—NOS PERDIMOS —dice mi madre.
Frena y se inclina sobre el volante. Sus dedos finos y viejos se agarran al plástico con fuerza. Estamos a más de media hora de casa, en uno de los barrios residenciales que más nos gusta. Hay caserones hermosos y amplios, pero las calles son de tierra y están embarradas porque estuvo lloviendo toda la noche.
—¿Tenías que parar en medio del barro? ¿Cómo vamos a salir ahora de acá?
Abro mi puerta para ver qué tan enterradas están las ruedas. Bastante enterradas, lo suficientemente enterradas. Cierro de un portazo.
—¿Qué es lo que estás haciendo, mamá?
—¿Cómo que qué estoy haciendo? —su estupor parece sincero.
Sé exactamente qué es lo que estamos haciendo, pero acabo de darme cuenta de lo extraño que es. Mi madre no parece entender, pero responde, así que sabe a qué me refiero.
—Miramos casas —dice.
Parpadea un par de veces, tiene demasiado rímel en las pestañas.
—¿Miramos casas?
—Miramos casas —señala las casas que hay a los lados.
Son inmensas. Resplandecen sobre sus lomas de césped fresco, brillantes por la luz fuerte del atardecer. Mi madre suspira y, sin soltar el volante, recuesta su espalda en el asiento. No va a decir mucho más. Quizá no sabe qué más decir. Pero esto es exactamente lo que hacemos. Salir a mirar casas. Salir a mirar las casas de los demás. Intentar descifrar eso ahora podría convertirse en la gota que rebalsa el vaso, la confirmación de cómo mi madre ha estado tirando a la basura mi tiempo desde que tengo memoria. Mi madre pone primera y, para mi sorpresa, las ruedas resbalan un momento pero logra que el coche salga adelante. Miro hacia atrás el cruce, el desastre que dibujamos en la tierra arenosa del camino, y ruego por que ningún cuidador caiga en la cuenta de que hicimos lo mismo ayer, dos cruces más abajo, y otra vez más casi llegando a la salida. Seguimos avanzando. Mi madre conduce derecho, sin detenerse frente a ningún caserón. No hace comentarios sobre los cerramientos, las hamacas ni los toldos. No suspira ni tararea ninguna canción. No toma nota de las direcciones. No me mira. Unas cuadras más allá las casas se vuelven más y más residenciales y las lomas de césped ya no son tan altas, sino que, sin veredas, delineadas con prolijidad por algún jardinero, parten desde la mismísima calle de tierra y cubren el terreno perfectamente niveladas, como un espejo de agua verde al ras del suelo. Toma hacia la izquierda y avanza unos metros más. Dice en voz alta, pero para sí misma:
—Esto no tiene salida.
Hay algunas casas más adelante, luego un bosque se cierra sobre el camino.
—Hay mucho barro —digo—, da la vuelta sin parar el coche.
Me mira con el entrecejo fruncido. Se arrima al césped derecho e intenta retomar el camino hacia el otro lado. El resultado es terrible: apenas si acaba de tomar una desdibujada dirección diagonal cuando se encuentra con el césped de la izquierda, y frena.
—Mierda —dice.
Acelera y las ruedas resbalan en el barro. Miro hacia atrás para estudiar el panorama. Hay un chico en el jardín, casi en el umbral de una casa. Mi madre vuelve a acelerar y logra salir en reversa. Y esto es lo que hace ahora: con el coche marcha atrás, cruza la calle, sube al césped de la casa del chico, y dibuja, de lado a lado, sobre el amplio manto de césped recién cortado, un semicírculo de doble línea de barro. El coche queda frente a los ventanales de la casa. El chico está de pie con su camión de plástico, mirándonos absorto. Levanto la mano, en un gesto que intenta ser de disculpas, o de alerta, pero él suelta el camión y entra corriendo a la casa. Mi madre me mira.
—Arrancá —digo.
Las ruedas patinan y el coche no se mueve.
—¡Despacio, mamá!
Una mujer aparece tras las cortinas de los ventanales y nos mira por la ventana, mira su jardín. El chico está junto a ella y nos señala. La cortina vuelve a cerrarse y mi madre hunde más y más el coche. La mujer sale de la casa. Quiere llegar hasta nosotras pero no quiere pisar su césped. Da los primeros pasos sobre el camino de madera barnizada y después corrige la dirección hacia nosotras pisando casi de puntillas. Mi madre dice mierda otra vez, por lo bajo. Suelta el acelerador y, por fin, suelta también el volante.
