Resumen del argumento: En El día que fuimos perros, dos niñas, Eva y Leli, se quedan solas en una gran casa de provincia mientras su familia huye del calor veraniego. En medio del abandono y el tedio, deciden transformarse simbólicamente en perros y se integran en el mundo de Toni, el perro de la casa encadenado en el jardín. Adoptan los nombres de Cristo y Buda, y viven un día en un tiempo paralelo, ajeno al orden humano. Allí observan una escena de violencia: dos hombres se enfrentan y uno mata al otro. Los soldados interrogan a las niñas-perros, quienes responden con ladridos, y el asesino es arrestado. El crimen, sin embargo, las marca; el juego se quiebra y, al regresar a la casa, ya no pueden mantener la ficción animal. La noche se carga de presencias fantasmales y las niñas comprenden que han cruzado una línea: la experiencia del crimen las ha expulsado de la inocencia y de cualquier cielo posible, incluso del imaginado para los perros.

Advertencia
El resumen y análisis que ofrecemos a continuación es sólo una semblanza y una de las múltiples lecturas posibles que ofrece el texto. De ningún modo pretende sustituir la experiencia de leer la obra en su integridad.
Resumen de El día que fuimos perros de Elena Garro
El cuento El día que fuimos perros, de Elena Garro, narra una jornada extraña y ambigua vivida por dos niñas, Eva y Leli (la narradora), en una gran casa colonial que ha quedado vacía tras la partida de sus habitantes adultos, que han huido del calor de agosto. El relato comienza con una escena cotidiana que pronto se transforma en una experiencia onírica y simbólica, en la que la realidad se desdobla en dos dimensiones paralelas: «un día con dos días adentro». Las niñas, abandonadas en la soledad de la casa junto a los criados, se enfrentan a la inmensidad del espacio y al peso del silencio. Lo que podría parecer una aventura se torna en una experiencia inquietante y cargada de simbolismo y misterio.
Decididas a escapar del tedio, las niñas comienzan a explorar el entorno con una mirada nueva, casi ritual. Eva observa los cuadros de la pared —Cristo, Buda y una imagen soviética de Kroupuskaia— y declara su simpatía por los rusos, insinuando una percepción plural de la espiritualidad. Nadie responde a sus llamadas: los criados están sumidos en una especie de sopor. Entonces, las niñas se adentran en uno de los días paralelos —el día de afuera, el día del jardín— y encuentran allí a Toni, el perro encadenado. Se echan a su lado y Eva anuncia que ahora también serán perros.
A continuación, se produce una transformación voluntaria y simbólica. Las niñas adoptan nombres de perro: una se llama Cristo y la otra, Buda. Aceptan vivir como animales en un mundo apartado del humano, lejos de la religión, la filosofía y la cultura que llenaban la biblioteca y la mesa de su casa. En este mundo no hay reglas, mandamientos ni cielo prometido. Solo está el presente inmediato del jardín, con sus insectos, su calor sofocante y la compañía silenciosa de Toni.
El día avanza con una lógica distinta. Reciben agua y comida que les trae Rutilio, un viejo sirviente que, sin sorpresa ni cuestionamientos, acepta la nueva realidad de las niñas y las trata como perros. La comida —arroz con carne y huesos— desafía sus hábitos vegetarianos impuestos por una moralidad anterior. Ahora comen sin restricciones, como perros. La transformación parece completa. La realidad del jardín se impone con fuerza: el suelo arde, los animales buscan sombra y el sol castiga. En este entorno, Eva (Buda) y Leli (Cristo) experimentan una forma de libertad y marginalidad.
Sin embargo, la aparente quietud se quiebra con el estallido de un cohete. Desde el otro día —el día de los humanos—, llega un estallido que pone en alerta a los perros. Corren hacia el portón, logran salir a la calle y se enfrentan a una escena violenta y real: dos hombres están enzarzados en una pelea mortal. Uno apuñala al otro, que logra dispararle en la frente. Las niñas, aún en su papel de perros, observan la escena estupefactas. Los hombres que llegan después, armados, interrogan al único superviviente. Cuando este menciona que las niñas (los perros) son testigos, los hombres las interrogan directamente. Ellas responden con ladridos. Los desconocidos aceptan esta respuesta absurda como una señal de asentimiento. Detienen al responsable y el cuerpo del muerto queda tendido en la calle.
