«La marca de la bestia», cuento de Rudyard Kipling publicado en 1890, se sumerge en las profundidades del misticismo y las tensiones culturales en la India colonial. La historia narra la experiencia de Fleete, un inglés recién llegado a la India, quien, durante una noche de celebración de Año Nuevo, bajo los efectos del alcohol, profana un templo de Hanuman, el dios mono. Su acción irrespetuosa y burlesca hacia lo sagrado provoca una venganza sobrenatural cuando es marcado en el pecho por un misterioso leproso, conocido como el Hombre de Plata. A medida que la marca en el pecho de Fleete se transforma, él mismo comienza a cambiar de manera alarmante, mostrando comportamientos y apetitos animales. Sus amigos, se ven envueltos en un intento desesperado por entender y remediar su condición, enfrentando el choque entre la racionalidad occidental y las fuerzas inexplicables de una antigua fe local.
La marca de la bestia
Rudyard Kipling
(Cuento completo)
¿Acaso sabemos, tú y yo, si tus dioses son
más poderosos que los míos?
Proverbio indígena
ALGUNAS gentes creen que al este de Suez la Providencia deja de ejercer su control directo sobre los hombres, los cuales pasan a depender de los dioses y de los diablos de Asia. La Providencia (léase Iglesia de Inglaterra), entonces, sólo ejerce una vigilancia ocasional e intrascendente por lo que respecta a los ingleses.
Esa teoría explica algunos de los horrores más absurdos de la vida en la India; y puede al mismo tiempo, ayudar a comprender mi relato.
Mi amigo Strickland, de la Policía, que conoce todo lo que puede saberse acerca de los indígenas de la India, fue testigo de los hechos. Dumoise, nuestro médico, fue asimismo testigo de lo que vimos Strickland y yo. La conclusión que Dumoise extrajo de los hechos fue completamente equivocada. Ahora, está muerto: falleció de un modo muy extraño, que ha sido descrito en otra parte.
Cuando Fleete llegó a la India, poseía algún dinero y un poco de terreno en el Himalaya, cerca de un lugar llamado Dharmsala. Había heredado el dinero y los terrenos de un tío suyo, y fue a tomar posesión de ellos. Era un hombre de alta estatura, gordo, inofensivo y jovial. No conocía a los indígenas, como es natural, y se quejaba de las dificultades del idioma.
Por Año Nuevo, bajó a caballo de su morada en las montañas y acudió a casa de Strickland. La víspera de Año Nuevo se celebró una gran cena, y —cosa comprensible— estuvo abundantemente rociada de alcohol. Una reunión de personas llegadas de los cuatro puntos del Imperio tenía derecho a alegrarse un poco. La frontera nos había enviado un contingente de Catch’em-alive-O’s que no habían visto un rostro blanco en todo el año; hombres acostumbrados a recorrer quince millas a caballo para ir a cenar al fuerte más cercano, desafiando el riesgo de tropezarse con la bala de un khybery. La sensación de seguridad de que ahora gozaban resultaba completamente nueva para ellos y jugaban infantilmente a prendas; uno de los perdedores tuvo que dar la vuelta a la habitación llevando entre sus dientes un erizo hecho una bola que habían encontrado en el jardín. Media docena de colonos llegados del sur charlaban animadamente con el Gran Embustero de Asia, el cual se esforzaba por servirles lo mejor de sus relatos. Todo el mundo estaba allí, como para un «acercamiento» general: el recuento de las pérdidas en camaradas muertos o fuera de combate, caídos en el curso del año que acababa de transcurrir. Fue, desde luego, una velada muy «rociada», y recuerdo que cantamos Auld Lang Syne con los pies metidos dentro de la gran copa del campeonato de polo y la cabeza en las estrellas, jurándonos una amistad sin igual en el mundo. Más tarde, algunos de los que estaban allí se marcharon a conquistar Birmania, otros a abrir el Sudán y a hacerse abrir ellos mismos en canal por los Fuzzies, en ocasión del asalto a las murallas de Souakim. Algunos conquistaron estrellas y medallas; otros se casaron, lo cual no les sirvió para nada; otros hicieron otras cosas de menos importancia aún, y el resto de nosotros seguimos amarrados a nuestras cadenas, tratando de llenar nuestras bolsas demasiado grandes a costa de introducir en ellas experiencias demasiado pequeñas.
