Robert Silverberg: Pasajeros

De mí ya sólo quedan fragmentos. Jirones de memoria que se han desprendido para alejarse como glaciares a la deriva. Siempre sucede lo mismo, cuando un Pasajero nos abandona. Nunca podemos estar seguros de todo lo que hicieron nuestros cuerpos prestados. Sólo nos quedan los resabios que se resisten a irse, las huellas…

Como la arena que se adhiere a una botella lanzada a las aguas. Como los latidos que pulsan en un miembro amputado.

Me levanto. Trato de recuperar la compostura. Tengo el cabello revuelto; me lo peino. Y el rostro ajado, de no dormir. Tengo un sabor ácido en la boca. ¿Habrá comido excrementos con mi boca este Pasajero? Suelen hacerlo. Hacen cualquier cosa.

Es de mañana.

Una mañana gris e incierta. La contemplo un rato y luego, con un estremecimiento, oscurezco la ventana y me quedo frente a la superficie gris e incierta que el cristal adquiere por dentro. Mi habitación está desordenada. ¿Habré venido con alguna mujer? Hay colillas en los ceniceros. Busco huellas y encuentro marcas de carmín. Sí, aquí ha estado una mujer.

Toco las sábanas. Aún se advierte la tibieza de un calor compartido. Las almohadas han quedado desperdigadas. Pero la mujer se ha ido, al igual que el Pasajero. Estoy solo.

¿Cuánto habrá durado esta vez?

Tomo el teléfono y llamo a la Central.

—¿Qué día es hoy?

Responde la suave voz femenina del ordenador:

—Viernes cuatro de diciembre de mil novecientos ochenta y siete.

—¿Qué hora?

—Las nueve cincuenta y uno, hora del Este.

—¿El pronóstico meteorológico?

—Se prevé una temperatura media de cinco a diez grados para el día de hoy. Temperatura actual: ocho grados. Vientos del norte a treinta kilómetros por hora. Leves probabilidades de lluvia.

—¿Qué recomienda en caso de resaca?

—¿Alimentos o medicamentos?

—Da lo mismo —respondo.

El ordenador lo medita un rato. Luego se decide por ambas cosas y activa mi cocina. El grifo vierte zumo de tomate frío. Comienzan a freírse un par de huevos. De la espita de los fármacos sale un líquido color púrpura. El Ordenador Central siempre es así de eficiente. Me pregunto si alguna vez los Pasajeros tomarán posesión de él. ¿Qué emociones podría despertar en ellos? ¡Seguramente ha de ser mucho más emocionante tomar prestados los millones de mentes de la Central que pasar un tiempo en el alma defectuosa e inconexa de un lamentable ser humano!

Cuatro de diciembre había dicho la Central. Viernes. De modo que el Pasajero se ha apoderado de mí durante tres noches.

Bebo el líquido rojizo y hurgo en mi memoria con cautela, como haría con una llaga infectada.

Recuerdo la mañana del martes. Un mal día en el trabajo. Ninguno de los gráficos salía como debía. El gerente de la sección estaba de mal humor: en cinco semanas, los Pasajeros lo habían poseído tres veces; en consecuencia, su sector estaba hecho una calamidad y él corría el riesgo de perder la bonificación de fin de año. No se acostumbraba a sancionar a nadie por actos cometidos durante la permanencia de un Pasajero, según el sistema, pero al parecer, el gerente de sección cree que lo tratarán injustamente. Reina un mal ambiente. Revisamos los gráficos, verificamos los programas y corroboramos las instrucciones diez veces. Y por fin salen los pronósticos detallados de las variaciones de precios referidas a títulos públicos para el período febrero-abril de 1988. Esa tarde debemos reunirnos para analizar los gráficos y sus interpretaciones.

No recuerdo la tarde del martes.

