Enrique Lihn: El hombre y su sueño

EN algún punto de la ciudad, de esta ciudad demasiado grande para que dos seres que se amen se encuentren si se han perdido de vista alguna vez, un hombre de mi edad vela, mientras todos duermen. Su vigilia no tiene nada de común con la vigilia a la que nos condena la súbita desaparición de nuestra amada, la angustia que precede a un dia de decisiones irrevocables o la persistencia de un pensamiento que se resiste a tomar forma. No es tampoco el efecto de una digestión trabajosa, ni del desorden fisico que sucede a un largo período de disipaciones. Es una vigilia no registrada hasta ahora en los anales médicos; una enfermedad incurable; una espléndida llaga destinada a no cicatrizar.

—El sueño —me dijo un día mi amigo— es nuestro doble: una especie de hermano gemelo al que, de no mediar un acto de voluntad sobrehumana, permaneceremos unidos durante toda nuestra vida. Hasta ahora, nadie, que yo sepa, ha intentado desprenderse de él. La operación es más que peligrosa, y los dolores que sin duda provoca, o son superiores a nuestra capacidad para soportarlos, o las ventajas que aquélla nos ofrece, si es llevada a cabo felizmente, no alcanzan a compensarnos de ellos.

—Si es así —murmuré, pues mi facilidad de palabra en ese entonces era escasa—, ¿qué motivos tienes, no ya para desear esa separación que consideras imposible, sino para detenerte en un pensamiento tan superfluo; tú, que eres por naturaleza inclinado a la acción, que nunca te has propuesto nada que no pudieses realizar en el acto?

En los labios de mi amigo se dibujó una sonrisa a la vez dulce y amarga, no exenta de cierto misterio turbador.

—Escucha —me dijo, extendiendo ambos brazos sobre la mesa, las palmas de las manos vueltas hacia mí—. Sabes de más que un carácter como el mío no cambia de la noche a la mañana.

Estas dos últimas palabras me estremecieron visiblemente.

—¿Entonces?

—Cada 1111 años, un hombre, entre millones de semejantes suyos, puede intentar disociarse de su propio sueño, sea asimilándolo a su vigilia, sea dotándolo de los atributos necesarios para que la naturaleza lo confunda con uno de sus hijos. Ese hombre del que hablo es el único capaz de exponer objetivamente las ventajas de la vigilia absoluta. Te hablaré de dichas ventajas…

—Amigo mío —le dije, con una voz turbada por la emoción—. A no dudar, tu inteligencia es infinitamente superior a la mía. Igual cosa puede decirse de tu cultura científica y humanística; mientras tú dominas más lenguas muertas y vivas de las que puedo enumerar, yo apenas logro expresarme en mi lengua materna. No en vano has enceguecido sobre los libros cuando yo vagaba de un lado para otro entre las cuatro paredes de esta habitación o en los suburbios de esta ciudad maldita. Con todo, me atreveré, para tu bien, a formular la opinión en que tengo las palabras que has dicho y las que estás por decir. Amigo mío, te extravías. El hilo demasiado extenso y fino de tu pensamiento, debe ser cortado antes de que te conduzca a regiones de las que no regresarás. Recuerda que nuestros deseos deben estar en proporción a nuestra capacidad para saciarlos, y que, si se extralimitan, nos conducen a la ruina. No te sientas llamado a desempeñar un papel que ignoras si otro, antes que tú, ha desempeñado.

Las últimas frases de mi discurso fueron dichas en alta voz, de una manera delirante. Ya serenado, posé mi vista en el rostro de mi compañero, esperando sorprender en él una expresión aprobatoria o, al menos, inquieta.

Nada de eso; la más profunda quietud y seguridad interiores se reflejaban en sus rasgos.

Pero, a partir de esa noche, mi amigo guardó silencio durante muchos días.

