Nathaniel Hawthorne: El holocausto del mundo. Resumen y análisis

Nathaniel Hawthorne - El holocausto del mundo. Resumen y análisis

Resumen del argumento: En El holocausto del mundo, Nathaniel Hawthorne presenta una alegoría en la que la humanidad, decidida a liberarse de todos los males del pasado, organiza una gigantesca hoguera en una pradera para quemar símbolos de poder, costumbres, instituciones y objetos culturales. Se destruyen títulos nobiliarios, coronas, armas, bebidas alcohólicas, libros, dinero, herramientas de ejecución, e incluso objetos religiosos, en un intento radical de purificación social. A lo largo del evento, un narrador anónimo observa con creciente inquietud cómo, en su afán de renovación, la humanidad parece perder también sus raíces espirituales y culturales. Al final, tras quemar incluso la Biblia, una figura siniestra revela que todo ha sido en vano, pues el verdadero origen del mal —el corazón humano— permanece intacto. El cuento concluye con la reflexión de que, mientras no se transforme la naturaleza interna del ser humano, todo intento de reforma externa está condenado a repetir los errores del pasado.

Nathaniel Hawthorne - El holocausto del mundo. Resumen y análisis

Advertencia

El resumen y análisis que ofrecemos a continuación es sólo una semblanza y una de las múltiples lecturas posibles que ofrece el texto. De ningún modo pretende sustituir la experiencia de leer la obra en su integridad.

Resumen de El holocausto del mundo de Nathaniel Hawthorne

En El holocausto del mundo, Nathaniel Hawthorne construye una alegoría compleja y satírica sobre los esfuerzos humanos por reformar el mundo mediante la destrucción de todos los elementos materiales e institucionales considerados obsoletos, perjudiciales o inmorales. El cuento comienza con la descripción de una inmensa hoguera organizada en una extensa pradera del Oeste, donde se ha decidido quemar todo aquello que la humanidad ha considerado inútil o perjudicial. El protagonista, que viaja hasta el lugar como testigo curioso, se une a una multitud que se congrega para observar esta quema masiva de los residuos simbólicos de la civilización.

El fuego comienza con materiales ligeros y fácilmente combustibles: periódicos viejos, revistas pasadas y hojas secas. Pronto comienzan a llegar multitudes de personas que transportan diversos objetos para alimentar las llamas. En primer lugar, se queman símbolos de la nobleza y la heráldica: escudos, blasones, genealogías, medallas y condecoraciones. Estos objetos, cargados de significado histórico y social, son reducidos a cenizas ante la mirada complacida del público plebeyo, que celebra la caída de las jerarquías y privilegios hereditarios.

La siguiente oleada incluye emblemas de la monarquía: coronas, cetros, túnicas reales e incluso las joyas de las monarquías europeas. Todo ello es condenado como símbolo de un poder anticuado, infantil y autoritario, inapropiado para una humanidad madura. El espectáculo es deslumbrante y satírico: hasta las joyas del escenario de un teatro se mezclan con las verdaderas, ridiculizando la antigua grandeza de los reyes.

Más adelante, un grupo de abstemios liderado por el padre Mathew llega con barriles de licor y vino para arrojarlos a las llamas. Siguen luego cargamentos de tabaco, café y té, sacrificados como vicios del pasado. El fuego se hace más potente y simbólico, y la muchedumbre celebra su liberación de estas adicciones. No todos están conformes: un viejo bebedor lamenta la pérdida de la camaradería que proporcionaba el alcohol, pero incluso su patética resistencia es burlada por los presentes.

También se ofrecen a las llamas objetos personales: cartas de amor, diplomas, retratos, libros de medicina, códigos de conducta e incluso la miniatura de un marido fallecido. Algunos reformadores, como una viuda decidida a casarse de nuevo o mujeres dispuestas a asumir roles masculinos, representan los deseos individuales de romper con el pasado. Se introduce un episodio oscuro cuando una joven, desesperada, intenta arrojarse al fuego, creyéndose inútil; un hombre la salva y le recuerda que el alma humana, a diferencia de los objetos mundanos, no está destinada a ser destruida.

Entonces llega el turno de las armas y los instrumentos de guerra: cañones, espadas, estandartes e incluso toda la artillería histórica de grandes ejércitos. Con ello se proclama el inicio de una era de paz universal. Sin embargo, algunos, como un viejo comandante, desconfían de esta ilusión y aseguran que la guerra es una necesidad inherente al ser humano. Otros creen que la razón y la filantropía reemplazarán la violencia.