La mujer llega y se inclina hasta la ventanilla para hablarnos. Quiere saber qué hacemos en su jardín, y no lo pregunta de buena manera. El chico espía abrazado a una de las columnas de la entrada. Mi madre dice que lo siente, que lo siente muchísimo, y lo dice varias veces. Pero la mujer no parece escucharla. Solo mira su jardín, las ruedas hundidas en el césped, e insiste en preguntar qué hacemos ahí, por qué estamos hundidas en su jardín, si entendemos el daño que acabamos de hacer. Así que se lo explico. Digo que mi madre no sabe conducir en el barro. Que mi madre no está bien. Y entonces mi madre golpea su frente contra el volante y se queda así, no se sabe si muerta o paralizada. Su espalda tiembla y empieza a llorar. La mujer me mira. No sabe muy bien qué hacer. Sacudo a mi madre. Su frente no se separa del volante y los brazos caen muertos a los lados. Salgo del coche. Vuelvo a disculparme con la mujer. Es alta y rubia, grandota como el chico, y sus ojos, su nariz y su boca están demasiado juntos para el tamaño de su cabeza. Tiene la edad de mi madre.
—¿Quién va a pagar por esto? —dice.
No tengo dinero, pero le digo que vamos a pagar. Que lo siento y que, por supuesto, vamos a pagar. Eso parece calmarla. Vuelve su atención un momento sobre mi madre, sin olvidarse de su jardín.
—Señora, ¿se siente bien? ¿Qué trataba de hacer?
Mi madre levanta la cabeza y la mira.
—Me siento terrible. Llame a una ambulancia, por favor.
La mujer no parece saber si mi madre habla en serio o si le está tomando el pelo. Por supuesto que habla en serio, aunque la ambulancia no sea necesaria. Le hago a la mujer un gesto negativo que implica esperar, no hacer ningún llamado. La mujer da unos pasos hacia atrás, mira el coche viejo y oxidado de mi madre, y a su hijo atónito, un poco más allá. No quiere que estemos acá, quiere que desaparezcamos pero no sabe cómo hacerlo.
—Por favor —dice mi madre—, ¿podría traerme un vaso de agua hasta que llegue la ambulancia?
La mujer tarda en moverse, parece no querer dejarnos solas en su jardín.
—Sí —dice.
Se aleja, agarra al niño de la remera y se lo lleva dentro con ella. La puerta de entrada se cierra de un portazo.
—¿Se puede saber qué estás haciendo, mamá? Salí del coche, que voy a tratar de moverlo.
Mi madre se endereza en el asiento, mueve las piernas despacio, empieza a salir. Busco alrededor troncos medianos o algunas piedras para poner bajo las ruedas e intentar sacar el coche, pero todo está muy pulcro y ordenado. No hay más que césped y flores.
—Voy a buscar algunos troncos —le digo a mi madre señalándole el bosque que hay al final de la calle—. No te muevas.
Mi madre, que estaba a medio camino de salir del coche, se queda inmóvil un momento y luego se deja caer otra vez en el asiento. Me preocupa que esté anocheciendo, no sé si podré sacar el coche a oscuras. El bosque está solo a dos casas. Camino entre los árboles, me lleva unos minutos encontrar exactamente lo que necesito. Cuando regreso mi madre no está en el coche. No hay nadie fuera. Me acerco a la puerta de la casa. El camión del chico está tirado sobre el felpudo. Toco el timbre y la mujer viene a abrirme.
—Llamé a la ambulancia —dice—, no sabía dónde estaba usted y su madre dijo que iba a desmayarse otra vez.
Me pregunto cuándo fue la primera vez. Entro con los troncos. Son dos, del tamaño de dos ladrillos. La mujer me guía hasta la cocina. Atravesamos dos livings amplios y alfombrados, y enseguida escucho la voz de mi madre.
—¿Esto es mármol blanco? ¿Cómo consiguen mármol blanco? ¿De qué trabaja tu papá, querido?
Está sentada a la mesa, con una taza en la mano y la azucarera en la otra. El chico está sentado enfrente, mirándola.
—Vamos —digo, mostrándole los troncos.
—¿Viste el diseño de esta azucarera? —dice mi madre empujándola hacia a mí. Pero como ve que no me impresiona agrega—: de verdad me siento muy mal.
