Thomas Ligotti: Conversaciones en una lengua muerta

Thomas Ligotti - Conversaciones en una lengua muerta

«Conversaciones en una lengua muerta» (Conversations in a Dead Language) es un inquietante relato de terror psicológico escrito por Thomas Ligotti y publicado en Deathrealm en 1989. La historia sigue a Samuel, un solitario cartero que cada año se prepara meticulosamente para celebrar Halloween. Con su casa decorada y una generosa provisión de dulces, Samuel espera con ansias la llegada de los niños que desfilan por su hogar. En particular, dos niños disfrazados de novios captan su atención, y su fascinación por ellos se intensifica al año siguiente cuando regresan con los mismos disfraces. A medida que el tiempo avanza, el deterioro físico y mental de Samuel se hace más evidente, lo que parece despertar en él inquietantes fantasías.

Thomas Ligotti - Conversaciones en una lengua muerta

Conversaciones en una lengua muerta

Thomas Ligotti
(Cuento completo)

Conveniens vitae mors fuit ista suae.
OVIDIO

I

Tras despojarse del uniforme, bajó las escaleras para rebuscar en los cajones de la cocina, en los que trasteó ruidosamente entre cubiertos y utensilios de cocina. Finalmente encontró lo que buscaba. Un cuchillo de trinchar, el cuchillo de las fiestas, la herramienta tradicional que había usado todos estos años. Su cuchillito-amorcito.

Primero talló un ojo, horadando el triángulo con la punta del cuchillo y retirando con cuidado la pulpa del agujero. Pellizcó la hoja, deslizó dos dedos por el borde sin filo y desgajó el ojo sobre el periódico que había colocado con sumo cuidado junto al lavabo. Otro ojo, una nariz, una boca aullante ovalada. Listo. A falta del vaciado manual de las entrañas de semillas y fibras para reemplazarlas por una pequeña vela corta como las de vigilia. Guíalos, santo farol, a través de la oscuridad y el desastre. Hacia mí. Hacia mi yoíto-chiquitito.

Vació varias bolsas de dulces en un enorme cuenco de patatas fritas, toqueteando los caramelos aquí y allá: gruesos caramelos, bolas ácidas amargas, besos de chocolate para los niños. Probó unos cuantos masticándolos para apreciar su sabor y textura. Unos pocos más. Pero no demasiados, algunos de sus compañeros de trabajo ya empezaban a llamarle culo gordo en cuanto se daba media vuelta. Además, estropearía su cena de fiesta que tanto le había costado preparar en el escaso tiempo que le quedaba antes del anochecer. Mañana comenzaría la dieta y a prepararse comidas más frugales.

Al anochecer sacó la calabaza al porche y la colocó sobre una mesa pequeña pero alta sobre la que había dejado caer una sábana que ya no utilizaba como tal. Recorrió con la mirada el viejo vecindario. Detrás de las barandillas de otros porches y en los ventanales de un lado a otro de la calle brillaba una raza de nuevos rostros en el barrio. Los invitados de la fiesta vienen a pasar la noche, con pocas esperanzas de poder sobrevivir hasta el día siguiente. El día de Todos los Santos el padre Mickiewicz iba a celebrar una misa a primera hora de la mañana, a la cual tendría el tiempo justo de asistir antes de ir a trabajar.

Ningún niño todavía. Espera. Allí vienen, correteando por la calle: un espantapájaros, un robot, y… ¿qué es eso?… oh, un payaso de cara blanca. No era la cosa con cara de calavera que había pensado al principio, pálida y con las cuencas de los ojos vacías, como la luna que brillaba glacialmente en una de las noches más claras que jamás hubiera visto. Las estrellas eran una gélida efervescencia.