Le sigue la destrucción de los instrumentos de ejecución: guillotinas, horcas, hachas del verdugo, que provocan una reacción ambivalente. Algunos predicadores y conservadores suplican que no se destruyan, argumentando que son necesarios para la estabilidad social. Sin embargo, son arrojados al fuego en lo que se considera la abolición de la pena de muerte.

A medida que avanza la noche, los sacrificios se intensifican: se queman certificados de matrimonio, escrituras de propiedad, constituciones, leyes, dinero en efectivo y documentos bancarios. Los reformadores proponen un mundo sin propiedad privada ni estructuras legales, en el que solo prevalezca la benevolencia natural del ser humano.

Uno de los episodios más dramáticos llega con la quema de libros. Toda la literatura de la humanidad —desde enciclopedias hasta poesía, pasando por obras filosóficas y religiosas— es arrojada al fuego. Algunos autores se regocijan, creyendo que así se liberará la creatividad contemporánea. El protagonista, sin embargo, observa con inquietud cómo incluso las obras más valiosas y profundas son reducidas a cenizas. Se señala que lo verdaderamente brillante no siempre es lo más voluminoso y que ciertos textos humildes, como canciones infantiles, arden con más luz que obras épicas enteras.

Finalmente, se llega al punto culminante del sacrificio: se queman también símbolos religiosos y objetos sagrados. Incluso las Biblias familiares, las de la iglesia y las personales son lanzadas al fuego. Sin embargo, mientras algunos fragmentos se destruyen, el narrador observa que las palabras esenciales del texto sagrado parecen resistir, purificadas por las llamas. Las notas marginales se queman, pero no las palabras inspiradas.

En ese momento, aparece un personaje siniestro, de rostro oscuro y ojos encendidos, que se dirige a un grupo de criminales caídos en desgracia. Les asegura que todo el esfuerzo de la humanidad ha sido en vano porque han olvidado destruir una cosa: el corazón humano. Mientras este no sea purificado, todo el mal del mundo —aunque cambie de forma— volverá a surgir. Esta observación final sacude al protagonista, que entiende que, sin una transformación interior, todos los cambios exteriores serán meras ilusiones.

Así, el cuento concluye con una reflexión sombría, pero profundamente crítica, sobre los límites del reformismo y la necesidad de una renovación auténtica del alma humana.

Personajes de El holocausto del mundo de Nathaniel Hawthorne

En El holocausto del mundo, Nathaniel Hawthorne presenta una amplia galería de personajes, muchos de los cuales no tienen nombre propio, sino que encarnan ideas, posturas sociales o símbolos culturales. A través de ellos, el autor elabora una profunda sátira sobre la condición humana, los impulsos reformistas de la sociedad y las contradicciones internas que impiden un verdadero cambio. Aunque no hay una trama centrada en un solo protagonista, destacan algunas figuras clave que estructuran el relato desde diferentes ángulos y que permiten al lector comprender el sentido simbólico del cuento.

El protagonista, que también oficia de narrador, es una figura central, aunque no interviene directamente en los acontecimientos más que como observador. Se trata de un personaje reflexivo, curioso y perspicaz, que viaja hasta el lugar de la gran hoguera movido por el deseo de presenciar la destrucción simbólica del pasado. A través de su mirada se articula la narración y su presencia es clave, ya que permite un equilibrio entre la contemplación crítica y el asombro sincero. No es un reformador activo, pero tampoco un escéptico cínico. Su postura es la de quien busca comprender, medir el alcance del evento y cuestionar la autenticidad de los cambios. Al final del cuento, su encuentro con el oscuro personaje que menciona la permanencia del corazón humano como fuente de todo mal y su reacción ante la Biblia que no se quema demuestran su disposición a aceptar que el cambio verdadero requiere algo más profundo que la mera destrucción de símbolos.

Otro personaje destacado es el hombre de unos cincuenta años que aparece desde el inicio junto al protagonista y con quien este dialoga a lo largo del cuento. Este personaje es sereno, escéptico y observador. Tiene una visión crítica y madura de la humanidad y representa la voz de la razón moderada en medio del frenesí reformador. Su presencia aporta equilibrio a la narración, ya que, si bien no se opone a los cambios, duda de su efectividad mientras no se aborde la raíz del problema. Cuando asegura al final que lo esencial permanecerá entre las cenizas, no lo hace con optimismo ingenuo, sino con una comprensión profunda de que la verdad y el valor no pueden ser destruidos por el fuego. Es un personaje filosófico que encarna una sabiduría mesurada y distante de los extremismos.