 

En la actualidad desempeño un sinnúmero de pequeños oficios. Ninguno de ellos por sí mismo me permitiría vivir, y las rentas que me proporcionan en conjunto apenas cubren mis necesidades, por lo demás ínfimas. Creo, sin embargo, en la necesidad de que el ciudadano se especialice, para beneficio suyo y de la colectividad. Aunque esta ciudad en que habito me es casi desconocida y, en consecuencia, puedo decir que no la amo, he intentado varias veces serle útil mediante el aprendizaje de una profesión bien definida. Mis esfuerzos no han sido recompensados. En primer lugar, soy demasiado viejo para entrar como aprendiz en los talleres artesanos y, en segundo lugar, mí casi absoluta falta de capacidad para concentrarme en una actividad dirigida, hace de mí una presa poco codiciable por los maestros.

Después de todo, no me quejo de mi suerte. De mi incapacidad obtengo algunas ventajas. Llevo una vida agitada y caótica, como mis pensamientos. Me desplazo, de escenario en escenario, a una velocidad incomparable. Mis ocupaciones se diferencian entre ellas tanto como mi rostro de sí mismo, según las emociones que me embargan. Durante quince días he hecho de ayunador en una feria de los arrabales; he sido incorporado al ejército y expulsado de él cada vez que la ciudad se ha visto en peligro de caer en manos de sus enemigos. No por indisciplina, sino por falta de instintos militares. Un hombre de ciencia me hace entrar todas las mañanas en su laboratorio. Me examina con minuciosidad, incansablemente. Encuentra que mi organismo ofrece curiosas anomalías e inexplicables lagunas. “Tu vida —me ha dicho— no está en tu cuerpo, sino en alguna otra parte. Un hombre cualquiera no podría vivir sin los órganos que en ti no se han desarrollado suficientemente.” En las noches frecuento las alfarerías subterráneas, donde ancianas bellísimas y pobremente vestidas se dedican a la fabricación de complicadas figurillas de barro perfumado. Yo les hablo del mundo exterior, del que ellas tienen una confusa noción, que coincide en todo con la idea que he logrado formarme de él. Entre las alfareras soy admirado por mi habilidad para modelar y pintarrajear toda clase de animalillos fantásticos, que me reportan algunas monedas. Eventualmente, soy aguatero o hago pequeños papeles mímicos en los circos ambulantes. Mi sentido musical hace de mí un flautista muy solicitado para las bodas y bautizos.

Por las tardes, cuando no tengo nada que hacer y la melancolía empieza a apoderarse de mí, me deslizo hacia los barrios inferiores. Allí comparto mis alimentos con algún vagabundo. Cuando las circunstancias no me deparan compañeros pacíficos, es tanto mi miedo a la soledad, que no desdeño las posibilidades de atraerme las simpatías de los ladrones y los asesinos. Entre éstos y aquéllos he hecho algunas amistades, poco durables, por cierto, pero profundas. Cuando he visto sus cadáveres suspendidos por el cuello a lo largo de las calles de la ciudad, no he podido dejar de sollozar. En general, sólo evito encontrarme con los mendigos ciegos, que están siempre demasiado ávidos de mi palabra y que parecen sentir por mí una especie de sórdida ternura.

No es que no tenga dificultades con la gente: más de alguien me ha abofeteado cuando le he propuesto que durmiese conmigo. Es inútil que trate de explicarles el sentido de mi invitación. Sé que las costumbres de un pueblo poco numeroso en relación a la inmensidad de sus dominios, condenan, justificadamente, el vicio solitario, la esterilidad y, con mayor razón, las inversiones sexuales. Ni siquiera la gerontofilia, vicio muy común en regiones menos civilizadas y que, dada mi noción defectuosa del tiempo, comprendo a la perfección, hace estragos entre nosotros. Las bellas alfareras han sido recluidas en sus subterráneos para evitar a la juventud los dolores de un amor imposible, y los ancianos públicos desarrollan su actividad patriarcal en recintos a los que no se llega sino con una recomendación especialísima o en cumplimiento de misiones oficiales. Estoy perfectamente enterado de todo esto, y agradezco, en el fondo, a mis amigos que se limiten a vapulearme con ocasión de esas invitaciones que les hago en los momentos de mayor intimidad. Si ellos perteneciesen a las clases privilegiadas, mucho más prejuiciosas, mi reputación estaría ahora por los suelos y, con seguridad, se me hubiese recluido.

