Resumen del argumento: En el cuento Un animal fabuloso, de Samanta Schweblin, Leila, una arquitecta afincada en Lyon, recibe una llamada inesperada de Elena, una amiga de la juventud que está gravemente enferma y quiere hablar sobre su hijo Peta, fallecido veinte años atrás. A través de la conversación telefónica, Leila recuerda su última visita a la casa de Elena y su marido Alberto en Hurlingham, cuando el niño tenía siete años. Durante esa visita, Leila compartió un momento íntimo con Peta, quien le expresó su deseo de convertirse en un caballo y la invitó a participar en un juego en su habitación. Más tarde, el niño sube solo a una cornisa y cae al patio, lo que provoca su muerte. Leila, en estado de shock, llama a una ambulancia y, sin regresar al lugar del accidente, abandona la casa. En la calle, se encuentra con un caballo herido al que consuela y cuida durante los días siguientes. Años después, en la última llamada, Elena intenta reconstruir, a través de los recuerdos de Leila, los últimos momentos de su hijo. La historia transcurre entre la conversación del presente y los recuerdos de aquel suceso que marcó la vida de ambas.

Advertencia
El resumen y análisis que ofrecemos a continuación es sólo una semblanza y una de las múltiples lecturas posibles que ofrece el texto. De ningún modo pretende sustituir la experiencia de leer la obra en su integridad.
Resumen de Un animal fabuloso de Samanta Schweblin
Casi veinte años después de un accidente que marcó sus vidas, Elena llama por teléfono a Leila, que ahora vive en Lyon. La voz de Elena, que al principio resulta irreconocible, se vuelve familiar en cuanto menciona su nombre. Está enferma y sabe que le queda poco tiempo, por lo que quiere hablar de su hijo Peta, que falleció en aquel accidente. La llamada interrumpe la llegada de Leila a su casa, después de viajar desde Madrid. Mientras escucha a Elena, Leila sale al balcón, se enciende un cigarrillo y se prepara para una conversación que la llevará de regreso a su antiguo país, a una casa, a un niño.
Ambas nacieron en Hurlingham, en el conurbano de Buenos Aires, pero se conocieron durante la carrera de Arquitectura. Elena se casó con Alberto, que también era arquitecto, y tuvieron a Peta varios años después de graduarse. Leila, en cambio, se instaló en Europa y desarrolló su carrera profesional entre Francia y España. Cada vez que viajaba a Buenos Aires, solía visitarlos en su casa. Durante una de esas visitas, cuando Peta tenía siete años, ocurrió el accidente.
Elena quiere que Leila le cuente qué recuerda de esa noche. Leila duda al principio, pero finalmente accede. Evoca con precisión la escena de su llegada: la casa rediseñada por Elena y Alberto, la cálida armonía con la que preparaban la cena y Peta, vestido con un disfraz que él mismo había confeccionado, abriéndole la puerta con solemnidad. Leila lo había conocido de pequeño, pero esa noche lo vio ya crecido: curioso y expresivo. También recuerda detalles mínimos, como la textura de la loza bajo sus pies o el espejo nuevo del vestíbulo, que vuelven con una nitidez inesperada.
Después de la cena, Elena y Alberto le piden a Leila que acompañe a Peta a su cuarto. Era un juego habitual: cuando había invitados, Peta se negaba a hablar con sus padres y solo interactuaba con las nuevas personas. Esa noche, en la habitación, ambos comparten un momento íntimo en el que Leila se sorprende por la sensibilidad del niño y por la precisión con la que observa el mundo. De repente, siente una cercanía inesperada. En un momento dado, Peta le confiesa que no quiere ser arquitecto. Cuando Leila le pregunta qué quiere ser, él responde: «Quiero ser un caballo».
Ese deseo desencadena un juego entre ambos. Caminan como caballos, con los ojos cerrados, imitando sus movimientos. Peta salta sobre la cama y se equilibra sobre una viga, convencido de que, cuanto más alto está, más caballo se siente. Leila participa, lo anima y lo sigue en su fantasía. Después, ella baja al patio y se reúne con los padres. No recuerda con certeza si el niño se acostó antes de que ella saliera de la habitación, pero afirma que sí.
Poco después, mientras los tres adultos conversan en la mesa del patio, se escucha un golpe seco. Peta ha caído desde la cornisa del segundo piso. Durante un momento, nadie reacciona. Elena corre hacia él y lo abraza sin poder gritar. Alberto duda en moverlo. Leila se levanta, entra en la casa y llama a una ambulancia. Cuando cuelga, ya no se siente capaz de regresar al patio. Sale de la casa, cierra la puerta despacio y se queda frente a ella. Escucha a Elena gritar. Entonces se da la vuelta.
