Robert Louis Stevenson: Olalla

«Olalla» de Robert Louis Stevenson es un cuento gótico que narra la historia de un oficial inglés herido que se traslada a una aislada mansión española para recuperarse. Allí conoce a una familia noble en decadencia, formada por una madre perturbada y dos hijos, Felipe y Olalla. Desde el primer encuentro, el oficial queda inmediatamente prendado de Olalla. Aunque a la joven él tampoco le es indiferente, mantiene las distancias y, aunque se cruzan varias veces, no intercambian palabras. Un día, durante un paseo, Olalla se le acerca y le pide que se marche de la casa. A pesar de que ambos parecen amarse, una maldición que pesa sobre la familia impide que los dos jóvenes puedan consumar su amor, condenándolos a la separación y el sufrimiento.

Robert Louis Stevenson - Olalla

Olalla

Robert Louis Stevenson
(Cuento completo)

—Bueno —dijo el doctor—, mi trabajo está terminado; y bien terminado, añadiría yo, no sin cierta vanidad. Sólo queda sacarle a usted de esta fría y enfermiza ciudad, y sugerirle dos meses de aire puro y una tranquila recuperación. Lo último es asunto suyo; en cuanto a lo primero, creo que puedo ayudarle. La verdad es que todo se ha desarrollado de una manera bastante extraña. No hace ni un par de días que el Padre regresó del campo, y como él y yo somos viejos amigos, aunque de profesiones opuestas, acudió a mí para algo relacionado con la desgracia de alguno de sus feligreses. Se trataba de una familia… bueno, usted no sabe nada de España y desconoce por completo los nombres de nuestros nobles; bástele saber tan sólo que fueron gente importante durante un tiempo y que ahora se encuentran al borde de la más absoluta miseria. No les queda más que una casona y algunas leguas de monte agreste, en cuya mayor parte ni una cabra podría sobrevivir. Pero la casa es un edificio antiguo muy hermoso, enclavado a considerable altura entre las colinas y en sitio muy sano; tan pronto como supe la historia de mi amigo, me acordé de usted. Le conté que tenía a un oficial herido (de los nuestros, le aclaré), que necesitaba con urgencia cambiar de aires, proponiendo a sus amigos que le recibieran como inquilino durante una temporada. Al oír esto, el rostro del Padre se ensombreció tal como había previsto que sucediera. «Ni pensarlo», afirmó concluyentemente. «Entonces —le dije—, que se mueran de hambre», ya que no siento especial simpatía por orgullos tan pobretones, y nos separamos inmediatamente después, no muy contentos el uno con el otro. Pero ayer, para mi asombro, regresó y dio conformidad a mi proposición: el problema no era tan difícil como había temido, es decir, que tales personas tan soberbias se habían metido el orgullo en el bolsillo. Cerré el trato y, contando con su aprobación, hice que dispusieran su alojamiento en aquella gran mansión que tienen por casa. El aire de esas montañas le renovará la sangre, y la tranquilidad de la que va a disfrutar le beneficiará más que todas las medicinas del mundo.

—Doctor —dije yo—, usted ha sido durante todo este tiempo mi ángel de la guarda y sus consejos son buenos; pero, por favor, dígame algo sobre la familia con la que voy a vivir.

—Iba a hacerlo —replicó mi amigo—, porque en cierta manera existe un problema. Esos pobretones son, como ya le he dicho, descendientes de una familia muy importante y están llenos de una absurda vanidad. Durante generaciones han vivido en creciente aislamiento tanto de los nuevos ricos, quienes han logrado colocarse por encima de ellos, como de los pobres, a los que siguen considerando demasiado bajos; e incluso hoy, cuando la pobreza les fuerza a abrir su puerta a un huésped, no pueden hacerlo sin una condición sobradamente desagradable. Tendrá usted que seguir siendo un extraño, piensan ellos; le atenderán, pero rechazarán desde el principio la idea de la más mínima intimidad.

No negaré que aquello me hirió en mi amor propio e intensificó mi deseo de ir, puesto que estaba convencido de que rompería la barrera, si así lo deseaba.

—Esa condición no me ofende —dije—, y hasta simpatizo con el sentimiento que la inspira.

—No hay duda de que a usted no le han visto nunca —replicó muy cortésmente el doctor—, pero si supieran que era el más apuesto y simpático de los hombres llegados de Inglaterra (en donde, me consta, abundan los hombres guapos, pero no tanto la gente simpática), le recibirían mucho más afablemente. No hablemos más del asunto, ya que usted se lo toma tan alegremente. A mí, en realidad, me parece una descortesía, pero hasta es posible que salga ganando. La familia no le ofrece grandes alicientes. Una madre, un hijo y una hija; una anciana loca, según parece; el hijo, que es un patán; y una muchacha de pueblo que se siente identificada con su confesor y que por eso —rio entre dientes el médico— debe ser más bien pacata. La verdad, no encuentro muchos atractivos en eso como para ganarse la atención de un arrogante oficial.

—Pero, según usted, son de sangre noble, ¿no? —objeté yo.

—Bueno, habría que distinguir respecto a eso —replicó el doctor—. La madre sí que lo es, pero no los hijos. La madre es el último eslabón de una ilustre familia venida a menos en inteligencia y fortuna. Su padre, aparte de pobre, era un extravagante y la chica vivió salvaje hasta su muerte. Más tarde, tras dilapidarse gran parte de la fortuna y extinguirse la familia por completo, la muchacha vivió aún más salvaje que nunca, hasta que terminó por casarse Dios sabe con quién; unos sostienen que con un arriero, otros que con un contrabandista y otros mantienen la idea de que tal matrimonio nunca se llevó a cabo y que los hijos, Felipe y Olalla, son bastardos. Fuera como fuese, dicha unión se había roto de forma trágica unos años antes, pero como vivían en un gran aislamiento y el campo era en aquel tiempo tan inestable, la manera precisa de cómo desapareció el padre tan sólo es conocida por el sacerdote, y hasta puede que ni por él mismo.

—Empiezo a creer que viviré extrañas experiencias —apunté yo.

—Yo que usted no me haría grandes ilusiones —contestó el doctor—, mucho me temo que pueda encontrarse con una realidad mucho más corriente y ordinaria. He visto, por ejemplo, a Felipe, ¿se lo imagina? Tosco, astuto, rudo y bastante simple diría yo; supongo que los demás serán por el estilo. No, no, señor comandante, tendrá que buscar compañía más apropiada entre los grandiosos paisajes de nuestras montañas; si es usted amante de la naturaleza, yo le aseguro que, al menos eso, no le defraudará.

Al día siguiente vino a buscarme Felipe en una tosca carreta tirada por una mula, y cerca ya del mediodía, tras despedirme del doctor, del posadero y de algunas otras buenas personas que me habían ayudado durante mi enfermedad, abandonamos la ciudad por la salida oriental y nos internamos en la montaña. Había estado prisionero durante tanto tiempo después de haberme abandonado el convoy y considerado como moribundo, que el simple olor de la tierra me hacía sonreír. La región que atravesábamos era áspera y rocosa, cubierta por bosques, unas veces de alcornoques y otras de castaños, separados con frecuencia por el cauce de un torrente montañoso. Brillaba el sol, el viento susurraba alegremente, y la ciudad, tras varias millas recorridas, quedaba convertida a nuestras espaldas en un bulto insignificante antes de que prestara atención a mi acompañante. A simple vista parecía un muchacho de campo, pequeño y rudo pero bien formado, tal como lo había descrito el doctor; sumamente ágil y activo, pero carente de toda cultura, impresión que pronto se hacía definitiva para todos aquellos que le observaban. Lo que enseguida me llamó la atención era una conversación excesivamente locuaz y familiar, extrañamente contradictoria con las condiciones pactadas al aceptarme como inquilino; me resultaba muy difícil, pues, seguir el hilo de la conversación, debido bien a la pronunciación defectuosa, bien a la desatada incoherencia de su charla. Cierto que yo había hablado en ocasiones anteriores con personas de una mentalidad similar, gente que parecía vivir a expensas de los sentidos y objetos materiales más inmediatos e incapaces de alejar de sus mentes esa impresión. Mientras le iba escuchando casi sin prestarle atención, pensaba que era una clase de conversación propia de cocheros que pasan gran parte de su tiempo en un gran vacío intelectual y refieren constantemente opiniones de su ambiente familiar. Pero éste no era el caso de Felipe, ya que, según su propia confesión, era persona de gustos caseros. «Me gustaría estar allí ahora», dijo en determinado momento, y luego, divisando un árbol a orillas del camino, se detuvo para decirme que había visto una vez una corneja entre sus ramas.

—¿Una corneja? —repetí yo, sorprendido por lo absurdo de la observación y pensando que no había entendido correctamente sus palabras.

Pero para entonces ya estaba él enfrascado en una nueva idea, la cabeza ladeada, el ceño fruncido y absorto en lo que escuchaba, de manera que me golpeó sin contemplaciones para que me callara. Luego sonrió y meneó la cabeza.

—¿Qué ha oído? —pregunté.

—¡Oh!, no tiene importancia —dijo, y empezó a jalear a la mula con tales gritos, que resonaron como ecos inhumanos sobre las laderas de la montaña.

Lo examiné con más detenimiento. Estaba asombrosamente bien formado y tenía un aspecto alegre, ágil y fuerte; era atractivo, con unos ojos dorados enormemente grandes, aunque quizás no muy expresivos; en conjunto era un muchacho de apariencia agradable y sin defectos visibles, a excepción de un tono muy moreno de la piel y cierta propensión a la vellosidad, dos características que detesto. Su espíritu me confundía y me atraía al mismo tiempo. La frase del doctor —«un muchacho simple»— retornaba a mi memoria y me preguntaba si era eso, después de todo, una descripción acertada, cuando el camino empezó a descender entre la estrecha y desnuda grieta de un torrente. Las aguas tronaban tumultuosamente en la hondonada y el barranco retumbaba, esparciendo indistintamente las gotas de rocío y acelerando su descenso las rachas de viento que acometían sin descanso. La escena era impresionante de verdad, pero el camino estaba completamente amurallado en aquella parte; la mula avanzaba con paso firme y me quedé sorprendido al observar la palidez y gesto de terror que aparecía en la cara de mi acompañante. El estruendo de aquel río impetuoso era inconstante, disminuyendo a veces como si se cansara y redoblando otras su bronco ruido; riadas repentinas parecían incrementar su volumen rastreando la garganta, bramando y retumbando contra las paredes que lo fortificaban, y observé que cada una de aquellas crecidas levantaba un clamor ante el que mi conductor se acobardaba y palidecía desmesuradamente. El recuerdo de algunas supersticiones escocesas y del río Kelpie cruzó por mi mente; me pregunté si a lo mejor ocurría lo mismo en aquella parte de España y, volviéndome a Felipe, traté de sonsacarle.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Tengo miedo —replicó.

—¿De qué tienes miedo? —le volví a preguntar—. Me parece que es uno de los sitios más seguros de este camino tan peligroso.

—Es por el ruido —dijo con un asombro tan elocuente, que todas mis dudas se disiparon.

Aquel muchacho tenía una inteligencia como la de un niño pequeño; su mente era como su cuerpo, enérgica y rápida, pero poco desarrollada, de manera que, desde aquel momento, empecé a mirarle con cierta compasión y a escuchar su charla incoherente primero con indulgencia y, al final, con un indescriptible placer.

Sobre las cuatro de la tarde ya habíamos cruzado la cima de la montaña. Los rayos del sol se ponían por occidente y, bordeando numerosas quebradas y atravesando la oscuridad de los bosques sombríos, iniciamos el descenso de la otra ladera. El ruido del agua nos envolvía por todas partes, no de forma torrencial y uniforme como en la garganta del río, sino resonando alegre y musicalmente de valle en valle. También aquí el talante de mi compañero se animó y empezó a cantar en voz alta y de falsete con tal desentonación que, sin acertar en su tarareo con la melodía y el tono, divagaba caprichosa y acertadamente con tan buen resultado que hasta parecía natural y agradable, como el canto de los pájaros. A medida que la oscuridad iba creciendo me iba sintiendo apresado cada vez más por el hechizo de aquella tonadilla, esperando reconocer algún tema concreto; pero siempre me quedaba defraudado. Cuando le pregunté al fin qué era lo que cantaba, exclamó:

—¡Oh!, nada; me limito a cantar sencillamente.

Me fascinaba sobre todo la costumbre que tenía de repetir invariablemente la misma nota a pequeños intervalos; no resultaba monótono como se podría pensar, y menos desagradable; parecía comunicar esa maravillosa sensación de sentir el mundo como era, tal como nos imaginamos descubrirlo en la forma de los árboles o en la quietud de un estanque.