Pero si por una parte es encomiable el silencio que guardan los delincuentes respecto de mis palabras comprometedoras, por otra, hasta a mí mismo, que soy su beneficiado, me parece digno de censura. Ese silencio, más que el efecto de una libertad y profundidad de pensamiento, lo es de una ciega y perniciosa relajación de las costumbres. Prueba de ello es que, sin comprender la pureza de mis intenciones, éstas, que despojadas de dicha pureza me parecerían abominables, les parecen a ellos, a lo más, inconvenientes.

 

En algún punto de la ciudad hay, sin embargo, un hombre: mi semejante, que no enrojecería ni me maldeciría si intentase arrastrarlo, al atardecer, por la escalera de caracol que conduce a mi desnudo y estrecho aposento. Durante sus años de formación y mis años de progresiva lucidez mental, él y yo vivimos tan estrechamente unidos y separados como Narciso y su imagen reflejada en la superficie de un espejo. Desde el amanecer hasta el crepúsculo, mi amigo permanecía inmóvil, el rostro entre las manos, siguiendo el infinito hilo de su pensamiento a través de un laberinto que se hubiera creído circular. Entonces, una gran laxitud me embargaba. Como no tuviese problemas que resolver a corto plazo, me tendía yo en nuestro lecho común, los brazos cruzados bajo mi pequeña cabeza, o me deslizaba por la habitación como una sombra, deteniéndome de tarde en tarde a sus espaldas. Llegada la noche, como no lo retuvieran sus intereses en el centro de la ciudad, se tendía mi amigo junto a mí y, como a dos líneas paralelas, nos reunía el sueño en lo infinito. Era el momento en que el universo se coloreaba para mí y la sangre comenzaba a circular acompasadamente por mis venas. Como a un prisionero al que de súbito se le abren las puertas de su celda y al que un ángel le indica la salida con un dedo de fuego, todo me parecía conducir a una región sin sombra. A través de mis párpados entornados examinaba yo el rostro de mi compañero, y el amargo rictus de sus labios no menoscababa el placer que me proporcionaba su presencia. Entre él y yo se extendía un espacio intensivo, no mensurable en su invisibilidad, pero que, como una lámina transparente, nos hacía insensibles el uno al otro. Sus más secretos pensamientos me eran, por el contrario, revelados. No en lo que tenían de claro y distinto, no en su orden y extensión formales, sino en su profundidad y en su vida. Distinguía en ellos, con una mirada certera, lo esencial de lo superfluo, y gustaba de ordenarlos como un ajedrecista consumado ordena las piezas de un juego de principiantes, hasta situarlas en su justa peligrosidad. Sé que mi proceder no era del gusto de mi amigo; pero me era imposible escatimarle los beneficios del que yo creía un impulso generoso. Cuando he reflexionado en las razones que mi compañero de lecho ha podido tener para abandonarme, la más plausible de todas me sigue pareciendo la de que, en su excesiva sensibilidad, no pudiese reposar a sus anchas junto a un ser estragado por una vigilia clarividente. Más de una vez despertó en el momento en que mi poder adivinatorio respecto de él se intensificaba al máximo. Esto no significa, de ningún modo, que yo lo juzgase menos piadosamente que de costumbre. Jamás he juzgado a nadie; con mayor razón mi amigo, objeto de mi más absoluta comprensión, ha escapado a mis dictámenes; caso de que éstos pasen a formar parte, en lo sucesivo, de mi bagaje mental.

—¿Estás despierto verdaderamente? —me preguntaba mi amigo, envolviéndome en una mirada penetrante. Yo no sabía, de buenas a primeras, qué contestarle. Despierto, ejercía él sobre mí un poder superior a mis fuerzas para soportarlo. Su lucidez era mucho mayor de la que yo era capaz de concebir mientras duraba su reposo.

Sin mentirle, podía yo articular un si desprovisto de toda convicción. Despierto él, el sueño o el letargo se apoderaban de mi cuerpo y de mi alma como el alba de la noche.

—Escucha, entonces… —su voz adquiría un tono apremiante, patético—. ¿Sabes tú en qué se diferencia un hombre dormido de otro despierto?