Mejor meterse dentro. Pronto llegarán. Esperando tras el cristal de la puerta principal con el brazo apoyado en el cuenco de dulces, agarró nervioso un puñado de ellos y los dejó caer uno a uno de nuevo en el cuenco, un bucanero regodeándose con su botín… un pirata con cara de color ceniza; un parche en la cuenca del ojo vacía, una calavera pirata en su gorra con una «x» marcando el lugar de las tibias, corriendo por el camino de entrada y subiendo a la carga las escaleras del porche con un sable embutido en los pantalones.

—Truco o trato.

—Bueno, bueno, bueno —dijo, elevando la entonación de cada «bueno» sucesivo—. Que me aspen si no es el mismísimo Barbanegra. ¿O es Barbazul? Siempre me olvido. Pero tú no tienes ninguna barba, ¿verdad?

El pirata sacudió la cabeza tímidamente para expresar que no.

—Entonces quizás deberíamos llamarte SinBarba, al menos hasta que empieces a afeitarte.

—Tengo bigote. Truco o trato, señor —dijo el chico, sosteniendo en alto con gesto impaciente una funda de almohada vacía.

—Y buen bigote es, sí señor. Aquí tienes, pues —dijo, lanzando un puñado de dulces al saco—. Y rebana algunas gargantas a mi salud —gritó mientras el chico daba media vuelta y se alejaba corriendo.

No debería haber dicho esas palabras tan alto. Vecinos. No, nadie le había oído. Esta noche las calles se han llenado de gente gritando, y todos los gritos parecen iguales. Se escuchan las voces por todo el vecindario, música que rebota contra la sonora tabla del silencio y la fría infinidad del otoño.

Por allí llegan algunos más. Viva.

Truco o trato: un esqueleto obeso, los michelines sobresalen por debajo de los huesos del disfraz. Qué lástima, especialmente a su edad. El culo gordo del cementerio y del patio del colegio. Dale un puñado extra de caramelos. «Muchas gracias, señor». «Venga, toma más». Entonces el esqueleto bajó anadeando los escalones del porche, y su imagen se esfumó en la vacuidad de la noche con un repiqueteo de la bolsa de papel llena de caramelos mientras se alejaba hasta convertirse en un susurro.

Truco o trato: un bebé demasiado grande, con biberón y pañal, con un problema en la piel en erupción sobre su rostro preadolescente. «Bueno, cuchi cuchi», le dijo al infante mientras dejaba caer una lluvia de caramelos dentro de su saco abierto. El bebé se marchó dando tumbos con una mueca insolente, con los pañales abultados resbalándole por la espalda y desapareciendo de nuevo en la negrura de la que había emergido momentáneamente.

Truco o trato: un vampiro enano, no podía tener más de seis años. Saluda a su mamá que le espera en la calle. «Das mucho miedo. Tus padres deben estar orgullosos. ¿Te has maquillado tú solo?», susurró. El pequeñajo levantó la mirada en silencio, tenía los ojos con manchurrones de rímel negro. A continuación usó un diminuto dedo con la uña puntiaguda pintada de esmalte negro para señalar la silueta de su guardián cerca de la calle. «Mamá, ¿eh? ¿Le gustan a ella los caramelos? Seguro que sí. Aquí tienes algunos para mamá y algunos más para ti, de los rojos bonitos para chupar. Eso es lo que a vosotros los vampiros que dais miedo os gusta, ¿verdad?», y acabó la frase con un guiño. Bajando los escalones con cuidado, el niño de la noche regresó con su madre, y ambos continuaron a la siguiente casa, uniéndose a las tropas anónimas de sus predecesores.

Otros llegaron y se marcharon. Un extraterrestre moqueando, un par de fantasmas malolientes, un tubo de dentífrico asmático. El desfile fue aumentando sus filas a medida que pasaba la noche. Se levantó el aire y una cometa rota luchaba por liberarse de las garras de un olmo al otro lado de la calle. El cielo de octubre seguía resplandeciendo sobre los árboles, como si hubieran aplicado un barniz brillante a la noche. La luna se encendió hasta desprender un destello lacrimoso, mientras las voces se apagaban abajo. Cada vez había menos disfraces dispuestos a perpetrar engaños en el vecindario. Estos serán probablemente los últimos que se acerquen al porche. De todas formas, casi no quedan dulces.