La noche se nos había echado encima antes de llegar a una meseta y vislumbrar poco después una mole más densa y negra que las anteriores, lo que me llevó a pensar que estábamos delante de la mansión esperada. Una vez allí, mi guía, bajándose de la carreta, gritó y silbó en vano durante un largo espacio de tiempo hasta que por fin un viejo campesino, surgiendo de la espesura de las sombras, se acercó a nosotros llevando una vela en la mano. Por su luz pude percatarme del gran arco de estilo árabe que se abría en la entrada: estaba cerrado por puertas guarnecidas de hierro, en una de cuyas hojas abrió Felipe un postigo. El campesino se llevó la carreta a alguna dependencia exterior mientras nosotros atravesamos el umbral, cruzamos un patio al resplandor de la vela, subimos unas escaleras de piedra, recorrimos parte de una galería abierta y ascendimos de nuevo otras escaleras que nos dejaron definitivamente ante la puerta de una espaciosa y destartalada habitación. Este aposento, que comprendí iba a ser el mío, recibía la luz de tres ventanas, revestidas las paredes con maderas brillantes y alfombrado el suelo con pieles de muchos animales salvajes. Un fuego crepitante ardía en la chimenea, y envolvía la habitación con un parpadeo de luces y sombras; junto al hogar descansaba una mesa dispuesta para la cena, y en el rincón más apartado descansaba una cama. Me sentí gratamente complacido por todas aquellas atenciones y detalles, y así se lo comuniqué a Felipe; él, con la misma disposición llena de ingenuidad que me había demostrado anteriormente, mostró cierta complacencia por mis alabanzas.

—Una magnífica habitación —dijo—, verdaderamente magnífica. ¿Y el fuego? El fuego también es bueno, le introduce a uno el bienestar hasta la médula. Y la cama —continuó, acercando la vela en aquella dirección—, mire qué sábanas tan finas, qué tersas, qué suaves… —Y resbalaba su mano una y otra vez sobre el tejido, para después inclinar la cabeza y frotar con tanta satisfacción las mejillas entre ellas que hasta me ofendió. Le arrebaté la vela de las manos (por temor a que prendiera fuego a la cama) y regresé a la mesa, donde, advirtiendo la presencia de una jarra de vino, llené un vaso y lo llamé para que viniera y bebiera conmigo. Felipe se levantó enseguida y se me acercó con una expresión de esperanza, pero al ver el vino se estremeció visiblemente.

—Lo siento —dijo—, eso es para usted; yo aborrezco el vino.

—Muy bien, señor —le respondí—, entonces beberé yo a su salud, a la de su casa y a la de su familia. A propósito —añadí después de que hube echado un trago—, ¿no voy a tener el placer de saludar personalmente a su señora madre?

Pero, al oír estas palabras, toda la ingenuidad desapareció de su cara y la sustituyó por una mirada de indescriptible astucia y sigilo; se apartó de mí como si yo fuera un animal a punto de abalanzarme sobre él o como un peligroso sujeto que lo amenazara con un arma y, cuando estaba cerca de la puerta, me miró ceñuda y hoscamente con las pupilas contraídas.

—No —terminó por decir, y salió inmediatamente de la habitación; oí sus pasos que se alejaban repiqueteando escaleras abajo y un silencio casi mortuorio envolvió toda la casa.

Después que hube cenado, acerqué la mesa a la cama e inicié los preparativos para acostarme, pero, al desplazar la vela de su anterior posición, descubrí un cuadro que colgaba de la pared. Representaba a una mujer joven aún. A juzgar por su vestido y la suave tonalidad dominante de la tela, daba la impresión de que llevaba muerta mucho tiempo; pero, si uno se detenía en la vivacidad de su actitud, el brillo de sus ojos y la perfección de sus facciones, se podía pensar que era la misma imagen de la vida reflejada en un espejo. Tenía una figura muy esbelta, pero sólida y proporcionada al mismo tiempo; sus trenzas rojas parecían como una corona sobre su frente; los ojos, marrones con reflejos dorados, se sostenían firmemente en los míos; y el rostro, con un óvalo perfecto, quedaba fatalmente estropeado por una expresión que reflejaba crueldad, enfado y sensualidad. Tanto el rostro mismo como la figura en general desprendían algo exquisitamente intangible, como si fuera el eco de un eco, sugiriéndome las facciones y el porte de mi guía; y así permanecí un buen rato, atraído morbosamente y sorprendiéndome de tan extraño parecido. La ascendencia carnal de aquella raza, concebida originariamente para damas de tan noble alcurnia como la que me miraba ahora mismo desde el lienzo, había caído en usos y costumbres más humildes, llevando ropas de campo, sentándose en la lanza del carro y empuñando las riendas de las mulas para traer a casa a un huésped de pago. Quizá subsistiera un vínculo real; es muy posible que alguna parte, aunque mínima, de aquella carne delicada que en otro tiempo se cubrió con el raso y el brocado de la dama muerta temblara ahora ante el contacto de las bastas ropas de Felipe.

La primera luz de la mañana iluminó el retrato por completo, y, mientras permanecía despierto, mis ojos continuaron puestos en el lienzo con creciente complacencia; su belleza invadía mi corazón de manera engañosa, acallando mis escrúpulos uno tras otro; y aun cuando sabía que amar a una mujer así era firmar y sellar la sentencia de la propia perdición, no podía por menos de pensar que, de estar viva, me sentiría arrastrado a amarla eternamente. El doble conocimiento de su maldad y de mi debilidad se hacía más patente cada día. Despierto o dormido, la dama del cuadro se había convertido en mi heroína, y sus ojos me empujaban a crímenes que más tarde eran cumplidamente recompensados. Su presencia se cernía sombríamente sobre mi imaginación; sólo cuando me encontraba al aire libre, realizando ejercicios físicos y renovando la circulación de la sangre, pensaba para mí con cierta satisfacción que mi hechicera descansaba incólume en la tumba, rota la varita mágica de su belleza, cerrados para siempre sus labios y vertido el filtro de su encantamiento. Y sin embargo, no estaba muy convencido de que hubiese muerto definitivamente, pudiendo haberse reencarnado en algún descendiente.

Felipe me servía las comidas en mi habitación y cada vez me obsesionaba más su parecido con el retrato. A veces la semejanza no era tanta, pero al cambio de una actitud o de cualquier gesto imprevisto reaparecía ante mí como un fantasma, sobre todo si dichas mutaciones sobrevenían en momentos de mal humor. No cabe duda de que Felipe me apreciaba; se sentía orgulloso de que le prestara atención, cosa que procuraba con sencillas e infantiles tretas; le gustaba sentarse muy cerca del fuego de mi chimenea, parloteando en aquel lenguaje suyo tan ininteligible o cantando aquellas interminables y extrañas canciones sin palabras; a veces acariciaba mis ropas con intención evidente de demostrarme su afecto, lo que me turbaba indefectiblemente y me avergonzaba. Pero todo ello no quita para que, de vez en cuando, montara en cólera sin fundamento alguno y se hundiera en períodos de obstinado mal humor. Le había visto volcar el plato de mi comida ante el mínimo reproche, y no lo hacía subrepticiamente, sino bien a las claras y acompañado de una curiosa provocación, cosa que se repetía ante el indicio de hacerle alguna pregunta. Mi curiosidad no se salía de lo normal, viviendo en un lugar tan extraño y rodeado de gente tan desconocida; pero ante el asomo de una pregunta se volvía ceñudo y amenazante. Era en aquellas ocasiones, y en la fracción de un segundo, cuando más me parecía que aquel brusco muchacho podía haber sido el hermano de la dama del cuadro. Pero tal como venía se disipaba el mal humor, y con ello desaparecía también el extraño parecido.

Durante aquellos primeros días no vi a nadie excepto a Felipe, a menos que se incluya como interlocutor a la dama del retrato. Cabría preguntarse cómo pude soportar con serenidad el peligroso contacto con aquel muchacho tan simple y arrebatado a veces. Para ser sincero, no negaré que me resultaba cargante y fastidioso al principio; pero, poco a poco, fui haciéndome con él hasta desaparecer todas mis inquietudes.

La cosa se desarrolló de la siguiente manera. Felipe era perezoso por naturaleza y vagabundo por vocación; sin embargo, se quedaba por la casa bien atendiendo a mis necesidades, bien trabajando un rato todos los días en el pequeño huerto que se extendía al sur de la mansión. Allí se reunía con el campesino que había visto la noche de mi llegada y que vivía al final de las propiedades, en una tosca dependencia a media milla de distancia; pero, para mí, el que más trabajaba era Felipe, y aunque a veces tiraba la azada y descabezaba un sueño entre las plantas que había removido antes, su constancia y energía eran admirables, sospecha confirmada desde el momento en que sabía la contrariedad que le provocaba esta dedicación y lo desagradable del esfuerzo consiguiente. Presa de esta admiración, me preguntaba qué fuerza se escondía en muchacho tan voluble para insuflarle tan perseverante sentido del deber. ¿Cómo lograba mantenerlo, me preguntaba a mí mismo, y hasta qué extremo prevalecía sobre sus instintos? Quizá era el sacerdote quien le inspiraba y mantenía, el mismo sacerdote que vi un día entrar y salir después, al cabo de una hora, desde el cerro donde yo acostumbraba a dibujar, pero Felipe continuó durante todo aquel tiempo trabajando en el huerto invariablemente.

Con una actitud muy poco digna de encomio por mi parte me decidí un día a apartar a aquel muchacho de sus buenos propósitos y, abordándole en la puerta, le convencí fácilmente para que me acompañara a un paseo. Hacía un día maravilloso; los bosques a los que lo llevé tenían un verdor agradable y aromático, y zumbaban los insectos por todas partes. Allí me reveló Felipe nuevos aspectos de su carácter, alcanzando cotas de alegría que me confundían, y desplegando tanta energía y gracia, que me tenían fascinado. Saltaba y corría alrededor de mí con un júbilo desacostumbrado; se detenía, miraba, escuchaba y parecía beberse el mundo como si de un «cordial» se tratara; y luego, repentinamente, se encaramaba a un árbol de un solo salto, y allí se colgaba y oscilaba tan hábilmente como si fuera lo único que hubiera hecho en la vida. Aunque habló muy poco conmigo y de tan escasa importancia, no recordaba desde hacía mucho tiempo una compañía tan estimulante; el espectáculo de su alegría era una fiesta continua, la rapidez y precisión de sus movimientos me tenían completamente absorbido, y puede que mi obcecada irreflexión hubiese convertido en costumbre estos paseos, de no haber sido porque una casualidad acabó de golpe con lo que empezaba a ser una diversión mía. Debido a su rapidez y destreza, el muchacho atrapó una ardilla en la copa de un árbol. Aunque estaba a cierta distancia de mí, lo vi echarse a tierra rápidamente y acuclillarse allí, chillando de placer como un niño. El ruido de sus gritos, sencillos e inocentes, despertaron de inmediato mi simpatía, pero, al acelerar el paso para acercarme, los gemidos de la ardilla golpearon violentamente mi pecho. He escuchado y presenciado a lo largo de mi vida muchas crueldades de chiquillos, campesinos sobre todo; pero lo que contemplé en aquel momento me hizo montar en cólera. Empujé al muchacho a un lado, le arrebaté el pobre animalillo de sus manos y puse fin a su vida con honda lástima. Me volví después al torturador y le hablé largamente indignado como estaba, diciéndole cosas que parecieron afectarle profundamente; luego, señalando en dirección a la casa, le ordené que se marchara y me dejara, porque lo que yo deseaba era pasear con personas y no con desalmados sin conciencia alguna. Felipe cayó de rodillas y, expresándose con más claridad que la acostumbrada, expulsó un torrente de súplicas conmovedoras, rogándome que tuviera clemencia, que olvidara lo que había hecho y que en el futuro no volvería a repetir tales crueldades.

—¡Trato de comportarme correctamente! —dijo—. ¡Por favor, comandante, sea indulgente con Felipe esta vez, porque nunca volverá a comportarse de manera tan salvaje!

Mucho más conmovido de lo que deseaba mostrar consentí en ser persuadido y, estrechándole las manos, hicimos las paces. Pero antes, como penitencia, le hice enterrar a la ardilla, hablándole de la belleza del pobre animal, describiéndole las penas que había sufrido y la bajeza que suponía abusar de la propia fuerza.

—Mira, Felipe —le dije—, eres muy fuerte, pero en mis manos te sentirías tan desvalido e indefenso como ese pobre animal del árbol. Pon tu mano en la mía, ¿ves que no puedes retirarla? Ahora suponte que yo fuera tan cruel como tú y disfrutara haciendo sufrir a los demás. Mira, ahora aprieto la palma de la mano…

Felipe lanzó un alarido, su rostro se tornó lívido y se cubrió de pequeñas gotas de sudor; cuando le dejé en libertad, se tiró al suelo y, agarrándose la mano, se puso a llorar como un niño. Aprendió de tan buen grado la lección que, bien por esta razón, bien por lo que le había dicho o por el respeto que le imponía ahora mi fortaleza física, su afecto original se transformó en fidelidad perruna.