—Tal vez…

—En que el despierto sabe quién es, y el dormido no lo sabe.

Un silencio. Mi amigo acercaba su rostro al mio, la mirada brillante y, casi tiernamente, como una madre que interroga la lección a su hijo, murmuraba:

—¿Quién eres tú?

Mi turbación se hacía en ese momento indescriptible. Pero, con todo, intentaba contestar su pregunta:

—Yo soy… tú.

De antemano sabía que esta respuesta, que en labios de una muchacha enciende a su amante, no tendría para él el menor encanto. También yo la formulaba a desgano, y estaba lejos de querer conmoverlo con ella. Nunca mi afecto por él parecía más débil en su fundamento. Llegaba casi a odiar su superioridad sobre mí. Cuando, desilusionado, cerraba nuevamente los ojos, más para evitar mi vista que para conciliar un sueño que le era difícil reanudar, yo sonreía con alivio, como si me hubiesen quitado un gran peso de encima.

 

Ayer tuve ocasión de recordar un suceso ocurrido hace algunos años y al que mi memoria fuera infiel. Le he pedido a un copista, que se divierte en sus ratos de ocio con mi facilidad para asociar palabras, que lo anote en un trocito de pergamino, y me he propuesto hacérmelo leer cada vez que empiece a olvidárseme. Es posible que esté por fin en posesión de la verdad; aunque no veo el beneficio que ella pueda reportarme. Mi amigo me ha abandonado por una razón demasiado sencilla para que yo la hubiese descubierto. En una oportunidad me adelanté a sus deseos, realizándolos por mi cuenta y riesgo. Deseaba demostrarle que sus sentimientos respecto de cierta muchacha no debían ser sino de una naturaleza puramente animal. Yo estaba seguro de que ella no merecía otra cosa. Él no era de mi opinión; aunque no nos explayamos sobre nuestras diferencias, él por pudor y yo por temor de malquistármelo, ambos las conocíamos de sobra. Es más, la mucha cautela con que procedí a sus espaldas no impidió, ésa fue al menos mi impresión, que él siguiera el desarrollo de una tesis que luego no tuve el ánimo de desarrollarle oralmente. Triunfé, sin embargo, en esa oportunidad, cuando creía haberlo echado todo a rodar. Mi amigo olvidó su pasión al comprobar que el objeto de ella estaba muy por debajo de la idea que se había formado a su respecto. La muchacha se me entregó sin conocerme y en circunstancias que la delataron como a un monstruo de obscenidad.

La escena revivió en mí con fuerza al divisar a mi amante de unos minutos entre las columnas que sustentan la entrada del templo. Del interior de éste emergía una de esas procesiones que nos atraen la burla de los paganos: «Un ejército de viejas para la defensa de Dios”. Los ecos de un cántico desgarrador llegaban hasta mí, mezclados al griterío de una muchedumbre electrizada por el resplandor de las antorchas. No era de noche; sin embargo, como desde hace algunos días un inexplicable malestar me impide entregarme a mis ocupaciones habituales, vagaba yo al acecho de una oportunidad de distraer mis pensamientos y la encontré en la figura de esa muchacha que a primera vista me resultó difícil distinguir de sus compañeras, como ella jóvenes y vestidas, según lo exigía la ocasión, de rigurosa púrpura; las manos enlazadas, formando un ángulo en el regazo, y el rostro piadosamente inclinado, me hicieron pensar en la inmensurable riqueza de hipocresía que se esconde en cada mujer. Imposible distinguir, respecto de ella, dónde termina la realidad y empieza la ficción. Sólo yo era capaz, en ese momento, de no caer en la trampa de la apariencia y reconstituir la desnudez de una cortesana bajo los hábitos de una virgen entregada al éxtasis religioso.

Me acerqué más a ella, pues mis ojos debilitados por la falta de sueño podían engañarme. Por otra parte, debo reconocerlo, su hermosura volvió, como antaño, a turbar mis sentidos. Comprendí, a pesar mio, que en mi relación con ella el mero deseo sexual no había dejado de jugar un papel de importancia. Acaso el propósito de desengañar a mi amigo —me dije— haya sido la justificación de un acto menos generoso en su fundamento. Recordé, con un progresivo sentimiento de culpabilidad, los preliminares de una escena de la que no me pude sustraer como mero espectador y testigo, y a la que una fuerza ciega terminara por arrastrarme, recompensándome en goces lo que había perdido en dignidad moral.