La escena se detiene en la imagen de la muerte: una mosca explora la herida abierta y la sangre brilla en el calor de la tarde. Una mujer llega llorando para despedirse del difunto. Las niñas no muestran reacción alguna. Siguen allí, como perros callejeros, sin que nadie las reconozca. Solo cuando se hace de noche, Rutilio las llama por sus nombres verdaderos, las regaña y las mete en casa. Ya no son perros, pero tampoco son del todo niñas. Algo ha cambiado.
Rutilio, molesto, las vigila y las amenaza con brujas que chupan sangre. Candelaria, otra criada, también las reprende. El ambiente se torna opresivo y casi fantástico. En esta nueva noche, los muertos reaparecen como fantasmas. El hombre asesinado se encuentra acostado en una de las camas, y junto a él se yergue el asesino sangrante. En la penumbra, el «otro día» se ha instalado en la habitación. Las niñas sienten la proximidad del horror. La frontera entre lo real y lo imaginario se desdibuja. Ya no están jugando ni fantaseando.
El cuento concluye con la amarga certeza de que la ilusión se ha roto. Eva afirma que ya no son perros. Han comprendido que, pese a su intento por escapar del mundo humano, el crimen y la muerte les alcanzan. El cielo al que aspiraban no es suyo, ni como niñas ni como perros. El cuento concluye con una reflexión desoladora: los perros no comparten el crimen con los hombres. Y ellas han cruzado esa línea. Ya no hay refugio en la inocencia animal.
Personajes de El día que fuimos perros de Elena Garro
Eva es una de las dos protagonistas del relato, una niña que encarna la espontaneidad, la irreverencia y una curiosidad insaciable por transgredir las estructuras del mundo adulto. Desde las primeras líneas, se manifiesta su capacidad para percibir y manipular la realidad: es ella quien observa los «dos días» superpuestos y quien decide que han de convertirse en perros. Eva no se limita a jugar, sino que reconfigura el mundo con la lógica de la imaginación infantil. Su elección del nombre «Buda» no es ingenua, ya que alude a una figura que representa la disolución del yo y la renuncia a la codificación moral del mundo humano. En este sentido, Eva se presenta como una mediadora entre la infancia y la conciencia de que el mundo que la rodea no ofrece un lugar para quienes se niegan a asumir las reglas impuestas. Al final, también es la primera en comprender que el juego ha dejado de serlo, que la frontera entre su mundo y el de los adultos ha sido atravesada sin retorno.
La narradora, Leli, es la compañera y cómplice de Eva, aunque su voz es más introspectiva y observadora. Si Eva es quien impulsa la acción y reconfigura la realidad, Leli es quien la narra, la interpreta y le da una dimensión filosófica. A través de su relato, comprendemos que el mundo en el que habitan está atravesado por una serie de códigos éticos y místicos heredados del entorno adulto —la idea del cielo, la condena del pecado, la estructura jerárquica del conocimiento— que reproduce sin cuestionar demasiado hasta que el tránsito hacia la animalidad la obliga a enfrentarse a su exclusión simbólica de ese orden. Cuando acepta llamarse «Cristo», lo hace con una mezcla de ironía y necesidad: es un nombre poderoso, pero también trágico, porque anticipa su sacrificio simbólico. Leli representa la mirada que intenta entender el sentido de lo vivido, aunque no siempre lo consigue. Su progresiva toma de conciencia marca la transición del juego a la revelación.
Toni, el perro real, actúa como umbral entre el mundo humano y el animal. Encadenado a un árbol, es el único ser que habita el «otro día» desde el principio y, cuando acepta a las niñas en ese plano, su acto tiene un tono ritual. Es un personaje silencioso, pero cargado de sentido: en torno a él se organiza el espacio físico y simbólico del cuento. Toni no habla, pero su mirada triste y su comportamiento transmiten una serenidad que contrasta con la confusión humana. Representa la lealtad, la resignación y también la exclusión: está encadenado, fuera del cielo de los hombres, sin derecho a redención. Toni es, en cierto modo, la imagen de aquello que las niñas creen estar eligiendo cuando deciden dejar de ser humanas.
