Virginia Woolf: «Jane Eyre» y «Cumbres borrascosas»

Virginia Woolf

De los cien años que han pasado desde que naciera Charlotte Brontë, ella, centro ahora de tanta leyenda, devoción y literatura, vivió sólo treinta y nueve. Resulta extraño reflexionar sobre cuán diferentes podrían haber sido esas leyendas de haber alcanzado la esperanza de vida humana normal. Se podría haber convertido, como algunos de sus famosos contemporáneos, en uno de esos personajes a los que acostumbramos a encontrar en Londres y otros lugares, en objeto de retratos y anécdotas innumerables, en la escritora de muchas novelas, de memorias posiblemente, lejos de nosotros y muy adentro en el recuerdo de los de mediana edad en todo el esplendor de la fama consolidada. Podría haber sido rica, podría haber sido próspera. Pero no es así. Cuando pensamos en ella tenemos que imaginar a alguien que no tuvo suerte en nuestro mundo moderno; nuestras mentes deben remontarse hasta la década de 1850, hasta una remota casa parroquial sobre los agrestes páramos de Yorkshire. En esa casa parroquial, y sobre esos páramos, desgraciada y sola, en su pobreza y su exaltación, permanece para siempre.

Estas circunstancias, del mismo modo que incidieron en su carácter, pudieron también dejar huella en su obra. Un novelista, reflexionamos, está destinado a construir su estructura con abundante material de lo más perecedero, que empieza por darle realidad y acaba por atestarla de basura. Cuando abrimos Jane Eyre de nuevo, no podemos disipar la sospecha de que encontraremos el mundo de su imaginación tan anticuado, tan de mediados de la era victoriana y pasado de moda como la casa parroquial del páramo, un lugar que sólo han de visitar los curiosos y sólo van a preservar los fieles. Entonces abrimos Jane Eyre; y en dos páginas nuestras mentes quedan libres de toda duda.

Pliegues de paño escarlata confinaban mi visión a mano derecha; a la izquierda estaban los límpidos cristales de vidrio protegiéndome pero no separándome del temible día de noviembre. A intervalos, mientras pasaba las hojas de mi libro, estudiaba el aspecto de esa tarde de invierno. A lo lejos ofrecía un pálido vacío de niebla y nubes; cerca, una escena de hierba mojada y arbustos maltratados por la tormenta, con lluvia incesante arrastrándose salvajemente ante la presencia de una prolongada y lastimera ráfaga de viento.

No hay nada ahí más efímero que el páramo mismo, ni más sujeto al influjo de los usos que la «prolongada y lastimera ráfaga de viento». Ni dura poco la emoción. Nos lleva en volandas por todo el libro, sin darnos tiempo para pensar, sin dejarnos levantar los ojos de la página. Tan intensa es nuestra absorción que, si alguien se mueve en el cuarto, el movimiento parece tener lugar no allí, sino en Yorkshire. La escritora nos lleva de la mano, nos fuerza a ir por su camino, nos hace ver lo que ella ve, nunca nos abandona ni un momento ni permite que la olvidemos. Al final hemos quedado impregnados del genio, la vehemencia, la indignación de Charlotte Brontë. Rostros memorables, personajes de firme contorno y rasgos nudosos nos han lanzado su destello al pasar; pero los hemos visto a través de sus ojos. Una vez que ella se ha ido, los buscamos en vano. Pensemos en Rochester y tenemos que pensar en Jane Eyre. Pensemos en el páramo y de nuevo allí está Jane Eyre. Pensemos en el salón,[1] justamente, en esas «alfombras blancas, donde parecía haber brillantes guirnaldas de flores», en esa «pálida repisa de la chimenea de Paros» con su cristal de Bohemia de «rojo rubí» y la «fusión general de nieve y fuego». ¿Qué es todo eso sino Jane Eyre?

Las desventajas de ser Jane Eyre no hay que buscarlas lejos. Ser siempre una institutriz y estar siempre enamorada es una seria limitación en un mundo que, después de todo, está lleno de gente que no es ni lo uno ni lo otro. Los personajes de una Jane Austen o un Tolstói tienen un millón de facetas comparados con estos. Están vivos y son complejos por medio de su efecto sobre mucha gente distinta que sirve para reflejarlos por completo. Van de acá para allá, tanto si sus creadores los observan como si no, y el mundo en el que viven nos parece un mundo independiente que podemos visitar, ahora que ellos lo han creado, por nuestra cuenta. Thomas Hardy tiene una mayor afinidad con Charlotte Brontë en la fuerza de su personalidad y la estrechez de su visión. Pero las diferencias son inmensas. Cuando leemos Jude el oscuro no se nos lleva a toda prisa hasta un final. Cavilamos y ponderamos y nos alejamos del texto a la deriva con una pletórica serie de pensamientos que construyen en torno a los personajes un ambiente de duda e insinuación del que ellos mismos son, a veces, inconscientes, y a veces no. A pesar de que son sencillos campesinos, nos vemos forzados a enfrentarlos a destinos e interrogantes de la mayor trascendencia, de modo que a menudo es como si los personajes más importantes de una novela de Hardy fueran aquellos que no tienen nombre. De esta facultad, de esta curiosidad especulativa, no hay ni rastro en Charlotte Brontë. Ella no intenta resolver los problemas de la vida humana; ni siquiera es consciente de que tales problemas existan; toda su fuerza, aún más tremenda por estar constreñida, va en la afirmación «amo», «odio», «sufro».

