No hay ninguna lista de libros que sea imprescindible leer y sin la cual no existan salvación y cultura. Pero para cada uno hay un número considerable de libros en los que puede hallar satisfacción y placer. Encontrar esos libros poco a poco, establecer con ellos una relación duradera, asimilarlos gradualmente, si es posible como una propiedad externa e interna, constituye para el individuo un esfuerzo propio, personal, que no puede descuidar sin reducir de manera fundamental el círculo de su cultura y de sus placeres, y con ello, el valor de su existencia.
Igual que no se llegan a conocer a través de un libro de botánica el árbol o la flor que se ama especialmente, no se conocerán ni encontrarán los libros favoritos propios en una historia de la literatura o en un estudio teórico. El que se ha acostumbrado a ser consciente del verdadero sentido de cada acto de la vida cotidiana (y ésa es la base de toda formación), aprenderá muy pronto a aplicar también a la lectura las leyes y las diferenciaciones esenciales, aunque en un principio sólo lea revistas y periódicos.
El valor que puede tener para mí un libro, no depende de su fama y popularidad. Los libros no están para ser leídos durante algún tiempo por todo el mundo y constituir un tema fácil de conversación y ser olvidados después como la última noticia deportiva o el último asesinato: quieren ser disfrutados y amados en silencio y con seriedad. Sólo entonces revelan su belleza y su fuerza más profundas.
Sorprendentemente el efecto de muchos libros aumenta cuando son leídos en voz alta. Pero eso sólo es válido para poesías, relatos breves, ensayos cortos de forma depurada y obras parecidas. Leyendo bien en voz alta se puede aprender mucho, sobre todo se agudiza el sentido del ritmo secreto de la prosa, base de todo estilo personal.
El libro que ha sido leído una vez con placer, debe comprarse sin falta aunque no sea barato.
El que disponga de escasos recursos hará bien en comprar únicamente aquellas obras que le hayan recomendado encarecidamente sus amigos más íntimos, o las que ya conozca y aprecie, y que sepa que volverá a leer alguna vez.
El que tenga con algún libro una relación íntima, el que pueda leerlo una y otra vez y encuentre siempre nueva alegría y satisfacción, debe confiar tranquilamente en su intuición y no dejar que ninguna crítica estropee su placer. Hay quien prefiere más que nada leer libros de cuentos y quien aleja a sus hijos de esa clase de lectura. La razón la tiene el que no sigue una norma ni un esquema fijos sino su sensibilidad y las necesidades de su corazón.
Sobre los grandes (como Shakespeare, Goethe, Schiller) debe leerse poco o nada, al menos hasta conocerlos a través de sus propias obras. Cuando se leen demasiadas monografías y descripciones de la vida, es fácil estropearse el maravilloso placer de descubrir la personalidad de un autor a través de sus obras, de crear uno mismo su imagen. Y junto a las obras no debe perderse uno las cartas, los diarios, las conversaciones, por ejemplo las de Goethe. Cuando las fuentes están tan cerca y son tan fácilmente accesibles no hay que contentarse con regalos de segunda mano. En todo caso deberían leerse solamente las mejores biografías; el número de los mediocres es legión.
1907
© Hermann Hesse: El trato con los libros. En Schriften zur Literatur I, 1970. Traducción de Genoveva Dieterich & Anton Dieterich.