Marguerite Yourcenar: Borges o el vidente

Marguerite Yourcenar

En la leyenda de todos los pueblos podemos encontrar esa imagen llamada arquetípica: el poeta ciego.

En la India, tenemos a Valmiki, autor legendario del Ramayana, que sentía correr bajo sus pies descalzos a las hormigas, semejantes a las innumerables generaciones humanas; los escaldos escandinavos son bardos a menudo privados de la vista, al igual que los rapsodas griegos que ahora se confunden, para nosotros, con su gran prototipo: Homero, el Ciego.

Recordemos, en el Metropolitan Museum, el retrato de Aristóteles pintado por Rembrandt en donde el filósofo, el observador de la naturaleza y de la sociedad humana, el profesor y el maestro de Alejandro, el hombre de ojos intactos, posa melancólicamente la mano sobre la cabeza de un busto de Homero, el vagabundo ciego.

Pongamos al lado de esta imagen, si les parece bien, la fotografía que Ferdinando Scianna tomó en 1983: La mano de Jorge Luis Borges saliendo de la manga de una chaqueta y de una camisa de hoy, «leyendo» el busto de Julio César y, seguramente, imprimiendo en su memoria los más mínimos huecos, los menores salientes de ese rostro, para verlo como muy pocos visitantes de museo lo hacen, pese a tener sus dos ojos.

Cuando escribo «Borges o el vidente», no hay que tomar esa fórmula como una paradoja.

Poseemos el mundo y a nosotros mismos a través de nuestros cinco sentidos, y la vista es, ciertamente, uno de los tres de los que más dependemos. Ahora bien, hay muchos de nosotros que no se ven. La inmensa mayoría de los hombres no se ven: la muy noble modestia de Borges proviene de que él se ve como es, único y sin embargo igual a cualquiera, como lo somos todos. Pero la mayoría de nosotros no ve al que tiene enfrente, ni al universo. Él vive lo uno y lo otro.

Nosotros descuidamos hacer esto mismo por pereza, por prejuicios, a menudo por rechazo puro y simple. Los hindúes tienen razón al hacer de la Ekagrata —la atención— una de las más elevadas cualidades mentales. No digo que sea suficiente tener mala vista como Borges, y acabar, tras ocho operaciones, completamente ciego a la edad de cincuenta años, para desarrollar un sentido agudo de la belleza o del horror de las cosas, para medir casi matemáticamente la importancia o el valor de los hombres y de los seres, como él hace en sus ensayos críticos (Inquisiciones, Discusión, Nueve ensayos dantescos, una parte de Historia de la eternidad), sin jamás denigrar y sin dejar tampoco que nuestra admiración se desvíe por una pista falsa. Nadie mejor que él ha mostrado con más sobriedad que bajo el catolicismo casi agresivo de Chesterton sobreviven y florecen de nuevo extrañas herejías que creíamos muertas, o que Henry James, que al lector desprevenido podría parecer, en un principio, «un difuso novelista mundano», debía su profundidad al hecho de ser «un apacible residente del Infierno». No creo que la ceguera bastara para enseñar a Borges la clarividencia y la cordura, pero es un hecho que estas dos cualidades crecieron con la pérdida general de la vista. En vez de ser un motivo de tristeza lírica, fue para él un medio de ver el mundo, en un sentido más amplio del que de ordinario se da a esa palabra, y de verse, aun alcanzado por una desgracia que también llega a otros muchos.

A los cincuenta años se quedó irreversiblemente ciego, leer y escribir le resultaban imposibles y, por una suerte o una desgracia irónica, fue nombrado bibliotecario de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires («¡900 000 libros y sin ojos!»). Ser ciego no significa, por lo demás, según me explicaba él, la negrura trágica que imaginamos. «Se cree que los ciegos lo ven todo negro, me decía. Pero no, yo me levanto y me acuesto envuelto en una espesa niebla amarilla que todo lo recubre… ¡Ah, si yo pudiera contemplar una hermosa noche negra!».

Pero antes que él, en Buenos Aires, ocupaba el mismo puesto de bibliotecario de la Biblioteca Nacional un tal Paul Groussac, de origen francés, que padecía la misma dolencia que Borges. Este, en el «Poema de los dones», evoca esos lentos paseos tímidos de ciegos o de casi ciegos por los pasillos de la Biblioteca, a lo largo de estantes llenos de libros de los cuales pueden, todo lo más adivinar los títulos:

Nadie rebaja a lágrima o reproche
Esta declaración de la maestría
De Dios, que con magnífica ironía
Me dio a la vez los libros y la noche. (…)

De hambre y de sed (narra la historia griega)
Muere un rey entre fuentes y jardines;
Yo fatigo sin rumbo los confines
De esa alta y honda biblioteca ciega. (…)

Lento en mi sombra, la penumbra hueca
Exploro con el báculo indeciso,
Yo, que me figuraba el Paraíso
Bajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombra
Con la palabra azar rige estas cosas;
Otro ya recibió en otras borrosas
Tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galerías
Suelo sentir con vago horror sagrado
Que soy el otro, el muerto, que habrá dado
Los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema
De un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
Si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido
Mundo que se deforma y que se apaga
En una pálida ceniza vaga
Que se parece al sueño y al olvido.

Nuestro destino es nuestro; tan nuestro es que nos modela y nos destruye. Pero no olvidemos que también a otros pertenece…

Vidente… Visionario. Quisiera oponer aquí estos dos términos que solemos confundir. En el sentido más sólido del término, el vidente ve; si está ciego, ve como Borges con una mirada interior, ayudada por los recuerdos almacenados por sus ojos de antaño, reforzada quizá con los recuerdos ancestrales de hombres que vieron antes que él, capaz de añadir a esta visión lo que la inteligencia (la inteligencia más que la imaginación) le aporta. Esta visión, liberada de las habituales limitaciones oculares, se extiende más en el tiempo, al parecer, y, lo que viene a ser lo mismo, en el espacio. Se podría hablar de una visión infinita, del mismo modo que un teólogo habla de una inteligencia infinita. Borges nos proporciona un ejemplo: «Los pasos que un hombre da desde su nacimiento hasta su muerte dibujan en el tiempo una figura inconcebible. La inteligencia divina ve esa figura inmediatamente, de la misma manera que nosotros vemos un triángulo». No se trata del sentido del Universo («Es dudoso —dice— que el universo tenga un sentido»). No se trata de un sentido sino de una perspectiva.