—Esa es un adorno —dice el chico—, esta es nuestra azucarera de verdad.
Le acerca a mi madre otra azucarera, una de madera. Mi madre lo ignora, se levanta y, como si fuera a vomitar, sale de la cocina. La sigo con resignación. Se encierra en un pequeño baño que hay junto al pasillo. La mujer y el hijo me miran pero no me siguen. Golpeo la puerta. Pregunto si puedo pasar y espero. La mujer se asoma desde la cocina.
—Me dicen que la ambulancia llega en quince minutos.
—Gracias —digo.
La puerta del baño se abre. Entro y vuelvo a cerrar. Dejo los troncos junto al espejo. Mi madre llora sentada sobre la tapa del inodoro.
—¿Qué pasa, mamá?
Antes de hablar dobla un poco de papel higiénico y se suena la nariz.
—¿De dónde saca la gente todas estas cosas? ¿Y ya viste que hay una escalera a cada lado del living? —Apoya la cara en las palmas de las manos—. Me pone tan triste que me quiero morir.
Tocan la puerta y me acuerdo de que la ambulancia está en camino. La mujer pregunta si estamos bien. Tengo que sacar a mi madre de esta casa.
—Voy a recuperar el coche —digo volviendo a levantar los troncos—. Quiero que en dos minutos estés afuera conmigo. Y más vale que estés ahí.
En el pasillo la mujer habla por celular pero me ve y corta.
—Es mi marido, está viniendo para acá.
Espero un gesto que me indique si el hombre vendrá para ayudarnos a nosotras o para ayudarla a ella a sacarnos de la casa. Pero la mujer me mira fijo cuidándose de no darme ninguna pista. Salgo y voy hacia el coche. Escucho al chico correr detrás de mí. No digo nada, coloco los troncos bajo las ruedas y busco dónde mi madre pudo haber dejado las llaves. Enciendo el motor. Tengo que intentarlo varias veces pero al fin el truco de los troncos funciona. Cierro la puerta y el chico se tiene que correr para que no lo pise. No me detengo, sigo las huellas del semicírculo hasta la calle. No va a venir sola, me digo a mí misma. ¿Por qué me haría caso y saldría de la casa como una madre normal? Apago el motor y entro a buscarla. El chico corre detrás de mí, abrazando los troncos llenos de barro.
Entro sin tocar y voy directo al baño.
—Ya no está en el baño —dice la mujer—. Por favor, saque a su madre de la casa. Esto ya se pasó de la raya.
Me lleva al primer piso. Las escaleras son amplias y claras, una alfombra color crema marca el camino. La mujer va delante, ciega a las marcas de barro que voy dejando en cada escalón. Me señala un cuarto, la puerta está entreabierta y entro sin abrirla del todo, para guardar cierta intimidad. Mi madre está acostada boca abajo sobre la alfombra, en medio del cuarto matrimonial. La azucarera está sobre la cómoda, junto a su reloj y sus pulseras, que evidentemente se ha quitado. Los brazos y las piernas están abiertos y separados, y por un momento me pregunto si habrá alguna otra manera de abrazar cosas tan descomunalmente grandes como una casa, si será eso lo que mi madre intenta hacer. Suspira y después se sienta en el piso, se acomoda la camisa y el pelo, me mira. Su cara ya no está tan roja, pero las lágrimas hicieron un desastre con el maquillaje.
—¿Qué pasa ahora? —dice.
—Ya está el coche. Nos vamos.
Espío hacia afuera para tantear qué hace la mujer, pero no la veo.
—¿Y qué vamos a hacer con todo esto? —dice mi madre señalando alrededor—. Alguien tiene que hablar con esta gente.
—¿Dónde está tu cartera?
—Abajo, en el living. En el primer living, porque hay uno más grande que da a la piscina, y uno más del otro lado de la cocina, frente al jardín trasero. Hay tres livings —mi madre saca un pañuelo de su jean, se suena la nariz y se seca las lágrimas— cada uno es para una cosa diferente.
Se levanta agarrándose de un barrote de la cama y camina hacia el baño de la habitación.
La cama está hecha con un doblez en la sábana superior que solo le vi hacer a mi madre. Bajo la cama, hecha un bollo, hay una colcha de estrellas fucsias y amarillas y una docena de pequeños almohadones.
—Mamá, por dios, ¿armaste la cama?
—Ni me hables de esos almohadones —dice, y después, asomándose detrás de la puerta para asegurarse de que la escucho—: y quiero ver esa azucarera cuando salga del baño, no se te ocurra hacer ninguna locura.