Fleete empezó la velada con sherry and bitters, bebió champaña sin interrupción hasta la hora de los postres, los cuales estuvieron acompañados por un Capri seco, que se aferraba a la garganta y era tan fuerte como el whisky; tomó Bénédictine con el café, cuatro o cinco whiskys con soda para amenizar la sobremesa, carne asada y cerveza a las dos y media de la madrugada, y aguardiente para terminar. En consecuencia, cuando salió del club, a las tres y media de la mañana, para enfrentarse con una temperatura de catorce grados bajo cero, se enfadó con su caballo porque el animal tosía, y trató de montarse de un salto: el caballo se encabritó y Fleete dio con sus huesos en el suelo. Visto lo cual, Strickland y yo decidimos formar una guardia de deshonor para acompañar a Fleete a su casa.
Nuestro camino pasaba por delante del pequeño templo de Hanuman, el dios-mono, una divinidad digna de todos los respetos. Todos los dioses tienen sus aspectos buenos, como sucede con todos los sacerdotes. Personalmente, tengo en gran aprecio a Hanuman y me porto lo mejor que puedo con sus súbditos, los grandes monos grises de la montaña. Uno no sabe nunca cuándo podrá tener necesidad de un amigo.
El templo estaba iluminado y, al pasar, pudimos oír las voces de varios hombres que cantaban himnos. En un templo indígena, los sacerdotes se levantan a cualquier hora de la noche para honrar a sus dioses. Antes de que pudiéramos detenerle, Fleete había entrado en el templo, palmeado amistosamente la espalda de dos sacerdotes, y dejado caer la ceniza encendida de su cigarro sobre el ídolo de piedra roja. Strickland trató de arrastrarle hacia fuera, pero Fleete se sentó y dijo, en tono solemne:
—¿Ha visto usted eso? ¡Es la marca de la b… bestia! La he hecho yo. ¿Qué le parece?
El templo se había llenado de desorden y de rumores, y Strickland, que sabía las consecuencias que podía acarrear la profanación de los dioses, declaró que no sería extraño que nos viésemos en un lío. Debido a su posición oficial, al tiempo que llevaba en el país y a su deseo de no indisponerse con los indígenas, la actitud de Fleete no le había gustado ni pizca. Fleete estaba sentado en el suelo y se negaba a moverse. Dijo que «aquel bribón de Hanuman» era una almohada excelente.
De pronto, surgió un hombre por detrás de la imagen del dios. Un Hombre de Plata. Iba desnudo a pesar del intenso frío, y su cuerpo brillaba como la plata escarchada, pues era lo que la Biblia llama «un leproso tan blanco como la nieve». Además, no tenía rostro, ya que era leproso desde hacía muchos años y la enfermedad se le había comido las facciones. Strickland y yo nos inclinamos para ayudar a Fleete a levantarse, en tanto que el templo se iba llenando de gente, como si la multitud surgiera del suelo; pero el Hombre de Plata se deslizó por debajo de nuestros brazos, maullando como un gato salvaje, se dejó caer sobre Fleete y, antes de que pudiéramos apartarlo de allí, colocó su cabeza sobre el pecho de nuestro amigo. Luego se marchó a un rincón y se sentó, maullando, mientras la multitud bloqueaba todas las puertas.
La cólera de los sacerdotes había ido subiendo de punto hasta que el Hombre de Plata tocó a Fleete; aquella caricia pareció calmarles.
Tras un prolongado silencio, uno de los sacerdotes se acercó a Strickland y le dijo, en perfecto inglés:
—Llevaos a vuestro amigo. Él ha terminado con Hanuman, pero Hanuman no ha terminado con él.
La multitud se apartó, y sacamos a Fleete a la calle.
Strickland estaba muy disgustado. Dijo que habíamos corrido un gran peligro, y que Fleete debía agradecer a su buena estrella el haber salido sano y salvo del templo.
Fleete no dio las gracias a nadie. Dijo que quería irse a la cama. Estaba borracho como una cuba.
