar el arma en sus manos… ¿Me equivoco?
Griswell ocultó la cara entre sus manos, sacudiendo la cabeza.
—¡Dios mío! ¡Yo no maté a John! ¿Por qué iba a hacer una cosa así? John y yo éramos amigos de la infancia. Le he dicho a usted la verdad. No puedo reprocharle a usted que no me crea. Pero juro por Dios que es la verdad.
La luz volvió a iluminar la abierta cabeza de Branner, y Griswell cerró los ojos.
Oyó que Buckner gruñía:
—Creo que le mataron con el hacha que tiene en la mano. Hay sangre y sesos pegados a la hoja, y unos cuantos cabellos del mismo color que los suyos. Eso empeora las cosas para usted, Griswell.
—¿Por qué? —preguntó Griswell con voz temblorosa.
—Elimina toda posibilidad de alegar defensa propia. Branner no pudo atacarle con ese hacha después de que usted le abrió la cabeza con ella. La herida es mortal de necesidad. Debió usted arrancar el hacha de su cabeza, clavarla en el suelo y colocar sus dedos alrededor del mango para que pareciera que él le atacaba. Una maniobra muy hábil…, si hubiera utilizado usted otra hacha.
—Pero, yo no lo maté —gimió Griswell—. No tengo la menor intención de alegar defensa propia.
—Eso es lo que me intriga —admitió Buckner francamente—. ¿Qué asesino sería tan estúpido como para contar una historia tan descabellada como la que usted me ha contado, para demostrar su inocencia? Cualquier asesino habría inventado una historia que fuera lógica, al menos. ¡Hum! El rastro de sangre procede de la puerta. El cadáver fue arrastrado…, no, no pudo ser arrastrado. El suelo está lleno de polvo y se verían las huellas. Tuvo usted que transportarle hasta aquí, después de haberle matado en otro lugar. Pero, en ese caso, ¿por qué no hay sangre en sus ropas? Desde luego, puede usted haberse cambiado la ropa. Pero ese individuo no lleva muerto mucho tiempo.
—Bajó la escalera y cruzó la habitación —murmuró Griswell—. Venía a matarme. Supe que venía a matarme cuando le vi acechando por encima de la barandilla. Descargó el golpe donde yo hubiera estado, de no haberme despertado. Mire aquella ventana… Está rota: salté a través de ella.
—Sí, lo veo. Pero, si andaba entonces, ¿por qué no anda ahora?
—¡No lo sé! Estoy demasiado trastornado para pensar cuerdamente. Temí que se levantara del suelo y saliera en mi persecución. Cuando oí aquel lobo corriendo detrás de mí, creí que era John que me perseguía… ¡John, corriendo a través de la noche con su hacha ensangrentada y su ensangrentada cabeza!
Sus dientes castañetearon mientras revivía aquel espantoso horror.
Buckner paseó por el suelo el haz luminoso de su linterna.
—Las gotas de sangre proceden del vestíbulo. Vamos. Las seguiremos.
Griswell se estremeció.
—Proceden del piso superior —murmuró.
Buckner le miraba fijamente.
—¿Teme usted subir al piso, conmigo?
El rostro de Griswell estaba gris.
—Sí. Pero voy a subir, con usted o sin usted. La cosa que mató al pobre John puede estar todavía oculta allí.
—Suba detrás de mí —ordenó Buckner—. Si algo salta sobre nosotros, yo me ocuparé de ello. Pero, por su propio bien, le advierto que disparo con más rapidez de la que emplea un gato en saltar, y que rara vez fallo un tiro. Si se le ha ocurrido la idea de atacarme por detrás, olvídela.
—¡No sea estúpido! —exclamó Griswell.
El furor había barrido momentáneamente sus temores, y aquella enojada exclamación pareció tranquilizar a Buckner mucho más que todas sus protestas de inocencia.
—Deseo ser justo —dijo—. No puedo acusarle y condenarle sin pruebas. Si es verdad la mitad solamente de lo que me ha contado, ha vivido usted un verdadero infierno y no quiero ser demasiado duro. Pero debe comprender lo difícil que me resulta creerle.
Griswell no respondió, limitándose a indicarle con un gesto que estaba dispuesto a acompañarle arriba. Cruzaron el vestíbulo y se detuvieron al pie de la escalera. Un rastro de gotas de sangre, claramente visibles en los polvorientos peldaños, señalaba el camino.
—Hay pisadas de hombre en el polvo —gruñó Buckner—. Hay que subir despacio. Tenemos que fijarnos bien en lo que vemos, ya que al subir borraremos estas huellas. Hay un rastro de pisadas que suben y otras que bajan. Del mismo hombre. Y no son de usted. Branner era un hombre mucho más alto que usted. Hay gotas de sangre en todo el camino…, sangre en la barandilla, como si un hombre hubiera posado en ella su mano ensangrentada…, una mancha de algo que parecen…, sesos. Me pregunto…
—Bajaba la escalera, y estaba muerto —se estremeció Griswell—. Agarrándose con una mano a la barandilla, y empuñando con la otra el hacha que le mató.
—Pudieron transpórtale —murmuró el sheriff—. Pero, si alguien le transportó, ¿dónde están sus huellas?
Llegaron al rellano superior, un amplio y vacío espacio de polvo y sombras donde las ennegrecidas ventanas rechazaban la claridad de la luna y el haz luminoso de la linterna de Buckner parecía inadecuado. Griswell temblaba como una hoja. Aquí, en la oscuridad y el horror, había muerto John Branner.
—Alguien silbaba aquí arriba —murmuró—. John subió, como si le llamaran.
Los ojos de Buckner brillaban extrañamente.
—Las pisadas bajan al vestíbulo —murmuró—. Igual que las de la escalera: unas van y otras vienen. Las mismas huellas… ¡Judas!
Detrás de él, Griswell ahogó un grito, ya que acababa de ver lo que había provocado la exclamación de Buckner. A unos pies de distancia del último peldaño, las huellas de las pisadas de Branner se detenían bruscamente y luego daban la vuelta, casi pisando las huellas anteriores. Y en el lugar donde se había detenido había una gran mancha de sangre en el polvoriento suelo…, y otras huellas que llegaban hasta allí, huellas de pies descalzos, pequeños pero de pulgares muy anchos. También aquellas huellas retrocedían a partir de aquel punto.
Buckner se inclinó sobre ellas, gruñendo.
—¡Las huellas se encuentran! ¡Y en el lugar donde se encuentran hay sangre y sesos en el suelo! Aquí mataron a Branner, descargándole un hachazo. Unos pies descalzos procedentes de la oscuridad se encuentran con unos pies calzados; luego, ambos dan la vuelta. Los pies calzados bajan la escalera, los descalzos retroceden por el rellano.