Debió de ser entonces cuando el Pasajero se apoderó de mí. Tal vez fue en el trabajo; quizás en la sala con paneles de caoba, durante la conferencia. A mi alrededor, rostros ruborizados de preocupación; toso, me sacudo, caigo del asiento. Los demás menean la cabeza con pesar. Nadie se me acerca; nadie me detiene. Es muy peligroso interferir con el portador de un Pasajero. Hay muchas probabilidades de que aceche un segundo Pasajero en estado incorpóreo en busca de un cuerpo en quien penetrar. Por eso se alejan de mí. Me marcho del edificio.

Y después de eso, ¿qué?

Sentado en mi habitación, esa lúgubre mañana del viernes, me como los huevos revueltos y trato de reconstruir las tres noches perdidas.

Desde luego, es imposible. Durante el período de cautiverio, la mente consciente funciona, pero casi todos los recuerdos suelen abandonar el cuerpo junto con el Pasajero. Sólo queda un ligero resabio, una sucia película de memorias débiles y espectrales. Después, nadie sigue siendo el mismo de antes y, aunque no pueden recordarse los detalles de la experiencia, lo cierto es que ésta produce sutiles modificaciones.

Trato de recordar.

¿Una chica? Sí: hay carmín en las colillas. Entonces allí hubo sexo. ¿Sería joven? ¿Vieja? ¿Rubia? ¿Morena? Todo es muy vago. ¿Cómo se portó mi cuerpo enajenado? ¿Fui un buen amante? Cuando estoy en posesión de mí mismo, trato de serlo. Me mantengo en forma. A los treinta y ocho años, puedo resistir tres sets de tenis en una tarde de verano sin desfallecer. Puedo complacer a una mujer como a ellas les gusta que un hombre lo haga. No es mera jactancia, sino juicio objetivo. Cada uno tiene talento para algo. Ése es el mío.

Pero me han dicho que los Pasajeros encuentran un perverso goce en despojarnos de nuestros dones. Acaso mi visitante haya obtenido su cuota de placer consiguiéndome una chica para obligarme a fracasar ante ella una y otra vez.

Esta idea me molesta.

La niebla de mi mente comienza a dispersarse. El medicamento prescrito por la Central actúa rápidamente. Como, me afeito, me pongo de pie bajo el vibrador hasta que me queda la piel limpia. Hago mi gimnasia. ¿Habrá ejercitado mi cuerpo ese Pasajero el miércoles y el jueves por la mañana? Probablemente no. Debo tomar medidas; me voy aproximando a la madurez, y el tono perdido no se recupera con tanta facilidad.

Me toco la punta de los pies veinte veces, con las rodillas sin flexionar.

Sacudo las piernas al aire.

Me tiendo boca abajo y alzo el cuerpo con flexión de brazos.

Pese al mal trato recibido, el cuerpo responde. Es el primer momento brillante de mi despertar: sentir ese cosquilleo interno que me habla de mi propio vigor.

Lo que quiero luego es un poco de aire fresco. Me visto deprisa y me marcho. No tengo obligación de informar en mi trabajo. Saben que desde el martes por la tarde tengo encima a un Pasajero; no tienen por qué saber que se marchó el viernes, antes del amanecer. Me tomaré el día libre. Pasearé por la ciudad, estiraré las piernas, resarciré a mi cuerpo por el maltrato recibido.

Entro en el ascensor. Bajo los cincuenta pisos hasta la planta baja. Me interno en el frío tenebroso de diciembre.

A mi alrededor se yerguen las torres de Nueva York.

En la calle circula un torrente de vehículos. Los conductores se aferran al volante con prevención: uno nunca sabe cuándo pueden apoderarse de algún conductor cercano. Cuando el Pasajero toma posesión, siempre se produce un instante en que se pierde la coordinación. De esa forma, en nuestras calles y autopistas se pierden muchas vidas. Pero nunca la de un Pasajero.

