Sinopsis: El burro blanco (The White Donkey) es un cuento de Ursula K. Le Guin, publicado en 1980 en la revista TriQuarterly. La historia sigue a Sita, una joven que lleva a sus cabras a pastar en el bosque, donde descubre a un misterioso burro blanco con un cuerno en la frente. Fascinada por su elegancia y singularidad, Sita comienza a visitarlo diariamente, ofreciéndole flores y compartiendo momentos de silenciosa compañía. Mientras su vínculo con el animal se fortalece, en el hogar de Sita, sus padres, deciden su destino.

El burro blanco
Ursula K. Le Guin
(Cuento completo)
En el sitio de las viejas piedras había culebras, pero la hierba crecía allí tan verde y tupida que todos los días volvía a llevar las cabras.
—¿Dónde llevas las cabras a pastar, Sita? Están engordando —dijo Nana.
Y cuando Sita le dijo: «Donde las viejas piedras, en el bosque», Nana dijo:
—Es muy lejos para llevarlas.
Y tío Hira dijo:
—Ten cuidado con las culebras.
Pero los dos pensaban en las cabras, no en ella; así que, después de todo, no les preguntó por el burrito blanco.
Lo había visto por primera vez cuando estaba poniendo flores en la piedra roja, bajo la higuera de Bengala, en la linde del bosque. Le gustaba aquella piedra. Era la diosa, muy antigua, redondeada, bien asentada entre las raíces del árbol. Todos los que pasaban por allí dejaban unas flores a la diosa o le echaban un poquito de agua; y todas las primaveras se renovaba su pintura roja. Sita estaba ofreciendo a la diosa una flor de rododendro cuando se volvió a mirar, creyendo que una de las cabras iba a perderse internándose en el bosque; pero no era una cabra. Sita vio un animal blanco, más blanco que un cebú sagrado. Lo siguió para ver de qué animal se trataba. Y cuando vio su grupa redondeada y el rabo como una cuerda con una borla, supo que era un burro; ¡pero qué burro más bonito! ¿De quién sería? En el pueblo había tres burros y dos de ellos eran de Chandra Bose; los tres eran bestias de carga, animales lúgubres, huesudos, tordos. Y éste era un burro alto, estilizado, precioso. No podía pertenecer a Chandra Bose, ni a nadie del pueblo; ni a nadie del otro pueblo. No llevaba ronzal, ni arneses. Debía ser salvaje, debía vivir en el bosque.
Efectivamente, cuando guió las cabras silbándole al listo Kala y siguió por donde se había internado en el bosque el burro blanco, primero había un sendero y luego llegaron al lugar de las viejas piedras, enormes bloques grandes como casas, medio enterradas y cubiertas de enredadera; y allí estaba el burro blanco, a la sombra de los árboles, mirándola.
Pensó entonces que el burro era un dios, pues tenía un tercer ojo en el centro de la frente, como Siva. Pero cuando ladeó vio que no era un ojo sino un cuerno (no curvo, como los de las cabras y las vacas, sino un asta recta, como de ciervo); sólo un cuerno, entre los ojos, como el ojo de Siva. Así que podría ser una especie de dios burro; y, por si lo era, Sita cogió una flor amarilla de enredadera y se la ofreció, tendiéndole la palma de la mano abierta.
El burro blanco se quedó un rato mirándola y contemplando las cabras y la flor; luego, volvió a acercarse a ella lentamente entre las enormes piedras. Tenía pezuñas hendidas como las de las cabras y caminaba aún con más elegancia que éstas. Aceptó la flor. Y cuando le husmeó la palma, Sita notó la suavidad de su nariz blanca rosácea.
Se apresuró entonces a coger otra flor, que también le aceptó. Pero cuando quiso acariciarle la base del corto cuerno blanco y retorcido y alrededor de las blancas orejas inquietas, se apartó y la miró de soslayo con sus grandes ojos oscuros.
A Sita le dio un poco de miedo y pensó que quizá él también tuviera miedo de ella; así que se sentó en una de las piedras medio enterradas y simuló contemplar las cabras, consagradas todas a pastar la mejor hierba que comían desde hacía varios meses. De pronto, el burro se le acercó otra vez, se quedó a su lado y apoyó en su regazo la rizosa barbilla. La respiración del burrito hacía moverse las finas ajorcas de cristal que llevaba Sita en la muñeca. Despacio, con mucha suavidad, le acarició la base de las orejas blancas e inquietas, el pelo fuerte y fino de la base del cuello, el hocico sedoso; y el borrico blanco se quedó a su lado, respirando en bocanadas largas y cálidas.
Desde entonces, llevaba allí a pastar a las cabras todos los días, pasando con cuidado entre las serpientes; y las cabras estaban engordando; y su amigo el burro blanco salía todos los días del bosque y aceptaba su ofrenda y le hacía compañía.
—Un novillo y cien rupias —dijo tío Hira—. ¡Estás loca si crees que podemos casarla por menos!
—Moti Lal es un vago —dijo Nana—. Es sucio y holgazán.
—¡Por eso quiere una mujer que trabaje y limpie! ¡Y tomará una por nada más que un novillo y cien rupias!
—Quizá cuando se case siente la cabeza —dijo Nana.
Así que prometieron a Sita en matrimonio a Moti Lal, del otro pueblo. Moti Lal la había visto volviendo con las cabras al atardecer. Ella había visto que se le quedaba mirando desde el otro lado del camino, pero ella nunca le había mirado. No quería mirarle.
—Hoy es el último día —dijo Sita al burro blanco mientras las cabras pacían entre las grandes piedras esculpidas caídas, y les rodeaba la quietud cantarína del bosque—. Mañana vendré con el hermano pequeño de Urna para enseñarle el camino. Él será ahora el cabrero del pueblo. Pasado mañana es el día de mi boda.
El burro blanco siguió quieto; su barba rizada y sedosa reposaba en la mano de Sita.
—Nana me dará su ajorca de oro —siguió diciendo Sita—. Me pondré el sari rojo y alheña en los pies y las manos.
El burro blanco seguía quieto, escuchando.
—En la boda habrá para comer arroz dulce —dijo Sita. Luego se echó a llorar.
—Adiós, burrito blanco —dijo; él la miró de soslayo; y, lentamente, sin volver la vista, se fue alejando, internándose en la oscuridad, bajo los árboles.
FIN