Podemos hablar aquí de VISIO INTELLECTUALIS recurriendo al lenguaje de la Edad Media. La visión del visionario o del alucinado podría calificarse más bien de EXTATICA; parte de una realidad más completa, más coloreada, más tupida que la de la mayoría de los hombres, y su genialidad funda sobre ella un conjunto de soberbias o peligrosas construcciones, nacidas de sus propios complejos de alguna forma mitologizados, o retórico ensamblaje de lo que le fue enseñado o de lo que oyó a su alrededor, lugares comunes que a veces se convierten en revelaciones. Swedenborg, a quien Borges coloca muy alto, a mi entender, se hunde continuamente en esa clase de alucinaciones, salvo en algunos casos —pocos— extraídos de su vida más que de su obra, en que sí tenemos la impresión de que alcanza momentos de verdadera clarividencia. Blake, cuando no es sublime, parece embriagarse largamente con esas mismas rapsodias sagradas. La orgullosa modestia de Borges nunca va más lejos de lo que han visto sus ojos muertos, o del recuerdo de sus ojos vivos, reverberado en unos espejos a los que ama y teme al mismo tiempo. No inventa. No delira.

Su ceguera; él escogió ver en ella un beneficio. Sin duda que, si lo logró, fue a costa de una angustia que en gran parte silenció, pero de la cual conservan la huella algunos de sus poemas:

Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
Ni los lentos jardines. Ya no hay una
Luna que no sea espejo del pasado.
… pero no basta ser valiente
Para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra
Y te puede matar una guitarra.

Pero la fortaleza pronto se convierte en algo típico de Borges. En el cuento titulado «El otro» en que, sentado en un banco frente al río Charles, el viejo poeta encuentra a un estudiante que es Borges a los dieciocho años, y que será también un día el viejo Borges («El otro, el mismo»). «Escucha —le dice—. Cuando alcances mi edad habrás perdido la vista casi por completo. No verás más que el amarillo, con luces y sombras. No te preocupes. La ceguera progresiva no es trágica. Es como un lento atardecer de verano».

En realidad, cuando recordamos que Borges dice en otra parte que nunca le había sucedido personalmente nada tan importante como el descubrimiento de la armonía verbal del anglosajón o la filosofía de Schopenhauer, nos damos cuenta de que para este letrado, este erudito, la pérdida de los libros era la de un mundo. Veamos la lección que de ello extrae:

«Todo escritor, todo hombre debe ver en lo que le sucede, incluido el fracaso, la humillación y la desgracia, un instrumento, un material para su arte del que debe sacar provecho. Estas cosas nos han sido dadas para que las transformemos, para que de las miserables circunstancias de nuestra vida hagamos cosas eternas o que aspiran a serlo».

 

Antes de entrar, para no salir apenas de él, en el universo de los Cuentos, me interesa señalar la ausencia casi completa de dos temas: uno de ellos universal o casi, y el otro por lo menos muy común, que no ocupan más que un lugar restringido en su obra. El primero es el amor. Bien es cierto que, en sus poemas más antiguos, llenos de nostalgia de los suburbios pobres de Buenos Aires, encontramos a veces la breve mención de una mujer, jamás nombrada, jamás definida, el disgusto discreto de un rechazo, más raramente algún instante de felicidad, simbolizado una vez por una flor seca anónima. Jamás el amor triunfante, colmado, ni tampoco la obsesión ni la desesperanza. El mismo Borges parece constatar esta carencia en un dístico de «Museo», dos líneas melancólicas en donde el autor, que habla en primera persona, se esconde bajo la doble coartada de un poeta ruso imaginario, extraído de una antología ficticia y de un título erudito: «Le regret d’Héraclite», en francés en el texto:

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca
Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.