Seguimos andando en medio de un penoso silencio. De repente, Fleete se vio acometido por unos violentos temblores y empezó a sudar copiosamente. Dijo que el barrio indígena hedía insoportablemente, y que no comprendía cómo autorizaban la existencia de mataderos tan cerca de las viviendas inglesas.
—¿Es que no os da en las narices el olor de la sangre? —nos preguntó.
Finalmente, al romper el día conseguimos meterle en cama. Strickland me invitó a tomar otro whisky. Mientras bebíamos, habló del asunto del templo, y me confesó que le había desconcertado por completo. Strickland sentía un verdadero horror a dejarse engañar por los indígenas, puesto que su finalidad era la de mantener su superioridad sobre aquellas gentes, sirviéndose de sus propias armas. Hasta ahora no lo ha conseguido, pero tal vez dentro de quince o veinte años habrá conseguido algún progreso.
—Tenían que habernos asesinado —dijo—, en vez de maullarnos como gatos. Me pregunto a qué obedeció su conducta. Este asunto no me gusta nada.
Le dije que el Gran Consejo del templo nos denunciaría, seguramente, por ofensas a su religión. El Código Penal hindú incluye un artículo que castiga, precisamente, el delito de que Fleete se había hecho culpable. Strickland declaró que le agradaría muchísimo ver que adoptaban aquella medida, que lo deseaba vivamente. Antes de marcharme, dirigí una última mirada a la habitación donde dormía Fleete y vi que éste se hallaba acostado sobre el lado derecho y que se rascaba el izquierdo. Por fin, a eso de las siete de la mañana, completamente exhausto, pude acostarme.
A la una de la tarde me dirigí a caballo a casa de Strickland para ver cómo seguía Fleete. Suponía que unas horas de sueño habrían disipado los efectos de su borrachera. Fleete estaba almorzando y tenía muy mal aspecto. Se encolerizó con el cocinero porque le había servido la carne demasiado asada. Un hombre que puede comer carne semicruda después de una noche de embriaguez, es un fenómeno. Se lo dije a Fleete, el cual se echó a reír.
—Tienen ustedes aquí unos mosquitos terribles —respondió—. A poco me comen vivo. Pero todos me han picado en el mismo sitio.
—Veamos cómo va eso —dijo Strickland—. La hinchazón ha debido desaparecer ya.
Fleete se desabrochó la camisa y me mostró, en la parte izquierda del pecho, una marca, reproducción exacta de las manchas negras que pueden verse sobre la piel de un leopardo: cinco o seis puntitos negros formando círculo. Strickland los contempló atentamente y dijo:
—Esta mañana eran rojos. Ahora son negros…
Fleete corrió a mirarse a un espejo.
—¡Por Júpiter! —exclamó—. ¡Vaya un fastidio! ¿Qué demonios será esto?
Ni Strickland ni yo pudimos responder. En aquel momento sirvieron la carne, roja y jugosa, y Fleete se sirvió tres trozos con una avidez casi repulsiva.
Comía utilizando solamente las muelas del lado izquierdo, inclinando la cabeza sobre el hombro derecho al tiempo que se llevaba la carne a la boca. Cuando hubo terminado se dio cuenta repentinamente de lo raro que nos había parecido su modo de comer, ya que se disculpó, diciendo:
—Nunca, en toda mi vida, había sentido tanta hambre. He engullido como un avestruz.
Después del almuerzo, Strickland me dijo:
—Le agradeceré que no se marche. Quédese a pasar la noche en mi casa.
Dado que mi casa se hallaba a menos de tres millas de la de Strickland, encontré absurda aquella petición. Pero Strickland insistió, y se disponía a decirme algo cuando Fleete le interrumpió, declarando en tono avergonzado que tenía más hambre. Strickland envió a un hombre a mi casa en busca de mi ropa de cama y un caballo, y luego bajamos los tres hacia las cuadras para entretener el tiempo hasta la hora del paseo. Cuando se tiene afición a los caballos, uno no se cansa nunca de contemplarlos; y dos hombres, matando el tiempo de ese modo, tienen ocasión de intercambiarse un buen número de mentiras y de informaciones.