Mientras tanto yo me recuperaba rápidamente. La mansión se alzaba en lo alto de una pedregosa meseta, rodeada de montañas por todas partes; tan sólo desde el tejado, donde se encontraba una torreta, se podía vislumbrar entre dos picos una pequeña franja de planicie, azul en la lejanía. El aire se movía en aquellas alturas libre y generosamente; grandes bancos de nubes congregadas allí por la altura eran disgregadas por el viento y abandonadas en jirones por las crestas; desde todos los alrededores se elevaba un ronco y vago estruendo de torrentes, y uno podía estudiar los caracteres de la naturaleza más rudos y salvajes que se conservaban allí con la fuerza de su estado primitivo. Desde el primer momento disfruté de un paisaje tan vigoroso y de aquel clima tan imprevisible, y, desde luego, me encantaba la antigua y derruida mansión donde me hospedaba. Se trataba de un edificio cuadrangular, flanqueado en las dos esquinas opuestas por salientes como si fueran baluartes: uno de ellos dominaba la puerta, pero ambos tenían salida para la fusilería. El piso más bajo estaba además desprovisto de ventanas, con lo que el edificio, caso de tener guarnición, no podía ser tomado sin la ayuda de la artillería. En el interior había un patio abierto sembrado de granados. Desde allí una ancha escalinata de mármol ascendía hasta una galería abierta al perímetro de la casa, descansando por la parte del patio en finas columnas. Nuevas escaleras interiores se distribuían hasta los pisos superiores, quedando el edificio dividido por secciones. Las ventanas estaban cerradas herméticamente, tanto por dentro como por fuera; las partes más altas se habían descascarillado y faltaban piezas de mampostería; el tejado se encontraba desvencijado en un sitio por los frecuentes vendavales que asolaban la zona; y la casa entera, bañada por la ardiente y vibrante luz del sol y surgida de entre un bosquecillo de alcornoques raquíticos cargados espesamente y descoloridos por el polvo, parecía como el palacio encantado de la leyenda. El patio, sobre todo, parecía el mismísimo hogar del sueño. Un sordo arrullo de palomas rondaba a todas horas los aleros; los vientos no asomaban por la casa, pero cuando soplaban fuera, una espesa polvareda procedente de la montaña se precipitaba sobre el patio como si fuera lluvia, cubriendo las rojas flores de los granados; ventanas cerradas, puertas ciegas, sótanos oscuros y bóvedas vacías le daban un aire irreal por el que desfilaban sospechosamente misteriosas sombras que la luz creaba con los perfiles de las cuatro caras. En el piso bajo había, sin embargo, un hueco sostenido por cuatro columnas en el que se advertían señales inequívocas de presencia humana. Aunque se abría por delante hacia el patio, estaba provisto de una chimenea en la que siempre ardía un fuego alimentado por gruesos troncos, y numerosas pieles de animales cubrían el suelo de baldosa.

Fue en este lugar donde por vez primera conocí a mi anfitriona. Había sacado una de las pieles para sentarse al sol, recostándose contra una columna. Lo primero que llamó mi atención fue su vestido, lujoso y luminosamente coloreado, de manera que resplandecía en aquel polvoriento patio con el mismo tono e intensidad que el de las flores de los granados; pero, al contemplarla por segunda vez, su belleza me cautivó. Como estaba recostada —observándome, pensé yo, aunque con ojos invisibles— y con una expresión de buen humor y satisfacción, mostraba la perfección de sus facciones y una nobleza espontánea en su actitud, que hasta las mismas estatuas la envidiaban. Me quité el sombrero al pasar ante ella y su rostro se contrajo tan rápida e imperceptiblemente como las olas de una charca provocadas por la brisa, pero ella no se aprestó a corresponderme. Proseguí mi acostumbrado paseo un poco intimidado, sin apartar de mi mente aquella impávida frialdad como de ídolo; cuando regresé, a pesar de que ella continuaba prácticamente en la misma postura, me sorprendí al ver que se había desplazado hasta la columna contigua, persiguiendo la luz del sol. Esta vez, sin embargo, me dirigió un saludo trivial, formulado con bastante cortesía, proferido con una voz profunda, grave, borrosa y ceceante, la misma que me había desconcertado en mi primer encuentro con su hijo. Le contesté un poco al azar, pues no sólo pude entender lo que me dijo, sino que al abrir repentinamente sus ojos me turbó. Eran extraordinariamente grandes, el iris dorado como los de Felipe, pero la pupila estaba en aquel momento tan dilatada, que parecían casi negros; en realidad lo que más me afectó no fue su tamaño, sino, y puede que fuera una consecuencia natural, la curiosa y extraña insignificancia de su mirada. La mirada más completamente estúpida y vacía que nunca me he encontrado. Me vi obligado a bajar mis ojos cuando aún estaba contestándole y proseguí mi camino escaleras arriba hasta mi habitación, desconcertado y abochornado a la vez. Pero al entrar y ver el rostro del retrato, pensé de nuevo en el milagro de la descendencia familiar. Mi anfitriona era, sin duda, la de más edad y corpulencia de las dos; sus ojos eran de diferente color; de su rostro no sólo estaba ausente la crueldad y mal humor que mostraba la dama del cuadro y que tanto me ofendían y atraían, sino que estaba desprovisto de toda alusión al bien o al mal: un vacío moral que expresaba literalmente la nada. Y sin embargo, existía un parecido latente entre las dos, un parecido expresado más en la totalidad que en un rasgo particular y concreto. Podía decirse, pensé, que cuando el pintor firmó aquel lienzo había intentado expresar no sólo la imagen de una mujer sonriente y de mirada traicionera, sino que había conseguido plasmar todas las cualidades básicas de una tradición familiar desde el principio de sus generaciones.

De aquel día en adelante, ya saliera como regresara, estaba convencido de encontrarme a la señora recostada al sol contra la columna o tendida en una de las muchas alfombras frente al fuego; había veces, pero muy de tarde en tarde, en que se apropiaba de la última vuelta de la escalera de piedra y allí se tendía con la misma descuidada indolencia, obstruyéndome el paso que tenía que utilizar. Nunca en todas aquellas ocasiones la vi desplegar una mínima pizca de energía más que la necesaria para alisarse y retocarse el abundante cabello cobrizo o para cecear con la ronquera melodiosa y cascada de su voz los habituales y perezosos saludos que me dirigía. Creo que aquéllos eran sus dos mayores placeres, aparte de la indolencia misma. Parecía sentirse siempre muy orgullosa de sus observaciones, que consideraba agudezas; y aunque eran frases muy trilladas, como les ocurre en la conversación a muchas personas respetables, y la serie de materias a tratar muy limitada, nunca se las podía considerar tontas o incoherentes; es más, poseían una belleza muy propia y revelaban una absoluta satisfacción que emanaba de su atmósfera vital. A veces hablaba del buen tiempo y del calor, que le apasionaba (como también a su hijo); otras, de las flores de los granados; y también de las blancas palomas y de las golondrinas que con tanta gracia y ligereza removían el aire del patio. Los pájaros la excitaban, sobre todo cuando evitaban los aleros en sus locos y rápidos vuelos o, cuando, al pasar rozándola, levantaban un pequeño golpe de aire; a veces se agitaba y reincorporaba un poco, y parecía que se despertaba de un letargo de animal satisfecho. Pero el resto del tiempo lo pasaba recogida sensualmente sobre sí misma, sumida en la pereza y el placer físico. Su impávida satisfacción me fastidiaba un poco al principio, pero gradualmente terminé por encontrar cierta compensación tranquilizadora en el espectáculo, hasta que me habitué a sentarme junto a ella cuatro veces al día, al ir y al venir, y a hablar con ella somnoliento, raramente sé de qué. Había llegado a gustarme su proximidad impersonal y mortecina, casi animal; su belleza y estupidez me calmaban y distraían. Empezaba a descubrir una especie de sabiduría trascendental en sus observaciones y su inescrutable carácter me incitaba a la admiración y a la envidia. La simpatía que la profesaba me era correspondida; disfrutaba de mi presencia medio inconscientemente, como disfruta un hombre sumido en una profunda meditación del murmullo de un riachuelo. No puedo afirmar que se animara con mi presencia, porque tenía tallado el rostro de satisfacción como les ocurre a ciertas estatuas absurdas; pero sí estoy seguro de que yo le causaba cierto placer, por algunos indicios que no tienen por qué tener relación exclusivamente con la vista. Un día, cuando estaba sentado cerca de ella en el escalón de mármol, extendió súbitamente una de sus manos y acarició la mía. Visto y no visto, había vuelto a su acostumbrada actitud antes de que mi mente se hubiera percatado de dicho gesto; y cuando me volví para mirarla, no pude descubrir en su rostro ningún sentimiento que lo justificara. Era evidente que ella no daba importancia a una acción que consideraba maquinal, por lo que me culpé a mí mismo del desasosiego producido.

Ver y tratar (si se le puede llamar así) a la madre, me confirmaba en la opinión que me había formado del hijo. La sangre de la saga familiar se había ido empobreciendo y debilitando quizá por una serie de uniones matrimoniales entre parientes, error —me consta— muy generalizado entre gente orgullosa y distinguida. No creo que pudiera hablarse de una degeneración física, pues tanto la hermosura como la fortaleza habían sido transmitidas a las generaciones sucesivas de forma inalterable, y los rostros de los presentes, moldeados con detallada precisión, me lo confirmaban si los comparaba con aquel rostro que me sonreía desde el retrato doscientos años atrás. Pero la inteligencia (que es el bien hereditario más preciado) sí que estaba en franca decadencia; el tesoro de la memoria ancestral se había agotado casi por completo y había tenido que recurrir al cruce plebeyo con un arriero o un vulgar contrabandista de las montañas para convertir la estupidez de la madre en la enérgica rareza del hijo. Y sin embargo, si me hubieran dado a elegir, yo hubiera preferido a la madre. A Felipe, tal como era, vengativo e indulgente, asustadizo y retraído, tan inconstante como una liebre, se le podía considerar como una criatura posiblemente nociva. De la madre no puedo hablar más que con simpatía y afecto, pues, tal como los espectadores son muy hábiles para tomar partido sin tener mucho conocimiento de causa, yo me había decidido ya a raíz de la hostilidad latente que advertía en ellos. Cierto que tal hostilidad parecía provenir principalmente de la madre. Yo había observado que a veces, cuando Felipe se acercaba, contenía el aliento, y las pupilas de sus ojos inexpresivos se contraían como si se sintiera impulsada por algún sentimiento de horror o de miedo. Sus emociones, por evidentes, obligaban casi a compartirlas, pero aquel rechazo que yo presentía en ellos me atormentaba, preguntándome insistentemente qué razones podría haber y cuál sería el grado de culpabilidad del hijo.

Cuando llevaba ya diez días de estancia en la mansión, se levantó uno de aquellos violentos y desagradables huracanes, arrastrando consigo voluminosas nubes de polvo. Procedía de unas llanuras palúdicas y había atravesado varias cordilleras cubiertas de nieve. Las personas que conocían este fenómeno tenían los nervios en tensión; el polvo les irritaba los ojos; las piernas soportaban penosamente el peso del cuerpo y el simple roce de una mano con otra llegaba a hacerse odioso. El viento descendía de las colinas por los barrancos y se lanzaba contra las casas con tan profundo estruendo y silbidos, que resultaban molestos para los oídos y reducían la mente a un estado depresivo. No azotaba por medio de ráfagas, sino con el ruido uniforme de una cascada, de manera que no había descanso mientras soplaba. En las partes más altas de la montaña se desplazarían probablemente fuerzas más variables, con golpes de furia, porque, a veces, llegaban hasta nosotros unos gemidos muy lejanos, difícilmente audibles; pero en otras ocasiones, en alguno de los salientes o terrazas, se levantaba una torre de polvo que se dispersaba como el humo de una explosión.

Apenas me hube despertado aquella mañana, la tensión nerviosa y la depresión creada por el tiempo se apoderaron de mí, tornándose más fuerte el efecto cuanto más avanzaba el día. Era inútil que intentara resistirme, inútil que repitiera mi acostumbrado paseo matutino; la irracional e inmutable furia del temporal minó muy pronto mi resistencia y destruyó mi temple, volviendo a casa envuelto en un calor seco, sucio y cubierto de polvo. El patio presentaba un aspecto desolado y triste; algún rayo de sol lo atravesaba muy de tarde en tarde, y el viento, que no cesaba, dispersaba las flores de los granados y hacía batir las contraventanas contra el muro. En el hueco abierto hacia el patio se paseaba la señora con la cara encendida y los ojos relucientes; en cierto momento pensé que hablaba con ella misma, como si estuviera enfurecida, pero cuando le dirigí mi saludo habitual me replicó con un gesto brusco y continuó paseando. El mal tiempo había alterado incluso a aquella criatura impasible, y la vergüenza que había sentido por mi desasosiego desaparecía mientras subía hacia mi cuarto.