Estas dos líneas, presentadas deliberadamente como un juego literario, llegan quizá muy lejos en la confesión de no haber obtenido el amor, y acaso en la de no haberlo buscado ardientemente. El único cuento que aparenta tener el amor por argumento es el de «Ulrica». En una Inglaterra invernal, donde resuena el aullido de los lobos como en la Edad Media, un Borges ya envejecido cruza los páramos en compañía de una joven noruega a la que conoció el día anterior y que regresará al Norte al día siguiente, tras haberse unido ambos carnalmente en un Northern Inn, bajo la nieve. «Como la arena se iba el tiempo. Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica». En este relato, de un realismo muy detallado, todo resulta un sueño, y «la imagen de Ulrica» parece condensar en ella todas las ensoñaciones de atavismo nórdico de Borges. En los relatos argentinos, aún más naturalistas, la mujer robusta y someramente tipificada es casi siempre huésped de algún burdel; la pequeña india de «La noche de los dones» no es más que la iniciadora del muchacho, sin darle siquiera un beso previo. Hay otros cuentos en que la hembra incita o ayuda a su hombre a matar, o mata ella misma con el cuchillo del muerto. La única personalizada es «Emma Zunz» en Aleph, la obrera casta, rígida y frígida, que va al encuentro de la violación y de la ignominia para vengar a su padre, lo que la convertiría en una tonta de melodrama si Borges no la hubiera dotado de un inquebrantable orgullo que es lo mejor que puede ofrecer a sus marginados. La cosecha es parca. Pero la existencia posee su propia manera de colmar todas las carencias. «Mi vida, en donde todo llegaba tarde, el poder, la felicidad también», le hice yo decir a Adriano. Para un poeta, la gloria es el equivalente del poder. La de Borges no comienza hasta los años 70, cuando la obtención de un premio internacional y unas cuantas buenas traducciones en diversas lenguas llamaron la atención sobre él. También el amor le llegó muy tarde, y es uno de los más conmovedores, tal vez, de una época que ha olvidado el amor. También hasta los años 70 tuvo Borges a su madre por lectora, enfermera y compañera incansable de sus estancias en los Estados Unidos o en otros lugares. Su amistad mutua parece no haber conocido sombras. El lugar que dejó vacío la anciana nonagenaria fue ocupado muy pronto por una chica joven, a quien Borges había conocido siendo niña, es decir, en la época en que aún no estaba ciego. Durante los trece años que precedieron a la muerte del poeta, ella lo será todo para él: amiga, lectora, compañera de sus largos viajes, enfermera benévola y, sobre todo, ideal humano. Casi vacilamos en describir esa discreta y permanente aventura. María Kodama, hija de una argentina y de un japonés, a quien él dedicó uno de sus libros, Elogio de la sombra, no le inspiró, según parece, toda una serie de poemas de amor; no, María hizo algo mejor: cambió su forma de ver el mundo. Él había dicho que «enamorarse era crear una religión cuyo dios decaería». Hubiera deseado eliminar esta frase, seguro de haber encontrado a un ser que no iba a fallarle. Ella fue Beatriz, Antígona, Cordelia. Borges acabó creyendo que el Infierno dantesco tenía por punto central las patéticas palabras de Francesca de Rimini, dichosa hasta cuando la tormenta la arrastra junto con Paolo «porque él y yo jamás nos separaremos». Un clarividente crítico de Borges cree incluso que, para el poeta, el inmenso Paraíso fue imaginado solamente para permitir que Dante, peregrino contrito, encontrara allí a Beatriz quien, figura teológica más que mujer, lo recibe reprochándole sus pecados. Afortunadamente, Borges no creía en el pecado. Trece años de vida en común valen más que un humillante encuentro en el cielo: esa joven dulce, discreta y encantadora ha sido el contrapeso de su noche.

La poesía patriótica o partidaria suele ser la que antes se desmorona en la obra de un poeta: hay pocos poemas de Borges que corran el peligro de desmoronarse por esta razón.

El primero de los dos «reinados» de Perón (de 1946 a 1955) vio a Borges, no arrestado como Victoria Ocampo, pero sí destituido de su puesto, entonces asaz modesto, de bibliotecario de distrito, ridiculizado, promovido a inspector del mercado de los pollos, pero ninguno de estos incidentes pasó a su obra; todo lo más, la caída del tirano tras las revueltas de Córdoba le inspira algunos bellos versos, impregnados de esa alegría casi demasiado confiada que es la de los días de liberación. Otros dos poemas a la patria consisten, uno, en recuerdos emocionados de su juventud en Buenos Aires, y el otro, en el elogio de unos hombres que antaño escogieron e hicieron Argentina. Este poema expresa, una vez más, el ferviente culto que el poeta dedicó durante toda su vida a esos héroes oscuros de guerras olvidadas, el coronel Suárez, su bisabuelo, caído en Junín, en la frontera con el Perú, sobre el que existe una leyenda, por lo demás controvertida: montado en su caballo, bien visible, vestido todo de blanco y con los brazos abiertos, atrajo hacia sí todas las azagayas indias procurando de este modo a los suyos la victoria, una victoria de arma blanca, en la que no se oyó silbar ninguna bala; el general Quiroga que se va en berlina a la muerte, víctima de las tretas del dictador Rosas y sabiéndolo, como un espectro algo grotesco seguido de la pequeña banda que será asesinada junto con él; el coronel Borges, abuelo suyo, a quien mataron de dos balazos en la frontera de Uruguay; el jurista Lafinur, «que amaba las leyes y los libros», a quien alcanzaron, mientras huía por una marisma, los soldados de ese mismo Rosas que, al igual que él, estaba emparentado con los antepasados de Borges y que «sintió en su garganta el frío íntimo del cuchillo». Esos militares del siglo XIX, que desenvainaban el sable, obsesionaron a Borges tanto como los rudos guerreros sajones y daneses a los que se hallaba emparentados, según creía, por su bisabuela Haslam, originaria del norte de Inglaterra. Esos hombres de antes del año mil, él los ve indomables, «hablando una lengua del alba», blandiendo su hacha «nodriza de cuervos», magnánimos como ese jefe que deseaba a su enemigo un día feliz ya que, durante la noche de ese mismo día, él iba a matarlo; impávidos como el rey que se volvió sobre la cubierta de su navío, en plena tempestad y derrota, para preguntar: «¿Qué es lo que se ha roto tras de mí? —¡La Noruega, Majestad!» y, en ocasiones, capaces de ruda compasión.

Nadie a tu lado.
Anoche maté a un hombre en la batalla.
Era animoso y alto, de la clara estirpe de Anlaf.
La espada entró en el pecho, un poco a la izquierda.
Rodó por tierra y fue una cosa,
Una cosa del cuervo.
En vano lo esperarás, mujer que no he visto.
No lo traerán las naves que huyeron
Sobre el agua amarilla.

En la hora del alba,
Tu mano desde el sueño lo buscará.
Tu lecho está frío.
Anoche maté a un hombre en Brunanburh.

La segunda dictadura de Perón, en 1972, le costó a Borges el exilio. El poeta le había dicho a Dios otrora: «No he vivido; concédeme el vivir». Al igual que la ceguera, el exilio parece ser que fue para él menos una desgracia que una nueva afirmación:

Me salva de la venerada vejez
Y de las galerías de precisos espejos
De los días iguales
Y de los protocolos, marcos y cátedras
Y de la firma de incansables planillas
Para los archivos del polvo,
Y de los libros que son simulacros de la memoria.
Y me prodiga el animoso destierro,
Que es acaso la forma fundamental del destino argentino
Y el azar y la joven aventura
Y la dignidad del peligro.