Rutilio, el viejo criado, representa la figura del adulto marginado, atrapado entre su rol de autoridad y su escasa capacidad de control real. Es él quien alimenta a los «perros», quien los regaña, quien amenaza con castigos de brujas y sangre. Sin embargo, su presencia no impide que las niñas crucen los límites, sino que confirma su ineficacia para entender lo que ellas están viviendo. Rutilio forma parte del día «paralelo», del mundo que ha perdido contacto con la experiencia infantil. Su discurso está impregnado de superstición, resignación y resentimiento velado. Representa un poder doméstico desgastado que intenta conservar una autoridad que ya no puede ejercer.
Candelaria, la criada, aparece brevemente, pero contribuye a crear una atmósfera de descomposición y ajenidad. Con gestos teatrales y pavoneándose, parece más interesada en el espectáculo que en la vigilancia. Su papel refuerza la idea de que los adultos que permanecieron en la casa también viven en otro plano de realidad, uno donde el desorden, la pereza y la superstición dominan. Ella, como Rutilio, es testigo pasivo de lo que ocurre y, al igual que él, es incapaz de intervenir en la experiencia transformadora de las niñas.
Finalmente, los hombres que aparecen hacia el final del cuento encarnan la irrupción brutal de la violencia adulta en el mundo infantil. Primero son los dos que se enfrentan a muerte en la calle; luego, el grupo armado que llega a interrogar al sobreviviente y, de forma absurda, acepta el testimonio de las niñas-perros expresado en ladridos. Esta escena tiene un tono grotesco, casi absurdo, que subraya la distancia entre los mundos: el de los adultos, regido por la violencia y el poder, y el de las niñas, que intentan permanecer fuera, pero terminan siendo arrastradas inevitablemente hacia él. La naturalidad con la que los hombres aceptan la versión canina del testimonio sugiere una crítica profunda a la lógica de autoridad, en la que incluso el sinsentido se acepta si conviene a los fines del poder.
Análisis de El día que fuimos perros de Elena Garro
El día que fuimos perros, de Elena Garro, es un cuento que transcurre en un espacio ambiguo entre la imaginación y la realidad, y que utiliza el punto de vista infantil para cuestionar la lógica adulta. Narrado por una niña, el relato nos introduce en una experiencia de transformación simbólica en la que dos niñas, Eva y la narradora (Leli), asumen la identidad de perros y escapan del mundo humano y sus normas para adentrarse en una dimensión paralela regida por el instinto, la observación y una relación directa con el presente. Este tránsito no ocurre como una simple fantasía, sino como una forma de resistencia silenciosa ante un entorno hostil y absurdo, donde las jerarquías religiosas, sociales y afectivas han perdido su sentido.
Desde las primeras líneas, el cuento se instala en una atmósfera de extrañamiento. El día tiene «dos días adentro», una imagen que descoloca las categorías temporales y anuncia que lo que sigue no debe leerse desde el realismo convencional. Este desdoblamiento temporal es también un desdoblamiento ontológico: las niñas no solo viven en una casa con dos tiempos, sino que habitan un mundo donde las cosas pueden tener otro significado y donde los cuerpos pueden adoptar nuevas formas sin explicación racional. La transformación en perros no se explica ni se dramatiza, simplemente sucede. Pero esta aceptación de lo imposible revela algo profundo: la infancia, más que una etapa de crecimiento, se presenta como un estado de apertura a múltiples realidades, donde los límites entre lo humano y lo animal, lo sagrado y lo profano, lo visible y lo invisible, son maleables.