El viento no cesó en todo el día; yo, por mi parte, permanecí en mi estancia haciendo como que leía o paseando de un lado a otro mientras escuchaba el rugido del vendaval sobre mi cabeza. Cayó la noche y descubrí que no tenía ni una vela para alumbrarme. Empecé a añorar alguna compañía y me deslicé hasta el patio. Estaba ya sumergido en el azul intenso de la primera oscuridad, pero el hueco estaba brillantemente iluminado por el fuego. Había sido apilado un buen montón de leña y las llamas bailaban de un sitio a otro por el tiro de la chimenea. En aquella ardiente y versátil claridad continuaba paseando la señora de un lado a otro con gestos descompuestos, estrechándose las manos, extendiendo ambos brazos y echando atrás la cabeza como si suplicara al cielo. Aquellos movimientos estentóreos resaltaban la belleza y la gracia de la mujer, pero había un brillo en sus ojos que me impresionó de una forma muy desagradable; y cuando la hube observado un rato en silencio, sin que ella se diera cuenta al parecer, regresé por donde había venido y busqué a tientas el camino que conducía a mi habitación.

Para cuando me trajo Felipe la cena y las luces ya no sabía qué hacer con mis nervios; y si el muchacho hubiese tenido el aspecto acostumbrado, le habría retenido conmigo (obligado por la fuerza, si fuese necesario), a fin de mitigar en lo posible la ansiedad que me producía la soledad aquella noche. Pero también el viento había ejercido su influencia sobre él. Había estado febril durante todo el día, y, con la caída de la noche, su humor tembloroso y alicaído provocaba en mí una reacción de rechazo. Me molestaba extraordinariamente su rostro acobardado, sus sobresaltos, su palidez y sus repentinas paradas para escuchar; y cuando se le cayó y rompió un plato, salté de mi asiento como impulsado por un resorte.

—Me da la impresión de que hoy estamos todos un poco locos —dije yo, fingiendo reír.

—Es el viento negro —aclaró lastimeramente—. Da la impresión como si se debiera hacer algo, pero no sé qué.

Anoté la exactitud de la descripción; y es que Felipe tenía el don de expresar en palabras las sensaciones del cuerpo.

—Tu madre parece sufrir también mucho con este tiempo —continué—. ¿No temes que se pueda sentir indispuesta?

Se me quedó mirando fijamente y contestó un «No» desafiante; luego, llevándose la mano a la frente, se lamentó del viento y del ruido, diciendo que su cabeza daba vueltas como si fuera una rueda de molino.

—No creo que nadie pueda sentirse bien —exclamó.

Y, la verdad, yo mismo no hacía otra cosa que repetirme la misma pregunta, tal era la alteración a que nos encontrábamos sometidos.

Me acosté pronto, agotado por la tensión de todo el día; pero la nociva naturaleza del viento y el enorme e ininterrumpido alboroto no me dejaron dormir. Me pasé la noche dando vueltas, con todos los sentidos en tensión. A veces dormitaba, pero me despertaba enseguida acosado por horribles pesadillas; y aquellos ratos de olvido trastocaron por completo mi sentido del tiempo. Pero debía estar la noche muy avanzada, cuando me sobresaltaron repentinamente unos gritos dignos de lástima y horror. Salté de mi cama pensando que los había soñado, pero seguían resonando por toda la casa; gritos de pena, pensé, pero también de rabia sin duda; y tan salvajes y desesperados, que conmovían el corazón. No era ninguna ilusión; algún ser vivo, ya fuera animal salvaje o persona en estado de locura, estaba siendo torturado de la manera más cruel. La escena de Felipe y la ardilla cruzaron por mi mente y corrí hasta la puerta, pero había sido cerrada desde fuera; podía golpearla cuanto quisiera, pues me había convertido en su prisionero a cal y canto. Mientras tanto los gritos arreciaban. En ocasiones se convertían en gemidos articulados e inteligibles, lo que me indicaba que se trataba de una persona; pero otras se intensificaban y llenaban la casa de bramidos que parecían escapados del infierno. Permanecí atento junto a la puerta hasta que cesaron, pero ellos continuaron aún por mucho tiempo mezclándose en mi imaginación con el ulular del viento; cuando me decidí a volver a la cama, lo hice con el corazón preso de angustia y del más negro de los horrores.

Resultaba lógico que no pudiera dormir más. ¿Por qué me habían encerrado? ¿Qué había pasado? ¿Quién era el autor de aquellos horribles e indescriptibles gritos? ¿Un ser humano? Era inconcebible. ¿Acaso un animal? Los gritos no eran bestiales del todo, pero si no era un león o un tigre, ¿qué otro animal podía sacudir de aquella manera los sólidos muros de la casa? Y mientras le daba vueltas en mi cabeza a todos los elementos misteriosos de aquel horrible rompecabezas, me acordé de que aún no conocía a la hija de la casa. ¿No resultaba verosímil que fuera la hija de la señora y hermana de Felipe la que estaba loca? Y si esto era así, ¿no resultaba en cierta manera comprensible que personas tan ignorantes y disminuidas mentalmente intentaran reducir por medio de la violencia a un familiar que se presuponía enfermo? Era una solución y, sin embargo, siempre que recordaba los gritos (cosa que nunca pude hacer sin sentir un escalofrío que me estremecía), me pareció una teoría completamente insuficiente: ni la crueldad en persona podía arrancar aquellos gritos de la locura. Pero estaba seguro de una cosa: yo no podía continuar viviendo en una casa donde sucesos de tal calibre no eran investigados a fondo y no se intervenía consecuentemente con ellos.

Al día siguiente el viento había cesado y no había nada que recordara a los sucesos de la noche anterior. Felipe se acercó a mi cama con una alegría desacostumbrada; al atravesar el patio, vi que la señora tomaba el sol con su habitual pasividad, y cuando salí al campo abierto me encontré con que la naturaleza sonreía con sencillez, el cielo era de un frío color azul, sembrado de grandes nubes aisladas y las laderas de las montañas veteadas de luz y sombra. Un breve paseo bastó para devolverme la confianza en mí mismo y afianzarme en la idea de dar solución a aquel misterio; y cuando observé desde mi atalaya acostumbrada que Felipe se dirigía a sus cotidianas labores de la huerta, regresé rápidamente a la casa para poner en práctica mi plan. La señora parecía dormir un profundo sueño; me planté ante ella, pero no se inmutó; incluso si mi plan pecara de imprudente, nada podía temer de semejante guardián, así que, dándome la vuelta, subí hasta la galería e inicié la exploración de la casa.

Estuve toda la mañana de una puerta a otra, entrando en espaciosas y descoloridas habitaciones: unas completamente a oscuras, otras iluminadas por la luz del día, pero todas vacías y escasamente acogedoras. Era, sin duda, una casa rica, a la que el tiempo se había encargado de deslucir y el polvo que reinaba por doquier le quitaba la ilusión. Había telas de araña por todas partes; gordas tarántulas correteaban por las cornisas; hileras de hormigas en pos de sus ocupaciones inundaban el suelo de los salones; esos moscones asquerosos que viven entre la carroña y suelen transmitir con cierta frecuencia la muerte habían puesto sus nidos en el podrido artesonado y zumbaban sordamente por las habitaciones. Aquí o allá un taburete o dos, una cama o una gran silla tallada como islas en el océano de los suelos desnudos testificaban el calor humano que otro tiempo hubo; y en todas las paredes colgaban los retratos de los muertos. Por aquellas efigies deterioradas podía deducir la grandeza y el brillo social de la casa que estaba correteando. Muchos de los hombres llevaban condecoraciones en sus pechos y tenían el porte de haber desempeñado un alto cargo; las mujeres lucían ricos vestidos; y las firmas de los cuadros pertenecían a artistas de reconocida fama. Pero no fueron tales pruebas de grandeza, en contraste con la actual decadencia de la casa, lo que más me impresionó. Fue más bien la parábola de la saga familiar leída en la sucesión de aquellos rostros y aquellos cuerpos de intachables proporciones. Nunca antes me había encontrado ante la material continuidad de una estirpe, su creación y recreación, el entretejerse, cambiarse y transmitirse los elementos carnales. Que un niño nazca de su madre, que crezca y aprenda a vestirse él mismo (no sabemos cómo) de humanidad, que adquiera los rasgos comunes de la familia, que vuelva la cabeza de la misma manera que su progenitor y ofrezca la mano con la misma fuerza que lo hicieron sus antecesores son milagros tan monótonos y ordinarios que han dejado de tener interés para nosotros. Pero la común mirada, el rostro común y el porte igualmente idéntico de todas aquellas generaciones pintadas en las paredes de la casa alertaban bien a las claras que el milagro se repetía con más fuerza, mientras me miraban a los ojos. En un antiguo espejo que apareció en mi camino muy oportunamente me detuve para leer mis facciones durante un buen rato, rastreando en ambas manos los hilos de mi descendencia y los lazos que me ligaban a mi familia.

Por fin, en el curso de mis investigaciones, abrí la puerta de una habitación que tenía trazas de estar habitada. Era de amplias proporciones y orientada al norte, allí donde las montañas presentaban las formas más abruptas. Los rescoldos de un fuego humeaban aún en la chimenea, junto a la cual alguien había acercado una silla. Pero el aspecto real de la habitación era de gran ascetismo y severidad; la silla carecía de cojín; el suelo y las paredes se encontraban completamente desnudos y, si exceptuamos los libros, repartidos por todas partes en descuidada confusión, no aparecía a la vista ningún otro dato o utensilio que indicara actividad de trabajo o de placer. La presencia de libros en aquella casa me dejó francamente sorprendido; a toda prisa y temiendo verme interrumpido de un momento a otro, empecé a examinar sus contenidos y saber de qué trataban. Eran de todas clases: devocionarios, manuales históricos y científicos, pero muy antiguos y escritos en latín. Pude ver que algunos llevaban la huella de ser los más frecuentados; otros habían sido rotos por la mitad y arrojados a un rincón, no sabemos si en un arrebato de mal genio o en un gesto desaprobatorio. Finalmente, al cruzar de nuevo la habitación vacía, descubrí en una mesa cerca de la ventana algunas hojas escritas a lápiz. Lleno de curiosidad como estaba, no pude aguantar la imperiosa necesidad de coger una. Eran unos cuantos versos muy arbitrariamente medidos en el español original y que decían poco más o menos lo siguiente:

El placer se acercó con dolor y vergüenza,
sufrí con corona de lirios.
El placer mostró al hermoso sol;
¡Jesús querido, cuán dulcemente brillaba!
La aflicción, con sus descarnadas manos,
¡te señaló a ti, Jesús querido!

Preso de vergüenza y confusión, dejé el papel sobre la mesa y abandoné inmediatamente aquella habitación. Ni Felipe ni su madre podían haber leído los libros y menos escrito aquellos mal compuestos, pero sentidos versos. Estaba claro que había profanado con pies sacrílegos la habitación de la hija de la casa. Bien sabe Dios que fue primero mi corazón el que con mayor dureza me castigó por la indiscreción cometida. La idea de haber violado, aunque secretamente, la intimidad de una muchacha en tan extraña situación y el miedo de que ella llegara a enterarse por cualquier circunstancia, me produjo un terrible sentimiento de culpabilidad. Me recriminé, además, por mis sospechas de la noche anterior; me asombré de que hubiera atribuido aquellos horribles gritos a la que ahora consideraba como una santa, una persona de aire espectral, debilitada por los ayunos, obsesionada por la práctica de una devoción rutinaria y sometida a una reclusión espiritual que la apartaba de sus extraños familiares; y al apoyarme sobre la balaustrada de la galería y contemplar los granados y la mujer somnolienta vestida con cierto lujo, que se desperezaba en aquel momento y pasaba delicadamente la punta de la lengua por los labios como si saboreara con ello la indolencia misma, comparé aquella escena con la habitación que acababa de abandonar.

Aquella misma tarde, cuando me encontraba en mi observatorio, vi cómo el Padre atravesaba las puertas de la casa. El descubrimiento de la verdadera personalidad de la hija había despertado mi imaginación y casi borrado los horrores de la noche anterior, pero la presencia del sacerdote bastó para que reviviera en mi memoria. Abandoné mi acostumbrado lugar, y dando un rodeo por los bosques, me aposté a orillas del camino para esperar su salida. Tan pronto como apareció, me acerqué y me presenté como el inquilino de la casa. Tenía un semblante enérgico y presumiblemente honesto, en el que se podían leer las distintas emociones con que me contemplaba a mí, un extranjero de otra religión y soldado herido en aquella guerra. De mis anfitriones habló con reserva, pero no sin respeto. Le dije que aún no había visto a la hija, a lo que respondió que así era como tenía que ser y me observó con cierto recelo. Por último le referí los gritos de la noche anterior. Me escuchó en silencio, se detuvo después y se volvió, en parte como si me indicara que estaba despidiéndose.

—¿Le gusta a usted el rapé? —dijo, ofreciéndome su caja. Yo la rechacé y él continuó—: Soy un anciano y puedo permitirme el lujo de recordarle a usted su condición de huésped.