Truco o trato. Truco o trato.

Extraordinarios estos dos últimos. Obviamente hermano y hermana, quizás gemelos. No, la niña parece mayor. Una pareja ganadora, especialmente la novia.

—Bueno, felicidades a la novio y el novia. Ya sé que lo he dicho al revés. Eso es porque vosotros estáis al revés, ¿verdad? ¿De quién ha sido la idea? —preguntó lanzando dulces como si fuera arroz en la bolsa del novio con esmoquin. Qué rostros, tan claros. Estrellas relucientes.

—Eh, tú eres el cartero —dijo el chico.

—Muy observador. Te vas a casar con un tipo listo —le dijo a la chica novio.

—Yo también me he dado cuenta —respondió ella.

—Claro que sí. Sois unos chicos muy listos, los dos. Eh, chicos, debéis estar cansados después de haber estado andando toda la noche —los niños se encogieron de hombros, ignorando lo que significaba estar cansados—. Yo desde luego sí lo estoy después de entregar el correo de un lado a otro de estas calles. Y lo hago todos los días, excepto los domingos, por supuesto. Luego me voy a la iglesia. ¿Vosotros vais a la iglesia?

Aparentemente sí iban a misa. Aunque a la iglesia equivocada.

—¿Sabéis?, en nuestra iglesia organizamos excursiones y actividades de ese tipo para los niños. Eh, tengo una idea…

Un coche que circulaba por la calle redujo la velocidad mientras barría con el foco policial las casas de la otra acera. Algunos festejantes desaparecidos, probablemente.

—Da igual mi idea, chicos. Truco o trato —dijo abruptamente, colmando a la niña novio de caramelos, que se alejó inmediatamente. Luego se volvió al niño novia, a quien ofreció el resto del contenido del enorme cuenco mientras adoptaba una expresión escrupulosamente neutra al hacerlo. ¿Estaba el chico ruborizándose o era sólo la luz de la calabaza iluminada?

—Vamos, Charlie —llamó la hermana desde la acera.

—Feliz Halloween, Charlie. Hasta el año que viene.

O quizás nos veamos por el barrio.

Sus pensamientos vagaron durante unos instantes. Cuando recobró el control, los chicos ya se habían marchado, todos ellos. Excepto los imaginarios, ideales de su tipo. Como ese chico y su hermana.

Dejó que la vela terminara de quemarse en la calabaza. Que aproveche al máximo su corta vida. Al día siguiente estaría muerta y desechada con el resto de desperdicios, una carcasa apagada apoyada cariñosamente contra la bolsa de basura. Al día siguiente… El día de Todos los Santos. Recoge a Madre para ir a misa por la mañana. Podría contar como visita semanal ese sagrado día de precepto. Recuerda también hablar con el padre M. acerca de llevar a ese grupo de chavales al partido de fútbol.

Los niños. Su actuación anual ya se había celebrado, el maquillaje había sido limpiado y los disfraces estaban de nuevo en sus cajas. Después de apagar las luces del piso de arriba y el de abajo y echarse en la cama, todavía escuchaba «truco o trato» y veía sus rostros en la oscuridad. Y cuando ellos intentaban disolverse en el fondo de su mente adormecida… él los traía de nuevo.


II

«Ttrrruco o ttrrrato», parloteaba un trío de vagabundos fisgones y gandules. Hacía mucho más frío este año y él llevaba el abrigo de lana azul grisáceo con el que repartía el correo. «Éstos para ti, éstos para ti y éstos para ti», dijo en un tono de voz de neutra eficiencia. Los gorrones no se mostraron muy agradecidos por la dádiva. Ya no tienen aprecio por nada. Las cosas cambian tan rápido. Olvídalo, cierra la puerta, ráfagas heladas.