El espacio en el que transcurre la historia —una casa vacía y calurosa, con criados apáticos y una atmósfera densa— funciona como un teatro del abandono. La ausencia de los adultos libera a las niñas, pero también las expone a un mundo que, lejos de ofrecerles plenitud o alegría, les revela una estructura absurda e indiferente. Los criados, como Rutilio y Candelaria, actúan más como figuras rituales que como personajes activos. Su papel es mantener cierta apariencia de orden, pero en realidad están inmersos en supersticiones, cantos y amenazas fantásticas que refuerzan la idea de que el mundo adulto está regido por mecanismos vacíos, sin contacto real con la experiencia de las niñas.
La elección de los nombres «Cristo» y «Buda» para las niñas transformadas en perros no es un mero gesto decorativo. Garro establece un juego irónico con las figuras religiosas y filosóficas que han servido de modelo moral a la humanidad. Ambas niñas, rebajadas a la condición de animales, quedan simbólicamente fuera de cualquier posibilidad de redención: los perros no van al cielo ni al Nirvana. Esta exclusión irónica es una crítica velada a las construcciones religiosas que definen el valor de la vida según jerarquías que dejan fuera a los cuerpos considerados inferiores. Sin embargo, en esa marginación se vislumbra una posibilidad de autenticidad: los perros —Cristo, Buda y Toni— son los únicos seres que no participan de la violencia, que no reproducen el crimen, que observan sin intervenir y que son incapaces de justificar o vengar.
El episodio central del cuento —el asesinato entre dos hombres en plena calle— irrumpe como una escena brutal e inexplicable. Lo notable es que ocurre en «la otra tarde», en ese segundo día que transcurre en paralelo, como si la violencia humana estuviera encapsulada en un plano del que las niñas se han alejado al transformarse. Esta distancia permite a Garro presentar el crimen no como un hecho dramático que transforma a los personajes, sino como un espectáculo absurdo que solo adquiere sentido desde la mirada de quienes no participan en él. Cristo y Buda no comprenden el asesinato, no lo juzgan, solo lo observan. Son testigos silenciosos de una lógica ajena.
La respuesta de los hombres armados, que aceptan los ladridos como testimonio, refuerza esa inversión de sentido: el orden humano ha perdido toda coherencia. Los perros, que simbolizan el margen, terminan validando un acto judicial. El lenguaje ya no comunica, la ley se ejerce como farsa y los valores tradicionales quedan desplazados por una lógica absurda en la que incluso los animales tienen voz, aunque esa voz no sea humana.
La construcción literaria del cuento apela a una prosa sensorial, cargada de imágenes táctiles, olfativas y visuales. Garro no se centra en la acción ni en los diálogos explicativos: el relato avanza mediante la acumulación de atmósferas, percepciones fragmentarias y detalles mínimos, como el olor de la tierra o la sombra de una mosca. Esta escritura acompaña la mirada infantil sin simplificarla: lo que las niñas no entienden, el lector tampoco debe entender del todo. Pero esto no es un defecto narrativo, sino parte del diseño de una experiencia que debe vivirse, no descifrarse en términos lógicos. El cuento está hecho para perturbar la percepción, no para dar respuestas.
Al final, cuando las niñas regresan a casa y son tratadas como si nada hubiera ocurrido, se confirma que han atravesado una frontera invisible: ya no están donde estaban antes. La frase final —«ya no era verdad»— deshace toda la construcción simbólica del cuento sin desactivarla. No se trata de que el juego haya terminado, sino de que la conciencia ha cambiado. El regreso a la vida humana no borra lo vivido, sino que lo transforma en una marca, en una memoria que ya no se ajusta a la normalidad.
El día que fuimos perros no es una fábula sobre la infancia ni una historia fantástica sobre la animalidad: es un relato complejo sobre la otredad, la violencia estructural, la pérdida de sentido y la percepción de un mundo escindido. Garro utiliza la voz infantil no para embellecer la experiencia, sino para desestabilizar las nociones convencionales de identidad, poder y justicia. El cuento no nos invita a buscar moralejas, sino a permanecer en el desconcierto, en ese lugar donde la palabra «guau» puede significar tanto como un testimonio ante la ley, y donde la pregunta sobre quiénes somos se responde, al menos por un día, desde el lomo de un perro echado bajo un árbol.