—¿Cuento, pues, con su autorización —repliqué con suficiente firmeza, aunque sonrojándome ante el implícito reproche— para dejar que las cosas sigan su curso y no interferirme?

El Padre dijo «Sí», y con un saludo visiblemente preocupado me dejó donde estaba. Pero había conseguido dos cosas: tranquilizar mi conciencia y despertar mi sensibilidad. Haciendo un gran esfuerzo, deseché una vez más los recuerdos de la noche anterior y me abandoné en cavilaciones sobre mi devota poetisa. Tampoco se me pasaba que la noche anterior había sido cerrado con llave, y cuando Felipe me trajo aquella noche la cena lo conduje astutamente a las cuestiones que me interesaban.

—No veo nunca a tu hermana —dije sin darle importancia.

—¡Oh!, no —dijo él—. Es una chica muy buena —y cambió inmediatamente de conversación.

—Tu hermana debe ser muy piadosa, ¿no? —pregunté en la siguiente ocasión.

—¡Uff! —exclamó uniendo las manos con gran fervor—, una santa. Ella es quien me mantiene.

—Eres muy afortunado —agregué—; mucho me temo que a la inmensa mayoría, entre los que me cuento, nos es más fácil marchar hacia abajo.

—Yo no diría eso, señor —contestó Felipe con mucha seriedad—; no debería usted tentar a un ángel. Si uno va cuesta abajo, ¿dónde se parará?

—Vaya —dije—, no sabía que ejercieras de predicador; y muy bueno, además. Supongo que todo eso será obra de tu hermana.

Felipe abrió mucho los ojos y asintió con su cabeza.

—Bien —continué—; en ese caso, es indudable que te habrá reprendido por tu pecado de crueldad.

—¡Doce veces! —exclamó, porque era la frase con la que expresaba la frecuencia en la repetición aquella extraña criatura—. Y le dije que también usted me había reñido. Me acordé de hacerlo —dijo orgullosamente— y a ella le gustó.

—Entonces, Felipe —continué—, ¿qué eran esos gritos que oí anoche? Porque es cierto que pertenecían a una persona que sufría mucho.

—Fue el viento —replicó el muchacho mirando al fuego.

Puse mi mano sobre la suya y, pensando él que se trataba de una caricia, sonrió con tan intensa satisfacción, que estuvo a punto de desbaratar mi propósito. Pero enseguida superé aquel momento de debilidad.

—El viento —repetí—, y sin embargo creo que fue esta mano —la levanté— la que me encerró en mi habitación echando la llave.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo del muchacho, pero no soltó ni una palabra.

—Bien —le dije—, yo soy extranjero y huésped vuestro además, así que no creo que me corresponda entrometerme en vuestros asuntos, y menos intentar juzgarlos; me parece muy bien que en todo ello te atengas a los consejos que te da tu hermana, que no dudo serán los mejores. Pero en lo que a mí se refiere, no pienso ni por un momento convertirme en prisionero de esta casa, así que exijo se me dé la llave de mi habitación.

Media hora más tarde se abrió la puerta repentinamente y cayó la llave tintineando al suelo.

Un día o dos más tarde, regresaba yo de un paseo antes del mediodía. La señora, acurrucada en el hueco que da al patio, dormía apaciblemente; un montón de palomas permanecían aletargadas bajo los aleros, como si fueran pequeños montones de nieve; la casa entera se hallaba bajo el hechizo de la quietud del mediodía; tan sólo una apacible brisa que bajaba de las montañas se colaba por las galerías, susurraba entre los granados y agitaba dulcemente las sombras creadas por sus hojas. Había algo en aquella quietud que me movió a no romperla, así que crucé el patio y subí todo lo cuidadosamente que pude las escaleras de mármol. Ya estaba en el descansillo superior, cuando se abrió la puerta de repente y me encontré cara a cara con Olalla. La sorpresa me inmovilizó; su hermosura aceleró los latidos de mi corazón; toda ella brillaba en la intensa sombra de la galería como una piedra preciosa; sus ojos se clavaron en los míos y se trabaron como se traban las manos; y allí estuvimos no sé cuánto tiempo cara a cara, bebiendo cada uno en el otro, como en una unión sacramental de las almas. No podría decir el tiempo que estuve allí delante de ella hasta salir de aquel profundo éxtasis, e inclinándome atropelladamente, subí los escalones que me faltaban. Ella no se movió, pero me siguió con sus grandes ojos sedientos; y cuando desaparecí de su vista, me pareció como si palideciera y se marchitara.

Al abrir la ventana de mi habitación y mirar fuera, no podía dar crédito al cambio sufrido sobre aquel austero panorama montañoso, que cantaba ahora y brillaba debajo de un cielo majestuoso. ¡Había visto a Olalla! Las piedras y el insondable azul del cielo repetían: «¡Olalla, Olalla!». La pálida mujer de mis sueños se había desvanecido para siempre y en su lugar yo contemplaba a la doncella en la que Dios había prodigado los colores más ricos y las energías más exuberantes de la vida: ágil como un ciervo, esbelta como un junco y en sus grandes ojos estaban encendidas las antorchas del alma. La vibración de su vida joven, tensa como la de un animal salvaje, había entrado de lleno dentro de mí. La fuerza con que aquel alma me había mirado desde el fondo de sus ojos se había apoderado de mi corazón y saltaba a mis labios como una canción. Olalla había atravesado mis venas: estaba sólo conmigo.

No se puede decir que mi entusiasmo decayera; más bien mi alma se mantuvo firme en aquel éxtasis como en un castillo fortificado, acosado allí por frías y dolorosas consideraciones. No podía dudar de que la amaba desde el momento en que la vi, y con un ardor que nunca anteriormente había experimentado. ¿Qué sucedería después? Olalla pertenecía a una familia sobre la que se cernían las calamidades, hija de la señora, además, y hermana de Felipe; su belleza en eso no la traicionaba. Tenía la ligereza y rapidez de su hermano, rápida como una flecha, ligera como el rocío; pero como su madre, Olalla brillaba sobre el pálido fondo del mundo con el resplandor de las flores. Nunca podría llamar hermano a aquel muchacho de inteligencia infantil ni madre a aquella hermosa e impasible mujer, cuya mirada vacía y la eterna sonrisa se me representaban ahora en la mente como algo verdaderamente odioso. Y si no podía casarme, ¿cómo se arreglaría? Olalla estaba irremediablemente indefensa; sus ojos me habían confesado idéntica pasión en la única y larga mirada que nos había servido de primera conversación; pero yo sabía que era ella la que se consagraba a la meditación y al estudio en aquella fría habitación orientada al norte, lo que bastaba para desarmar a un ser sin corazón. Carecía del suficiente valor para huir, pero me prometí comportarme con la mayor prudencia.

Al abandonar la ventana, mis ojos se posaron en el retrato. Se había quedado sin vida, como la luz de una vela cuando sale el sol; me perseguía ahora con ojos de pintura. Lo comparaba con el original y me maravillaba el parecido de aquella raza en declive; las diferencias quedaban ocultas bajo aquella semejanza. Recordaba cómo, días antes, la dama del cuadro me había parecido una cosa inalcanzable en la vida real, un producto surgido de la mano del artista antes que de la propia naturaleza, y su imagen alentaba mi pensamiento. Había conocido con anterioridad mujeres hermosas que nunca lograron cautivarme; pero Olalla reunía todo lo que yo deseaba, todo lo que yo nunca me había atrevido a imaginar.

Al día siguiente no la vi; mi corazón sufría y añoraba su presencia como los hombres añoran la llegada de la mañana. Pero al otro día, cuando regresaba de mi paseo habitual, me la encontré en la galería y nuestras miradas volvieron a enfrentarse y a abrazarse. Tenía que haber hablado, acercarme a ella; pero, aunque toda ella tiraba con fuerza de mi corazón atrayéndolo como un imán, un obstáculo todavía más imperioso me detuvo. Hice otra inclinación de cabeza y continué mi camino; y ella, sin devolverme el saludo, me siguió con los ojos llenos de nobleza.

Ahora podía rememorar su imagen como quisiera y, mientras grababa sus rasgos en mi memoria, me parecía adentrarme hasta lo más profundo de su alma. Olalla había heredado algo de la coquetería de su madre y prefería, como ella, los colores fuertes. El vestido que llevaba puesto, confeccionado sin duda por ella misma, se ajustaba al cuerpo con gracia y sabiduría. El corpiño quedaba abierto en el centro por medio de una larga abertura, según la moda del país, y, a pesar de la pobreza de la familia, brillaba sobre su pecho, colgada de una cinta, una moneda de oro. Eso probaba, si hay que decirlo, su innato amor a la vida y el sentido que tenía de la belleza. Por otra parte, aquellos ojos, a los que se aferraban los míos, descubrían abismos de tristeza y pasión, luces de poesía y esperanza, una desesperación condenatoria y pensamientos que no tenían nada de terrenal. Tenía un cuerpo fabuloso, pero su alma valía más que todo él. ¿Debería dejar yo que aquella flor incomparable se marchitara inadvertida entre aquellas abruptas montañas? ¿Tendría que renunciar a aquella mirada que tan elocuentemente me dirigían sus ojos? ¿No habría de romper los barrotes que la tenían recluida en aquella prisión? Todas las demás consideraciones pasaron a segundo plano; y, aunque fuera la hija del mismo Herodes, juré que habría de ser para mí, de manera que aquella misma tarde tramé —con un sentimiento en el que se mezclaban confusamente perfidia y venganza— cautivar a su hermano. Quizá le veía ahora con ojos distintos, quizá el pensamiento de su hermana me lo presentaba con las pocas cualidades que tenía; lo cierto es que ahora se me presentaba bajo el aspecto amable, y, aunque tenía celos de su parecido, lograba que me enterneciera.

El tercer día pasó en vano, un desierto de horas. Estaba decidido a no perder ninguna oportunidad y me entretuve toda la tarde en el patio, donde (para justificar mi estratagema) me dediqué a hablar con la señora más que de costumbre. Dios sabe que lo hacía con el más tierno y puro interés y, lo mismo que me había sucedido con Felipe, era consciente de que mi afecto por ella crecía. Pero me asaltaban algunas dudas. Me asustaba la serenidad con que podía quedarse dormida mientras hablaba y despertarse al poco rato sin manifestar el menor embarazo; y no digamos aquella pasiva sensualidad compuesta de infinitos cambios de postura, saboreando y recreándose en el placer corporal del movimiento. Ella vivía en y para su propio cuerpo, convirtiendo en constante deleite sensual el más pequeño de los movimientos de sus miembros. Descubría al final que nunca podría acostumbrarme a sus ojos. Cada vez que volvía hacia mí aquellas grandes y vacías órbitas, abiertas de par en par a la luz del día pero cerradas a cualquier indagación humana, cada vez que observaba los rápidos cambios de sus pupilas, que se dilataban y contraían en un instante, no sabía lo que me pasaba, no encuentro nombre para aquel confuso sentimiento de desilusión, incomodidad y fastidio que irritaban mis nervios. Intenté llevar una conversación sobre diferentes temas, pero siempre sin éxito, hasta acabar por referirme a su hija. Pero también aquí demostró su indiferencia. Dijo que era bonita, palabra que como sucede en los niños, sintetiza toda su capacidad de elogio; y cuando le sugerí lo poco habladora que parecía, se limitó a bostezar delante de mi misma cara y me contestó que las palabras no servían de mucho cuando no había nada que decir.

—La gente habla mucho, muchísimo —añadió, mirándome a la cara con sus pupilas dilatadas, bostezó de nuevo y me mostró una boca tan delicada como la de una muñeca. Capté la insinuación al momento y, abandonándola en su reposo, subí a mi habitación para sentarme en la ventana abierta, mirando las colinas sin verlas, sumido en sueños felices y escuchando con la imaginación una voz que no había oído nunca.

En la quinta mañana me desperté tan firmemente convencido en mi esperanza, que casi parecía desafiar al destino. Estaba seguro de mí mismo, ligeros el pie y el corazón, y decidido a exponerme a la prueba de su conocimiento. No dejaría pasar más tiempo bajo las ataduras del silencio, mudo completamente, viviendo tan sólo por la vista como el amor de los animales; había que arriesgar el todo por el todo y conseguir las alegrías que proporciona la intimidad humana. Pensé en ello con alborotadas esperanzas, como el viajero camino de El Dorado; no temía aventurarme en el desconocido y maravilloso país de su alma. Sin embargo, al encontrarme con ella de nuevo, la misma fuerza de la pasión cayó sobre mí y mi mente quedó al instante oscurecida; las palabras se escaparon de mi boca como en un hálito infantil; y me acerqué a ella como el hombre aturdido se acerca al borde del abismo. Olalla, por su parte, guardaba las distancias, pero sus ojos no se apartaban de los míos y me invitaban a continuar. Finalmente, cuando estaba a punto de alcanzarla, me detuve. Las palabras se negaron a salir de mi boca; si daba un paso más, podría abrazarla en silencio; y todo lo que en mí había de cuerdo, todo lo que aún no había conquistado, se rebeló contra la idea de tal atrevimiento. Así permanecimos durante un segundo, toda nuestra vida en los ojos, atrayéndonos y resistiéndonos el uno contra el otro; luego, con gran esfuerzo y consciente de la repentina amargura de la decepción, di la vuelta y me alejé con el mismo silencio.