En las cuadras había cinco caballos, y nunca olvidaré la escena que se desarrolló ante nuestros ojos cuando nos acercamos a los animales. Parecían haber enloquecido de repente. Se alzaban sobre sus patas traseras, relinchando agudamente, temblando y echando espuma por la boca, como si estuvieran aterrorizados. Los caballos de Strickland conocían a su dueño tanto como sus perros, lo cual hacía aún más incomprensible lo que estábamos presenciando. Nos alejamos de allí, temiendo que los animales se dejaran dominar por el pánico. Luego, Strickland me llamó y me acerqué de nuevo a los caballos en su compañía. Las bestias seguían asustadas, pero se dejaron acariciar y apoyaron la cabeza en nuestro pecho.
—No están asustados ni de usted, ni de mí —dijo Strickland—. Daría a gusto tres meses de sueldo por oír hablar a Outrage en este momento.
Pero Outrage permaneció mudo, y se limitó a arrimarse a su dueño y a silbar a través de los ollares, según costumbre en los caballos cuando tratan de explicar algo a sus amos, sin conseguirlo. Fleete volvió a acercarse a nosotros y, en cuanto los caballos le echaron la vista encima, dieron de nuevo grandes muestras de terror. Tuvimos que apartarnos a toda prisa para no ser alcanzados por una coz. Strickland dijo:
—No parece que les sea usted muy simpático, Fleete.
—¡Tonterías! —replicó Fleete—. Mi caballo me sigue a todas partes como un perro.
Se acercó a su cabalgadura, que estaba atada a uno de los pesebres; pero, al ver aproximarse a su dueño, el animal dio un tremendo tirón a la brida, que se rompió por la mitad, y escapó corriendo hacia el jardín. Yo me eché a reír, pero a Strickland no pareció hacerle ni pizca de gracia lo sucedido. Se atusó nerviosamente el largo bigote. En cuanto a Fleete, en vez de correr detrás de su cabalgadura, declaró entre bostezos que tenía mucho sueño. Se marchó a la cama: un bonito modo, a fe mía, de pasar el día de Año Nuevo.
Strickland se sentó a mi lado sobre un pesebre vacío y me preguntó si había observado algo especial en los modales de Fleete. Respondí que le había visto comer como una bestia, pero que ello podía ser el resultado de su existencia solitaria en la montaña, lejos de toda sociedad refinada y superior, del tipo de la nuestra, por ejemplo. Strickland siguió sin ver el lado jocoso de mis palabras. No creo que me escuchase siquiera, pues su frase siguiente se refirió a la marca que Fleete tenía en el pecho; sugerí que podían habérsela producido unos mosquitos cuyas picaduras levantan ampollas en la piel, a menos que fuese una marca de nacimiento, en estado latente hasta entonces, que aparecía por primera vez. Convinimos en que era una marca poco agradable de mirar, y Strickland encontró ocasión para tildarme de idiota.
—No puedo decirle lo que pienso en este momento —declaró—, porque iba usted a creer que me había vuelto loco; pero es preciso que se quede usted en mi casa unos cuantos días, si le es posible. Necesito su ayuda para vigilar a Fleete.
—Esta noche tengo que cenar en el pueblo —objeté.
—También yo —dijo Strickland—, y Fleete. Si es que no cambia de opinión.
Dimos una vuelta por el jardín, fumando, pero sin hablar —el charlar no permite saborear debidamente el buen tabaco—, hasta que nuestras pipas se apagaron. Entonces fuimos a despertar a Fleete. Estaba ya despierto y se paseaba nerviosamente por su habitación.
—¡Bueno, quiero más carne! ¿Es que no es posible obtenerla en esta casa?
Le respondí, riendo:
—Vaya a vestirse, Fleete. Los caballos estarán ensillados dentro de un rato.
—De acuerdo —dijo Fleete—. Saldré cuando me hayan servido la carne… y bien cruda.
Eran las cuatro de la tarde y habíamos comido a la una; a pesar de lo cual, Fleete insistió largo rato en que deseaba comer carne sanguinolenta. Luego se puso el traje de montar y salió a la veranda. Habían ensillado para él uno de los caballos de Strickland, ya que no fue posible volver a capturar el suyo. Cuando nos acercamos a las cabalgaduras ensilladas se pusieron a relinchar y a cocear, locas de terror. Fleete terminó por decir que se quedaba en casa y que iba a pedir algo de comer. Strickland y yo nos marchamos a caballo, muy intrigados. Cuando pasábamos ante el templo de Hanuman, salió el Hombre de Plata y maulló detrás de nosotros.