Vuelvo a vagabundear sin propósito. Cruzo la calle Catorce, rumbo al norte, mientras percibo el suave y violento murmullo de los motores eléctricos. Veo a un niño que se sacude en la calle y sé que lo están poseyendo. En la Cinco y la Veintidós se aproxima un hombre de aspecto próspero y barrigón, con la corbata floja y el Wall Street Journal metido en el bolsillo de la chaqueta. Se ríe a hurtadillas. Saca la lengua. Poseído. Poseído. Me alejó de él. A paso veloz, llego hasta el túnel que desvía el tránsito hacia Queens por debajo de la Treinta y cuatro, y me detengo un instante a observar a dos adolescentes que se pelean en el borde de la senda peatonal. Una es negra. El terror le ha puesto los ojos en blanco. La otra la acerca a la valla. Está poseída. Pero el Pasajero no está pensando en un homicidio, sino en el mero placer. La joven negra se zafa y cae hecha un guiñapo tembloroso. Luego se levanta y huye corriendo. La otra se lleva a la boca un mechón de cabello lustroso, lo mordisquea y parece despertar. Mira con ojos de azoramiento.

Esquivo la mirada. No se debe observar al prójimo víctima de un Pasajero cuando despierta. Es la moral de los poseídos; en esta época aciaga hay muchos nuevos ritos tribales.

Me apresuro.

¿Adónde voy con tanta premura? Ya he recorrido casi dos kilómetros. Parezco avanzar hacia cierta meta, como si el Pasajero siguiera agazapado en mi mente, impeliéndome. Sin embargo, sé que no es así. Por el momento, al menos, soy libre.

¿Puedo estar tan seguro?

El cogito ergo sum ya no se aplica. Seguimos pensando aun mientras nos poseen y vivimos en una muda desesperación, incapaces de detener nuestro camino, por fantasmal y destructivo que pueda ser. Estoy seguro de poder discernir entre el estado de portar un Pasajero encima y el de ser libre. Pero tal vez no sea así. Tal vez me posea un Pasajero especialmente perverso que no me haya abandonado por completo y que, en cambio, se haya atrincherado en el cerebelo para dejarme con la ilusión de la libertad y, al mismo tiempo, seguir manipulándome para cumplir sus designios.

¿Alguna vez tendremos algo más que eso, una ilusión de libertad?

Pero hay algo perturbador en pensar que uno pueda seguir poseído sin tener conciencia de ello. Estoy empapado de sudor, pero no sólo por la fatiga de la marcha. Me detengo. Me detengo aquí. ¿Para qué caminar? Estás en la Cuarenta y dos, frente a la biblioteca. Nada te obliga a seguir caminando. Detente, me digo. Descansa en los peldaños de la biblioteca.

Me siento sobre la piedra fría y me digo que he tomado esa decisión por propio arbitrio.

¿Tengo razón? He aquí el viejo problema —libertad contra determinación— traducido a su forma más ruin. El determinismo ya no es una abstracción filosófica; es un frío conjunto de tentáculos extraños que se deslizan por entre las suturas craneanas. Los Pasajeros llegaron hace tres años. Desde entonces, me han poseído cinco veces. Nuestro mundo ha cambiado bastante, pero nos hemos adaptado incluso a esto. Nos hemos adaptado. Creamos nuevas normas; la vida continúa. Nuestros gobiernos siguen con su trabajo, las legislaturas prosiguen con sus sesiones y la Bolsa realiza sus transacciones como de costumbre. Creamos métodos para compensar el caos impredecible. Es el único camino; ¿qué hacer, si no? ¿Aceptar la derrota? Tenemos un enemigo contra el cual no podemos luchar; en el mejor de los casos, nos cabe aprender a resistir. De modo que ofrecemos resistencia.

Los escalones de piedra están fríos. En diciembre, no son muchos los que vienen a sentarse aquí.

Me digo que he caminado ese largo trecho por voluntad propia, que me detuve por voluntad propia, y que ningún Pasajero se aloja en mi cerebro en este momento. Quizá. Quizá. No puedo avenirme a creer que no soy libre.