Hacía semanas que los olmos y los arces rojos del vecindario habían sido atacados por un frío poco habitual para esa época del año y se habían quedado desnudos hasta los huesos. En ese momento las nubes coagulaban el cielo, un turbio techo morado a través del cual no brillaba ninguna estrella. Se avecinaba una nevada.

Pocos niños celebraban la festividad este año, y un buen número de los que habían salido apenas parecían preocuparse por la originalidad o fastuosidad de sus disfraces. Muchos se conformaban con pintarse la cara con un trozo de corcho quemado y salir a pedir en ropa de diario.

Parecía que habían cambiado tantas cosas. Todo el mundo estaba hastiado, una máquina inexorable de cinismo. Tu madre muere inesperadamente y te dan dos días de baja en tu trabajo. Cuando regresas, la gente aún quiere tener que ver menos contigo que antes. Extraño, cómo se puede sentir la pérdida de algo que nunca estuvo ahí desde un principio. Una mujer bajita y malhumorada muere… y de repente hay una ausencia regia, como si una reina hubiera abandonado cruelmente su trono. Era la diferencia entre una noche con una sola estrella y otra sin nada más que una asfixiante oscuridad.

Pero recuerda aquellos tiempos cuando ella solía… No, nihil nisi bonum. Dejad que los muertos, etcétera, etcétera. El padre M. celebró un excelente servicio funerario, y no servía de nada arruinar esa sensación perfecta de irreversibilidad que el cura había logrado transmitir en relación a la fase terrenal de la existencia de su madre. Así que, ¿por qué traerla de nuevo a sus pensamientos? La Noche de los Muertos, recordó.

Ya no quedaban muchos emisarios de los difuntos recorriendo las calles del vecindario. Ya habían regresado a casa los que habían salido en primer lugar. Mejor cerrar hasta el próximo año, pensó. No, espera.

Aquí están otra vez, avanzada la noche como el año anterior. Quítate el abrigo, un repentino fogonazo de calor. Una vez más las cálidas estrellas habían regresado brillando con su verdadera luz. Cómo resplandecían esos dos pequeños puntos en la oscuridad. Su intensidad estelar penetró en él directamente, una brillante tensión. En esos momentos se sentía agradecido por la predominante penumbra de la noche de Halloween de ese año, la cual exacerbaba aún más su presente estado de placer. Que ambos llevaran los mismos disfraces que el año pasado era más de lo que hubiera podido desear.

—Truco o trato —dijeron desde lejos, repitiendo la invocación cuando el hombre que estaba de pie tras el cristal no respondió y se limitó a permanecer allí mirándolos. Entonces el hombre abrió la puerta de par en par.

—Hola, pareja feliz. Qué alegría veros de nuevo. ¿Os acordáis de mí, el cartero?

Los niños intercambiaron miradas y el chico respondió:

—Sí, claro —la chica coreó en respuesta con una risita, aumentando el deleite del hombre ante aquella situación.

—Bueno, aquí estamos un año más tarde y vosotros dos aún seguís vestidos y esperando a que comience la boda. ¿O es que acabáis de celebrarla? A este paso no vais a progresar mucho. ¿Y qué pasará el año que viene? ¿Y el siguiente? Nunca vais a envejecer, ¿me entendéis? Nada cambiará. ¿Os parece bien?

Los niños intentaron asentir mostrando un gesto de comprensión, pero sólo lograron unos movimientos y expresiones faciales de educado desconcierto.

—Bueno, a mí también me parece bien. Confidencialmente, desearía que las cosas hubieran dejado de cambiar para mí hace mucho tiempo. De todas formas, ¿os apetecen unos caramelos?

Los caramelos fueron ofrecidos y los niños dijeron «graaaaciiias» de la misma forma que lo habían dicho en una docena de otras casas. Pero justo antes de que pudieran seguir su camino… el hombre llamó su atención una vez más.

—Eh, creo que os vi a los dos jugando en el jardín de vuestra casa un día mientras repartía el correo. Es una casa blanca grande en Pine Court, ¿verdad?