—¿Qué azucarera? —pregunta la mujer del otro lado de la puerta. Toca la puerta tres veces pero no se anima a entrar—. ¿Mi azucarera? Por favor, que eso era de mi mamá.
En el baño se escucha la canilla de la bañera. Mi madre regresa hacia la puerta y por un segundo creo que va a abrirle a la mujer, pero la cierra y me indica que baje la voz, que la canilla es para que no nos escuchen. Esta es mi madre, me digo, mientras abre los cajones de la cómoda y revisa el fondo entre la ropa, para confirmar que la madera de los interiores del mueble también sea de cedro. Desde que tengo memoria hemos salido a mirar casas, hemos sacado de estos jardines flores y macetas inapropiadas. Cambiado regadores de lugar, enderezado buzones de correo, recolectado adornos demasiado pesados para el césped. En cuanto mis pies llegaron a los pedales empecé a encargarme del coche. Esto le dio a mi madre más libertad. Una vez movió sola un banco blanco de madera y lo puso en el jardín de la casa de enfrente. Descolgó hamacas. Quitó yuyos malignos. Tres veces arrancó el nombre Marilú 2 de un cartel groseramente cursi. Mi padre se enteró de algún que otro evento pero no creo que haya dejado a mi madre por eso. Cuando se fue, mi padre se llevó todas sus cosas menos la llave del coche, que dejó sobre uno de los pilones de revistas de hogares y decoración de mi madre, y por unos años ella prácticamente no se bajó del coche en ningún paseo. Desde el asiento del acompañante decía: «es quicuyo», «ese Bow-Window no es americano», «las flores de hiedra francesa no pueden ir junto a los duraznillos negros», «si alguna vez elijo ese tipo de rosa nacarado para el frente de la casa, por favor, contratá a alguien que me sacrifique».
Pero tardó mucho tiempo en volver a bajar del coche. Esta tarde, en cambio, ha cruzado una gran línea. Insistió en conducir. Se las ingenió para entrar a esta casa, al cuarto matrimonial, y ahora acaba de regresar al baño, de tirar en la bañera dos frascos de sales, y está empezando a descartar en el tacho algunos productos del tocador. Escucho el motor de un coche y me asomo a la ventana que da al jardín trasero. Ya casi es de noche, pero los veo. Él baja del coche y la mujer ya camina hacia él. Con su mano izquierda sostiene la del chico, la derecha se esmera doblemente en gestos y señales. Él asiente alarmado, mira hacia el primer piso. Me ve y, cuando me ve, yo entiendo que tenemos que movernos rápido.
—Nos vamos, mamá.
Está quitando los ganchos de la cortina del baño, pero se los saco de la mano, los tiro al piso, la agarro de la muñeca y la empujo hacia la escalera. Es algo bastante violento, nunca traté así a mi madre. Una furia nueva me empuja a la salida. Mi madre me sigue, tropezando a veces en los escalones. Los troncos están acomodados al pie de la escalera y los pateo al pasar. Llegamos al living, tomo la cartera de mi madre y salimos por la puerta principal.
Ya en el coche, llegando a la esquina, me parece ver las luces de otro coche que sale de la casa y dobla en nuestra dirección. Llego al primer cruce de barro a toda velocidad y mi madre dice:
—¿Qué locura fue todo eso?
Me pregunto si se refiere a mi parte o a la suya. En un gesto de protesta, mi madre se pone el cinturón. Lleva la cartera sobre las piernas y los puños cerrados en las manijas. Me digo a mí misma, ahora te calmás, te calmás, te calmás. Busco el otro coche por el espejo retrovisor pero no veo a nadie. Quiero hablar con mi madre pero no puedo evitar gritarle.
—¿Qué estás buscando, mamá? ¿Qué es todo esto?
Ella ni se mueve. Mira seria al frente, con el entrecejo terriblemente arrugado.
—Por favor, mamá ¿qué? ¿Qué carajo hacemos en las casas de los demás?
Se escucha a lo lejos la sirena de una ambulancia.
—¿Querés uno de esos livings? ¿Eso querés? ¿El mármol de las mesadas? ¿La bendita azucarera? ¿Esos hijos inútiles? ¿Eso? ¿Qué mierda es lo que perdiste en esas casas?