¿Es posible que el Pasajero haya dejado algún comando remoto dentro de mi cuerpo?, me pregunto. Algún comando que me haya hecho ir hasta aquí y detenerme en este lugar. Sí, puede ser.

Miro a mi alrededor, a las otras personas que se han sentado en la escalinata.

Un anciano de mirada ausente, sentado sobre el periódico. Un niño de unos trece años, que agita las aletas de la nariz. Una mujer rolliza. ¿Estarán todos poseídos? Hoy me encuentro rodeado de Pasajeros, al parecer. Cuanto más observo a los enajenados, más libre creo estar, por el momento. La última vez, gocé de tres meses en libertad hasta que volvieron a invadirme. Dicen que algunos no conocen un día de paz. Tienen cuerpos muy codiciados y la libertad se les da sólo a ratos, a veces un día; otras, una semana, o unas horas. Nunca hemos podido determinar cuántos Pasajeros infestan nuestro mundo. Tal vez millones. O sólo cinco. ¿Quién puede saberlo?

Del cielo ceniciento baja un copo de nieve serpenteando. Central había dicho que las probabilidades de lluvias eran leves. ¿Se habrán apoderado de la Central, también?

Veo a la chica.

Está sentada en diagonal a mí; cinco escalones más arriba y a unos treinta metros de distancia. La falda negra recogida sobre las rodillas muestra unas piernas esbeltas. Es joven. Tiene una cabellera espesa, de un hermoso castaño rojizo. Y ojos claros. A esta distancia, no puedo saber el color preciso. Lleva ropas sencillas; tiene menos de treinta años. La chaqueta es verde oscuro y el carmín que se ha puesto en los labios tiene un matiz púrpura. La boca es generosa; la nariz, elegante y de puente alto; lleva las cejas cuidadosamente depiladas.

La conozco.

He pasado las tres últimas noches con ella en mi habitación. Es ella. Llegó a mí poseída y, poseída, durmió conmigo. Estoy seguro. Se me abre el velo de los recuerdos y veo su cuerpo desnudo sobre mi lecho.

¿Cómo es posible que me acuerde de esto?

Es demasiado intenso para ser una ilusión. Sin duda, es algo que se me ha permitido recordar por razones que no alcanzo a comprender. Y recuerdo más: sus tenues gemidos de placer. Sé que mi cuerpo no me jugó ninguna mala pasada esas tres noches; sé que no la decepcioné.

Y hay más. Un recuerdo de música sinuosa, el aroma joven de su cabello, el susurrar de los árboles invernales. Por alguna razón, la joven evoca en mí una época de inocencia: esos años adolescentes en que las mujeres entrañan misterios. Años de fiestas, de bailes, de calidez y de secretos.

Me siento atraído hacia ella.

Pero estas cosas tienen su ritual. Es de mal gusto acercarse a alguien que uno ha conocido en estado de posesión. Esa relación no otorga ningún privilegio; un desconocido sigue siéndolo, por mucho que hayan podido hacer o decirse durante el tiempo involuntario que compartieron.

Sin embargo, me siento atraído hacia ella.

¿Por qué esta violación de los tabúes? ¿Por qué esta abierta transgresión a las normas de conducta? Nunca antes he hecho nada semejante. Siempre he sido escrupuloso.

A pesar de todo, me incorporo y camino por el peldaño sobre el que estaba sentado hasta que quedo debajo de ella. Levanta la vista e instantáneamente, la joven junta los tobillos e inclina las rodillas, como si supiera que su posición no es decorosa. El gesto me indica que no está poseída. Mis ojos buscan los suyos; son de un verde pálido. Es hermosa y busco en mi memoria más detalles de nuestra pasión.

Subo los escalones de uno en uno hasta quedar frente a ella.

—Hola —le digo.

Me observa con aire inexpresivo. No parece reconocerme. Tiene la mirada velada, como suele ocurrir cuando se marcha un Pasajero. Tensa los labios y me escruta de un modo distante.

—Hola —responde fríamente—. Me parece que no le conozco.