El anciano aristócrata que intenta detener la destrucción de los símbolos nobiliarios representa a las antiguas clases privilegiadas. Su intervención, aunque emotiva, es recibida con burla y desprecio. Este personaje muestra la nostalgia por un pasado de jerarquías y refinamiento que, en su opinión, daba sentido y belleza a la vida. Su figura es solemne, pero Hawthorne lo presenta con cierta ironía, mostrando cómo su visión del mundo ha quedado desfasada. No tiene poder para detener el avance del fuego ni del espíritu reformador y termina replegándose, símbolo del ocaso de su clase.

El último bebedor, que lamenta la destrucción de las bebidas alcohólicas, introduce una nota de patetismo y crítica social. Es un personaje menor pero expresivo que encarna la resistencia a los cambios por parte de quienes ven en ciertos hábitos (como el alcohol) una forma de consuelo o comunidad. Aunque sus palabras son objeto de burla por parte de los demás, el narrador muestra compasión hacia él, lo que sugiere que los cambios radicales no siempre tienen en cuenta las necesidades humanas más profundas. Su figura nos recuerda que, más allá de los vicios, hay elementos de la vida que proporcionan consuelo en el dolor y cuya pérdida puede dejar un vacío difícil de llenar.

La joven desesperada que intenta arrojarse a la hoguera es otro personaje breve pero intenso. Su acción simboliza la desesperanza y la autodestrucción, y su rescate por parte de un «buen hombre» —otro personaje simbólico— resalta la tensión entre el valor del alma humana y la aparente inutilidad de las cosas materiales. Esta escena revela que, en el fervor de la destrucción, hay quienes llegan a dudar de su propio valor, pero también muestra que, incluso en un mundo que arde, hay gestos de compasión y salvación.

Finalmente, uno de los personajes más significativos es el oscuro desconocido que aparece al final del cuento, tras la quema de la Biblia. Su descripción —tez oscura, ojos encendidos, sonrisa siniestra— sugiere que se trata de una figura demoníaca, o al menos una personificación del mal o del cinismo absoluto. Es él quien señala que todo el esfuerzo de la humanidad ha sido inútil, pues nadie ha arrojado el corazón humano al fuego. Su comentario cierra el cuento con una nota amarga y profunda: la fuente de los males del mundo no está en los símbolos, los objetos o las instituciones, sino en la naturaleza interna del ser humano. Es un personaje que desvela el núcleo del cuento, el verdadero «holocausto» pendiente: la transformación del alma.

Análisis de El holocausto del mundo de Nathaniel Hawthorne

El holocausto del mundo es un cuento alegórico escrito por Nathaniel Hawthorne en 1844 que, bajo la forma de una extensa parábola, plantea una profunda reflexión sobre los intentos de la humanidad de regenerarse moralmente mediante la destrucción de todo lo que considera fuente de corrupción, error o decadencia. El relato no narra una historia con una trama convencional, sino que construye una escena continua: una gran hoguera en una pradera del Oeste, en la que sucesivamente se arrojan símbolos de distintos aspectos de la civilización: títulos nobiliarios, coronas, armas, bebidas, libros, dinero, objetos religiosos e incluso constituciones. Todo arde en nombre de un gran proceso reformador que busca liberar al mundo de sus males. Sin embargo, al final del cuento, una figura oscura recuerda que nada ha cambiado en esencia porque el verdadero origen del mal —el corazón humano— ha sido dejado intacto. Esta afirmación final reconfigura todo lo narrado y da sentido a la crítica planteada por Hawthorne.

El cuento está estructurado como un desfile simbólico de instituciones, costumbres y objetos que representan distintos aspectos de la historia y cultura humanas. No hay un conflicto dramático en el sentido tradicional, pero sí una progresión acumulativa que va elevando la tensión y mantiene al lector expectante: ¿qué más se quemará? Este efecto es deliberado y permite a Hawthorne mostrar cómo, detrás de cada acto de aparente liberación, se esconde una nueva contradicción o una pérdida de valor irrecuperable. La hoguera actúa como un escenario simbólico en el que se representan las ideas del progreso, la reforma social y la supuesta superación del pasado, pero también como un recurso narrativo que lleva la acción hacia un desenlace revelador.