—No —dijo el chico mientras bajaba con cuidado los escalones del porche para no tropezarse con el vestido. Su hermana ya se había alejado impaciente hasta la acera.

—Es roja con contraventanas negras. En la calle Fresno.

Y se unió a su hermana sin esperar una reacción a su respuesta y, uno al lado del otro, la novia y el novio se alejaron por la calle, ya que no parecía haber ninguna otra casa cerca donde conseguir más caramelos. El hombre observó cómo se hacían cada vez más diminutos en la distancia hasta que finalmente desaparecieron en la oscuridad.

Hace frío aquí fuera, cierra la puerta. No había nada más que hacer; había logrado fotografiar el encuentro para el álbum familiar de su imaginación. Sus rostros relucían más brillantes y claros este año. Quizás no habían cambiado en realidad ni nunca lo harían. No, pensó en la oscuridad de su dormitorio. Todo cambia y siempre a peor. Pero ellos no experimentarían ninguna transformación repentina en ese momento, no en sus pensamientos. Una y otra vez los volvía a traer para asegurarse de que eran los mismos.

Puso la alarma del reloj para despertarse para la misa de la mañana al día siguiente. Nadie le acompañaría a la iglesia este año. Tendría que ir solo.

Solo.


III

En el siguiente Halloween la nieve hizo su aparición de forma prematura, una fina base de blancura que se aferraba a la tierra y a los árboles y que le confería un pálido rostro al barrio. Brillaba bajo la luz de la luna, una espuma escarchada. Este centelleante abajo se reflejaba en las estrellas tenuemente situadas arriba en la noche. Una monstruosa masa de nubes de nieve al oeste amenazaba con entrometerse, interponiéndose entre el reflejo y su fuente y convirtiéndolo todo en un vacío gris. Todos los sonidos eran amortiguados por el frío, que los convertía en graznidos de aves migratorias en un anochecer vacío de noviembre.

Ni siquiera es noviembre aún y míralo, pensó mientras miraba por el cristal de la puerta principal. Muy pocos habían salido esa noche, y los que lo habían hecho encontraron menos casas abiertas, puertas cerradas, y las luces apagadas en los porches los apartaban dejándolos vagar a tientas por las calles. Él mismo había perdido bastante de su espíritu festivo, y ni siquiera había sacado una calabaza encendida para marcar su refugio en la noche.

Pero claro, ¿cómo habría podido cargar con un objeto tan pesado teniendo la pierna como la tenía? Una buena caída por las escaleras y comenzó a recibir del gobierno una paga por invalidez, tumbado durante meses en la soledad de su casa.

Había rezado por un castigo y sus plegarias habían sido atendidas. No la propia pierna, que sólo le producía dolor físico e inconveniencias, sino el otro castigo: la soledad. Recordaba que éste era el modo en que le habían corregido de niño: castigado al sótano, exiliado a la bodega de fría piedra sin el alivio de la luz, a excepción de un haz brumoso que entraba por un polvoriento ventanuco en un rincón. Y en ese rincón se quedaba en pie, tan cerca como podía de la luz. Fue allí cuando en una ocasión vio una mosca retorciéndose en una tela de araña. La miró y miró y finalmente la araña salió para comenzar a darse un banquete con su presa. Él lo observó todo, aturdido por el horror y el asco. Cuando acabó le entraron ganas de hacer algo. Y lo hizo. Con sigilo de predador logró agarrar a la pequeña araña y sacarla de su red. En realidad no le supo a nada, y tan solo notó un cosquilleo momentáneo sobre su lengua reseca.

—Truco o trato —oyó. Y casi se levantó para arrastrarse con su bastón hasta la puerta. Pero el lema de Halloween había sido pronunciado en otro lugar en la distancia. ¿Por qué sonó tan cerca durante un instante? Ecos de la imaginación in crescendo, donde lejos es cerca, arriba es abajo, dolor es placer. Quizá debería cerrar ya por hoy. Parecía haber tan sólo unos pocos niños celebrando la fiesta este año. Sólo los rezagados más desganados seguían por las calles a estas alturas. Bueno, en ese momento apareció uno.