—No. No me conoce. Pero tengo la impresión de que no desea estar sola en este momento. Yo tampoco. —Trato de persuadirla, con los ojos, de que no albergo intenciones deshonestas—. El aire está cargado de nieve. Podemos encontrar un sitio más abrigado. Quisiera hablar con usted.

—¿Sobre qué?

—Vayamos a algún otro sitio y se lo diré. Soy Charles Roth.

—Helen Martin.

Se pone en pie. Todavía no se despoja de su fría neutralidad; se la ve suspicaz, inquieta. Pero al menos se muestra dispuesta a acompañarme. Buena señal.

—¿Es muy temprano para invitarla a tomar algo? —pregunto.

—No sabría decirle. No sé bien qué hora es.

—Casi mediodía.

—Está bien. Bebamos algo —accede, y ambos sonreímos.

Vamos a un bar que hay al otro lado de la calle. Nos sentamos frente a frente, en la penumbra, y paladeamos unos cócteles: daiquiri para ella, bloody mary para mí. Se relaja un poco. Me pregunto qué quiero de ella. El placer de su compañía, sí. ¿De su compañía en la cama? Pero ya he conocido ese placer, durante tres noches, aunque ella lo ignore. Quiero algo más. Algo más. ¿Pero qué?

Tiene los ojos inyectados en sangre. Se ve que ha dormido poco en las tres últimas noches.

—¿Le resultó muy desagradable? —le pregunto.

—¿Qué cosa?

—El Pasajero.

Por su rostro pasa una oleada de emociones.

—¿Cómo sabe que he tenido un Pasajero?

—Lo sé.

—Se supone que no debemos hablar de esto.

—Soy bastante liberal —contesto—. Mi Pasajero se marchó durante la noche. Lo tuve encima desde el martes por la tarde.

—El mío se fue hace unas dos horas, creo. —Se ruboriza. Es osado hablar de estos temas—. Se apoderó de mí el lunes por la noche. Ha sido la quinta vez.

—Para mí también.

Jugueteamos con los vasos. Crece una especie de comunicación recíproca, casi sin necesidad de palabras. Nuestra experiencia reciente con los Pasajeros nos da algo en común, aunque Helen todavía no advierte hasta qué punto fue una vivencia íntimamente compartida.

Hablamos. Es escaparatista. Tiene un pequeño apartamento a unas calles de allí. Vive sola. Me pregunta a qué me dedico.

—Analista de títulos públicos —respondo. Sonríe. Tiene unos dientes perfectos. Pedimos algo más de beber. Ya tengo la certeza de que ella es la chica que estuvo en mi habitación durante la estancia del Pasajero.

En mí crece una semilla de esperanza. Qué feliz coincidencia la que nos volvió a unir tan poco después de habernos separado sin tener conciencia. Qué feliz coincidencia que esta vez haya quedado un ínfimo recuerdo en mi mente.

Hemos compartido algo, quién sabe qué ha sido. Para haber dejado una huella tan vivida en mí, debe de haber sido algo bueno. Quiero relacionarme con ella de forma consciente, siendo mi propio amo, y hacer que ese vínculo renovado se haga real. No es correcto, pues estoy abusando de un privilegio que no me corresponde, sino por virtud de la breve permanencia de un Pasajero en nuestros cuerpos. Sin embargo, la necesito. La quiero.

También ella parece necesitar de mí, sin darse cuenta de quién soy. Pero el miedo la coarta.

Temo asustarla y no intento mostrarle mis cartas antes de tiempo. Tal vez quiera que la acompañe a su apartamento, o quizá no. Pero no se lo pregunto. Terminamos los cócteles. Convenimos en encontrarnos otra vez al día siguiente, en la escalinata de la biblioteca. Mi mano roza la suya fugazmente. Luego, se aleja.

Esa noche colmo tres veces el cenicero. Una y otra vez cavilo sobre la sensatez de mis actos. ¿Por qué no la dejo sola? No tengo derecho a seguirla. En un sitio como el que ha llegado a ser este mundo, lo mejor es mantener las distancias.