Proyectó la luz de su linterna a lo largo del rellano; las pisadas se desvanecían en la oscuridad, más allá del alcance de la luz. A un lado y a otro, las cerradas puertas de otras tantas estancias eran secretos portales de misterio.
—Supongamos que su descabellada historia fuera cierta —murmuró Buckner, medio para sí mismo—. Esas huellas no son de usted. Parecen las de una mujer. Supongamos que alguien silbó, y Branner subió aquí a investigar. Supongamos que alguien le atacó aquí, en la oscuridad, abriéndole la cabeza. En tal caso, las huellas hubieran sido tal como son, en realidad. Pero, suponiendo que fuera eso lo que había ocurrido, ¿por qué no se quedó Branner tendido aquí, donde encontró la muerte? ¿Pudo haber vivido el tiempo suficiente para arrancar el hacha de manos del que le asesinó, y bajar la escalera con ella?
—¡No, no! —exclamó Griswell—. Yo le vi en la escalera. Estaba muerto. Ningún hombre podría vivir un minuto después de recibir tal herida.
—Lo creo —murmuró Buckner—. Pero es una locura. O un plan diabólicamente hábil… Sin embargo, ningún hombre en su sano juicio elaboraría un plan tan descabellado para escapar al castigo de su crimen, cuando un simple alegato de defensa propia sería mucho más eficaz. Ningún tribunal aceptaría esa historia. Bueno, vamos a seguir esas otras huellas. Avanzan por el rellano… ¡Un momento! ¿Qué es esto?
Con un estremecimiento de terror, Griswell vio que la luz de la linterna empezaba a amortiguarse.
—Esta batería es nueva —murmuró Buckner, y por primera vez Griswell captó una nota de temor en su voz—. ¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí inmediatamente!
La luz se había amortiguado hasta quedar reducida a un débil brillo rojizo. La oscuridad parecía acercarse a ellos, deslizándose con el paso silencioso de un gato. Buckner retrocedió, hacia la escalera, llevando a Griswell pegado a sus talones. En la creciente oscuridad, Griswell oyó un sonido como el de una puerta que se abría lentamente, y al mismo tiempo las negruras que les rodeaban vibraron con una oculta amenaza. Griswell supo que Buckner experimentaba la misma sensación que le había invadido a él, ya que el cuerpo del sheriff se tensó como el de una pantera dispuesta a saltar.
Pero continuó retrocediendo, sin prisas, luchando contra el pánico que le impulsaba a gritar y a emprender una loca huida. Una terrible idea hizo brotar un sudor helado de su frente. ¿Y si el muerto se estaba deslizando detrás de ellos en la oscuridad, empuñando el hacha ensangrentada, presto a descargarla sobre ellos?
Aquella posibilidad le abrumó hasta el punto de que apenas se dio cuenta de que sus pies alcanzaban el vestíbulo inferior, y sólo entonces tuvo conciencia de que la luz se había hecho más brillante a medida que descendían, hasta recobrar toda su fuerza. Pero cuando Buckner proyectó el haz luminoso hacia la parte superior de la escalera, no consiguió iluminar más que oscuridad que colgaba como una tangible niebla sobre el rellano superior.
—Esta maldita linterna estaba embrujada —murmuró Buckner—. La cosa no tiene otra explicación. No puede atribuirse a causas naturales.
—Ilumine la habitación —suplicó Griswell—. Vea si John…, si John está…
No consiguió traducir en palabras su horrible idea, pero Buckner comprendió.
Griswell no hubiera sospechado nunca que la vista del espantoso cadáver de un hombre asesinado pudiera inspirarle tal sensación de alivio.
—Todavía está ahí —gruño Buckner—. Si anduvo después de ser asesinado, no ha vuelto a hacerlo desde entonces. Pero, aquella cosa…
Proyectó de nuevo la luz de la linterna hacia la parte superior de la escalera, mordiéndose el labio y rezongando en voz baja. Por tres veces había levantado su revólver. Griswell leyó en su pensamiento. El sheriff se sentía tentado de volver a subir aquella escalera, de medir sus fuerzas con lo desconocido. Pero el sentido común le retenía.
—A oscuras, no tendría ninguna posibilidad —murmuró—. Y, si subo, la luz volverá a apagarse.
Se volvió hacia Griswell.
—Sería inútil intentar nada. En esta casa hay algo diabólico, y creo que puedo adivinar lo que es. No creo que asesinara usted a Branner. Lo que le asesinó está allá arriba…, ahora. En su historia hay muchos puntos que resultan descabellados; pero, ¿acaso no es descabellado que una linterna se apague sin más ni más? No creo que lo que hay allá arriba sea humano. Hasta ahora, nunca me había asustado la oscuridad, pero no voy a subir a ese piso hasta que se haga de día. No tardará en amanecer. Esperaremos fuera, en aquella galería.
Las estrellas empezaban a palidecer cuando salieron al amplio porche. Buckner se sentó en la barandilla, de cara a la puerta de la casa, empuñando su revólver. Griswell tomó asiento junto a él y se reclinó contra los restos de una columna. Cerró los ojos, acogiendo con placer la leve brisa que parecía refrescar su enfebrecido cerebro. Experimentaba una extraña sensación de irrealidad. Era un forastero en una región desconocida, una región que parecía haberse llenado repentinamente de negro horror. La sombra del patíbulo planeaba encima de él, y en aquella sombría mansión yacía John Branner, con la cabeza destrozada… Como las ficciones de un sueño, aquellos hechos giraban en su cerebro hasta que se fundieron en un crepúsculo gris mientras el sueño se apoderaba compasivamente de su alma.
Despertó a un frío amanecer y al recuerdo de los horrores de la noche. La niebla se arrastraba en jirones por las copas de los pinos. Buckner le estaba sacudiendo.
—¡Despierte! Ya es de día.
Griswell se puso en pie, frotándose los ojos. Su rostro aparecía viejo y gris.
—Estoy dispuesto. Vamos arriba.
—¡Ya he estado allí! —dijo Buckner, con los ojos llameantes—. No quise despertarle. Subí en cuanto amaneció. No encontré nada.
—Pero, las huellas de los pies descalzos…
—Han desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Sí, desaparecido. El polvo del rellano ha sido removido, desde el punto donde terminaban las huellas de los pasos de Branner; ha sido barrido hacia los rincones. Ahora no existe ninguna posibilidad de seguir las huellas de nadie. Alguien barrió el polvo mientras estábamos aquí sentados, y no oí ningún sonido. He recorrido toda la casa. No he visto absolutamente nada.