Dicha escena tuvo lugar en un cementerio público, al atardecer de un día radiante. En contradicción con la vitalidad exacerbada de un paisaje inundado de perfumes vegetales, la muerte había determinado que se cavase allí la tumba de un hombre respetable. La ceremonia se prolongó largo rato, como si el propio cadáver y sus portadores hubiesen acordado apoyar mis propósitos. Yo me había deslizado entre el grupo familiar que, alrededor de la fosa recién abierta, esperaba el resto de la comitiva al que se le confiara el ataúd. Nadie reparó en mi presencia a causa de la tristeza, salvo la hija del difunto, víctima del asedio de mi mirada. Este es el momento de referirnos a ciertos poderes de que estoy dotado y que ejerzo, en especial, sobre las mujeres No obstante mis ojos sean pequeños y estén demasiado hundidos en sus órbitas para escapar a un observador de la fealdad humana, es muy grande el influjo que tienen sobre las naturalezas sensibles. Como ciertos animales salvajes, puedo provocar en mis víctimas una especie de consentimiento letárgico por el solo hecho de mantenerlas, durante unos instantes, en mi campo visual. En esa oportunidad la sumisión de la elegida me ahorró trabajo. Desde el primer momento depuso toda resistencia y pareció ansiosa de encontrarse a solas conmigo. Su rostro, humedecido por las lágrimas, se contrajo en un gesto lascivo y su mentón temblaba flojamente. Así fue cómo, una vez que el sepulturero terminó su tarea al compás de cánticos rituales; apenas el cortejo se desbandó en dirección a la ciudad; próxima ya la noche, ella y yo, aprovechando el desorden y olvido generales, nos escabullimos hacia una cripta, ocasionalmente abierta. En un abrir y cerrar de ojos ambos estuvimos desnudos, bajo la débil claridad de una lamparilla de aceite. Mi sexo hipertrofiado, del ancho de un cuerno de buey, no me impidió entrar en ella holgadamente. Adheridos el uno al otro, con una fuerza convulsiva y poderosa, rodamos haciendo círculos en el suelo y golpeándonos en las aristas de los catafalcos. Yo había perdido todo dominio sobre mí mismo. Dejó de preocuparme la posibilidad de que los gritos de mi compañera hiriesen los oídos de los guardianes del cementerio. Ignoro cómo pudimos salir de éste, después de una sesión que se prolongó hasta el amanecer, sin que se nos detuviera. La puerta principal debe haber estado cerrada con llave, y sólo provisto de largas sogas es posible escapar por el extremo opuesto a ella, limitado por un abismo profundo.

 

La procesión se desplazaba ya a algunas cuadras del templo. Me le incorporé y acompasé mis pasos a los de mi amante. Marchábamos juntos, pero pasó mucho rato, acaso horas, antes de que notase mi presencia. Tanta era su abstracción o mi insignificancia. Por último, como me apoyase en su brazo para no resbalar —apenas me sostenía sobre mis pies—, fijó en mí una mirada en que el fastidio, la indulgencia y, finalmente, la indiferencia más absoluta se sucedieron a una velocidad vertiginosa. Decididamente, no me había reconocido. Herido en mi orgullo, demostré, una vez más, mi inescrupulosidad. A los oídos de mi compañera deslicé un sinnúmero de frases soeces en las que se mezclaban, por iguales partes, los recuerdos comunes y las exigencias que en su nombre me permitía hacerle para el porvenir.

El silencio con que respondió a mis palabras era el efecto de un desprecio tan profundo, que le impedía devolvérmelas. Puede que mi voz no llegase hasta ella, interceptada por el rumor de la procesión e impotente para sobreponérsele. De hecho mi compañera siguió su marcha sin que en su rostro se alterase un rasgo. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que mi imaginación excesiva había podido jugarme una mala pasada. Acaso nunca poseí yo a esa muchacha, digno modelo de los artistas de la corte. En mi juventud resolvía con tal facilidad las situaciones en que me hallaba, que hoy en día sospecho no todas fueron igualmente reales.