Con todo, cuando pienso en ella me asalta una punzada de recuerdos vagos. La luz difusa de las oportunidades perdidas detrás de las escaleras, de una risa de chiquilla en el pasillo del segundo piso, de besos robados, de té con pastas. Recuerdo a la joven con una orquídea en el cabello, a la del vestido de lentejuelas, y a la del rostro aniñado y los ojos de mujer. Hace mucho tiempo de todas esas cosas perdidas y lejanas. Me digo que no debo perder a esta mujer. No debo permitir que me la arrebaten.

Llega la mañana. Es un sábado silencioso. Regreso a la biblioteca, casi sin esperanzas de verla, pero allí está, sobre la escalinata. Verla es como un respiro. Se la ve alerta, preocupada; obviamente, ha estado pensando mucho y ha dormido poco. Caminamos juntos por la Quinta Avenida. Va a mi lado, cerca, pero no me coge del brazo. Avanza a pasos cortos, enérgicos, nerviosos.

Quiero sugerir que vayamos a su apartamento en lugar del bar. En estos días, debemos aprovechar cada instante de libertad y avanzar sin preámbulos. Pero sé que sería un error pensar en ello como una cuestión de táctica. Sería fatal hacer las cosas con burdo apresuramiento; tal vez conseguiría una victoria vulgar, con una sórdida derrota implícita. Pero, de todas formas, a juzgar por su estado de ánimo, no está muy receptiva. La miro, pensando en música de cuerdas y en nuevas nevadas. Ella contempla el cielo gris.

—Los siento observándome constantemente —dice—. Como buitres acechando, esperando… Listos para abalanzarse.

—Pero hay una forma de burlarlos: podemos aferrarnos a cada instante de vida mientras no nos miran.

—Siempre nos miran…

—No —aseguro—. No pueden ser tantos. A veces están ocupados en otro asunto. Y entonces, dos personas tienen la posibilidad de acercarse y compartir un momento de calidez.

—Pero ¿de qué sirve?

—Eres demasiado pesimista, Helen. A veces nos ignoran durante meses enteros. Tenemos una oportunidad. Existe una oportunidad.

Pero no logro franquear su coraza de miedo. La cercanía de los Pasajeros la paraliza; no tiene ánimos para iniciar nada por temor a que nuestros torturadores se lo quiten. Llegamos al edificio en el que vive y espero que se decida a invitarme. Por un instante parece que va a ceder, pero es sólo un momento; me toma una mano entre las suyas, sonríe, la sonrisa se deshace y se marcha, dejándome con la propuesta:

—Encontrémonos mañana en la biblioteca. Al mediodía.

Recorro a solas el largo trecho hasta mi casa.

Esa noche, me invade parte de su pesimismo. Parece inútil que tratemos de rescatar nada. Más aún: me resulta perverso ir en busca de ella; vergonzoso ofrecerle un amor vacilante cuando no soy libre. En este mundo, me digo, debemos mantenernos distantes, para no herir a nadie cuando se apoderan de nosotros y nos poseen.

No voy a verla al día siguiente.

Es mejor así, insisto. No tengo nada que hacer con ella. La imagino en la biblioteca, preguntándose por qué tardo, poniéndose cada vez más nerviosa, impaciente y, por fin, irritada. Se enfadará conmigo por haber roto el compromiso, pero la ira se le pasará y me olvidará enseguida.

Llega el lunes. Voy al trabajo.