Griswell se estremeció al imaginarse a sí mismo durmiendo solo en el porche mientras Buckner llevaba a cabo su exploración.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó, desalentado—. Aquellas huellas eran mi única posibilidad de demostrar la veracidad de mi historia.
—Llevaremos el cadáver de Branner al Ayuntamiento del condado —respondió Buckner—. Yo explicaré los hechos. Si las autoridades se enteran de la versión que usted puede darles, insistirán en acusarle de asesinato. Yo no creo que usted matara a Branner…, pero ningún fiscal de distrito, ningún juez ni ningún jurado creería lo que usted me ha contado, ni lo que nos sucedió anoche. Déjeme manejar este asunto a mi modo. No pienso detenerle a usted hasta que haya agotado todas las demás posibilidades.
«Cuando lleguemos a la ciudad, no diga nada de lo que ha ocurrido aquí. Yo me limitaré a informar al fiscal del distrito que John Branner fue asesinado por una persona o personas desconocidas, y que estoy trabajando en el caso.
»¿Está usted dispuesto a regresar conmigo a esta casa y a pasar la noche aquí, en la habitación donde usted y Branner durmieron anoche?
Griswell palideció, pero respondió con la misma obstinación con que sus antepasados habían expresado su decisión de plantar sus cabañas en las sierras de los Pequots:
—Estoy dispuesto.
—Entonces, vámonos; ayúdeme a trasladar el cadáver de Branner a su automóvil.
Griswell se estremeció a la vista del ensangrentado rostro de su amigo a la luz grisácea del amanecer. La niebla extendía unos viscosos tentáculos alrededor de sus pies mientras transportaban su macabra carga a través de la maleza.
II
El Hermano de la Serpiente
De nuevo las sombras se alargaban sobre los pinares, y de nuevo dos hombres llegaron por el antiguo camino en un automóvil con matrícula de Nueva Inglaterra.
Buckner conducía. Los nervios de Griswell estaban demasiado alterados para permitirle empuñar el volante. Su rostro estaba aún muy pálido, y todo su aspecto revelaba un gran cansancio. La tensión del día pasado en la capital del condado había venido a añadirse al horror que planeaba sobre su alma como la sombra de un buitre de alas negras. No había dormido, apenas había comido.
—Prometí hablarle de los Blassenville —dijo Buckner—. Era una gente orgullosa, altiva, y sin el menor escrúpulo cuando se trataba de imponer su voluntad. No tenían para con sus negros las consideraciones que en mayor o menor escala les guardaban los otros plantadores; supongo que seguían aferrados a las costumbres de las Indias Occidentales. Había una vena de crueldad en todos ellos…, y especialmente en miss Celia, la última de la familia que llegó a esta región. Vino mucho después de que los esclavos fueran declarados hombres libres, pero miss Celia seguía azotando con su látigo a su doncella mulata, lo mismo que cuando era una esclava, según dicen los viejos del lugar… Los negros decían que cuando moría un Blassenville, el diablo le estaba esperando siempre en los pinares que rodean la casa.
»Una vez terminada la Guerra Civil, los Blassenville fueron desapareciendo con bastante rapidez. Vivían pobremente de su plantación, que cada día rendía menos. Finalmente, sólo quedaron cuatro muchachas, hermanas, que habitaban en la antigua mansión. La plantación era cultivada por unos cuantos negros que seguían viviendo en sus chozas y trabajaban en calidad de aparceros. Las muchachas, muy orgullosas, se avergonzaban de su pobreza y no se relacionaban con nadie. A veces pasaban meses enteros sin salir de casa. Cuando necesitaban provisiones, enviaban a un negro a comprarlas.
»Pero la gente empezó a hablar de las Blassenville cuando miss Celia vino a vivir con ellas. Procedía de algún lugar de las Indias Occidentales, de donde era originaria la familia. Dicen que era una mujer elegante, bella, de poco más de treinta años. Tampoco ella se relacionó con la gente. Se había traído a una doncella mulata, y la trataba de un modo que hacía honor a la tradicional crueldad de los Blassenville. Conocí a un viejo negro, hace muchos años, que juraba haber visto a miss Celia atar a la doncella a un árbol, completamente desnuda, y azotarla con un látigo. Cuando la mulata desapareció, el hecho no constituyó una sorpresa para nadie. Todo el mundo imaginó que se había fugado, desde luego.
»Un día de la primavera de 1890, miss Elisabeth, la más joven de las muchachas, se presentó en el pueblo por primera vez en un año, quizás. Iba en busca de provisiones. Dijo que todos los negros habían abandonado la plantación. Añadió que miss Celia se había marchado también sin decir nada. Sus hermanas creían que había regresado a las Indias Occidentales, pero ella estaba convencida de que su tía estaba aún en la casa. No aclaró el sentido de estas palabras. Se limitó a recoger sus provisiones y regresar a la casa.
»Al cabo de un mes se presentó un negro en el pueblo y dijo que miss Elisabeth vivía completamente sola en la antigua mansión. Dijo que sus tres hermanas ya no estaban allí, que se habían marchado una detrás de otra sin dar ninguna explicación. Miss Elisabeth ignoraba adonde se habían marchado, y tenía miedo de vivir sola en la casa, pero no sabía adonde ir. No tenía parientes ni amigos. Pero estaba mortalmente asustada de algo. El negro dijo que permanecía encerrada continuamente en su habitación, con unas velas encendidas toda la noche…
»Una noche tormentosa miss Elisabeth se presentó en el pueblo montando el único caballo que poseía, medio muerta de miedo. Al llegar a la plaza se cayó del caballo; cuando pudo hablar, dijo que había descubierto una habitación secreta en la casa, olvidada durante un centenar de años. Y dijo que en aquella habitación se encontraban sus tres hermanas, muertas, colgadas del techo por el cuello. Añadió que alguien la persiguió con un hacha, y ella huyó de la casa montando en el único caballo que poseía. Pero estaba mortalmente asustada, y no sabía quién la había perseguido. Dijo que parecía una mujer con un rostro amarillento.
Inmediatamente, medio centenar de hombres se presentaron aquí y registraron la casa de arriba abajo. Pero no encontraron ninguna habitación secreta, ni los cadáveres de las tres hermanas. Lo que sí encontraron fue un hacha en el rellano superior, con algunos cabellos de miss Elisabeth pegados al filo, lo cual confirmaba lo que miss Elisabeth había contado. Pero ella se negó a regresar a la casa y mostrarles dónde se encontraba la habitación secreta; casi enloqueció cuando se lo sugirieron.