Pues los escritores egocéntricos y con limitaciones propias tienen una capacidad que se les niega a los más católicos y de mente más abierta. Sus impresiones son compactas y están firmemente selladas entre sus estrechos muros. Nada sale de su mente que no hayan marcado con su propio membrete. Aprenden poco de otros escritores y lo que adoptan no lo saben asimilar. Tanto Hardy como Charlotte Brontë parecen haber fundamentado sus estilos en un rígido y decoroso periodismo. La materia prima de su prosa es incómoda e inflexible. Pero ambos, con esfuerzo y con la más obstinada integridad, elaborando cada pensamiento hasta que este ha domeñado las palabras, han logrado forjarse una prosa moldeada enteramente por sus mentes; que tiene, por añadidura, una belleza, una intensidad, una rapidez propias. Charlotte Brontë, al menos, no debió nada a la lectura de muchos libros. Nunca aprendió la tersura del escritor profesional, ni adquirió la habilidad de este para rellenar y dominar el lenguaje a su arbitrio. «Nunca pude sentirme relajada conversando con mentes fuertes, discretas y refinadas, ya fueran masculinas o femeninas —escribe, como podría haber escrito cualquier editorialista en un periódico de provincias; pero, haciendo acopio de fuego y cobrando velocidad, continúa con su auténtica voz—: hasta no haber superado las trincheras de la reserva convencional y cruzado el umbral de la confianza, y no haberme ganado un rincón en sus corazones». Ahí es donde ella toma asiento; el rojo e incesante fulgor del fuego del corazón es lo que ilumina su página. En otras palabras, leemos a Charlotte Brontë no por una exquisita observación del carácter —sus personajes son enérgicos y primitivos—; no por la comedia —su humor es sardónico y crudo—; no por una visión filosófica de la vida —la suya es la de la hija de un párroco rural—, sino por su poesía. Probablemente ocurre lo mismo con todos los escritores que, como ella, tienen una personalidad avasalladora, de modo que, como decimos en la vida real, sólo tienen que abrir la puerta para hacer notar su presencia. Hay en ellos cierta ferocidad indómita, perpetuamente en guerra con el orden de las cosas aceptado, que les hace desear crear al instante más que observar con paciencia. Este mismo ardor, rechazando las medias tintas y otros impedimentos menores, deja atrás con sus alas la conducta diaria de la gente corriente y se alía con sus pasiones más inefables. Los hace poetas o, si eligen escribir en prosa, intolerantes con sus restricciones. De ahí que tanto Emily como Charlotte estén siempre invocando la ayuda de la naturaleza. Ambas sienten la necesidad de un símbolo de las inmensas y adormecidas pasiones de la naturaleza humana, más impactante que lo que las palabras o los actos pueden transmitir. Con la descripción de una tormenta termina Charlotte su mejor novela, Villette: «Los cielos se ciernen llenos y oscuros: un naufragio navega desde el oeste; las nubes adoptan extrañas formas». Así invoca a la naturaleza para describir un estado mental que no podría ser expresado de otro modo. Pero ninguna de las hermanas observó la naturaleza fielmente como la observó Dorothy Wordsworth, ni la pintó minuciosamente como la pintó Tennyson. Ellas echaron mano de aquellos aspectos de la tierra que eran más afines a lo que sentían o atribuían a sus personajes, y así sus tormentas, sus páramos, sus bellos intervalos de tiempo estival no son ornamentos para decorar una página aburrida ni para mostrar las dotes de observación de la escritora, sino que llevan consigo la emoción e iluminan el significado del libro.