Naturalmente, nadie cuestiona mi ausencia. Es como si nunca hubiera faltado. Esa mañana mi mercado es fuerte; el trabajo me presenta un gran desafío, y hasta avanzada la mañana no pienso en Helen. Pero cuando lo hago, ya no puedo pensar en otra cosa. Mi cobardía al dejarla esperando. Los pensamientos pueriles y oscuros del sábado por la noche. ¿Por qué aceptar el destino tan pasivamente? ¿Por qué rendirse? Quiero luchar, construir un refugio seguro pese a la adversidad. Siento la profunda convicción de que es posible. Los Pasajeros tal vez nunca vuelvan a molestarnos a los dos, después de todo. Y esa sonrisa que me regaló el sábado, frente a su edificio, ese destello fugaz debió de haberme dicho que detrás de su coraza de miedo ella también abrigaba esperanza. Estaba aguardando a que yo le indicara el camino. En cambio, me quedé en casa.

A la hora del almuerzo voy hasta la biblioteca, convencido de que será en vano.

Pero está allí. Camina por los escalones; el viento recorta su figura esbelta. Me acerco a ella.

No me habla. Por fin, saluda:

—Qué tal.

—Siento lo de ayer.

—Te estuve esperando mucho rato.

Me encojo de hombros.

—Decidí que no serviría de nada venir. Luego cambié de idea.

Trata de mostrarse enfadada. Pero sé que está contenta de volver a verme. Si no, ¿por qué habría ido una vez más? No puede ocultar su íntima satisfacción. Ni yo. Señalo el bar que hay en la acera de enfrente.

—¿Un daiquiri? —ofrezco—. ¿Como prenda de paz?

—De acuerdo.

Ese día el bar está atestado, pero conseguimos una mesa. En sus ojos hay un brillo que me resulta nuevo. Siento que en su interior se desmorona una barrera.

—Ya no me tienes tanto miedo, Helen —comento.

—Nunca he tenido miedo de ti. Tengo miedo de lo que pueda pasar si nos exponemos a los riesgos.

—No temas. No lo hagas.

—Trato de no sentir miedos. Pero a veces me parece que todo es inútil. Desde que llegaron…

—Siempre nos queda la posibilidad de intentar proseguir con la vida.

—Tal vez.

—Tenemos que hacerlo. Sellemos un pacto, Helen. Basta de recelos. Basta ya de preocuparnos por lo terrible que pudiera sucedernos. ¿De acuerdo?

Una pausa, y luego, su mano sobre la mía.

—Muy bien.

Terminamos de beber. Pago con mi Tarjeta Central de Créditos y salimos. Quiero que me pida que no vayamos al trabajo esta tarde y que me invite a su apartamento. Es inevitable que me lo proponga, y cuanto antes, mejor.

Caminamos una calle. No me ofrece la invitación. Intuyo la pugna que se agita en su fuero interno y aguardo, para que la contienda se resuelva sin interferencia de mi parte. Caminamos otra calle. Me ha tomado del brazo, pero sólo habla de su trabajo, del tiempo. Es una conversación separada por la distancia de un brazo. Al llegar a la esquina cambia de dirección, se aleja de su apartamento y regresa hacia el bar. Trato de ser paciente con ella.

No tengo necesidad de apresurar las cosas, me digo. Su cuerpo no es ningún secreto para mí. Hemos iniciado nuestra relación al revés: primero el contacto físico. Ahora nos llevará tiempo recorrer el camino inverso para construir la parte más difícil, que algunos llaman amor.

Pero, desde luego, ella no sabe que ya nos hemos conocido de ese modo. El viento nos arroja remolinos de nieve en el rostro. En cierto modo, el aguijón del frío azuza en mí el impulso a la sinceridad. Sé qué debo decirle. Debo renunciar a mi ventaja injusta.

Se lo digo:

—Cuando estuve poseído la semana pasada, Helen, estuve con una chica en mi habitación.

—¿Por qué hablar de esas cosas ahora?

—Tengo que hacerlo, Helen. La chica eras tú.

Se detiene. Se vuelve hacia mí. La gente va y viene a nuestro alrededor, a toda prisa. Se ha puesto muy pálida y en las mejillas le han asomado unas pecas rojas y oscuras.

—No le veo la menor gracia, Charles.