»Cuando estuvo en condiciones de viajar, la gente del pueblo reunió algún dinero y se lo prestaron —era demasiado orgullosa para aceptar limosnas—. Se marchó a California. No regresó nunca, pero más tarde se supo —cuando envió el dinero que le prestaron— que se había casado.
»Nadie quiso comprar la casa. Quedó tal como miss Elisabeth la había dejado, y con el paso de los años la gente fue robando los muebles hasta vaciarla del todo.
—¿Qué opinó la gente de la historia que contó miss Elisabeth? —preguntó Griswell.
—La mayoría opinó que el vivir sola en esta casa la había desquiciado. Pero algunos creyeron que la doncella mulata, Joan, no había huido, como se dijo. Opinaban que estaba oculta en el bosque, y saciaba su odio hacia los Blassenville asesinando a los miembros de la familia. Dieron una batida por todos los pinares con varios perros, pero no encontraron ni rastro de la mulata. Si había una habitación secreta en la casa, tenía que estar oculta allí…, suponiendo que la teoría fuese cierta.
—No puede haber estado oculta en la casa todos estos años —murmuró Griswell—. Y, de todos modos, lo que ahora hay en la casa no es humano.
Buckner hizo girar el automóvil, para dejar la carretera y adentrarse en un camino vertical que discurría entre los pinos.
—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Griswell.
—Hay un viejo negro que vive al final de este camino, a unas cuantas millas de aquí. Quiero hablar con él. Nos enfrentamos con algo que requiere algo más que el sentido común de un blanco. Los negros saben más que nosotros acerca de algunas cosas. El viejo al que vamos a visitar tiene casi cien años, si es que no los ha cumplido ya. Su dueño le proporcionó cierta educación cuando era un muchacho, y al convertirse en un hombre libre viajó más de lo que suelen viajar la mayoría de blancos. Dicen que es un hombre voodoo, un brujo.
Griswell se estremeció, contemplando con inquietud los verdes árboles que les rodeaban por todas partes. La fragancia de los pinos llegaba a su olfato mezclada con el perfume de plantas desconocidas. Pero, dominándolo todo, se percibía un indefinible hedor de materia en descomposición. Una desagradable sensación puso un nudo en la boca de su estómago.
—¡Un voodoo! —murmuró—. Me había olvidado de eso… Nunca se me había ocurrido relacionar la magia negra con el Sur. Para mí, la brujería siempre estuvo asociada con antiguas y tortuosas calles de ciudades portuarias, que ya eran antiguas cuando en Salem colgaban a las brujas… Para mí, la brujería se relacionó siempre con las antiguas ciudades de Nueva Inglaterra…, pero todo esto es más terrible que cualquier leyenda acerca de Nueva Inglaterra. Esos pinos sombríos, esas antiguas mansiones abandonadas, las plantaciones perdidas, los misteriosos negros, las viejas leyendas de locura y horror… ¡Dios mío! ¡Qué espantosos terrores antiguos hay en este continente que los estúpidos llaman «Nuevo»!
—Ahí está la choza del viejo Jacob —anunció Buckner, deteniendo el automóvil.
Griswell vio un claro y una pequeña cabaña agazapada a la sombra de los enormes árboles. Allí, los pinos daban paso a las encinas y los cipreses, llenos de un musgo grisáceo, y más allá de la cabaña se extendía una ciénaga poblada de una lujurienta vegetación. De la chimenea de barro de la cabaña surgía una leve espiral de humo azulado.
Griswell siguió a Buckner hasta la diminuta vivienda. El sheriff empujó la puerta y penetró en la cabaña. Al encontrarse en la relativa oscuridad del interior, Griswell parpadeó. Una sola ventana, muy pequeña, daba paso a la luz del día. Un viejo negro estaba agazapado junto al hogar de tierra, contemplando una olla que hervía al fuego. Miró hacia ellos cuando entraron, pero no se levantó. Parecía increíblemente viejo. Su rostro era una masa de arrugas, y sus ojos, negros y vivaces, se velaban de cuando en cuando como si su mente vacilara.
Buckner hizo un gesto a Griswell para indicarle que se sentara en la única silla que había en la cabaña, mientras él se instalaba junto al fuego en una banqueta toscamente labrada, enfrente del anciano.
—Jacob —dijo bruscamente—, ha llegado el momento de que hables. Sé que conoces el secreto de Blassenville Manor. Nunca te interrogué acerca de ello, porque no era de mi competencia. Pero anoche fue asesinado un hombre allí, y pueden colgar al hombre que me acompaña por el asesinato, a menos que me digas qué es lo que alberga la antigua casa de los Blassenville.
Los ojos del anciano brillaron para volver a apagarse inmediatamente, como si los achaques de la edad le impidieran concentrarse durante mucho tiempo en una idea.
—Los Blassenville —murmuró, y su voz era suave y cultivada. Se expresaba en un inglés perfecto, que no recordaba en nada las formas dialectales de los de su raza—. Eran una gente orgullosa, caballeros…, orgullosa y cruel. Algunos murieron en la guerra…, otros resultaron muertos en duelos… Algunos murieron en la antigua casa…
Sus palabras se convirtieron en una serie de ininteligibles murmullos.
—¿Qué ocurrió en la casa? —preguntó Buckner pacientemente.
—Miss Celia era la más orgullosa de todos —murmuró el anciano—. La más orgullosa y la más cruel. Los negros la odiaban; especialmente Joan. Joan llevaba sangre blanca en sus venas, y también era orgullosa. Miss Celia la azotaba como a una esclava.
—¿Cuál es el secreto de Blassenville Manor? —insistió Buckner.
La niebla se desvaneció de los ojos del anciano; unos ojos tan oscuros como pozos iluminados por la luna.
—¿Qué secreto, caballero? No comprendo.
—Sí, me comprendes perfectamente. Durante años y años, la casa se ha erguido allí, solitaria, con su misterio. Tú conoces la clave para descifrarlo.
El anciano removió el contenido de la olla. Ahora parecía en posesión de todas sus facultades mentales.
—Caballero, la vida es dulce, incluso para un viejo negro.
—¿Significa eso que alguien te mataría si me revelaras el secreto?
Pero el anciano estaba murmurando de nuevo, con los ojos cerrados.
—Alguien, no. Ningún humano. Ningún ser humano. Los dioses negros de la ciénaga. Mi secreto permanece inviolado, guardado por la Gran Serpiente, el dios que está por encima de todos los dioses. Enviaría a un pequeño hermano para que me besara con sus fríos labios…, un pequeño hermano con un cuarto creciente en la cabeza. Le vendí mi alma a la Gran Serpiente, cuando me convirtió en creador de zuvembies…
Buckner se puso rígido.