Golpeo el volante. La sirena de la ambulancia se escucha más cerca y clavo las uñas en el plástico. Una vez, cuando tenía cinco años y mi madre cortó todas las calas de un jardín, se olvidó de mí sentada contra la verja y no tuvo la valentía de volver a buscarme. Esperé mucho tiempo, hasta que escuché los gritos de una alemana que salía de la casa con una escoba, y corrí. Mi madre conducía en círculos dos cuadras a la redonda, y tardamos en encontrarnos.
—Nada de todo eso —dice mi madre manteniendo la vista al frente, y es lo último que dice en todo el viaje.
La ambulancia dobla hacia nosotras unas cuadras más adelante y nos pasa a toda velocidad.
Llegamos a casa media hora más tarde. Dejamos las cosas en la mesa y nos sacamos las zapatillas embarradas. La casa está fría, y desde la cocina veo a mi madre esquivar el sillón, entrar al cuarto, sentarse en su cama y estirarse para prender el radiador. Pongo agua a calentar para preparar té. Esto necesito ahora, me digo, un poco de té, y me siento junto a la hornalla a esperar. Cuando estoy poniendo el saquito en la taza suena el timbre. Es la mujer, la dueña de la casa de los tres livings. Abro y me quedo mirándola. Le pregunto cómo sabe dónde vivimos.
—Las seguí —dice mirándose los zapatos.
Tiene una actitud distinta, más frágil y paciente, y aunque abro el mosquitero para dejarla entrar no parece animarse a dar el primer paso. Miro la calle hacia ambos lados y no veo ningún coche en el que una mujer como ella podría haber venido.
—No tengo el dinero —digo.
—No —dice ella—, no se preocupe, no vine por eso. Yo… ¿Está su madre?
Escucho la puerta del cuarto cerrarse. Es un golpe fuerte, pero quizá difícil de escuchar desde la calle.
Niego. Ella vuelve a mirar sus zapatos y espera.
—¿Puedo pasar?
Le indico una silla junto a la mesa. Sobre las baldosas de ladrillo, sus tacos hacen un ruido distinto al de nuestros tacos, y la veo moverse con cuidado: los espacios de esta casa son más acotados y la mujer no parece sentirse cómoda. Deja su bolso sobre las piernas cruzadas.
—¿Quiere un té?
Asiente.
—Su madre… —dice.
Le acerco una taza caliente y pienso «su madre está otra vez en mi casa», «su madre quiere saber cómo pago los tapizados de cuero de todos mis sillones».
—Su madre se llevó mi azucarera —dice la mujer.
Sonríe casi a modo de disculpas, revuelve el té, lo mira pero no lo toma.
—Parece una tontería —dice—, pero, de todas las cosas de la casa, es lo único que tengo de mi madre y… —hace un sonido extraño, casi como un hipo, y los ojos se le llenan de lágrimas—, necesito esa azucarera. Tiene que devolvérmela.
Nos quedamos un momento en silencio. Ella esquiva mi mirada. Yo miro un momento hacia el patio trasero y la veo, veo a mi madre, y enseguida distraigo a la mujer para que no mire también.
—¿Quiere su azucarera? —pregunto.
—¿Está acá? —dice la mujer e inmediatamente se levanta, mira la mesada de la cocina, el living, el cuarto un poco más allá.
Pero no puedo evitar pensar en lo que acabo de ver: mi madre arrodillada en la tierra bajo la ropa colgada, metiendo la azucarera en un nuevo agujero del patio.
—Si la quiere, encuéntrela usted misma —digo.
La mujer se queda mirándome, le lleva unos cuantos segundos asumir lo que acabo de decir. Después deja la cartera en la mesa y se aleja despacio. Parece costarle avanzar entre el sillón y el televisor, entre las torres de cajas apilables que hay por todos lados, como si ningún sitio fuera adecuado para empezar a buscar. Así me doy cuenta de qué es lo que quiero. Quiero que revuelva. Quiero que mueva nuestras cosas, quiero que mire, aparte y desarme. Que saque todo afuera de las cajas, que pise, que cambie de lugar, que se tire al suelo y también que llore. Y quiero que entre mi madre. Porque si mi madre entra ahora mismo, si se recompone pronto de su nuevo entierro y regresa a la cocina, la aliviará ver cómo lo hace una mujer que no tiene sus años de experiencia, ni una casa donde hacer bien este tipo de cosas, como corresponde.
© Samanta Schweblin: Nada de todo esto. Publicado en Siete casas vacías, 2015.