En su cuento «El simulacro», el único en donde figura Perón, un hombre de negro camina errante de pueblo en pueblo, llevando consigo un ataúd que encierra una muñeca de cera, y deja creer a los ingenuos que él es Perón y la muñeca Evita, aceptando la calderilla y los alimentos que le ofrecen. Todas las noches enciende unos cirios ante aquello que los aldeanos toman por el cadáver embalsamado de la muerta. Pero Borges termina recordándonos que el verdadero dictador y su mujer no eran más auténticos que el impostor y la muñeca de cera, perfectos símbolos de una época sin realidad. El hombre de luto no era Perón, ni la mujer Eva Duarte. Pero Perón tampoco era ya Perón ni Eva, Eva, sino unos personajes anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo verdadero rostro ignoramos) que los representaban ante el crédulo sentimentalismo de las muchedumbres y su grosera mitología.

Todo hombre algo enterado de los incesantes cambios y de la complejidad casi infinita de las cosas se siente poco a poco invadido ante la Historia por el sentimiento de lo horrible y de lo absurdo. Ni uno ni otro de estos sentimientos se alteran, pero muy pronto, sin que la primera ni la segunda de estas nociones se debiliten, viene a añadírseles otra, la de una vasta impostura en la que —activos o pasivos— todos participamos.

 

Por muy entusiasta que fuese su admiración por los capitanes dotados de honor castellano o por los blancos guerreros de las sagas, Borges no ignoraba que la guerra no es una solución sino un hecho permanente, a veces trágico y sórdidamente escondido bajo distintas formas. En la noche de la batalla de Junín, el coronel Suárez escucha, con un siglo de anticipación, unos versos que murmura su biznieto en su lugar, «como desde el fondo de su sangre»:

—Qué importa mi batalla de Junín si es una gloriosa memoria,
una fecha que se aprende para un examen o un lugar en el atlas.
La batalla es eterna y puede prescindir de la pompa
de visibles ejércitos con clarines;
Junín son dos civiles que en una esquina maldicen a un tirano,
o un hombre oscuro que se muere en la cárcel.

Parece como si hubiera en la conciencia clara de Borges (prefiero, como él, no recurrir a «lo que nuestra pobre mitología llama el inconsciente») tres símbolos de virilidad heroica. El primero, el sable, ahora relegado al terciopelo de las vitrinas; el segundo, el hacha, que formaba parte de las panoplias arcaicas hasta el día en que los hombres de Hitler volvieron a utilizarla para matar, pero que sigue siendo para nosotros un objeto de museo, anticuado aunque algún leñador solitario la utilice para dar muerte a un árbol. El tercer símbolo, el más vital, que recorre toda la obra de Borges, es el cuchillo. El cuchillo de los apaches de Buenos Aires parece ser una obsesión que data de la infancia y de la primera juventud del poeta, vividas en su barrio tranquilo, un poco destartalado, en el que no faltaban ni las chicas de vida alegre ni los navajeros patentados, cuya existencia le ocultaron sus padres a Borges durante mucho tiempo, pero con los que soñó quizá en la apacible biblioteca de su padre, en donde, según él nos dice, «permaneció toda su vida». No sólo un severo soneto en versos regulares se eleva —como aquellos que la poesía del Renacimiento francés hubiese llamado «homenaje fúnebre»— a la memoria de Juan Muraña, «asesino cuyo austero oficio fue el valor», sino también toda una serie de versos desenvueltos, de estilo voluntariamente popular pero de una aspereza casi mortal, fueron escritos por él en forma de letras para milongas, aires de danza y baladas de donde salió el tango, pero que no había llegado, como este último, a los medios mundanos, músicas de «las casas de la calle Junín o de las tiendas de la tía Adela». Borges acompañará con ellas el paso flexible de sus hombres de sangre:

La mañana de este día
Del ochocientos noventa;
En el bajo del Retiro
Ya le han perdido la cuenta

De amores y de trucadas
Hasta el alba y de entreveros
A fierro con los sargentos
Con propios y forasteros.

Se la tienen bien jurada
Más de un taura y más de un pillo
en una esquina del Sur
Lo está esperando un cuclillo.

… Se cuenta que una mujer
Fue y lo entregó a la partida;
A todos, tarde o temprano,
Nos va entregando la vida.

A un amigo escandalizado pero, sobre todo, sorprendido de verle describir ese hampa, Borges le contestó ambiguamente: «Me he informado». Esos perfiles perdidos de asesinos siempre ofrecieron al poeta, hasta el final, en lo diario y lo inmediato, la imagen de una bravura químicamente pura. «Robos no; asesinatos. Nada más, dejémosles eso». Cierto es protegidos por la policía —que los utiliza para eliminar a sus adversarios, aunque después los elimine a su vez— no ofrecen, al menos, ninguna justificación, ninguna excusa ideológica a sus cuchilladas, ni siquiera la tosca excusa de la ganancia o del amor de una mujer. «Un hombre que piensa durante más de diez minutos en una mujer es un marica». Nada más que el impulso viril de la mano que sostiene el cuchillo, que el gusto ardiente de medir sus fuerzas con el otro para matar o morir:

Nunca se han visto la cara,
No se volverán a ver
No se disputan haberes
Ni el favor de una mujer

Al forastero le han dicho
que en el pago hay un valiente.
Para probarlo ha venido
Y lo busca entre la gente.

Lo convida de buen modo,
No alza la voz ni amenaza;
Se entienden y van saliendo
Para no ofender la casa.

Ya se cruzan los puñales,
Ya se enredó la madeja.
Ya quedó tendido un hombre
Que muere y que no se queja.

Para esta prueba vivieron
Toda su vida esos hombres;
Ya se han borrado las caras,
Ya se borrarán los hombres.

Esa especie de duelos corteses posee el mismo valor para Borges que los combates entre caballeros de pro cantados por los escaldos. En Los dos hermanos, la causa del asesinato es el orgullo luciferino del mayor, que en sus trofeos de caza no tiene más que diecisiete muertos. El más pequeño tiene dieciocho.