—He oído esa palabra antes de ahora —dijo suavemente— de labios de un negro moribundo, cuando yo era un niño. ¿Qué significa?
El miedo llenó los ojos del viejo Jacob.
—¿Qué es lo que he dicho? No, no he dicho nada.
—Zuvembies —le apremió Buckner.
—Zuvembies —repitió maquinalmente el anciano, con ojos inexpresivos—. Una zuvembie era una mujer…, en la Costa de los Esclavos las conocían. Los tambores que susurran por la noche en las colinas de Haití hablan de ellas. Los creadores de zuvembies son honrados por la gente de Damballah. Hablar de ello a un hombre blanco significa la muerte…, es uno de los secretos prohibidos del dios Serpiente.
—Estabas hablando de las zuvembies —dijo Buckner suavemente.
—No debía hablar de ellas —murmuró el anciano, y Griswell se dio cuenta de que estaba pensando en voz alta—. Ningún hombre blanco debe saber que yo bailé en la Ceremonia Negra del voodoo, y fui convertido en creador de zombies y zuvembies. La Gran Serpiente castiga con la muerte a las lenguas que hablan demasiado.
—¿Una zuvembie es una mujer? —le apremió Buckner.
—Era una mujer —murmuró el anciano—. Ella sabía que yo era un creador de zuvembies… Se presentó en mi choza y me pidió el horrible brebaje…, el brebaje compuesto con huesos de serpientes, y sangre de murciélago, y garras de esparavel, y otros elementos que no pueden ser nombrados. Ella había danzado en la Ceremonia Negra…, estaba madura para convertirse en una zuvembie…, lo único que necesitaba era el Brebaje Negro…, era muy hermosa…, no podía negárselo.
—¿A quién? —preguntó Buckner ansiosamente, pero el anciano hundió la cabeza en su pecho y no respondió. Parecía dormitar. Buckner le sacudió—. Le diste un brebaje a una mujer para convertirla en una zuvembie… ¿Qué es una zuvembie?
El anciano murmuró, con voz soñolienta:
—Una zuvembie deja de ser humana. No reconoce ni a parientes ni a amigos. Es un miembro más del Mundo Negro. Tiene a su mando los demonios naturales: lechuzas, murciélagos, serpientes y hombres-lobo, y puede manejar la oscuridad de modo que apague una pequeña luz. Puede ser asesinada por medio del plomo o del acero, pero a menos que muera así, vive eternamente, y no come el alimento que comen los humanos. Mora como un murciélago en una caverna o en una casa antigua. El tiempo no significa nada para la zuvembie; una hora, un día, un año, todo es lo mismo. No puede hablar palabras humanas, ni pensar como piensa un humano, pero puede hipnotizar a un ser viviente con el sonido de su voz, y cuando mata a un hombre, puede dar órdenes a su cuerpo sin vida hasta que la carne está fría. Mientras fluye la sangre, el cadáver es esclavo suyo. Su mayor placer consiste en asesinar seres humanos.
—¿Y por qué quería ella convertirse en una zuvembie? —preguntó Buckner suavemente.
—Odio —susurró el anciano—. Odio —susurró el anciano—. ¡Odio! ¡Venganza!
—¿Se llamaba Joan? —murmuró Buckner.
El nombre pareció desvanecer las nieblas de senilidad que envolvían la mente del voodoo. Sus ojos se aclararon una vez más, convirtiéndose en dos círculos duros y brillantes como húmedo mármol negro.
—¿Joan? —dijo lentamente—. No he oído ese nombre por espacio de una generación. Al parecer me he quedado dormido, caballeros; no recuerdo nada… les ruego que me perdonen. Los hombres viejos se quedan dormidos ante el fuego, como los perros viejos. ¿Me preguntaban ustedes por Blassenville Manor? Caballeros, si les dijera por qué no puedo contestar a su pregunta, atribuirían mi actitud a simple superstición. Sin embargo, pongo al Dios del hombre blanco por testigo de que…
Mientras hablaba, extendió el brazo hacia un montón de leña que había junto al hogar, con la intención de añadir un tronco al fuego. Pero inmediatamente contrajo el brazo, profiriendo un horrible grito. Cuando el reflejo de las llamas iluminó el brazo del voodoo, los dos hombres blancos vieron que tenía enrollada una pequeña serpiente, que dejaba caer su puntiaguda cabeza sobre la carne negra, una y otra vez, con silencioso furor.
El anciano se desplomó, gritando, al tiempo que Buckner entraba en acción: poniéndose en pie de un salto, cogió un troncó y aplastó con él la cabeza del reptil. El viejo Jacob, entretanto, había cesado de gritar y estaba tendido en el suelo, boca arriba, completamente inmóvil.
—¿Está muerto? —susurró Griswell.
—Tan muerto como Judas Iscariote —respondió secamente Buckner contemplando al reptil, que continuaba retorciéndose en el suelo—. Esa infernal serpiente le inyectó en las venas el veneno suficiente para matar a una docena de hombres de su edad. Pero creo que lo que en realidad le mató fue la impresión.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Griswell, estremeciéndose.
—Dejaremos el cadáver en aquel catre. Nadie entrará aquí, si tenemos la precaución de cerrar la puerta de modo que no pueda entrar ningún cerdo salvaje, ni ningún gato. Mañana lo llevaremos al pueblo. Esta noche tenemos trabajo. Manos a la obra.
A Griswell le repugnaba la idea de tener que tocar el cadáver, pero ayudó a Buckner a instalarlo en el catre y luego salió apresuradamente de la choza. El sol estaba hundiéndose en el horizonte, y las llamas rojas del crepúsculo encendían las negras copas de los árboles.
Subieron al automóvil en silencio y regresaron por el mismo camino que habían seguido al venir.
—El viejo dijo que la Gran Serpiente enviaría a uno de sus hermanos —murmuró Griswell.
—¡Tonterías! —replicó Buckner—. A las serpientes les gusta el calor, y esta región pantanosa esta infestada de ellas. La que mordió al viejo estaba oculta entre la leña, al calor del fuego. El viejo Jacob la importunó, y el animal se defendió. No hay nada de sobrenatural en esto.
Permaneció unos instantes en silencio y luego añadió, en tono distinto:
—Ha sido la primera vez que veo a una serpiente que ataca sin silbar; y la primera vez que vea a una serpiente con una cresta blanca en forma de cuarto creciente.
Al cabo de un rato, Griswell preguntó:
—¿Cree usted que la mulata Joan ha permanecido oculta en la casa durante todos estos años?
—Ya oyó lo que dijo el viejo Jacob —respondió Buckner—. El tiempo no significa nada para una zuvembie.