 

Imbuido en estos pensamientos que me llenaban de espanto, e incapaz de seguir una marcha tal vez interminable, tomé asiento en la primera piedra que encontré en el camino. Pronto la procesión desapareció de mi vista, mientras la noche se apoderaba, vertiginosamente, del espacio. Las luces de la ciudad se encendieron y apagaron, en tanto yo recuperaba mis fuerzas. Algunas continuaron encendidas, pero la tiniebla me impedía calcular la distancia a que me hallaba de ellas. “En una de esas habitaciones iluminadas —pensé—, mi amigo se entrega a los placeres y dolores de una vigilia sin término. Ha conseguido su propósito. Ha cortado la maravillosa flor de su conciencia del tallo que la hundía en lo obscuro; pero la flor languidece, sin alimento, y mi amigo comprende, demasiado tarde, el alcance de su acto. El vencedor es a su vez vencido por la magnitud de su triunfo, y la bella columna, elevada en arenas movedizas, se hunde bajo su propio peso. Unos momentos más y su desaparición será completa.”

Elegí, al azar, una de las ventanas iluminadas. Reuniendo todas mis fuerzas, me puse en camino hacia ella. Al cabo de unos segundos corría desbocadamente, como un animal de regreso a su redil. Privado, durante mucho tiempo, de esa luz interior en que los seres humanos se reflejan y revelan sus propios pensamientos y deseos, ella resplandecía ahora en mí con tal poder, que amenazaba consumirme. Pasé revista mentalmente a todos mis actos pretéritos, y no pude sino expresar, a gritos, el disgusto que me producían. Como si otra persona los hubiera cometido con el propósito de envilecerme. Las últimas palabras que mi amigo me confiara sonaban y resonaban en mis oídos: “Todo lo que la vigilia nos permite conquistar, nos lo arrebata el sueño. Una ley insidiosa exige que la altura a que nos hemos remontado libremente esté en proporción a la profundidad a donde nos precipita con las manos atadas… Es necesario infringir esta ley. Es necesario que el sueño y la vigilia se confundan o se separen definitivamente…”

En mi ansiedad, elegí bien. Una a una se extinguieron las luces de la ciudad, menos esa hacia la que me dirigía. Temblando, subí la escalera que conduce a mi habitación, naturalmente desierta. La lámpara, bajo la cual paso largas veladas de meditación y estudio, ardía para sí misma, en medio de una soledad dolorosa. Soy olvidadizo, y la dueña de casa me ha amenazado varias veces con la expulsión por hechos como este. Un pensionista no se puede permitir el lujo de dejar encendida la luz de su pieza.

 

Esta mañana desperté en una posición absurda. El sueño se vengó de mi obsesión por vencerlo, sorprendiéndome en el momento en que me dirigía al lecho. No estaba totalmente de pie, pero el gesto de mi mano sobre el respaldo de la silla indicaba a las claras mi intención de sustituir a ésta por aquél. En compensación, creo que nunca he estado más próximo al triunfo. Hay un punto en que el instinto y la razón, el sentimiento y el pensamiento, el sueño y la vigilia se asocian en un abrazo radiante. Mi vida no ha sido sino un largo y penoso intento de encontrarlo. Quienes como yo comprenden que sólo la exacerbación de la conciencia nos permitirá atravesar inmunes esta época de pesadillas, aprobarán el sentido y el giro de mi aventura. Estas líneas son el primer testimonio «escrito” de ellas. Las redacté en el instante, llamado en lenguaje profano, del despertar. Ignoro si al término del sueño o al principio de la vigilia o, como lo espero, entre ambos estados. Hecho que podré comprobar cuando pueda hallarlas y releerlas; pues, lamentable y misteriosamente, se han extraviado en una habitación en la que eran lo único visible.

© Enrique Lihn: El hombre y su sueño. Antología del nuevo cuento chileno, 1954.

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