—Truco o trato —dijo una suave y débil voz de niña. De pie al otro lado de la puerta había una bruja ricamente ataviada, con un abrigado chal negro y guantes negros además del vestido negro. Sostenía una vieja escoba en una mano y una bolsa en la otra.

—Tendrás que esperar un minuto —dijo él a través de la puerta mientras se esforzaba por levantarse del sofá con la ayuda del bastón. Dolor. Bien, bien. Recogió una bolsa llena de caramelos de encima de la mesita del café, estaba dispuesto a ofrecerle todo su contenido a la pequeña damisela de negro. Pero entonces reconoció quién era tras el maquillaje de color amarillo cadáver. Cuidado. No sería conveniente hacer nada extraño. Finge que no sabes quién es. Y no digas nada sobre casas rojas y contraventanas negras. Ni una palabra sobre la calle Fresno.

Para empeorar aún más las cosas, divisó la silueta de uno de los padres de pie en la acera. Garantizando la seguridad del último hijo vivo, pensó. Pero quizá tenían otros, aunque él sólo había visto al hermano y la hermana. Cuidado. Finge que no te resulta familiar; después de todo, lleva un disfraz distinto al que había llevado los últimos dos años. Sobre todo, no digas ni una sola palabra sobre ya sabes quién.

¿Y qué ocurriría si preguntase inocentemente dónde estaba su hermano pequeño este año? ¿Le diría ella: «Lo mataron», o quizás «Está muerto», o quizás sólo «Se ha ido»?, dependiendo de cómo hubieran afrontado sus padres todo el asunto. Con suerte, no tendría que enterarse.

Abrió la puerta sólo lo suficiente para entregar los dulces y con voz meliflua dijo:

—Aquí tienes, mi pequeña bruja —esta última parte se le escapó sin pretenderlo.

—Gracias —respondió ella entre dientes, entre miles de dientes de miedo y experiencia. Eso le pareció a él.

La niña dio media vuelta y mientras descendía los escalones del porche su escoba iba golpeando cada escalón a sus espaldas. Una vieja escoba desgastada e inservible. Perfecta para las brujas. Y la clase de escoba perfecta para mantener a un niño a raya. Una antigualla fea apoyada en una esquina, un utensilio de disciplina siempre a mano, siempre a la vista del niño hasta que el objeto se transformaba en una imagen de pesadilla. La escoba de Madre.

Una vez que la niña y su madre se hubieron perdido de vista, cerró la puerta al mundo y, tras haber sobrevivido al tenso episodio, se sintió realmente agradecido por una soledad que hacía tan sólo unos minutos tanto había temido.

Oscuridad. Cama.

Pero no podía dormir, y mucho menos soñar. Terrores hipnóticos se instalaron en su mente, una sucesión grotesca de imágenes parecidas a escabrosas viñetas de viejos tebeos. Rostros imposiblemente distorsionados pintados en colores chillones brincaban ante su ojo mental, totalmente fuera de su control. Éstos iban acompañados de una serie de ruidos de feria que parecían emanar de alguna zona situada entre su cerebro y el dormitorio iluminado por la luna que le envolvía. Un zumbido de voces entre excitadas y aterradas llenaba el fondo de su imaginación, interrumpidas por gritos hipernítidos que utilizaban su nombre como una excusa para producir ruido. Era una versión abstracta de la voz de su madre, aunque en esos momentos carecía de cualquier cualidad sensual que pudiera identificarla como tal, permaneciendo tan solo como una idea pura. La voz pronunciaba su nombre desde una habitación lejana de su memoria. Sam-u-el, gritaba con una terrible urgencia de oscuro origen. Entonces, de repente… truco o trato. Las palabras resonaban, cambiando de significado mientras se desvanecían en el silencio: truco o trato… por la calle… nos encontraremos… fresnos, fresnos. No, no fresnos, sino otra clase de árboles. El chico paseaba por detrás de algunos arces grandes, eclipsado por ellos. ¿Sabía que un coche lo seguía esa noche? Pánico. No lo pierdas ahora. No lo pierdas. Ah, ahí estaba, al otro lado. Bonitos árboles. Los buenos viejos árboles. El chico se volvió y llevaba en la mano una telaraña enmarañada de cuerdas cuyos extremos llegaban hasta las estrellas, que comenzó a mover como cometas o aviones de juguete o marionetas voladoras, mirando hacia el cielo nocturno y pidiendo a gritos la ayuda que nunca llegó. La voz de Madre empezó a gritar de nuevo; luego, las otras voces se mezclaron convirtiéndose en un nauseabundo y balbuceante coro de voces muertas que parloteaban al unísono. La Noche de los Muertos. Todos los muertos conversaban con él con una sola vocecilla-bobadilla.