Cuando llegaron a la vista de la casa, Griswell se mordió el labio superior para reprimir un estremecimiento. Volvió a sentirse poseído por una indescriptible sensación de horror.
—¡Mire! —susurró, en el preciso instante en que Buckner detenía el automóvil. Buckner gruñó.
Desde las balaustradas de la galería se alzó una nube de palomos que emprendieron un rápido vuelo, recortándose contra la roja claridad del crepúsculo.
III
La llamada de Zuvembie
Cuando los palomos hubieron desaparecido, los dos hombres permanecieron unos instantes en sus asientos, en silencio.
—Bueno, por fin los he visto —murmuró finalmente Buckner.
—Tal vez los únicos que pueden verlos son los hombres marcados —susurró Griswell—. Aquel trampero los vio…
—Bueno, veremos —replicó el sheriff tranquilamente, mientras se apeaba del automóvil, pero Griswell se dio cuenta de que la mano que empuñaba el revólver temblaba un poco.
Al entrar en el amplio vestíbulo, Griswell vio la hilera de huellas que se extendían por el suelo, señalando el paso de un hombre muerto.
Buckner había traído unas mantas. Las extendió delante del hogar.
—Yo me acostaré junto a la puerta —dijo—. Y usted lo hará donde lo hizo anoche.
—¿Vamos a encender una fogata? —preguntó Griswell, temblando a la idea de la oscuridad que lo invadiría todo cuando se apagara el breve crepúsculo.
—No. Tiene usted una linterna, lo mismo que yo. Nos acostaremos a oscuras, y veremos lo que sucede. ¿Puede usted utilizar el revólver que le he dado?
—Supongo que sí. Nunca he disparado un revólver, pero conozco su funcionamiento.
—Bueno, a ser posible deje los disparos de mi cuenta.
El sheriff se sentó con las piernas cruzadas sobre sus mantas y vació el cilindro de su «Colt», revisando minuciosamente cada uno de los cartuchos antes de volver a colocarlos.
Griswell paseó nerviosamente arriba y abajo, lamentando la lenta desaparición de la luz como un avaro lamenta la desaparición de su oro. Se apoyó con una mano en la repisa del hogar, mirando fijamente las cenizas recubiertas de polvo. El fuego que había producido aquellas cenizas fue encendido por Elisabeth Blassenville, hacía más de cuarenta años. La idea resultaba deprimente. Griswell removió las polvorientas cenizas con el pie. Algo se hizo visible entre los carbonizados restos: un trozo de papel, manchado y amarillento. Griswell se inclinó y lo sacó de las cenizas. Era un cuaderno de notas, con tapas de cartón.
—¿Qué ha encontrado usted? —preguntó Buckner, inclinando el reluciente cañón de su revólver.
—Un antiguo cuaderno de notas. Parece un diario. Las páginas están cubiertas de escritura, pero la tinta se ha borrado y no puede leerse nada. ¿Cómo supone que fue a parar al fuego, sin que ardiera?
—Lo tirarían ahí cuando el fuego estaba apagado —sugirió Buckner—. Probablemente lo tiró alguien que entró en la casa con el propósito de robar muebles. Alguien que no sabía leer, probablemente.
Griswell hojeó el cuaderno, forzando la vista para distinguir algo a la escasa luz. Súbitamente, su cuerpo se puso rígido.
—¡Aquí hay una anotación que resulta legible! ¡Escuche!
Leyó:
«Sé que en la casa hay alguien, además de mí misma. Puedo oír a alguien que merodea por la noche cuando el sol se ha puesto y en el exterior reina la oscuridad. A menudo, durante la noche, oigo que alguien araña la puerta de mi habitación. ¿Quién es? ¿Una de mis hermanas? ¿Tía Celia? Si es una de ellas, ¿por qué merodea de ese modo por la casa? ¿Por qué araña la puerta de mi habitación, y huye cuando la llamo? ¡No, no! ¡No me atrevo! Tengo miedo. ¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer? No me atrevo a permanecer aquí…, pero, ¿adónde voy a ir?».
—¡Santo cielo! —exclamó Buckner—. ¡Ese debe ser el diario de Elisabeth Blassenville! ¡Continúe!
—Las páginas que siguen no son legibles —respondió Griswell—. Pero unas páginas más adelante puedo leer algunas líneas.
Leyó:
«¿Por qué huyeron todos los negros cuando desapareció tía Celia? Mis hermanas están muertas. Se que están muertas. Y tengo la impresión de que murieron horriblemente, en medio de una espantosa agonía. Pero, ¿por qué? ¿Por qué? Si alguien asesinó a tía Celia, ¿por qué tenía que asesinar a mis pobres hermanas? Ellas fueron siempre amables con los negros. Joan…».
Griswell interrumpió la lectura.
—Un trozo de la página está arrancado. Aquí hay otra anotación con otra fecha… Bueno, supongo que es una fecha, aunque no puedo asegurarlo.
«… la cosa terrible que la vieja negra sugirió? Citó a Jacob Blount, y a Joan, pero no se atrevió a hablar claramente; quizá temía…».
—Aquí también falta un trozo de página —explicó Griswell. Luego prosiguió la lectura:
«¡No, no! ¡Es imposible! Ella está muerta…, o muy lejos de aquí. Sin embargo, nació y se crió en las Indias Occidentales, y por algunas alusiones que dejó caer, supe que había sido iniciada en los misterios del voodoo. Creo que incluso bailó en una de sus horribles ceremonias… ¿Cómo pudo haber descendido a tal grado de bestialidad? Y este…, este horror. ¡Dios mío! ¿Pueden ser posibles tales cosas? No sé qué pensar. Si es ella la que merodea por la casa, la que araña la puerta de mi habitación, la que silba tan espantosa y dulcemente… ¡No! Me estoy volviendo loca. Si continúo aquí sola, moriré tan horriblemente como debieron morir mis hermanas. Estoy completamente segura de eso».
La incoherente crónica terminaba tan bruscamente como había empezado. Griswell estaba tan absorto en su tarea de descifrar los borrosos rasgos de aquella escritura, que ni siquiera se había dado cuenta de que había anochecido y Buckner sostenía en alto su linterna a fin de que él pudiera leer. Despertando de su abstracción, dirigió una rápida mirada al oscuro rellano.
—¿Qué conclusión ha sacado usted? —preguntó Griswell.