Cuando Juan Iberra vio
Que el menor lo aventajaba,
La paciencia se le acaba
Y le armó no sé qué lazo;
Le dio muerte de un balazo,
Allá por la Costa Brava.

Sin demora y sin apuro
Lo fue tendiendo en la vía
Para que el tren lo pisara.
El tren lo dejó sin cara,
Que es lo que el mayor quería.

Así de manera fiel
Conté la historia hasta el fin;
Es la historia de Caín
Que sigue matando a Abel.

Al parecer, estos cuchilleros de principios de siglo abandonan la obra de Borges igual que vinieron, al son obsesivo de los tangos de su juventud. De un largo poema en versos regulares, que rehízo dos veces con años de distancia, elijo algunas líneas de la primera versión, en donde lo que siempre fue uno de los temas principales de Borges, la identificación del autor y sus dobles, se realiza con una suerte de delirante romanticismo:

Gira en el hueco la amarilla rueda
De caballos y leones, y oigo el eco
De esos tangos de Arolas y de Greco
Que yo he visto bailar en la vereda.

En un instante que hoy emerge aislado,
Sin antes ni después, contra el olvido,
Y que tiene el sabor de lo perdido,
De lo perdido y lo recuperado.

Que sólo es tiempo. El tango crea un turbio
Pasado irreal que de algún modo es cierto,
El recuerdo imposible de haber muerto
Peleando en una esquina del suburbio.

En la atmósfera fluida del mundo borgiano, en donde todo cambia y se torna en otra cosa —del mismo modo que Jorge Luis Borges y Shakespeare son siempre, a la vez, ellos mismos y profundamente, todos los hombres, cualquiera y el misterioso Nadie de la leyenda griega— heroísmo e infamia se corresponden a lo largo de toda su obra. El espía, ese poema al que podríamos llamar con el nombre de una novela francesa recientemente publicada: La Gloire du traître (La gloria del traidor) nos lleva muy lejos en ese sentido:

En la pública luz de las batallas
otros dan su vida a la patria
y los recuerda el mármol.
Yo he errado oscuro por ciudades que odio.
Le di otras cosas.
Abjuré de mi honor,
traicioné a quienes me creyeron su amigo,
compré conciencias,
abominé del nombre de la patria.
Me resigno a la infamia.

Historia universal de la infamia es el título de uno de sus primeros libros de ensayos que, por lo demás, contienen casi tantos personajes heroicos como infames, sin contar algunos ensayos que se apartan de los unos y de los otros. Quizá se equilibren los dos pesos para él en no sé qué balanza, o quizá la infamia sea por él sentida como un vertiginoso nadir, después del cual ya no hay nada y uno ya no es nada. Ni lastrado por la admiración, ni desconcertado por el insulto —que, de ordinario, falla su objetivo puesto que la motivación profunda de toda infamia es secreta—, el infame verdadero (si es que existe ese personaje casi tan mítico como el héroe puro) está por encima de las fluctuaciones de la suerte. «Parecía haber una certidumbre en la degradación», dijo T. E. Lawrence, citado por Borges, pero acaso sea la frase que un hombre totalmente envilecido a sus propios ojos no pronunciaría. Los quince días que el joven Lawrence pasó en Port-Said de pañolero, las quince noches transcurridas en el muelle con la chusma, entran en la categoría de la degradación juzgada por otros más que por uno mismo, y podría decirse algo equivalente, pese a la repercusión producida en todo el ser, sobre la noche en Deraa o la bofetada del oficial inglés que en Damasco tomó a Lawrence por el director de un maloliente hospital, cuando precisamente acababan de encargarle del mismo aquel día. En el ensayo sobre el drama japonés de los Cuarenta y Siete Capitanes, Kuranosuké, borracho, libertino y cobarde, a quien escupen, espera, por decirlo así, en el barro como coartada, a que llegue el tiempo de vengar a su amo. En este caso, ni siquiera merece la pena justificarlo.

Los soldados de los gloriosos combates del siglo XIX apenas se diferencian, en la Historia universal de la infamia, de las bandas de granujas de Nueva York allá por 1907: «unos héroes saturados de tabaco y alcohol, todos afectados quien más quien menos de enfermedades vergonzosas, de caries, de dolencias de las vías respiratorias o del riñón…, tan insignificantes y espléndidos como los de Troya o de Junín», que libran su renegrido hecho de armas a la sombra de los arcos del Elevated. Eastman, el jefe de una de esas bandas, pasó diez años en Sing-Sing. Al salir de la cárcel, habiéndose dispersado su grupo «tuvo que resignarse a operar por su propia cuenta. El 8 de septiembre de 1917, fue arrestado por desorden en la vía pública. El 9, resolvió participar en otro desorden y se alistó (los Estados Unidos acababan de entrar en guerra) en un regimiento de infantería…». A la vuelta, opinó que el Frente le parecía apenas más peligroso que los bajos fondos de Nueva York.

El tema de la infamia enlaza con otro tema muy querido por Borges: el de Judas, ese Judas a quien Dante coloca al final del último círculo del Infierno, al lado de Bruto: el traidor a Jesús junto al traidor a César. Shakespeare sabía ya que hay algo que decir respecto a Bruto. Borges llega hasta Judas a través de su interés apasionado por las herejías. Muy pronto se apercibió de que el drama de la Pasión necesitaba la existencia de un traidor. Dentro de esta perspectiva, san Judas, como al parecer lo llamó Paul Claudel (pero en la intimidad y con una risotada, daba, según dicen, otra interpretación al hombre de las treinta monedas: «era cajero quiso llenar la caja»), sería el actor valeroso que elige el papel de traidor, atrayendo hacia sí los vituperios. Borges, en «Tres versiones de Judas» y en «La Secta de los Treinta», va mucho más lejos, apoyándose a veces en el nombre de eruditos imaginarios, autores de imaginarias obras. El sacrificio de Jesús que, por lo demás, fue inútil («¿De qué puede servirme que aquel hombre haya sufrido si yo sufro ahora?», exclama en un admirable poema, que lo sitúa en el lado opuesto a Pascal) debería, para ser perfecto, «no ser invalidado o atenuado por omisiones. (…) Afirmar que fue hombre incapaz de pecado encierra contradicción. (…) Pudo sentir fatiga, frío, turbación, hambre y sed; también cabe admitir que pudo pecar y perderse. (…) Dios se hizo hombre totalmente pero hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo». A los ojos del perfecto heresiarca soñado por Borges, se hizo, consecuentemente, Judas.