—Ese hombre no es uno de los sacerdotes del templo —dijo Strickland—. Me gustaría echarle la mano encima.
Aquella tarde, nuestro galope sobre el hipódromo no tuvo la elasticidad de otros días. Los caballos carecían de nervio y parecían estar despeados.
—El susto que recibieron después del almuerzo los ha dejado aplanados —dijo Strickland.
Fue la única observación que hizo durante el resto del paseo. Un par de veces, creo, juró en voz baja; pero eso no cuenta.
Regresamos a casa de Strickland a eso de las siete. A pesar de que había oscurecido, en la casa no brillaba ninguna luz.
—¡Mis criados son unos gandules de tomo y lomo! —exclamó Strickland.
Mi caballo se encabritó ante un objeto apenas visible en la senda enarenada del jardín: era Fleete, que andaba a cuatro patas entre los naranjos enanos.
—¿Qué diablos está usted haciendo ahí? —preguntó Strickland.
Pero los dos caballos salieron disparados y estuvieron a punto de tirarnos al suelo. Echamos pie a tierra cerca de los establos y regresamos al lugar donde se encontraba Fleete.
—¿Qué sucede, Fleete? —volvió a preguntar Strickland.
—Nada, nada en absoluto —respondió Fleete, hablando muy aprisa y con voz pastosa—. Ahora me dedico a la botánica, eso es todo. El olor de la tierra es delicioso… sí, delicioso. Creo que voy a pasearme —un largo paseo— toda la noche.
En aquel momento me di cuenta de que algo no marchaba como debía, y le dije a Strickland:
—Esta noche no voy a cenar al pueblo.
—¡Menos mal! —exclamó Strickland, con expresión de alivio—. Vamos, Fleete, levántese de ahí. Va a pillar una pulmonía. Venga a cenar; mandaremos encender las luces.
Fleete se puso en pie de mala gana y dijo:
—Nada de luces… nada de luces. Se está mucho mejor aquí. Cenemos fuera y pidamos carne. Carne roja, sanguinolenta…
En la India septentrional, las noches del mes de enero son terriblemente frías, y la propuesta de Fleete era la de un loco.
—Entre en casa —dijo Strickland en tono severo—. Entre en seguida con nosotros.
Fleete obedeció, y cuando hubieron traído las lámparas vimos que estaba cubierto de barro de los pies a la cabeza. Debió haberse revolcado por el jardín. Huyó de la luz y se metió en su habitación. Sus ojos tenían una expresión horrible. Lucían una especie de resplandor verdoso que no era, si puedo decirlo así, su «propio» resplandor. Además, su labio inferior aparecía colgante.
Strickland dijo:
—Esta noche vamos a tener jaleo. Temo que va a ocurrir algo grave. Le ruego que no se cambie de ropa.
Aguardamos, indefinidamente, el regreso de Fleete, y entretanto pedimos la cena. Le oíamos ir y venir en su habitación, completamente a oscuras. De repente, surgió de la habitación el prolongado aullido de un lobo.
Se escribe o se dice que la sangre se hiela en las venas, que los cabellos se erizan, y otras frases tópicas por el estilo. Una y otra sensación son demasiado horribles para bromear acerca de ellas. Mi corazón se detuvo como si acabaran de atravesarlo con un cuchillo, y Strickland palideció: su rostro se puso más blanco que el mantel que cubría la mesa.
El aullido se repitió y, allá a lo lejos, a través de los campos, le respondió otro aullido. Era el horror, elevado a su máxima expresión.
Strickland corrió hacia la habitación de Fleete. Le seguí, y encontramos a Fleete a punto de saltar por la ventana. Emitía unos gruñidos bestiales. Fue incapaz de responder a las preguntas que le hicimos. Babeaba.