—Lo que había sospechado desde el primer momento —respondió Buckner—. Aquella doncella mulata, Joan, se convirtió en zuvembie para vengarse de miss Celia. Probablemente odiaba a toda la familia tanto como a su dueña. Había tomado parte en las ceremonias del voodoo en su tierra natal, y estaba «madura», como dijo el viejo Jacob. Lo único que necesitaba era el Brebaje Negro…, y el viejo Jacob se lo proporcionó. Asesinó a miss Celia y a las otras tres muchachas, y no asesinó a Elisabeth por pura casualidad. Ha permanecido oculta en esta casa durante todos estos años, como una serpiente en unas ruinas.
—Pero, ¿por qué tenía que asesinar a un desconocido?
—Ya oyó usted lo que dijo el viejo Jacob —le recordó Buckner—. Una zuvembie siente un gran placer al asesinar a un ser humano. Llamó a Branner desde lo alto de la escalera, le abrió la cabeza, colocó el hacha en su mano y le ordenó que bajara a asesinarle a usted. Ningún tribunal creería esto, pero si podemos presentar su cadáver, será una prueba más que suficiente para demostrar que es usted inocente. Aceptarán mi palabra de que ella asesinó a Branner. Jacob dijo que una zuvembie puede ser asesinada… Desde luego, al informar de este caso, no tendré que mostrarme demasiado exacto en los detalles.
—Vi que nos acechaba por encima de la barandilla de la escalera —murmuró Griswell—. Pero, ¿por qué no encontramos sus huellas en la escalera?
—Tal vez lo soñó usted. Tal vez una zuvembie puede proyectar su espíritu… ¡Diablo! ¿Por qué tratar de razonar acerca de algo que se encuentra más allá de las fronteras de la razón? Vamos a empezar nuestra vela.
—¡No apague la luz! —exclamó Griswell involuntariamente. Luego añadió—: Desde luego. Apáguela. Tenemos que estar a oscuras, como —vaciló—, como estábamos Branner y yo.
Pero en cuanto la estancia quedó sumida en la oscuridad, el miedo se apoderó de él con fuerza incontenible. Se tumbó sobre sus mantas, temblando, tratando de contener los tumultuosos latidos de su corazón.
—Las Indias Occidentales deben ser el lugar más horrible del mundo —murmuró Buckner una mancha borrosa sobre sus mantas—. Había oído hablar de zombies ignoraba lo que era una zuvembie. Evidentemente alguna droga preparada por los voodoos para provocar la locura en las mujeres. Aunque esto no explica las otras cosas: los poderes hipnóticos, la anormal longevidad, la capacidad de controlar cadáveres… No, una zuvembie no puede ser una simple loca. Es un monstruo, algo que está por encima y por debajo de un ser humano, creado por la magia que brota en los pantanos y las selvas negras… Bueno, veremos.
Su voz cesó de sonar, y en el silencio que siguió, Griswell oyó los latidos de su propio corazón. En el exterior, en los negros bosques, un lobo aulló y las lechuzas sisearon. Luego, el silencio volvió a caer como una niebla negra.
Griswell se obligó a sí mismo a permanecer inmóvil sobre sus mantas. El tiempo parecía haberse detenido. Y la espera se estaba haciendo insoportable. El esfuerzo que hacía para dominar sus alterados nervios bañaba en sudor todos sus miembros. Apretó los dientes hasta que le dolieron las mandíbulas, y clavó las uñas en las palmas de sus manos.
No sabía lo que estaba esperando. El espantoso ser volvería a atacar. Pero, ¿cómo? ¿Sería un horrible y melodioso silbido, unos pies descalzos deslizándose por los crujientes peldaños, o un repentino hachazo en la oscuridad? ¿Le escogería a él, o a Buckner? Tal vez Buckner estaba muerto ya… En la oscuridad que le rodeaba no podía ver nada, pero oía la respiración regular del hombre. El meridional tenía unos nervios de acero. ¿Era que Buckner respiraba junto a él, separado por una angosta franja de oscuridad? ¿O acaso el monstruo había atacado ya en silencio, y ocupado el lugar del sheriff?
Así de descabelladas eran las ideas que cruzaban rápidamente por el cerebro de Griswell.
Experimentaba la sensación de que iba a volverse loco si no se ponía en pie de un salto, gritando, y huía frenéticamente de aquella maldita casa. Ni siquiera el temor a la horca podía retenerle tendido allí en la oscuridad por más tiempo. De repente, el ritmo de la respiración de Buckner se rompió, y Griswell se sintió como si acabaran de echarle un cubo de agua helada. Desde algún lugar situado encima de ellos empezó a oírse un melodioso silbido…
Griswell notó que le faltaban las fuerzas, que su cerebro se hundía en una oscuridad más profunda que la negrura física que le rodeaba. Siguió un período de absoluta confusión mental, pasado el cual su primera sensación fue la de movimiento. Estaba corriendo, por un camino increíblemente escabroso. A su alrededor todo era oscuridad, y corría ciegamente. Se dijo a sí mismo que debió de huir de la casa y haber corrido varias millas, quizás, antes de que su agotado cerebro empezara a funcionar. No le importaba; morir en la horca por un asesinato que no había cometido no le aterrorizaba ni la mitad que la idea de regresar a aquella mansión de horror. Estaba dominado por el ansia de correr…, correr…, correr como estaba corriendo ahora, ciegamente, hasta agotar sus fuerzas. La niebla no se había disipado del todo de su cerebro, pero tenía conciencia de que no podía ver las estrellas a través de las negras ramas de los árboles. Deseó vagamente saber hacia dónde se dirigía. Supuso que estaba trepando por una colina, y el hecho le extrañó, ya que sabía que no había ninguna colina en un radio de varias millas alrededor de la casa de los Blassenville. Luego, encima y delante de él, notó un leve resplandor.
Avanzó hacia aquel resplandor como si le empujara una fuerza irresistible. Luego se estremeció al darse cuenta de que un extraño sonido chocaba contra sus oídos: un silbido melodioso y burlón al mismo tiempo. El silbido barrió todas las nieblas. ¿Qué significaba aquello? ¿Dónde estaba? El despertar llegó como el golpe aturdidor de una maza de matarife. No estaba corriendo a lo largo de un camino, ni trepando por una colina; estaba subiendo una escalera. ¡Se encontraba aún en Blassenville Manor! ¡Y estaba subiendo la escalera!
Un grito inhumano brotó de sus labios. Y, dominando aquel grito, el fantasmal silbido adquirió un tono de diabólico triunfo. Griswell intentó detenerse…, retroceder…, incluso arrojarse por encima de la barandilla. Pero su fuerza de voluntad estaba reducida a jirones. No existía ya. Griswell no tenía voluntad. Había dejado caer su linterna, y había olvidado el revólver en su bolsillo. No podía dominar a su propio cuerpo. Sus piernas, moviéndose rígidamente, funcionaban como piezas de un mecanismo independiente de su cerebro, obedeciendo a una voluntad exterior. Subiendo metódicamente, le transportaban al rellano superior, hacia el resplandor que ardía encima de él.