 

Estos cuentos, a los que yo quería llegar, pueden dividirse en tres grupos después de examinarlos atentamente. A menudo se habla de los cuentos fantásticos de Borges. Primero hay que insistir sobre el hecho de que de esos cuentos llamados fantásticos suelen hallarse ausentes lo sobrenatural, la magia, lo subhumano y lo sobrehumano, o bien desaparecen rápidamente ante una explicación menos ingenua y más amplia de cada aventura. El primer grupo, el más difícil de leer sin caer en una interpretación demasiado apresurada, se compone de cuentos eruditos, de una erudición a menudo auténtica pero, en ocasiones, también paródica. Los acontecimientos dramáticos se hallan ausentes o severamente limitados a unos cuantos trazos. En suma, son cuentos epistemológicos como podría expresarse en términos algo pedantes, es decir, consagrados a la vez al examen de los métodos y al de la validez de nuestros conocimientos. Veamos «Pierre Ménard, autor del Quijote, La busca de Averroes, Los teólogos», por no dar más que tres ejemplos de estilos lo más divergentes posibles.

Pierre Ménard presenta meticulosamente la asombrosa historia de un francés contemporáneo que pasa toda su vida volviendo a escribir el Don Quijote de Cervantes, con la sensación compartida por muchos de sus admiradores, de haber producido una obra maestra, inigualable, pero sin cambiar del texto original ni un párrafo, ni una línea, ni una palabra, ni una coma. El lector sospecha una trampa. Y no recobra sus coordenadas hasta que no se le ocurre sustituir la palabra autor por la de lector, descubriendo en este relato, gracias a una mutación de términos, después de todo más racional de lo que parece, el proceso clásico que no deja de producirse con todos los grandes libros. Leer, leer bien, si se quiere traducir o se quiere recomponer el pensamiento de un autor que estamos leyendo —y que, a través de los ojos, pasa de la página impresa a la materia gris del cerebro, es absorbido y adaptado—, se convierte para cada uno de nosotros a la vez en lo mismo y en otra cosa. Todo gran libro proyecta sobre cada lector otras luces y otras sombras. El trabajo de Pierre Ménard se reproduce en cada estudiante que lee tal o cual obra inscrita en el programa, en cada lector independiente, sentado en un banco o al amor de la lumbre, o que escucha, si se trata de transmisión oral. Probemos —si hoy Don Quijote no nos apetece— a imitar este proceso con una página de Balzac o con alguna línea de Shakespeare. Cada uno de nosotros ve de una forma distinta la pensión Vauquer del Père Goriot, aunque las palabras que la describen, con su comedor mal compuesto, su criada que arrastra las zapatillas usadas, sus huéspedes ruidosos y presumidos, sean en todos los casos las mismas palabras. «Dormir, soñar acaso», esta sucesión de dos verbos es imposible —en el sentido más sólido del término— que la leamos tal como la escribió Shakespeare: nuestras emociones ante la idea del sueño o ante la idea del dormir y de la muerte, las emociones de millares de lectores y espectadores antes que nosotros han cargado a estas tres palabras con todos los conflictos de la gloria. Oírlas tal como salieron por primera vez de los labios del actor-autor-director del Globe, al leer su próxima obra a un amigo, en Londres, hacia 1599, sería retroceder en el tiempo. Cada lector entusiasta es el autor de una nueva obra, tan buena o tan mala como lo sea él mismo.

«La busca de Averroes» se adorna con todos los encantos de un decorado tradicional del Oriente Medio. El cuento, sin embargo, es del mismo orden epistemológico que el anterior. También se trata de aquello en lo que se convierte la obra —o aquí la palabra, o más correctamente dos palabras— reflejada por el espejo de otro espíritu. «La busca de Averroes» es la historia de un problema de traducción. Averroes, uno de los más grandes eruditos y filósofos del mundo árabe, es célebre también como traductor de Aristóteles. Aprendió el griego gracias a unos trujamanes anteriores a él, que practicaban una traducción literal y yuxtalineal. Averroes comprende enseguida que dos palabras bastante frecuentes de otros tratados de Aristóteles no han sido traducidas por él sino al azar y sin mucha exactitud. Estas palabras, que hasta entonces no habían sido esenciales, van adquiriendo gran importancia cuando aborda el tratado De la poética, en donde abundan. Las dos palabras misteriosas son Comoedia y Tragoedia. El árabe, de abundante literatura ya en la época en cuentos, poemas o relatos de viaje, en ensayos políticos o didácticos, es, en efecto, una literatura sin teatro. No sólo la lengua árabe no había necesitado nunca lo equivalente a estas dos palabras sino que, además, se producía el rechazo instintivo de una civilización ante un concepto que le era totalmente ajeno. No sólo el uso se oponía a tal o cual palabra impregnada de nociones morales o sociológicas diferentes, sino que es la inteligencia misma la que daba vueltas, impotente, al objeto-idea, como lo haría con una caja cuya llave no posee. Ahora bien, desde su ventana, el erudito perplejo mira distraídamente a unos niños que están jugando (los dos sentidos del término en francés son ya para nosotros una indicación. Uno de ellos, de pie, muy derecho, inmóvil, lleva encaramado sobre los hombros a un niño que salmodia; otros niños se postran ante él, en el suelo. Averroes ve cómo el niño encaramado finge ser un almuecín y su portador un minarete, y que los niños postrados imitan a unos devotos rezando, pero no relaciona lo que ve con el concepto (inexistente para él) de comedia; más tarde, aquel mismo día, un amigo que viene de Siria le habla de una especie de ceremonia litúrgica en la cual unas personas representaban a los Siete Durmientes de la leyenda cristiana, y un perro a su perro, pero tampoco se hace la luz. «¿Hablaban? —Sí, hablaban—. Me pregunto por qué. Un recitador hubiese sido suficiente». De este modo, la idea de tragedia pasa lejos de él y no se le ocurrirá tampoco cuando se entere de que su esclava favorita, durante su ausencia, ha sido torturada por las otras mujeres. Morirá sin saber. El mundo árabe, que ha conservado y difundido en la Edad Media la filosofía de los griegos, seguirá cerrado a la comedia y a la tragedia griegas.