No recuerdo bien lo que sucedió a continuación, pero creo que Strickland debió aturdir a Fleete golpeándole con algún objeto contundente, sin lo cual yo no hubiera podido sentarme sobre su pecho. Fleete no podía hablar: sólo podía gruñir, y sus gruñidos no eran los de un hombre, sino los de un lobo. Su alma humana debió escapar lentamente de su cuerpo durante todo el día, para desvanecerse por completo con el crepúsculo. Nos hallábamos ante una bestia, una bestia que en otro tiempo había sido un hombre llamado Fleete.
La aventura desafiaba toda experiencia humana y racional. Quise pronunciar la palabra «hidrofobia», pero la palabra murió en mi garganta, ya que yo era el primer convencido de que mentía.
Strickland y yo atamos a la Bestia con las correas de cuero del punkah y le transportamos al comedor. Luego enviamos a un hombre en busca del médico. Cuando el mensajero se hubo marchado, Strickland dijo:
—No servirá para nada. El médico no tiene nada a hacer en este caso.
Y yo sabía que tenía razón.
La Bestia movía la cabeza de un lado a otro. Al entrar en la habitación se hubiera creído, por el olor, que estábamos despellejando a un lobo. Este es el detalle más repugnante que recuerdo.
Strickland se sentó, con la barbilla apoyada en la palma de la mano, contemplando a la Bestia que se retorcía en el suelo, pero sin decir palabra. La camisa de Fleete había quedado desabrochada en el curso de la lucha y permitía ver la marca negra sobre el lado izquierdo del pecho.
En aquel momento aparecía muy visible como una gran ampolla.
El doctor Dumoise no tardó en llegar, y nunca he visto a un médico mostrar una sorpresa menos profesional. Declaró que se trataba de un desconcertante caso de hidrofobia, y que no podía intentar nada: su intervención no haría más que prolongar la agonía. La Bestia echaba espuma por la boca. Fleete, tal como informamos a Dumoise, había sido mordido un par de veces por los perros. Cuando se poseen cuatro o cinco zorreros, no es raro encontrarse con una dentellada de cuando en cuando. Dumoise no podía prestarnos ninguna ayuda. Lo único que podía hacer era certificar que Fleete había fallecido a consecuencia de un ataque de rabia. En aquel momento, la Bestia volvió a prorrumpir en aullidos. Dumoise se declaró dispuesto a confirmar las causas de la muerte. No cabía ninguna duda acerca del inmediato final. Dumoise era un hombre valiente, y se ofreció a quedarse con nosotros; pero Strickland le dijo que no era necesario. No quería estropearle a Dumoise el día de Año Nuevo. Sólo deseaba que certificara la verdadera causa de la muerte de Fleete.
Dumoise se marchó, muy impresionado, y en cuanto el ruido de las ruedas de su carruaje se perdió en la distancia, Strickland, en voz baja, me comunicó sus sospechas. Eran tan descabelladas, que no se atrevía a formularlas en voz alta; y yo, que casi siempre me mostraba de acuerdo con todas las teorías de Strickland, me sentí tan avergonzado de prestarle crédito en esta ocasión, que traté de protestar.
—Suponiendo que el Hombre de Plata hubiese hecho objeto a Fleete de un sortilegio por haber profanado la imagen de Hanuman, el castigo no hubiera sido de efectos tan rápidos.
Mientras yo murmuraba estas palabras, en el exterior resonó un extraño maullido: el maullido del Hombre de Plata. Al oírlo, la Bestia se debatió en un terrible acceso de furor, hasta el punto de que temimos que rompiera las cuerdas que le sujetaban pies y manos.
Al cabo de unos instantes se repitió el maullido, seguido por las convulsiones de la Bestia.
—Ponga mucha atención —dijo Strickland—. Si la cosa se repite seis veces, me tomaré la justicia por mi mano. Le ordeno a usted que me ayude.
Entró en su habitación y volvió a salir con un viejo fusil de caza, un trozo de caña de pescar, un bramante muy fuerte y un barrote de cama macizo. Le dije que las convulsiones se habían producido dos segundos después de cada maullido, y que la Bestia se estaba debilitando a ojos vistas.
Strickland murmuró:
—No puede quitarle la vida…
Dije, a sabiendas de que me engañaba a mí mismo:
—El que maúlla debe ser un gato. No puede ser más que un gato. Si el responsable de todo esto es el Hombre de Plata, ¿cómo se atrevería a venir aquí?