—¡Buckner! —gritó—. ¡Buckner! ¡Auxilio, por el amor de Dios!
Su voz se estranguló en su garganta. Había llegado al último peldaño. Empezó a avanzar por el rellano. El silbido había cesado, pero su impulso seguía conduciéndole hacia adelante. No podía ver la fuente de la que procedía el resplandor. No parecía emanar de ningún foco central. Pero Griswell vio una vaga figura que avanzaba hacia él. Parecía una mujer, pero ninguna mujer humana era capaz de andar con aquel paso ingrávido, ninguna mujer humana había tenido nunca aquel rostro de horror, aquella borrosa expresión demencial… Griswell intentó gritar a la vista de aquel rostro, al brillo del acero que esgrimía la mano en forma de garra, pero su lengua estaba helada.
Luego oyó un sonido que parecía arrastrarse silenciosamente detrás de él; las sombras fueron hendidas por una lengua de fuego que iluminó una espantosa figura cayendo hacia atrás. Al mismo tiempo resonó un aullido inhumano.
En medio de la oscuridad que siguió al inesperado fogonazo, Griswell cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las manos. No oyó la voz de Buckner. La mano del meridional sobre su hombro le despertó de su estupor.
Una luz proyectada directamente sobre sus ojos le cegó. Parpadeó, sombreó sus ojos con una mano y alzó la mirada hacia el rostro de Buckner, que se encontraba en el mismo borde del círculo de luz. El sheriff estaba pálido.
—¿Está usted herido? —preguntó ansiosamente Buckner—. ¿Está usted herido? En el suelo hay un cuchillo de matarife…
—No estoy herido —murmuró Griswell—. Ha disparado usted en el momento preciso… ¡El monstruo! ¿Dónde ésta? ¿Adónde ha ido?
—¡Escuche!
En alguna parte de la casa resonaba un horrible aleteo, como de alguien que se arrastrara y luchara en medio de las convulsiones de la muerte.
—Jacob estaba en lo cierto —dijo Buckner en tono sombrío—. El plomo puede matarlas. La acerté de lleno, desde luego. No me atreví a encender la linterna, pero había suficiente claridad. Cuando empezó aquel fantasmal silbido, casi tropezó usted conmigo. Andaba usted como si estuviera hipnotizado. Le seguí por la escalera. Iba detrás de usted, aunque muy agachado para que ella no pudiera verme y huir. Estuve a punto de disparar demasiado tarde, pero confieso que el verla me dejó casi paralizado… ¡Mire!
Proyectó el haz luminoso de su linterna a lo largo del rellano, hasta detenerlo en una abertura visible en la pared en un lugar donde antes no había ninguna puerta.
—¡La entrada secreta que descubrió miss Elisabeth! —exclamó Buckner—. ¡Vamos!
Echó a correr a través del rellano y Griswell le siguió con aire aturdido. Los sonidos que acababan de oír procedían de algún lugar situado más allá de aquella misteriosa puerta, y ahora habían cesado.
La luz reveló un angosto pasadizo en forma de túnel que evidentemente conducía a través de una de las recias paredes de la casa. Buckner penetró en el pasadizo sin la menor vacilación.
—Tal vez no fuera capaz de pensar como un ser humano —murmuró, iluminando el camino delante de él—, pero tuvo la astucia suficiente para borrar sus huellas, a fin de que no pudiéramos seguirlas y descubrir, quizá, la abertura secreta. Allí hay una habitación… ¡La estancia secreta de los Blassenville!
Y Griswell exclamó:
—¡Santo cielo! ¡Es la cámara sin ventanas que anoche vi en mi sueño, con los tres cadáveres colgados del techo!
La luz que Buckner paseaba por la estancia de forma circular se inmovilizó repentinamente. Dentro del amplio anillo luminoso aparecieron tres figuras, tres formas resecas, encogidas, momificadas, ataviadas con unos vestidos muy antiguos. Sus pies no tocaban el suelo, ya que estaban colgadas del cuello a unas cadenas suspendidas del techo.
—¡Las tres hermanas Blassenville! —murmuró Buckner—. Miss Elisabeth no estaba loca, después de todo.
—¡Mire! —susurró Griswell con voz apenas audible—. ¡Allí, en aquel rincón!
La luz se movió, volvió a detenerse.
¿Fue aquello una mujer en otros tiempos? —inquirió Griswell, como si se interrogara a sí mismo—. ¡Dios mío!
—Mire ese rostro, incluso en la muerte. Mire esas manos en forma de garras, con las uñas renegridas como las de una fiera. Sí, era humana… Lleva aún los harapos de un antiguo vestido de baile, muy lujoso. ¿Por qué llevaría una doncella mulata un vestido como ése?
—Éste ha sido su cubil durante más de cuarenta años —murmuró Buckner, sin responder a la pregunta, inclinándose sobre el horrible cadáver tendido en el rincón de la estancia—. Bueno, Griswell, esto le exonera a usted: una mujer loca con un hacha… Es lo único que las autoridades necesitan saber. ¡Dios mío! ¡Qué venganza! ¡Qué horrible venganza! Aunque, pensándolo bien, tuvo que tener una naturaleza bestial. Lo prueba el hecho de que se iniciara en los misterios del voodoo cuando no era más que una jovencita…
—¿Se refiere usted a la mulata? —susurró Griswell.
Un escalofrío recorrió su cuerpo, como si intuyera un horror que superaba a todos los horrores que había experimentado hasta entonces.
Buckner sacudió la cabeza.
—Interpretamos equivocadamente las palabras del viejo Jacob y lo que miss Elisabeth escribió en su diario —dijo—. Ella debía estar enterada, pero el orgullo familiar selló sus labios. Ahora veo claro, Griswell; la mulata se vengó, aunque no del modo que suponíamos. No ingirió el Brebaje Negro que el viejo Jacob le había preparado. Lo quería para suministrárselo subrepticiamente a otra persona, mezclándolo en su comida o en su café. Luego, Joan huyó de esta casa, dejando sembrada en ella la semilla del infierno.
—¿Ese cadáver no… no es el de la mulata? —susurró Griswell.
—Cuando la vi allá afuera, en el rellano, supe que no era mulata. Y aquellos rasgos contraídos seguían reflejando un parecido familiar. He visto su retrato y no puedo equivocarme. Ese cadáver es el del ser que en otros tiempos fue Celia Blassenville.