Un tercer cuento, «Los teólogos», en el que Borges hace malabarismos con las herejías de finales del Bajo Imperio, trata más bien sobre la sustancia de las ideas mismas. Un tal Juan de Panonia, teólogo de una perfecta ortodoxia, combate la odiosa teoría del Eterno Retorno defendida por la secta de los Monótonos. Un tal Aureliano quiere adelantársele y publicar antes que él su refutación, aunque no lo consigue. Juan de Panonia, durante un concilio, convence a sus auditores y el heresiarca Euforbio es condenado a la hoguera. Pero pronto va ganando terreno otra herejía que glorifica la unicidad y la eternidad del instante. Juan de Panonia había utilizado, como por juego, algunos de los argumentos empleados por esa gente en su lucha contra los Monótonos. Aureliano, inmediatamente, encuentra en la obra de su rival ese párrafo olvidado y lo hace condenar como miembro de la secta de los Abismales, opuesta a la que ambos habían combatido antaño. Juan de Panonia fue quemado en la hoguera y Aureliano presenció el suplicio. Poco después, Aureliano murió accidentalmente en un incendio. Fue al cielo y descubrió con repugnancia que, para Dios, Juan de Panonia y Aureliano eran una sola y misma persona.

Aquí ya no se trata de palabras sino de un combate de ideas, en el que se desliza uno de los pensamientos predominantes de Borges, el de que cada uno es otro y, finalmente, todo hombre. Vemos demostrar, sobre todo, la inanidad de las querellas teológicas. («¿Qué son los prodigios de Wells o de Edgar Allan Poe (…) confrontados con la invención de Dios, con la teoría laboriosa de un ser que de algún modo es tres y que solitariamente perdura fuera del tiempo? (…) ¿Quién es el unicornio ante la Trinidad? ¿Quién es Lucio Apuleyo ante los multiplicadores de Buddhas del Gran Vehículo? ¿Qué son las noches de Shahrazad junto a un argumento de Berkeley?»). Anatole France hubiese dicho poco más o menos las mismas cosas con una suave ironía. Tampoco carece de ella Los teólogos, pero lo que predomina sigue siendo el horror ante ciertas actividades del cerebro humano.

Hay que repetir aquí que los cuentos llamados fantásticos —tal vez los más célebres— son aquellos en donde el ciego ha puesto, más segura que nunca, la nitidez de su mirada y su noción de las proporciones. Las ruinas circulares molestan un poco (al menos me molestan un poco) por sus decorados tan construidos; el personaje central, que se esfuerza (como lo hace, en el poema del Golem, el rabino de Praga) por crear a un hombre, no crea o no sueña más que una forma rudimentaria, una sombra, y acaba por preguntarse si él mismo no será una y otra. «El Aleph» puede no ser más que la visión de un alucinado; «Deutsches Requiem», un análisis de la mentalidad de un verdugo nazi, que entra dentro de la habitual, y por desgracia actual, visión del horror. «El Zahir» y «La escritura del Dios» pueden explicarse ambos por la obsesión, sin ayuda de elementos sobrehumanos. Otros cuentos de fabulosa belleza tienen como protagonista al tiempo, condensado o prolongado hasta el infinito: es el caso de «El inmortal», que representaba no a un hombre sino a la humanidad entera, o de «El milagro secreto», donde unos cuantos minutos se convierten en un año para un hombre que va a morir; o también el espacio, que en «La biblioteca de Babel» (probablemente una réplica de la Biblioteca de Buenos Aires, por la que deambulaba Borges sin poder leer sus libros) alcanza las proporciones infinitas y cerradas de Piranesi y de los sueños de Coleridge. «El congreso, La secta del Fénix» y unos cuantos más nos muestran con todo detalle las maniobras de una cofradía o de una secta, pero de tal manera que nos damos finalmente cuenta de que está retratando al género humano. «La lotería en Babilonia» es aquella a la que juegan, inevitablemente, todos los seres vivos. Dos cuentos, uno de ellos, que el propio Borges denuncia como un pastiche de Edgar Allan Poe, en el que se oculta un personaje monstruoso al estilo de la ciencia ficción, nos asusta cumplidamente; el otro, que el autor aprecia por su sinceridad triste, padece de esa particular inconsistencia achacable a todo relato de anticipación: esos seres, separados de nosotros por muchos siglos, que no se conformarán probablemente con la imagen que de ellos nos hacemos, parecen no haber adquirido todavía ni carne ni sangre. Sombras que no proyectan sombra. Dejemos de lado, asimismo, otros dos cuentos enredados en juegos eruditos, y desenredados por un desenlace policíaco; detengámonos ante el más ilustre y que, en cierto sentido, lo resume todo: «El libro de arena». Todo este relato es fantástico, simbólico más bien, pues está basado en la posesión de un objeto mágico de apariencia banal: un libro descolorido y mal impreso en la India. Las líneas, las páginas, las viñetas, las cifras que hay en el ángulo superior de las páginas —por lo demás colocadas al azar—, se funden continuamente unas dentro de otras. «Mire bien esta página; no la verá nunca más», dice gravemente el vendedor. En efecto, el comprador jamás volverá a ver la página 42 514 que sigue inmediatamente a la página 999. Tampoco volverá a ver una página adornada con una máscara que llevaba en la parte superior y a la derecha una cifra elevada a la novena potencia. Horrorizado, querría echar al fuego «esa cosa obscena», pero teme que un libro infinito pueda, al quemarse, consumir todo el universo. Lo arroja, al pasar, en el sótano de una biblioteca, aunque sabemos que nunca dejará de hojearlo, como todos hacemos, hoja tras hoja, en el mismo desorden, pues en eso consiste, precisamente, el hecho de vivir. El caótico «Libro de arena» cuyas líneas y paginas fluyen una de la otra, es la alegoría de la vida.