El significado de un libro, que tan a menudo se halla apartado de lo que sucede y lo que se dice, y que consiste más bien en alguna conexión que han tenido para el escritor cosas de por sí distintas, es por fuerza difícil de comprender. Eso ocurre sobre todo cuando, como las Brontë, el escritor es poético, y su significado inseparable de su lenguaje y en sí más un estado de ánimo que una observación concreta. Cumbres borrascosas es un libro más difícil de entender que Jane Eyre, porque Emily fue mejor poeta que Charlotte. Cuando Charlotte escribía, decía con elocuencia y esplendor y pasión: «amo», «odio», «sufro». Su experiencia, aunque más intensa, está a la misma altura que la nuestra. Pero no hay un «yo» en Cumbres borrascosas. No hay institutrices. No hay patronos. Hay amor, pero no es el amor de los hombres y las mujeres. A Emily le inspiraba una idea más general. El impulso que la urgía a crear no era su propio sufrimiento o sus propias heridas. Ella contemplaba un mundo escindido en un gigantesco desorden y sentía dentro de sí la potestad de unirlo en un libro. Se puede percibir esa gigantesca ambición en toda la novela; una lucha, medio frustrada pero de una convicción soberbia, por decir algo a través de sus personajes que no sea simplemente «amo» u «odio», sino «nosotros, toda la raza humana» y «vosotros, los poderes eternos…», queda inacabada la frase. No resulta extraño que así fuera; más bien es asombroso que pueda hacernos sentir lo que tenía dentro y quería decir. Surge en las palabras medio articuladas de Catherine Earnshaw: «Si todo lo demás sucumbiera y él quedara, yo seguiría existiendo; y si todo lo demás permaneciera y él fuera aniquilado, el universo se volvería un gran extraño; yo no podría parecer parte de él». Aparece de nuevo en presencia de los muertos: «Veo un reposo que ni la tierra ni el infierno pueden romper, y siento la convicción de la otra vida infinita y sin sombras, la eternidad en la que han entrado, donde la vida es ilimitada en su duración, el amor en su compasión y la alegría en su plenitud». Esta sombra del poder que subyace en las manifestaciones de la naturaleza humana, y que las eleva ante la presencia de la grandeza, es lo que da al libro su colosal estatura en comparación con otras novelas. Pero no le bastó a Emily Brontë con escribir unos cuantos poemas, con proferir un grito, con expresar un credo. En sus poemas lo hizo, de una vez por todas, y sus poemas quizá sobrevivirán a su novela. Pero era novelista, a la vez que poeta. Tenía que emprender una tarea más laboriosa y más ingrata. Tenía que hacer frente a la realidad de otras existencias, luchar con el mecanismo de las cosas externas, levantar, con forma reconocible, granjas y casas y reproducir las palabras de unos hombres y mujeres que existían con independencia de ella. Y así alcanzamos estas cimas de emoción, no mediante el grito o la rapsodia, sino oyendo a una muchacha cantarse viejas canciones a sí misma, mientras se mece en las ramas de un árbol; observando las ovejas del páramo pelar la grama; escuchando el suave viento que sopla por entre la hierba. La vida de la granja con todos sus absurdos y su improbabilidad se muestra ante nosotros. Se nos brindan todas las oportunidades de comparar Cumbres borrascosas con una granja de verdad, y a Heathcliff con un hombre de verdad. ¿Cómo, se nos permite preguntar, puede haber verdad o discernimiento o los matices más sutiles de emoción en hombres y mujeres que se parecen tan poco a los que nosotros mismos hemos visto? Pero incluso al preguntarlo vemos en Heathcliff al hermano que una hermana de genio podría haber visto; él es imposible, decimos, pero aun así ningún muchacho en la literatura tiene una existencia más llena de vitalidad que la suya. Así ocurre con las dos Catherine; las mujeres nunca podrían sentir como ellas o actuar de ese modo, decimos. A pesar de todo, son las mujeres más adorables de la narrativa inglesa. Es como si ella pudiera hacer trizas todo aquello por lo que conocemos a los seres humanos y llenar esas transparencias irreconocibles con una ráfaga de vida de tal índole que trascienden la realidad. La suya, pues, es la más excepcional de todas las capacidades. Supo liberar la vida de su dependencia de los hechos; con unos cuantos toques, indicar el espíritu de un rostro para que no necesitara cuerpo; hablando del páramo, hacer que el viento soplara y rugiera el trueno.


[1] Charlotte y Emily Brontë tenían el mismo sentido del color. «… vimos, ¡ah!, qué hermosura, un lugar espléndido alfombrado de carmesí, con sillas y mesas cubiertas de carmesí, y un techo de blanco puro ribeteado de oro, una lluvia de cuentas de cristal colgando de cadenas de plata del centro, y reluciendo con tenues velitas» (Cumbres borrascosas, cap. 6). «Mas era sencillamente un salón precioso, y con un tocador dentro, ambos cubiertos de alfombras blancas, donde parecía haber colocadas brillantes guirnaldas de flores; ambos enlucidos con níveas molduras de uvas blancas y hojas de parra, bajo las cuales refulgían en rico contraste canapés y otomanas de color carmesí; mientras que los ornamentos en la pálida repisa de la chimenea de Paros eran de centelleante cristal de Bohemia, rojo rubí; y entre las ventanas grandes espejos repetían la fusión general de nieve y fuego» (Jane Eyre, cap. 11).

© Virginia Woolf: «Jane Eyre» and «Wuthering Heights» («Jane Eyre» y «Cumbres borrascosas»). Publicado en The Common Reader: First Series, 1925. Traducción de Daniel Nisa Cáceres.

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