—No lo he dicho en broma. Estuviste conmigo desde el martes por la noche hasta el viernes por la mañana.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Lo sé. Lo sé. Lo recuerdo con toda claridad. No sé cómo, pero conservo la memoria, Helen. Veo todo tu cuerpo…

—Basta ya, Charles.

—Fue hermoso estar juntos —le digo—. Debemos de haber complacido a nuestros Pasajeros, de tan bien que lo hicimos. Cuando te vi… fue como si despertara de un sueño y descubriera que el sueño era realidad, y que la chica que estaba allí…

—¡No!

—Vayamos a tu apartamento y comencemos otra vez.

—Estás comportándote de un modo deliberadamente grosero, y no sé por qué. No tenías por qué estropear todo. Tal vez estuve contigo, tal vez no. Pero no tenías por qué saberlo, y si lo sabías tendrías que haber cerrado la boca…

—Tienes un lunar de nacimiento del tamaño de un centavo, unos seis centímetros por debajo del seno izquierdo.

Solloza y se abalanza contra mí, allí, en la calle. Sus largas uñas plateadas me arañan las mejillas. Me golpea. La sujeto, pero sigue embistiéndome con las rodillas. Nadie nos presta atención: los que pasan suponen que estamos poseídos y vuelven la cabeza. Se ha puesto hecha una furia, pero la rodeo con ambos brazos, como encerrándola en una cinta de acero. Sólo puede patalear y protestar, mientras yo estrecho su cuerpo contra el mío. Se pone tensa, angustiada.

—Los derrotaremos, Helen —le digo con voz grave e imperiosa—. Terminaremos con lo que han comenzado. No me ataques.

No tienes por qué atacarme. Sé muy bien que te incomoda el hecho de que yo te recuerde, pero déjame estar a tu lado y te demostraré que estamos hechos el uno para el otro…

—Suél… ta… me.

—Por favor, por favor. ¿Por qué ser enemigos? No quiero hacerte daño. Te quiero, Helen. ¿Recuerdas que de jóvenes jugábamos a enamorarnos? Yo lo hacía; también tú tienes que haberlo hecho… A los dieciséis, diecisiete años. Los murmullos, las conspiraciones… Era un juego y lo sabíamos. Pero el juego ha terminado. Ahora no podemos jugar al amor y salir corriendo. Tenemos tan poco tiempo, cada vez que estamos libres, que debemos confiar, abrirnos…

—No está bien.

—¿Por qué? El hecho de que las personas acostumbren a esquivarse cuando han entablado relación estando en poder de los Pasajeros no significa que sea una costumbre razonable ni que debamos seguirla. Helen… Helen…

Algo en mi voz conmueve su corazón. Ya no se resiste. Su cuerpo rígido se relaja. Me mira con el rostro abotargado y húmedo de lágrimas, los ojos enrojecidos.

—Confía en mí —le digo—. ¡Confía en mí, Helen!

Vacila. Luego sonríe.

En ese momento siento un frío en la nuca, como si trepanaran el hueso con una aguja de acero. Me pongo tenso. Mis brazos caen laxos, a ambos lados del cuerpo, y la suelto. Por un segundo pierdo contacto y cuando la niebla se dispersa, todo es distinto.

—¿Charles? —La oigo—. ¿Charles?

Se lleva el puño a la boca. Me aparto, ignorándola, y regreso al bar. En una de las mesas del frente hay un joven. Lleva el cabello oscuro reluciente de brillantina; tiene la tez suave. Sus ojos me buscan.

Me siento. Pide unos cócteles. No hablamos.

Mi mano se posa sobre su muñeca y se queda allí. El camarero sirve las bebidas, gruñe, pero no hace comentarios. Bebemos y dejamos sobre la mesa las copas vacías.

—Vamos —propone el joven.

Yo lo sigo afuera.

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Ficha bibliográfica

Autor: Robert Silverberg
Título: Pasajeros
Título original: Passengers
Publicado en: Orbit 4, 1968
Traducción: Paula Tizzano – Márgara Averbach – María Cristina Pinto

[Relato completo]

Robert Silverberg