Uno de los aspectos más llamativos del cuento es su tono ambivalente. Aunque en apariencia acompaña el entusiasmo de los reformadores que desean purgar el mundo de todos sus males, la voz del narrador y la presencia constante de un observador reflexivo van sembrando dudas sobre la efectividad de estos cambios. A medida que el fuego consume no solo objetos, sino también ideas, creencias, afectos, historia e incluso literatura, el lector comienza a percibir que algo esencial está siendo olvidado o malinterpretado. Ese «algo» se revela en la escena final: el mal no está en los símbolos ni en las instituciones externas, sino en la interioridad humana. Mientras el ser humano no cambie, todo lo destruido volverá a reproducirse.

Hawthorne construye su crítica con un estilo irónico y sobrio. A través de los personajes que van desfilando ante la hoguera, despliega una galería de figuras que representan tanto personas reales como tipos humanos o posiciones ideológicas. Cada uno de estos personajes ofrece una ofrenda al fuego que, vista desde la distancia, revela tanto su sinceridad como su ceguera. El autor no ridiculiza directamente a los reformadores, pero sí expone la insuficiencia de sus gestos. Lo hace con una narración distanciada, cargada de simbolismo y dobles sentidos, que exige al lector prestar atención a las implicaciones de cada escena.

El cuento también reflexiona sobre el papel de la cultura y el pensamiento. La quema de libros ocupa un lugar central en la narración y se trata con una ambigüedad inquietante. Se destruyen por igual grandes obras, tratados filosóficos, canciones populares y folletines. Esta escena permite a Hawthorne cuestionar la relación entre pasado y presente, entre tradición y creación: ¿es posible construir algo nuevo eliminando completamente lo anterior?, ¿puede la sabiduría nacer de la ignorancia elegida? Las respuestas que el cuento sugiere son complejas, porque aunque denuncia los excesos del pasado, también desconfía de los entusiasmos que conducen a una destrucción indiscriminada.

En el plano literario, Hawthorne utiliza con gran habilidad recursos del relato alegórico: los personajes carecen de nombres propios, los objetos tienen un valor simbólico más que material y la acción transcurre en un espacio abstracto que representa al mundo entero. El lenguaje es deliberadamente sobrio, preciso y, en muchas ocasiones, cargado de ironía. Las descripciones del fuego, por ejemplo, combinan una belleza visual con un trasfondo amenazante. La prosa, rica en matices, sostiene un ritmo pausado pero constante que guía al lector en cada nueva etapa del ritual de purificación.

El clímax del cuento se produce cuando la Biblia, junto con otros objetos religiosos, es arrojada al fuego. Esta escena no solo representa el intento de superar los límites de la religión institucionalizada, sino que también marca el momento en que el reformismo alcanza su extremo: todo ha sido reducido a cenizas. Sin embargo, es precisamente en este punto donde la historia revela su núcleo más profundo. Una figura enigmática —probablemente símbolo del mal— señala que, mientras el corazón humano no sea purificado, todo lo demás carece de sentido. Con esta observación, Hawthorne transforma lo que parecía un cuento sobre el progreso en una reflexión amarga sobre la condición humana: se puede cambiar todo en el mundo exterior, pero si no se cambia lo interior, nada cambia realmente.

En definitiva, El holocausto del mundo es un relato que plantea una crítica lúcida a los excesos del idealismo reformista y, al mismo tiempo, una advertencia sobre las ilusiones del progreso moral sin transformación personal. Hawthorne no se opone al cambio, pero cuestiona sus métodos y sus fundamentos. A través de una narración densa en símbolos y cargada de dobles sentidos, el cuento plantea preguntas incómodas sobre la naturaleza del mal, el papel de la historia, el sentido de la cultura y los límites de las reformas sociales. Al final, lo que queda no es una certeza, sino una inquietud: ¿Qué estamos dispuestos a sacrificar en nombre del futuro, y qué pasará si olvidamos mirar hacia adentro antes de lanzarlo todo al fuego?

Nathaniel Hawthorne - El holocausto del mundo. Resumen y análisis
  • Autor: Nathaniel Hawthorne
  • Título: El holocausto del mundo
  • Título Original: Earth’s Holocaust
  • Publicado en: Graham’s Magazine, mayo de 1844
  • Aparece en: Mosses from an Old Manse (1846)

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