Los cuentos con escenario y personajes argentinos son ásperamente realistas, incluso si, por casualidad, la ciencia ficción o la anticipación ocupan algunas páginas. Tan sólo uno, «El encuentro», extrae toda su fuerza del milagro y de lo sobrehumano. Dos puñales pertenecientes a dos enemigos mortales reposan en la vitrina de un coleccionista. Los dos asesinos han muerto desde hace mucho tiempo, uno de ellos en una riña cualquiera y el otro de muerte natural. Pero los dos puñales colocados uno al lado del otro en la vitrina, se estremecen cuando los tocan manos humanas, y obligan a dos hombres que son buenos amigos y vecinos pacíficos, que nunca tocaron un puñal y ni siquiera saben utilizar una espada, a arrojarse uno sobre el otro en un horrible combate a muerte. Uno de ellos muere y el otro, trastornado, se las compone con la policía, gracias a que sus testigos mienten, asegurando a las autoridades que se trataba de un duelo celebrado respetando las formas entre gentes de mundo. (Todo se arregla cuando se tienen amigos bien situados). En realidad, fueron las armas las que combatieron y los hombres no sirvieron más que de instrumentos de las mismas. «En su sueño velaba un rencor humano». ¿Quién sabe —eflorescencia suprema del tema del cuchillo— si no va incluso a producirse algún día otro duelo entre las mismas armas, sostenidas por otras manos? «La noche de los dones», en la que un muchacho joven aprende en un burdel, de golpe, la crueldad, el amor y la muerte; «El otro duelo», suceso atroz, o incluso «El hombre de la esquina rosada» agotan nuestras emociones sin ir más lejos. «El Sur», que se abre a la inmensa Pampa casi tan desnuda como las soledades subpolares, nos reserva una sorpresa. Un tal Dahlmann, honrado empleado, es enviado por los médicos a reponerse tras haber sufrido una grave septicemia, a la modesta estancia heredada de sus padres y con la que a menudo soñó sin haber tenido ocasión de ir. La distancia es grande; el tren corre por la llanura en donde apenas se divisan unas cuantas casas de labor. El convaleciente, recién salido del hospital, goza del viaje y de las próximas vacaciones. Ocurre un pequeño incidente, sin embargo: el revisor le avisa de que el tren no va a detenerse en la parada que él quería y que tendrá que hacer a pie unos cuantos kilómetros hasta la próxima estación, en donde encontrará un vehículo que lo lleve a su casa. A Dahlmann, este paseo después de estar dos largos días en el tren le parece un placer. En la estación siguiente, simple almacén como los otros pero que posee una cantina, encarga la cena. Primer suceso, trivial en un lugar como aquél: un peón muy viejo está sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared. Segundo suceso, todavía más banal: tres hombres ebrios se instalan en una mesa vecina. Se echan a reír socarronamente al ver al desconocido. ¿De dónde ha salido ése? «Señor Dahlmann, no haga caso a esos mozos, que están borrachos». Y Dahlmann hace como que sigue leyendo. Pero pronto recibe unas bolitas de pan en la cara y es preciso protestar de este insulto. Se levanta: uno de los hombres que estaban cenando se levanta también, armado con un cuchillo. Dahlmann, desorientado, recoge maquinalmente la navaja que el peón desharrapado le ha tirado al suelo, junto a su silla. Se da cuenta de repente que acaba de firmar su sentencia de muerte. El borracho se creerá con derecho a provocarlo puesto que, manifiestamente, está armado. Poco importa que apenas sepa cómo se coge un cuchillo. El insultador y el insultado salen juntos. Imaginamos muy bien lo que sigue. Pero una idea cruza la mente del desdichado en el mismo instante de salir: el patrón que le avisó le había llamado Señor Dahlmann. ¿Cómo sabía su nombre en aquella soledad? Tal vez Dahlmann, que dentro de cinco minutos va a estar muerto, divaga, y el hombre no ha pronunciado su nombre. ¿Y si toda aquella escena no fuese más que un sueño? ¿Y si ocurriese lo mismo con el viaje? ¿Y si Dahlmann, agotado desde hace dos días por la fiebre, agonizara en ese mismo momento a millares de leguas, en una clínica de Buenos Aires? La vida es un sueño.

La vida es un sueño. Todos estamos de acuerdo. Calderón, Shakespeare y Píndaro ya lo dijeron también. Borges por su parte ha contado un sueño —auténtico, según él dice— en que un enemigo, débil y enfermo, a quien ha abierto la puerta por compasión, saca el revólver: «Voy a matarle y no puede usted escapar. —Sí, dice Borges, tengo un medio de hacerlo—. ¿Cuál? —Despertarme». El visitante no es más que un sueño. Pero si toda la vida lo es, ¿no será la muerte tan sólo un despertar? Como siempre, en Borges, estas dos posibilidades se funden y se intercambian. La vida y la muerte forman parte del libro de arena.

1987

© Marguerite Yourcenar: Borges ou le voyant (Borges o el vidente). Texto de la última conferencia pronunciada por Marguerite Yourcenar en la Universidad de Harvard el miércoles 14 de octubre de 1987. Publicado en En pèlerin et en étranger, 1989. Traducción de Emma Calatayud.

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