Strickland avivó el fuego de la chimenea, colocó los cañones del fusil en medio de las brasas, extendió el bramante sobre la mesa y partió en dos la caña de pescar.
Luego dijo:
—¿Cómo podremos atraparle? Tenemos que cogerle vivo y sin que sufra ningún daño.
Respondí que debíamos confiar en la Providencia, y escondernos en silencio, armados con un mazo de jugar al polo, en el macizo de arbustos que había delante de la casa. El hombre o el animal que maullaba daba vueltas alrededor de la casa con la regularidad de un vigilante nocturno. Nuestra táctica consistiría en esperar a que pasara por delante de nosotros y derribarle.
Strickland aprobó el plan y nos deslizamos por una ventana del cuarto de baño que daba a la veranda principal; desde allí, cruzando la avenida, corrimos hacia los arbustos.
A la luz de la luna vimos al leproso dar la vuelta a una de las esquinas de la casa. Iba completamente desnudo, y de cuando en cuando se detenía a maullar, danzando al mismo tiempo con su sombra. Era un espectáculo horroroso, y al pensar en el pobre Fleete reducido a un estado tal de degradación por un sujeto tan abyecto, rechacé todos mis escrúpulos y decidí ayudar a Strickland cuando se dispusiera a utilizar los cañones del fusil calentados al rojo vivo.
El leproso se detuvo un instante ante el pórtico de la casa, y Strickland y yo nos echamos sobre él empuñando los mazos de polo. El Hombre de Plata tenía una fuerza sorprendente, y temimos verle escapar o recibir un golpe mortal antes de caer en nuestras manos. Imaginábamos que un leproso era un ser miserablemente débil, y no tardamos en darnos cuenta de nuestro error. Strickland consiguió hacerle perder el equilibrio golpeándole las piernas con su mazo, y yo le coloqué el pie en la garganta. Maullaba espantosamente, e incluso a través de mis botas de montar noté que su carne no era la de un hombre sano.
Trató de golpearnos con sus codos y rodillas. Tuvimos que pasar un lazo por debajo de sus sobacos y llevarle a rastras hasta el vestíbulo, y luego hasta el comedor donde yacía la Bestia. Una vez allí, le atamos concienzudamente. No trató de huir: se limitó a maullar.
En el instante en que se enfrentó con la Bestia, la escena se hizo indescriptible. La Bestia se curvó hacia atrás, formando un arco, como en el espasmo de un envenenamiento con estricnina, y gemía del modo más lastimero que imaginarse pueda.
—Creo que estaba en lo cierto en mis sospechas —dijo Strickland—. Ahora vamos a pedirle que cure a Fleete.
Pero el leproso no hacía más que maullar. Strickland se envolvió la mano en una servilleta y retiró del fuego el fusil, cuyos cañones estaban rojos. Lo que siguió a continuación me hizo comprender cómo habían podido soportar los hombres, el ver quemar viva a una bruja: La Bestia gemía en el suelo…
Strickland se cubrió un instante el rostro con las manos. Lo que siguió no es para ser explicado.
Empezaba a amanecer cuando el leproso habló. La Bestia se había desvanecido de agotamiento, y la casa estaba envuelta en un gran silencio. Desatamos al leproso, intimándole a que expulsara el espíritu maligno. Se arrastró hasta la Bestia y colocó su mano sobre el pecho de Fleete. Eso fue todo. Luego inclinó el rostro —o lo que debía ser el rostro— contra el suelo, y gimió, aspirando el aire convulsivamente mientras gemía.
Entonces, nuestras miradas, fijas en el rostro de la Bestia, vieron aparecer de nuevo el alma en los ojos de Fleete. Grandes gotas de sudor inundaron su frente, y luego sus ojos —unos ojos humanos— se cerraron. Aguardamos una hora, pero Fleete seguía durmiendo. Después de trasladarle a su habitación, conminamos al leproso para que desapareciera, tras haberle dado una sábana para que envolviera su desnudez, los guantes y las servilletas con que le habíamos tocado, además de la cuerda que sirvió para atarle. Se envolvió en la sábana y se marchó con la primera claridad del alba sin hablar ni maullar.