¿Cuál era el poder que me impedía hablar? ¿Por qué callaba ella también? ¿Por qué se apartaba de mí con los ojos hechizados? ¿Era amor lo que sentíamos o una simple atracción animal, torpe e inevitable, como la atracción del imán sobre el acero? Nunca habíamos hablado, éramos unos absolutos desconocidos el uno para el otro, y sin embargo una influencia tan poderosa como el abrazo de un gigante nos unía silenciosamente a los dos. Por una parte, aquello me llenaba de impaciencia, aunque estaba convencido de que Olalla era una persona excelente: había visto sus libros, leído sus versos y adivinado así, en cierto sentido, el alma de la que era ya mi dueña. Pero por otra parte, aquello me dejó helado. Ella no me conocía más que por mi apariencia corporal; se sentía arrastrada hacia mí como las piedras caen sobre la tierra; las leyes que rigen la naturaleza de los cuerpos la guiaban a mis brazos sin su consentimiento; y yo retrocedí ante la idea de semejante unión y empecé a tener celos de mí mismo. Esa no era la manera como yo deseaba ser amado. Luego sentí una gran compasión por ella. Pensé cuán humillada debía sentirse —ella, la estudiosa, la virtuosa consejera de Felipe, la que se había retirado para llevar una vida de espiritualidad— al reconocer su debilidad con un hombre con el que no había mediado ni una sola palabra. Todos los demás sentimientos desaparecieron; sólo quería encontrarla, consolarla y tranquilizarla; decirle cuánto la amaba y cómo su elección, hecha a ciegas, no había recaído en una persona indigna.

Al día siguiente el tiempo era magnífico; un azul intensísimo del cielo cubría las montañas; el sol brillaba con todas sus fuerzas; la brisa entre los árboles y los muchos torrentes que bajaban de las montañas impregnaban el aire de una música delicada y persistente. Yo, sin embargo, me sentía desbordado por la tristeza. Mi corazón lloraba por la ausencia de Olalla como un niño pequeño llora por la falta de su madre. Yo había ido a sentarme en una de las rocas de las colinas bajas que rodean la meseta norte, desde donde contemplaba el arbolado valle de un riachuelo a donde no solía acudir nadie. A pesar de mi mal humor, me conmovía aún aquel lugar vacío, aunque la echaba en falta; pensé con amargura en el placer y la felicidad de una vida pasada junto a ella en aquel ardiente aire y rodeado de aquel paisaje tan encantador, pero de pronto me asaltó un sentimiento de alegría tan intenso y fuerte, que me pareció crecer en fuerza y estatura como un Sansón.

Y luego, de repente, me di cuenta de que Olalla se estaba acercando. Salió de un bosquecillo de alcornoques y se dirigió directamente a mí; yo me levanté y la esperé. La vida, el ardor y la ligereza con que andaba me impresionaron de verdad; no obstante, se acercaba lenta y sosegadamente. Aquella lentitud se desprendía de su energía, y si no volaba hacia mí era precisamente por aquella fortaleza suya inimitable. Mientras se aproximaba, mantuvo los ojos fijos en el suelo; y cuando estuvo lo suficientemente cerca, se dirigió a mí con una sola mirada. El primer sonido salido de su boca me sobresaltó. Era lo último que me faltaba, la última prueba que habría de superar mi amor. Su pronunciación era precisa y clara, sin los ceceos y las imperfecciones propias de su familia; y la voz, aunque más profunda de lo acostumbrado en las mujeres, resultaba juvenil y femenina al mismo tiempo. Su entonación poseía una gran riqueza de matices: dorados acordes de contralto se mezclaban con tonos algo más roncos, como se mezclaban en sus trenzas las hebras rojas con los cabellos castaños. Lo más importante de su voz no era que se dirigiera a mi corazón, sino que también me hablaba de ella. Pero sus palabras me llevaron otra vez a la desesperación.

—Tiene usted que marcharse —dijo— hoy mismo.

Sus palabras arrastraron a las mías, y me sentí liberado de un gran peso o como si se hubiera disipado el hechizo que me había poseído. No sé qué palabras le contesté; pero allí, delante de ella, dejé que saliera todo el ardor de mi corazón; le dije que vivía pendiente de ella, que sólo dormía para soñar con su belleza y que gustosamente renunciaría a mi país, mi lengua y mis amigos por vivir para siempre a su lado. Después, haciendo un supremo esfuerzo de voluntad, cambié de tono; la tranquilicé y consolé y le dije que comprendía aquella actitud espiritual suya tan piadosa y heroica, y que anhelaba compartirla con ella para que nos iluminara a los dos.

—La naturaleza —continué— es la voz de Dios, y los hombres corren gran peligro cuando la desobedecen; si nosotros no hemos necesitado palabras para sentirnos atraídos, como si fuera un milagro de amor, debe significar que existe una divina adecuación de nuestras almas. Estamos hechos el uno para el otro y estaríamos locos —exclamé— si, desobedeciendo esa llamada, nos rebelásemos contra Dios.

Olalla negó expresivamente con la cabeza.

—Se irá hoy mismo —repitió; y después, pasando a un tono de voz más agudo, exclamó—: no, hoy no. ¡Mañana!

Aquel signo de debilidad me devolvió la fuerza que me habían arrebatado sus palabras. Alargué los brazos y la llamé por su nombre; ella corrió a estrecharse contra mi pecho. Las colinas temblaron a nuestro alrededor, la tierra pareció empequeñecerse y yo sufrí tal conmoción, que me dejó ciego y aturdido. Pero no duró mucho. Inmediatamente Olalla se deshizo del abrazo y se perdió entre los alcornoques con la celeridad de una gacela.

Yo me quedé allí y les grité a las montañas; luego di la vuelta y me encaminé hacia la mansión, totalmente absorto. Olalla me ordenaba marcharme, y sin embargo se había refugiado entre mis brazos sólo con nombrarla. Tal vez eran flaquezas de muchacha, de las que ella, a pesar de ser tan extraña, no estaba exenta. ¿Irme? No, Olalla. ¡Yo, no! Un pájaro cantó cerca de allí, aunque no era todavía estación de pájaros; esto me invitaba a sentirme más animado. Y de nuevo el semblante de la naturaleza, desde las pesadas y sólidas montañas hasta la hoja más ligera y la mosca más diminuta que zumba a las sombras de los árboles, empezaron a agitarse delante de mí y a mostrarme aspectos de alegría que los últimos acontecimientos me habían hecho olvidar. El sol caía sobre las colinas como golpea el martillo en el yunque y las colinas se estremecieron; la tierra, removida por la intensidad del sol, despedía perfumes embriagadores; y los bosques refulgían bajo aquel incendio. Sentí, lo mismo que la tierra, los dolores y la alegría que conlleva el parto. Algo elemental, rudo, violento y salvaje en el amor que cantaba en mi pecho era como la clave de los secretos de la naturaleza; y las mismas piedras que rodaban bajo mis pies me parecían vivas y amistosas. ¡Olalla! Su contacto había logrado que todo mi ser se confundiera con la tierra misma, había conseguido llevar a mi espíritu ese estado de exaltación que el hombre pierde con fácil frecuencia en las reuniones sofisticadas de sociedad. El amor ardía en mí con la fuerza de la rabia; la ternura me desbordaba; odiaba, adoraba, compadecía y veneraba con las más intensas emociones. Olalla parecía servirme de eslabón entre un mundo de cosas pasadas y el conocimiento de un Dios todo lleno de misericordia: una cosa brutal y divina, que participaba al mismo tiempo de la inocencia primigenia y de las fuerzas más irracionales de la naturaleza.

Con la cabeza dándome vueltas, entré en el patio de la casa y la presencia de la madre en aquel momento me iluminó como una revelación. Estaba sentada allí, como de costumbre, toda indolente y despreocupada, los ojos entornados bajo la viva luz del sol; una criatura completamente al margen e interesada tan sólo en disfrutar pasivamente, por lo que mi ardor se desvaneció como algo vergonzoso. Me detuve un momento e, intentando que no se me notara mucho la voz, le dirigí unas palabras. Ella me contestó con insondable amabilidad; su voz, al responderme, parecía provenir de aquel reino suyo de paz en el que siempre dormitaba y, por primera vez, experimenté un sentimiento de respeto por aquella persona tan inocente y feliz, y percibí que la quietud no me había abandonado.

Sobre mi mesa había una hoja de aquel papel amarillo que había visto en la habitación orientada al norte; estaba escrito por la misma mano, la mano de Olalla. Al empezar a leerla, un sentimiento repentino de alarma me conmovió interiormente. Leí: «Si siente usted aprecio por Olalla, si hay en usted algo de caballerosidad con una muchacha en la que se ha cebado la mala fortuna y la adversidad, le suplico que se vaya hoy mismo; por compasión, por honor y por aquel que murió en la cruz por nosotros, le ruego que desaparezca». La contemplé durante un tiempo con completa estupidez hasta que empecé a sentir un cansancio y un horror a la vida; el sol se estaba yendo fuera, en las desnudas colinas, y yo empecé a temblar como un hombre aterrorizado. El vacío que se abría en mi vida desde aquel instante me acobardaba como si fuera algo físico. No era mi corazón ni mi felicidad, sino la vida misma la que estaba en juego. No podía perderla. Lo dije así y lo repetí no sé cuántas veces. Luego, como si todo aquello no fuese más que un mal sueño, me acerqué a la ventana, extendí la mano para abrirla y atravesé el cristal. La sangre empezó a brotar de mi muñeca, y con una tranquilidad y dominio de mí mismo, puse el pulgar en la pequeña herida y me dediqué a pensar qué era lo más conveniente. No había nada en aquella habitación que pudiera servir a mis propósitos; sentí, además, que necesitaba asistencia. Pensando en ello y en que fuera la misma Olalla la que me auxiliara, di la vuelta y bajé las escaleras sin apartar el pulgar de la herida.

No había rastro ni de Olalla ni de Felipe, así que me dirigí al hueco donde la señora se había retirado para seguir dormitando junto al fuego; ningún grado de calor le parecía suficiente.

—Perdóneme —dije—, si la molesto, pero necesito ayuda.

Levantó la vista displicentemente y preguntó de qué se trataba, y mientras le explicaba exactamente lo que era, me pareció como si retuviera el aliento, se le dilataran las aletas de la nariz y todo su ser se viera inundado de vida.

—Me he cortado —le expliqué— y creo que me he hecho una herida bastante profunda. ¡Vea! —y le mostré las manos por donde discurría un hilo de sangre.

Sus grandes ojos se abrieron de par en par y las pupilas quedaron reducidas a dos puntitos; una sombra se extendió por su rostro y le produjo una expresión muy marcada pero indefinible. Y mientras yo continuaba de pie, un tanto sorprendido por aquella alteración cuyas causas desconocía, vino rápidamente hacia mí y se inclinó para cogerme una mano; sin darme apenas tiempo, se la llevó a la boca y le dio un mordisco que llegó hasta el hueso. El agudo dolor, el repentino borboteo de la sangre y el monstruoso horror por la acción que acaba de realizar, me enardecieron todos juntos e hice que retrocediera; pero ella saltó sobre mí con gritos bestiales, gritos que reconocí como los que me habían despertado la noche del vendaval. Mientras me debilitaba rápidamente por la pérdida de la sangre, ella mostraba fuerzas desatadas; además, mi mente giraba sin control ante aquel aborrecible y extraño asalto, y ya me había acorralado contra el muro, cuando Olalla se interpuso entre los dos, y Felipe, que la seguía detrás a grandes saltos, logró derribarla e inmovilizarla en el suelo.

Me sentí prendido por una pasividad como de trance; veía, oía y sentía, pero me sentía incapaz de hacer el mínimo esfuerzo. Percibí confusamente el forcejeo de los contendientes que rodaban de un lado a otro de la habitación y los alaridos que profería aquel animal salvaje cada vez que estaba a punto de agarrarme. Sentí cómo Olalla me rodeaba con sus brazos, los cabellos cubriéndome la cara; luego, con la fuerza de un hombre me fue subiendo a mi habitación medio en vilo medio a rastras, y allí me depositó sobre la cama. La vi después apresurarse hacia la puerta, cerrarla con llave y escuchar un instante los gritos salvajes que retumbaban por toda la casa. Enseguida, rápida y ligera como un pensamiento, estaba de nuevo junto a mí vendándome la mano, poniéndola en su pecho, gimiendo y lamentándose con arrullos de paloma. No eran palabras lo que salía de su boca, eran los sonidos más hermosos que pueda decir persona humana, infinitamente conmovedores, infinitamente tiernos; y sin embargo, mientras estaba allí tendido, un pensamiento atravesó mi corazón, un pensamiento que me hirió como una espada y profanó la pureza de mi afecto como el gusano en una flor. Sí, aquellos sonidos eran extremadamente hermosos e inspirados en la ternura humana, pero ¿era también humana su belleza?

