«La furia de las pestes» es un cuento de la escritora argentina Samanta Schweblin que sumerge al lector en un ambiente misterioso y ligeramente opresivo. La historia sigue a Gismondi, un hombre que visita comunidades de frontera para registrarlas y brindarles ayuda. Al llegar a un pequeño pueblo, percibe una quietud inusual y un silencio perturbador. Las interacciones con los habitantes son mínimas y extrañas, y el pueblo parece consumido por una apatía abrumadora. La narrativa se construye en torno a la creciente inquietud de Gismondi, quien intenta comprender la naturaleza de la desolación que afecta al pueblo. El cuento se centra en la exploración de temas como la soledad, el aislamiento y la desesperanza, mientras Gismondi descubre gradualmente la dura realidad que enfrentan los habitantes del pueblo.
La furia de las pestes
Samanta Schweblin
(Cuento completo)
Gismondi se extrañó de que los chicos y los perros no corrieran hacia él para recibirlo. Intranquilo, miró hacia el llano donde, ya mínimo, se alejaba el coche que regresaría por él al otro día. Llevaba años visitando sitios de frontera, comunidades pobres que sumaba al registro poblacional y a las que retribuía con alimentos. Pero por primera vez, frente a ese pequeño pueblo que se hundía en el valle, Gismondi percibió una quietud absoluta. Vio las casas, pocas. Tres o cuatro figuras inmóviles y algunos perros echados sobre la tierra. Avanzó bajo el sol de mediodía. Cargaba en sus hombros dos grandes bolsos que, al resbalarse, le lastimaban los brazos y lo obligaban a detenerse. Un perro alzó la cabeza para verlo llegar, sin levantarse del piso. Las construcciones, una extraña mezcla de barro, ladrillo y chapa, se sucedían sin orden alguno, dejando hacia el centro una calle vacía. Parecía deshabitada, pero podía adivinar a los pobladores detrás de las ventanas y las puertas. No se movían, no lo espiaban, solo estaban ahí, y Gismondi vio, junto a una puerta, a un hombre sentado; apoyada en una columna, la espalda de un niño; la cola de un perro saliendo del interior de una casa. Mareado por el calor dejó caer los bolsos y se limpió con la mano el sudor de la frente. Contempló las construcciones. No había nadie con quien hablar así que eligió una casa sin puerta y pidió permiso antes de asomarse. Adentro, un hombre viejo miraba el cielo a través de un agujero del techo de chapa.
—Disculpe —dijo Gismondi.
Al otro lado de la habitación, dos mujeres estaban enfrentadas ante una mesa y, más atrás, sobre un catre viejo, dos chicos y un perro dormitaban apoyados unos en otros.
—Disculpe… —repitió.
El hombre no se movió. Cuando Gismondi se acostumbró a la oscuridad, descubrió que una de las mujeres, la más joven, lo miraba.
—Buenos días —dijo, recuperando el ánimo—, trabajo para el gobierno y… ¿con quién puedo hablar? —Gismondi se inclinó levemente hacia delante.
La mujer no contestó, su expresión era indiferente. Gismondi se sujetó a la pared que enmarcaba la puerta, se sentía mareado.
—Debe conocer a alguien… un referente. ¿Sabe con quién tengo que hablar?
—¿Hablar? —dijo la mujer con una voz seca, cansada.
Gismondi no contestó, temía descubrir que ella nunca había pronunciado una palabra y que el calor del mediodía lo afectaba. La mujer pareció perder el interés y dejó de mirarlo. Gismondi pensó que podía estimar la población y completar el registro a su criterio, ningún agente se tomaría la molestia de corroborar los datos de ese sitio; pero, de cualquier manera, el coche que pasaría por él no iba a regresar hasta el día siguiente. Se acercó a los chicos, al menos podría hacerlos hablar a ellos. El perro, que descansaba el morro sobre la pierna de uno de ellos, ni siquiera se movió. Gismondi saludó. Solo uno de los chicos, lento, le hizo un gesto mínimo con los labios, casi una sonrisa. Sus pies colgaban del catre descalzos pero limpios, como si nunca hubiesen tocado el suelo. Gismondi se agachó y rozó con su mano uno de los pies. No supo qué lo llevó a hacer eso, quizá solo necesitaba saber que el chico era capaz de moverse, que estaba vivo. El chico lo miró asustado. Gismondi se incorporó. También él, de pie en medio de la habitación, miró al chico con miedo. No era ese rostro lo que temía, ni el silencio, ni la quietud. Entonces vio el polvo, en las repisas y en las mesadas vacías. Se acercó al único recipiente que había a la vista, lo levantó y vació el contenido sobre la mesa. Permaneció absorto unos segundos. Después, acarició el polvo desparramado sin entender lo que estaba viendo. Revisó los cajones y los estantes. Abrió latas, cajas, botellas. No había nada. Nada para comer ni para beber. Solo algún utensilio inútil. Vestigios de jarros que alguna vez habrían contenido algo. Sin mirar a los chicos, como si hablara solo para él, preguntó si tenían hambre. Nadie contestó.
—¿Sed? —Un escalofrío le hizo temblar la voz.
Lo escuchaban, aunque no parecían entender. Gismondi abandonó la habitación, salió a la calle, corrió hasta los bolsos y cargó con ellos de regreso. Se detuvo frente a los chicos, agitado. Vació la carga sobre la mesa. Tomó una bolsa al azar, la abrió con los dientes y dejó caer un puñado de azúcar sobre su palma. Los chicos miraron cómo se agachaba junto a ellos y les ofrecía algo de su mano. Pero ninguno se movió de su sitio. Fue cuando Gismondi sintió una presencia, percibió, quizá por primera vez en el valle, la brisa de un movimiento. Se incorporó y miró hacia los lados. Algo de azúcar cayó al piso. La mujer estaba de pie y lo observaba desde el umbral de la puerta. No era la mirada que había mantenido hasta entonces, no miraba una escena ni un paisaje, lo miraba a él.
—¿Qué quiere? —dijo.
Era, como todas las otras, una voz somnolienta, pero estaba cargada de una autoridad que lo sorprendió. Uno de los chicos había abandonado la cama y ahora contemplaba la mano repleta de azúcar. La mujer miró los paquetes desparramados y se volvió con furia hacia él. El perro se incorporó y rodeó intranquilo la mesa. Por las puertas y por las ventanas comenzaban a asomarse hombres y mujeres, cabezas que se sumaban tras cabezas, un tumulto que crecía. Otros perros se acercaron. Gismondi miró el azúcar en su mano. Esta vez, al fin, todos concentraban su atención en él. Apenas vio al chico, su mano pequeña, los dedos húmedos acariciar el azúcar, los ojos fascinados, cierto movimiento de los labios que parecían recordar el sabor dulce. Cuando el chico se llevó los dedos a la boca, todos se paralizaron. Gismondi retrajo la mano. Vio en los que lo miraban una expresión que, al principio, no alcanzó a entender. Entonces sintió, profunda en el estómago, la herida tajante. Cayó de rodillas. Había dejado que se desparramara el azúcar, y el recuerdo del hambre crecía sobre el valle con la furia de las pestes.