Strickland se secó el sudoroso rostro y se sentó. A lo lejos, el reloj de un campanario dejó oír seis campanadas.
—¡Veinticuatro horas! —dijo Strickland—. Y en veinticuatro horas he hecho lo bastante como para asegurar mi destitución, y para que me encierren a perpetuidad en un manicomio. ¿Cree usted que estamos despiertos?
El fusil con los cañones calentados al rojo había caído al suelo y estaba chamuscando la alfombra. El olor era real y no permitía creer en una pesadilla.
A las once de la mañana, Strickland y yo fuimos a despertar a Fleete. Antes de hacerlo, comprobamos que la mancha negra, la mancha de leopardo, había desaparecido de su pecho. Fleete se incorporó en la cama, con ojos soñolientos, y al vernos exclamó:
—¡Oh! ¡Mal rayo les parta a los dos! ¡Feliz Año Nuevo! ¡Vaya borrachera me hicieron pillar ustedes! No mezclen nunca las bebidas, amigos míos. ¡Estoy medio muerto!
—Muchas gracias, pero su felicitación llega con un poco de retraso —dijo Strickland—. Estamos a día dos. Desde luego, la pilló usted buena, Fleete.
En aquel momento se abrió la puerta y el doctor Dumoise asomó la cabeza. Había venido a pie, y creyó que estábamos amortajando a Fleete.
—Me he traído una enfermera —dijo Dumoise—. Supongo que podrá entrar para… para lo que haga falta.
—¡Vaya! —exclamó Fleete alegremente, sentándose en la cama—. Haga pasar a su enfermera…
Dumoise se quedó mudo de asombro. Strickland le llevó fuera de la habitación y le explicó que su diagnóstico había sido, evidentemente, erróneo. Dumoise, sin despegar los labios, se marchó precipitadamente. Aquel restablecimiento, que ponía en entredicho su reputación profesional, había sido para él una especie de ofensa personal.
Strickland salió también de la casa. Cuando regresó, dijo que había estado en el templo de Hanuman, para ofrecer una reparación de la ofensa hecha al dios, y que le habían afirmado solemnemente que ningún hombre blanco había tocado jamás al ídolo, y que él mismo era una encarnación de todas las virtudes, presa de un pasajero error.
—¿Qué opina usted de todo eso? —me preguntó Strickland.
—«Hay más cosas bajo la capa del cielo…».
Pero Strickland siente un verdadero pánico a esa cita. Pretende que la he utilizado hasta la exasperación.
Ocurrió otra, cosa muy extraña, que me asustó tanto como los peores momentos de la noche que acabábamos de pasar. Fleete, una vez vestido, entró en el comedor y frunció desagradablemente la nariz.
—¡Qué horrible olor a perro! —exclamó—. No debería usted dejar que sus perros entrasen en el comedor, Strick.
Strickland no respondió. Se agarró al respaldo de una silla y, de improviso, fue presa de un terrible ataque de nervios. El espectáculo de un hombre vigoroso abatido por una crisis nerviosa resulta impresionante de veras. En aquel momento me asaltó la idea de que Strickland y yo habíamos luchado con el Hombre de Plata, en aquella misma habitación, por el alma de Fleete, y que habíamos quedado deshonrados para siempre como ingleses, y empecé a reír, a abrir la boca y a gimotear tan vergonzosamente como Strickland, en tanto que Fleete creía que nos habíamos vuelto locos. Nunca supo lo que habíamos hecho.
Unos años más tarde, Strickland se había casado y convertido, para complacer a su esposa, en un miembro «ortodoxo» de la sociedad. En una de las visitas que le hice, recordamos desapasionadamente el episodio y Strickland me sugirió que lo sometiera al juicio del público.
No creo, sin embargo, que el haber seguido su consejo sirva para resolver aquel misterio: en primer lugar, nadie creerá ni media palabra de una historia tan desagradable; y, en segundo lugar, dado que los dioses de los paganos no son más que piedra o bronce —nadie que tenga sentido común se atrevería a dudar de ello—, cualquiera que insinuara lo contrario sería tildado de demente por sus honorables conciudadanos.