Pasé todo el día allí. Durante mucho tiempo los gritos de aquella horrible mujer, que continuaba forcejeando con su cachorro, resonaron por toda la casa, produciéndome un horror desesperado y repugnante. Aquellos gritos me traían la muerte de mi amor; mi amor que era asesinado; no sólo muerto, sino ofensivo para mí; y sin embargo, pienso que me gustaba, sentía que mi pasión por ella crecía dentro de mí como una explosión de dulzura, y mi corazón se derretía con sus miradas y sus roces. Aquella sospecha horrorosa que se había interpuesto entre nosotros, aquel salvaje y bestial rasgo hereditario que no sólo corría por la sangre de la familia, sino que se asentaba en la misma base de nuestro amor, aunque me aterraba, me horrorizaba y provocaba náuseas, no tenía el suficiente poder para romper el nudo de mi enamoramiento.

Cuando cesaron los gritos, escuchamos unos arañazos en la puerta, con lo que supimos que Felipe estaba allí; Olalla fue a abrirle y le habló… no sé de qué. A excepción de aquello, ella permaneció muy cerca de mí, arrodillada unas veces junto a la cama y orando con fervor, sentada otras con los ojos clavados en los míos. Así fue como me empapé durante seis horas de su belleza y de la historia de su familia escrita en sus facciones. Vi la moneda de oro que se agitaba con la respiración; vi sus ojos que se ensombrecían e iluminaban, a pesar de no hablar otro lenguaje que el de una bondad sin límites; vi su rostro y las líneas de su cuerpo dibujadas por el vestido, todos perfectos. Llegó, por fin, la noche y en la creciente oscuridad del aposento su silueta se fue desvaneciendo muy lentamente; pero su mano seguía en la mía y me hablaba por medio del contacto. Yacer en aquel estado de suma gravedad y poder beber los rasgos de la amada es como para resucitar cualquier amor hundido en la desesperación. Cerrando los ojos a cualquier horror, rumié una y otra vez aquellos pensamientos y de nuevo saqué fuerzas para enfrentarme a lo peor. ¿Qué importaba todo si el amor sobrevivía, si aquellos ojos seguían atrayéndome y cautivándome, si mi cuerpo debilitado anhelaba y se volvía hacia ella como antes? Ya entrada la noche, recobré fuerzas y me dispuse a hablarle.

—Olalla —dije—, no me importa nada de lo ocurrido, no quiero saber nada; estoy muy contento y te amo.

Ella se arrodilló y estuvo rezando durante un rato; yo respeté sinceramente sus oraciones. Aunque la luz de la luna había penetrado por las tres ventanas, no distinguía bien la silueta de Olalla. La vi hacer la señal de la cruz al levantarse.

—Soy yo quien tiene que hablar —dijo— y debes escucharme. Ya sé que tú no puedes más que imaginártelo, pero he rezado, ¡cómo he rezado para que te vayas de esta casa! Te lo he pedido antes y sé que me lo hubieses concedido o, al menos, déjame que lo crea así.

—Te amo —dije solamente.

—Y, sin embargo, has vivido en el mundo —continuó ella—. Eres un hombre sensato y prudente, y yo no soy más que una niña. Perdóname que aparente enseñarte quien es más ignorante que los árboles de las montañas, pero los que saben muchas cosas no hacen sino rascar la superficie del conocimiento; entienden las leyes, asumen la dignidad de su propósito…, pero el horror de la realidad se esfuma en su memoria. Somos nosotros los que nos quedamos en casa en compañía del mal, los que recordamos, sentimos el aviso y tenemos compasión. Vete, vete cuanto antes y no me olvides; así podré seguir en un rincón de tu memoria, y esa vida será tan mía como la que llevo en este cuerpo.

—Te amo —dije una vez más, y alargando mi mano vacilante, cogí la suya, la llevé a los labios y la besé. Olalla no se resistió, aunque retrocedió un poco; vi su mirada fruncida, perpleja y triste. Luego pareció reafirmarse en lo que sentía, cogió mi mano y se la llevó a su corazón.

—Ahí —exclamó— estás sintiendo la verdadera fuente de mi vida. Mi corazón sólo late para ti; es tuyo. Pero ¿es siquiera mío? Cierto que puedo entregártelo como también puedo hacerlo con la moneda que cuelga de mi pecho, como puedo romper la rama florecida de un árbol y dártela. Y, sin embargo, no es realmente mío. Vivo, o creo que vivo (no lo sé aún con certeza), en un lugar aparte, prisionera impotente, que va de un sitio a otro y es ensordecida por un populacho al que repudio. Mi corazón, que late igual que el de cualquier animal, sabe que te tiene por dueño. ¡Te ama! Pero ¿y mi alma? Creo que no; bueno, no lo sé y temo preguntárselo. Cuando tú me hablaste, tus palabras venían del alma; tus preguntas van al alma y sólo con el alma me recibirías.

—Olalla —dije—, el alma y el cuerpo son una sola cosa, y más aún en el amor. Lo que el cuerpo elige ama el alma; donde se aferra el cuerpo se adhiere el alma; cuerpo con cuerpo y alma con alma se confunden ante una señal de Dios, de manera que la parte más baja (si es que así podemos llamar a algo) es sólo base y cimiento de la más alta.

—¿Has visto —dijo ella— los retratos de mis antepasados? ¿Te has fijado en mi madre o en Felipe? ¿No se han detenido nunca tus ojos en ese cuadro que cuelga de la pared junto a tu cama? La mujer que posó para el retrato murió hace ya muchos años, pero mientras vivió no paró de hacer el mal. Mírala de nuevo: son mi misma mano, mis ojos, mis cabellos. ¿Qué es mío y qué soy yo si no hay un trazo en este pobre cuerpo mío (al que amas y por el que crees que me amas a mí), ni un gesto que yo pueda imaginar, ni el tono de mi voz, ni una mirada de mis ojos, ni siquiera ahora cuando hablo al hombre que amo, que no haya pertenecido a otra con anterioridad? Algunas de mis antepasadas, muertas ya hace tiempo, correspondieron con mis ojos a otros hombres; y otros hombres, muertos también, tuvieron que escuchar las súplicas en la misma voz que ahora resuena en tus oídos. Las manos de los muertos aprisionan mi pecho; me mueven, me guían; soy una marioneta gobernada a su antojo; yo no hago más que dar forma a rasgos y atributos que llevaban mucho tiempo apartados del mal en la quietud de la tumba. ¿Es a mí a quien tú amas, amigo mío, o más bien a la estirpe que me hizo y represento? ¿Amas a la muchacha que no es capaz de gobernar ni la más mínima parte de su ser o a la corriente de la que ella es tan sólo un remolino o el fruto pasajero de cualquier árbol? Soy de una raza que existe, vieja y joven, que arrastra consigo un destino eterno; en ella, como las olas del mar, unos individuos suceden a otros en palpable apariencia de autonomía y control, pero carecen en realidad de una vida propia. El alma reside en la estirpe, se hereda, se transmite.

—Luchas contra el destino común —la rebatí yo—. Te rebelas contra la ley de Dios, que él ha hecho tan convincente para que convenza, tan imperiosa para que se imponga. ¡Escúchale, mira cómo habla entre nosotros! Tu mano se aferra a la mía, tu corazón salta al tocarte, los desconocidos elementos de que estamos compuestos despiertan y corren a reunirse en una sola mirada; el barro de la tierra recuerda su vida independiente y anhela unirnos; somos arrastrados el uno hacia el otro como las estrellas siguen su curso en el espacio, o como las mareas suben y bajan impelidas por fuerzas más antiguas y poderosas que nosotros mismos.

—No sé qué más decirte —replicó ella—. Hace ochocientos años mis antepasados gobernaban toda esta provincia: eran prudentes, poderosos, astutos y crueles; procedían de una de las más escogidas familias españolas; sus insignias y estandartes ocupaban la primera línea en las batallas; el rey les llamaba primos; el pueblo, cuando el nudo corredizo de la horca les tocaba a ellos o encontraban sus cabañas incendiadas al regreso de la guerra, maldecían su nombre. Pero pronto empezó a cambiar. El hombre se ha ido elevando progresivamente; si procede de los animales, puede descender de nuevo al mismo nivel; el momento de la fatiga tocó a su humanidad y algunas cuerdas se aflojaron. Mis antepasados empezaron a decaer; sus mentes se embotaron; sus pasiones despertaban a rachas, temerarias e insensibles como el viento, en los desfiladeros de las montañas; la belleza seguía transmitiéndose de generación en generación, pero ni había inteligencia ni el corazón guardaba sentimientos humanos; la semilla se iba reencarnando en carne que a su vez recubría los huesos, pero ambos, carne y hueso, eran de animales y el cerebro era de mosquitos. Te hablo todo lo sinceramente de que soy capaz; pero tú has visto con tus propios ojos cómo la fortuna ha dado marcha atrás en esta familia mía condenada a la desesperación. Yo me encuentro, por decirlo de alguna manera, en un punto elevado de esa curva descendente, y veo lo que se ha perdido y lo que estamos condenados a perder. ¿Y debo yo, que vivo aparte en este cuerpo mío como si fuera la casa de los muertos, odiando su manera de ser, repetir el hechizo? ¿Tendré que encadenar otro espíritu, reacio al mío, en esta cárcel hechizada y tempestuosa que ahora padezco? ¿Me veré obligada a transmitir a otros este recipiente maldito de humanidad, llenándolo de vida nueva como si fuera un veneno recién preparado, y arrojarlo como un fuego purificador al rostro de la posterioridad? No, mi promesa es firme: mi estirpe desaparecerá de la tierra. En estos momentos mi hermano está preparando la partida; sus pasos se oirán muy pronto en la galería; tú te irás con él y desaparecerás de mi vida para siempre. Recuérdame de vez en cuando como alguien para quien el enfrentamiento con la vida fue muy duro, pero que aprendió con ánimo; piensa en mí como alguien que te amó de verdad, pero el odio que sentía por sí misma hacía que su amor le resultara odioso; acuérdate de que, aunque te hice marchar, deseé en el fondo vivir contigo para siempre; que no tenía mayor esperanza que olvidarte ni mayor temor que ser olvidada.

Olalla se había acercado a la puerta mientras hablaba, y su voz melodiosa sonaba débil y lejana; tras las últimas palabras desapareció y yo me quedé a solas, iluminado por la luna. No sé qué hubiera hecho si no me encontrara postrado de tan extrema debilidad; lo cierto es que me embargó un sentimiento de total desesperación. No transcurrió mucho tiempo antes de que apareciera en la puerta el rojizo resplandor de una linterna; era Felipe, que, cargándome sobre sus hombros sin decir una palabra, me condujo hasta la puerta principal donde ya estaba esperando el carro. A la luz de la luna, las colinas se recortaban nítidamente como si fueran de cartón; sobre la superficie apenas visible de la meseta y entre los árboles que se agitaban centelleantes por el viento, se destacaba el voluminoso rectángulo oscuro de la casa, interrumpida sólo su mole por tres ventanas débilmente iluminadas en la fachada norte sobre la puerta principal. Eran las ventanas de Olalla y, mientras el carro avanzaba dando tumbos, fijé mis ojos en ellas hasta que las perdí de vista para siempre en el sitio en donde el camino desciende hacia el valle. Felipe caminaba en silencio junto a la lanza del carro, pero detenía de vez en cuando la mula y parecía volver la vista sobre mí; al cabo de un rato se acercó del todo y me posó una mano en la cabeza. Lo hizo con tal afecto y sencillez, que las lágrimas brotaron de mis ojos como brota la sangre de una arteria cuando se rompe.

—Felipe —dije—, llévame a algún sitio donde no hagan preguntas.

Sin decir palabra, giró la mula en redondo desandando parte del camino recorrido, y, así que tomamos otro sendero, me condujo a una aldea de la montaña que era, como decimos en Escocia, la iglesia parroquial de aquel distrito tan poco poblado. Guardo en mi mente algunos recuerdos fragmentarios del amanecer sobre la llanura, del carro deteniéndose, de los brazos que me ayudaron a bajar, de la habitación casi vacía a la que me llevaron y del desfallecimiento que me sumió en el más profundo sueño.

Al día siguiente y en días sucesivos me acompañaba con frecuencia el anciano sacerdote con su caja de rapé y su breviario; y al cabo de un tiempo, cuando empezaba a recobrar las fuerzas, me comunicó que estaba en franca recuperación y que debería partir tan pronto como me fuera posible. Después, sin dar ninguna explicación, tomó un poco de rapé y me miró de reojo. No fingí ignorancia, sabía que el padre debía haber hablado con Olalla.

—Señor, usted sabe que no le hago esta pregunta por puro capricho —dije—. ¿Puede decirme algo concreto sobre esa familia?