Truco o trato, decía.

Pero ésta no sonaba como si fuera parte del delirio. Las palabras parecían originarse fuera de él, porque su articulación le sirvió para interrumpir el adormecimiento y liberarlo de su terrible peso. Con un cuidado instintivo de su pierna coja, logró arrancarse las sábanas y colocar ambos pies sobre el suelo firme. Esto le hizo sentirse seguro, pero entonces:

Truco o trato.

Se oía fuera. Alguien en el porche. «Ya voy», gritó en la oscuridad, el sonido de su propia voz le despertó al absurdo de lo que acababa de decir. ¿Es que estos meses de soledad finalmente le habían hecho pagar el precio a costa de su cordura? Escucha atentamente. Quizás no volverá a oírla.

Truco o trato. Truco o trato.

Truco, pensó. Pero tendría que bajar al primer piso para asegurarse. Esperaba ver una silueta o siluetas riéndose y jugando escabullándose en la oscuridad en el instante en que abriera la puerta. Tendría que apresurarse, no obstante, si quería pillarlos. Maldita pierna, ¿dónde está el bastón? A continuación, encontró el albornoz en la oscuridad y se lo echó encima del cuerpo en ropa interior. Y ahora a sortear esas crueles escaleras. Enciende la luz del pasillo. No, eso los alertaría de su presencia. Bien pensado.

Estaba logrando bajar las escaleras a buen ritmo teniendo en cuenta las lúgubres condiciones en las que se encontraba. Ni esto ni aquello ni la oscuridad de la noche[3]. La oscuridad de la noche. La muerte de la noche. La Noche de los Muertos.

Con esa extraña energía de los tullidos, bajó despacio por las escaleras manteniendo en todo momento su bastón un escalón por delante para apoyarse. Concéntrate, repetía en su mente, la cual estaba comenzando a vagar por extraños lugares en la oscuridad. ¡Cuidado! Casi se tropieza en ese momento. Por fin llegó a los pies de las escaleras. Escuchó un sonido que atravesó la pared desde el porche, parecido a una pequeña explosión. Bueno, aún estaban allí. Podría atraparlos y tranquilizar su mente en cuanto a la fuente de sus imaginaciones. El esfuerzo de bajar las escaleras había conseguido dejarle hiperventilado e inseguro de todo.

Intentando que transcurriera el intervalo de tiempo más corto posible entre las dos acciones, giró el cerrojo de encima del pomo y abrió la puerta tan súbitamente como fue capaz. Un viento frío se filtraba por los bordes de la puerta exterior y se coló al interior de la casa. Fuera en el porche no había ninguna señal de jóvenes traviesos. Espera, sí que la había.

Tuvo que encender las luces del porche para verla. Justo delante de la puerta una calabaza de Halloween había sido lanzada con fuerza contra el cemento, rompiendo el carnoso caparazón y explotando en cientos de fragmentos que salpicaban todo el suelo del porche. Abrió la puerta exterior para inspeccionarlo de cerca y un fuerte viento invadió la casa, soplando por encima de su cabeza con gélidas alas. Menudo vendaval, cierra la puerta. ¡Cierra la puerta!

—Pequeños gilipollas —dijo muy claramente, un intento de mitigar su sensación de caos y delirio.

—¿Quién? ¿Mi yoíto-chiquitito? —dijo una voz a sus espaldas.

En la parte superior de las escaleras. Una silueta bajita y aparentemente con algo en la mano. Un arma. Bueno, él al menos tenía un bastón.

—¿Cómo has entrado, niño? —preguntó sin estar seguro de si realmente era un niño, teniendo en cuenta su voz extrañamente híbrida.

—Ni de coña soy un niño, colega. No existen tales seres en el lugar de donde vengo. Ni caramelitos. Voy disfrazado.

—¿Cómo has entrado? —repitió, creyendo aún que podría establecer una forma racional de acceso a su vivienda.

—¿Entrado? Ya estaba dentro.

—¿Aquí? —preguntó él.

—No, no aquí. Allí-tara-rí —la figura señalaba en ese momento hacia la ventana del piso de arriba, hacia el cielo caleidoscópico—. ¿No es una maravilla? Sin niños, sin nada.

—¿Qué quieres decir? —inquirió con inspiración onírica; la normalización del sueño era lo único que impedía que su mente se derrumbase llegados a este punto.

—¿Qué quiero decir? No quiero no decir nada, asquerosillo.

Doble negación, pensó, aliviado por haber recuperado el contacto con el mundo real de la corrección gramatical. Doble negación: dos espejos vacíos reflejando el vacío del otro con una capacidad infinita, sin que nada anule a nada.

—Psí, ahí es donde vas a ir tú.

—¿Y cómo se supone que voy a hacerlo? —preguntó, apretando aún más su bastón y sintiendo la proximidad del punto álgido de esta confrontación.

—¿Cómo? No te preocupes. Tú ya te has asegurado de saber cómo… ómo… ómo… ¡TRUCO O TRATO!

Y de repente la criatura bajó planeando a través de la oscuridad.


IV

Lo encontró al día siguiente el padre Mickiewicz, el cual le había telefoneado antes al ver que este puntual parroquiano no había asistido como de costumbre a la misa de la mañana del Día de Todos los Santos. La puerta estaba abierta de par en par y el cura descubrió el cuerpo a los pies de la escalera, con el albornoz y la ropa interior grotescamente desarreglados. El pobre hombre parecía haber sufrido una nueva caída, mortal en este caso. Una vida sin sentido acaba con una muerte sin sentido: Su muerte ha sido en todo conforme con su vida, como escribió Ovidio. Así declaró el cura en su elogio ad hoc, aunque no en el que leyó durante el funeral del fallecido.

Pero ¿por qué estaba la puerta abierta si se cayó por las escaleras?, se llegó a preguntar el padre M. La policía respondió a esta pregunta con teorías sobre un intruso o intrusos desconocidos. Dada la naturaleza del delito, especulaban con algún tipo de venganza, que sin embargo el testimonio informal del cura desmentía. La idea de una venganza contra un hombre así resultaba inverosímil, si no totalmente absurda. Sí, absurda. Sin embargo, el motivo no había sido el robo y parecía que el hombre había sido apaleado hasta morir, posiblemente con su propio bastón. Más tarde aparecieron indicios de que el cadáver había sido violado, pero con un objeto mucho más largo y áspero que el bastón del que originalmente se había sospechado. En esos momentos buscaban algún objeto con las dimensiones de una escoba, probablemente una escoba muy vieja, astillada y podrida. Pero jamás la encontrarían en los lugares en que estaban buscando.

FIN

Thomas Ligotti - Conversaciones en una lengua muerta
  • Autor: Thomas Ligotti
  • Título: Conversaciones en una lengua muerta
  • Título Original: Conversations in a Dead Language
  • Publicado en: Deathrealm, primavera de 1989
  • Traducción: Marta Lila Murillo

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