Me contestó cosas que ya sabía: que eran muy desgraciados, que estaban en plena decadencia, que eran muy pobres y que no habían tenido ningún cuidado.

—Pero con Olalla no ha pasado lo mismo —repliqué yo—. Creo que, gracias a vuestra ayuda, ella es ahora una mujer más prudente e instruida que el promedio de las mujeres.

—Sí —contestó—, la señorita es una persona instruida, pero su familia la ha tenido muy abandonada.

—¿Y la madre? —me interesé.

—Sí, la madre también —concedió el Padre, repitiendo otro poco de rapé—. Pero Felipe es un buen muchacho.

—¿No es muy extraña la madre? —volví a la carga.

—Muy extraña —replicó el sacerdote.

—Me temo, señor, que estamos dando excesivos rodeos —le aseguré—. Usted debe saber más de la situación en que me encuentro que la que da a entender. No ignorará que tengo motivos justificados para apagar mi curiosidad. ¿No quiere ser franco conmigo?

—Hijo mío —me contestó el sacerdote—, en materias de mi competencia seré todo lo franco de que sea capaz; pero de las que nada sé no necesito mucha discreción para callármelas. No intento escaparme, conozco perfectamente su intención, y ¿qué puedo decirle sino que todos dependemos de las manos de Dios y que sus caminos no son los nuestros? He consultado incluso con mis superiores eclesiásticos, pero ellos tampoco tienen respuesta. Es un gran misterio.

—¿Está loca? —pregunté.

—Verá, voy a decirle lo que yo creo. No lo está —replicó el Padre—, o, al menos, no lo estaba. Cuando era joven (y Dios se apiade de mí, porque creo que no me ocupé lo suficiente de ella) estaba cuerda, sin duda alguna; sin embargo, aunque no llegaba a los extremos actuales, había ya indicios perceptibles. Antes que ella, lo había sido también su padre, y muchos otros antes que su padre, lo que me obligó, quizá sin yo saberlo, a tomármelo un poco a la ligera. Pero, ya le digo, eso no es cosa de un individuo en concreto, sino que viene de familia.

—Cuando era joven —empecé, aunque me falló la voz en un momento y tuve que esforzarme para proseguir— ¿se parecía a Olalla?

—¡Ni muchísimo menos! —replicó inmediatamente el Padre—. No quiera Dios que alguien piense tan mal de mi penitente favorita. No, no, la señorita (no por su belleza, que desearía con toda sinceridad no fuera tanta) no tiene el menor parecido con su madre cuando tenían la misma edad. No puedo permitir que usted piense eso, aunque quién sabe si no sería lo mejor.

Al oír esto me incorporé en la cama y abrí mi corazón a aquel anciano; le hablé de nuestro amor y de la decisión de Olalla, reconocí mis temores y las cosas que había llegado a imaginar, aunque también le dije que todo aquel asunto había terminado; y con sincera actitud de sumisión apelé a su buen juicio.

El anciano sacerdote escuchó mi charla con paciencia infinita y sin sorpresa alguna. Cuando hube terminado permaneció en silencio un rato y dijo después:

—La Iglesia… —e inmediatamente se interrumpió de nuevo para disculparse— había olvidado, hijo mío, que no es usted cristiano —dijo—. La verdad es que, en un asunto tan sumamente particular, la Iglesia no ha llegado a pronunciarse. ¿Quiere saber de verdad mi opinión? El mejor juez en este asunto es la señorita; yo acataría siempre su decisión.

Después de esto se despidió y desde entonces menudearon sus visitas; incluso, cuando empecé a levantarme y a salir, noté que rehuía mi compañía no tanto por el disgusto que le producía, cuanto por el acoso a que podía someterle para aclarar todos los enigmas. También los aldeanos evitaban mi compañía; no se mostraban muy dispuestos a guiarme en mis paseos por las montañas; pensé que me miraban con desconfianza, hasta el punto de que los más supersticiosos se santiguaban a mi paso. Al principio lo atribuí a mi condición de no creyente, pero con el tiempo comprendí que se debía a mi relación con la casa. Cualquier hombre despreciaría las ideas de gente tan ignorante y palurda, pero notaba cada día que una sombra de frialdad descendía y se apoderaba de mi corazón. Aunque no llegó a apagarse, no puedo negar que disminuía el ardor de mi pasión.

Algunas millas al oeste de la aldea existía un espacio abierto en la sierra desde el que se podía observar directamente la mansión, y aquel lugar se convirtió en el objetivo cotidiano de mis exploraciones. Un bosque coronaba la cima, y justo en el sitio en el que el camino se salía de las sombras, se alzaba un montículo de piedra coronado por un crucifijo de tamaño natural y con una expresión tremendamente realista. Aquél era mi observatorio; desde allí, día tras día, contemplaba la meseta y la antigua mansión y seguía a Felipe, no más grande que una mosca, en sus idas y venidas por la huerta. Algunas neblinas me ocultaban a veces su visión, pero inmediatamente eran arrastradas por los vientos de las montañas; otras veces dormitaba la llanura debajo de mí bajo un cielo purísimo y sin nubes, y otras desaparecía por completo a causa de la lluvia. La distancia que me separaba de la casa y la intermitencia con que lograba ver el lugar donde tan profundos cambios había sufrido se adecuaban a las indecisiones de mi estado de ánimo. Allí transcurrían mis días, discutiendo conmigo mismo los diferentes aspectos de la situación, inclinándome unas veces a las sugerencias del amor o prestando oídos a la prudencia otras, y, al final, no sabía por cuál de los dos extremos decidirme.

Un día, mientras estaba sentado sobre mi roca, pasó por aquel camino un campesino flaco, envuelto en una capa. Era forastero, por lo que no me conocía ni de oídas, dado que, en vez de caminar por el lado opuesto al mío, vino y se sentó junto a mí. Enseguida entramos en conversación. Me dijo, entre otras cosas, que en su tiempo había sido arriero y frecuentado mucho aquellas montañas; más tarde había seguido al ejército con sus mulas, ganado una buena fortuna y retirado para vivir en paz con su familia.

—¿Conoce usted esa casa? —le pregunté al fin, señalándole la mansión, porque enseguida me cansaba de cualquier conversación que no girara en torno a Olalla.

El viajero me observó sombríamente y se santiguó.

—Demasiado bien —dijo—; fue ahí donde uno de mis compañeros se vendió a Satanás. ¡Que la Virgen nos proteja contra las tentaciones! Pagó su precio y ahora estará ardiendo en lo más profundo del infierno.

Me quedé aterrorizado y no pude contestarle nada; luego murmuró como si hablara consigo mismo.

—Sí —dijo—, ya lo creo que la conozco. He cruzado sus puertas. Había mucha nieve en el desfiladero aquella noche y el viento iba acumulando más; no hay duda de que la muerte nos esperaba agazapada en las montañas, pero era peor arrimarse al fuego. Lo agarré por los brazos, señor, y lo arrastré hasta la puerta principal; le supliqué por lo que más amaba y respetaba que se marchara conmigo; me arrodillé en la nieve ante él y pude ver que se sentía conmovido por mis ruegos. Pero en aquel preciso instante ella salió de la galería y le llamó por su nombre; mi amigo se dio la vuelta y la vio allí, linterna en mano, sonriéndole para que volviera. Llamé a Dios y sujeté a mi amigo por los brazos, pero él se deshizo de mí y me dejó solo. Había tomado ya su decisión, ¡que el cielo nos ampare! Rezaría por él, pero ¿para qué? Hay pecados que no puede perdonar ni el mismo Papa.

—¿Y qué se hizo de su amigo? —inquirí preocupado.

—Sólo Dios lo sabe —contestó el arriero—. Si es cierto todo lo que oímos, su fin fue como su pecado, algo que pone los pelos de punta.

—¿Quiere usted decir que lo mataron? —pregunté de nuevo.

—Por supuesto que lo mataron —respondió—, aunque ¿de qué manera? Son cosas que por el hecho de hablar de ellas ya son pecado.

—La gente de esa casa… —proseguí.

Pero el hombre me interrumpió destempladamente.

—¿Personas? —gritó—. ¡En esa casa de Satanás no hay nadie, ni hombres ni mujeres! ¿Es posible que aún no sepa nada después de vivir aquí tanto tiempo?

Y al llegar aquí puso su boca en mi oído y me siguió contando en susurros, como si temiera que hasta las mismas aves pudieran enterarse y enmudecer de horror.

Lo que me contó no era cierto y nada tenía de original; se trataba sin duda de una nueva versión —aderezada con los ingredientes de la superstición y la ignorancia— de historias tan antiguas como la misma raza humana. Fue más bien su aplicación lo que me irritó profundamente. En épocas pasadas, dijo, la Iglesia habría quemado aquel nido de basiliscos, pero en la actualidad su fuerza había decaído; su amigo se había librado del juicio de los hombres, pero había caído en las manos de un Dios ofendido. Aquello estaba mal, pero no por mucho tiempo. A pesar de la edad del Padre y su propio embrujamiento, los feligreses sabían ya el peligro que corrían y no estaba muy lejano el día en que el humo de aquella casa se elevara hasta el cielo.

No cabía en mí más horror y miedo. No sabía si avisar primero al Padre o llevar tan malas noticias directamente a los amenazados habitantes de la casa. Pero el destino iba a decidir por mí, ya que, mientras me debatía en estas dudas, divisé la figura de una mujer que se acercaba hasta mí cubierta por un velo. Pero ni eso podía ocultarme su identidad; en cada línea y en cada movimiento podía reconocer a Olalla, así que, esperando a que alcanzara la cima, me resguardé en el saliente de una roca. Una vez que llegó, salí a su encuentro. Ella me reconoció y se detuvo, pero no habló; lo mismo hice yo y así continuamos durante un tiempo, contemplándonos con apasionada tristeza.

—Creía que ya te habías ido —rompió ella finalmente—. Es todo lo que puedes hacer por mí… marcharte. Eso es todo lo que he exigido de ti, pero ya veo que continúas aquí. ¿No te das cuenta de que cada día aumenta el peligro, no sólo en cuanto a tu vida se refiere sino a la nuestra? La noticia se ha extendido ya por la montaña; creen que me amas, y la gente no está dispuesta a soportarlo.

Me alegré de que estuviera informada de la situación.

—Olalla —dije—, estoy dispuesto a marcharme hoy, ahora mismo; pero no solo.

Ella se arrodilló a un lado delante del crucifijo para rezar. Yo me quedé en el mismo sitio, contemplando alternativamente a ella y al crucifijo, comparando la figura llena de vida y la lividez de su rostro con las coloreadas heridas del Cristo y sus costillas resaltadas. El silencio era roto tan sólo por los gemidos, de alarma o de sorpresa, de algunos pájaros grandes, que describían círculos sobre la cima de la montaña. Olalla se levantó enseguida, se volvió hacia mí, levantó el velo que la cubría y, apoyando una mano en el tronco del crucifijo, me miró con una pálida y dolorosa expresión.

—El Padre dice que no eres cristiano —dijo, mientras apoyaba una mano en la cruz—, pero míralo un momento con mis ojos y contempla al Cristo de los dolores. Todos somos, como también lo fue él, herederos del pecado: todos tenemos que sobrellevar y expiar un pasado que no es el nuestro; existe en todos nosotros, incluso en mí misma, una chispa de divinidad. Tenemos que sufrir, como él, hasta que venga la mañana trayéndonos la paz. No te interpongas en mi camino: me sentiré menos sola acompañada por aquel que es el amigo de todos los que sufren; seré más feliz renunciando a todas las alegrías terrenales y aceptando gustosamente el dolor que me ha tocado en suerte.

Contemplé el rostro del crucifijo como ella me había dicho, y, aunque no me han interesado nunca las imágenes pertenecientes al arte imitativo y gesticulante del que aquella cruz era un tosco ejemplo, me di cuenta en mi interior de lo que aquel objeto representaba. Aquel rostro que me dominaba desde arriba estaba contraído por el dolor y la proximidad de la muerte, pero los rayos de gloria que le coronaban recordaban que el sacrificio había sido completamente voluntario. Estaba alzado allí, encima de la roca, como se alza en el cruce de muchos caminos, predicando en vano a los que pasan, símbolo manifiesto de tristes y nobles verdades; recordándonos que el placer no es un fin, sino un medio; que el sufrimiento es una elección que hacen los que poseen grandeza de espíritu; y que es preferible sufrirlo todo y hacer el bien. Di la vuelta y descendí de la montaña en silencio; y cuando volví la cabeza por última vez, antes de que los árboles del bosque me ocultaran el camino, vi que Olalla continuaba aún con la mano apoyada en el crucifijo.

(Bournemouth, 1885)

Robert Louis Stevenson - Olalla
  • Autor: Robert Louis Stevenson:
  • Título: Olalla
  • Título Original: Olalla
  • Publicado en: The Court and Society Review, navidad de 1885
  • Traducción: Luis Sánchez Bardón