En la calle, a la luz de un farol, ve un caballo tendido en el asfalto. Está herido, exhausto y desproporcionado. Leila se acerca, lo abraza y le habla. Se queda con él hasta que llegan la ambulancia y la policía. Señala la casa y observa cómo Elena y Alberto salen con una camilla. Un vecino llama a urgencias veterinarias. Al subir a la ambulancia, Elena mira hacia donde está Leila, confundida. La ambulancia parte. Leila sigue abrazando al animal.
Días después se celebra el velatorio y el entierro. Leila se despide de ambos padres, ahora distantes, y se ocupa del caballo. Lo lleva a la clínica veterinaria de la Facultad de Agronomía y luego a unas caballerizas en Luján. Planea pagar su estancia durante un año, pero dos semanas después alguien lo reclama y se lo llevan. Leila no vuelve a llamar a Elena ni a Alberto, ni ellos a ella.
Años después, en el presente del cuento, Leila y Elena vuelven a hablar por teléfono. Elena solo quiere escuchar cosas sobre su hijo. Leila le describe su forma de hablar, de jugar, de crear. Le cuenta lo del caballo, lo que sintió y lo que vivió esa noche. Al final de la llamada, Elena le pregunta por el caballo. Leila, confundida, comprende que necesita una respuesta. Elena le pide que le diga dónde está. Leila finge tener una dirección. Elena, desde el pasillo de la casa, abre el ventanal, sale al patio y le dice: «Tengo todo. Todo está listo aquí. Te escucho».
Personajes de Un animal fabuloso de Samanta Schweblin
La protagonista y narradora es Leila, una arquitecta que emigró de Argentina a Europa hace muchos años y que ha desarrollado una exitosa carrera profesional. La historia se narra desde su perspectiva y es a través de su mirada como conocemos los hechos y a los demás personajes. Leila es una persona introspectiva, contenida y profundamente observadora. Su relación con Peta, aunque breve, la marcó para siempre. Es evidente que Leila ha llevado durante años una mezcla de culpa, fascinación y ternura en torno al niño y al accidente. Leila no es madre, pero en su breve vínculo con Peta experimenta algo parecido a una vocación maternal, una forma de conexión profunda y singular. Su decisión de acompañar a Elena en la conversación final, aun a la distancia, muestra una lealtad silenciosa y una disposición genuina a enfrentar un dolor que no es completamente suyo, pero del que no puede desligarse.
Elena es el segundo gran personaje del cuento y, aunque su presencia es indirecta —solo aparece a través de la conversación telefónica—, su voz ocupa un lugar central. Enferma y consciente de su cercanía con la muerte, busca en Leila una última oportunidad para rescatar a su hijo del olvido. Su forma de hablar denota fatiga, pero también una agudeza emocional intacta. Es una mujer que ha llevado una herida abierta durante décadas y que, al final de su vida, necesita que alguien nombre a su hijo, que lo reviva en los recuerdos. Su insistencia en hablar de Peta (más que del accidente en sí) sugiere su voluntad de preservar lo que él fue, más que de entender o juzgar lo ocurrido. Elena, como madre, representa la figura que permanece en la escena del dolor, incapaz de huir o de sublimar la pérdida. A pesar de los años, sigue atada a la casa donde ocurrió todo, sentada en el mismo banco, atenta al mismo patio. En ese inmovilismo hay algo trágico, pero también un gesto de fidelidad.
Peta, el hijo de Elena y Alberto, es el centro ausente del cuento. Aunque murió a los siete años, su presencia impregna cada página, reconstruida a través de los recuerdos de Leila. Era un niño sensible, brillante, imaginativo y fuera de lo común. Sus juegos, su forma de hablar y sus preguntas filosóficas revelan una conciencia singular para su edad. Su deseo de «ser un caballo» no es una fantasía infantil banal, sino una profunda declaración de identidad, simbólica e incluso metafísica. En su breve relación con Leila, Peta encuentra a alguien que no se burla de sus ideas ni intenta corregirlas, sino que lo acompaña y lo valida. A través de él, el cuento explora la frontera entre la imaginación infantil y la realidad trágica, entre el juego y el peligro, entre la vida y la muerte. Peta es un personaje entrañable cuya voz resuena más allá del recuerdo y encarna la posibilidad de una identidad libre, no domesticada por las expectativas adultas.
Alberto, el padre de Peta y esposo de Elena, es una figura más distante. Su presencia en los recuerdos de Leila es puntual y siempre está asociada a su relación con Elena y a su imagen profesional como arquitectos. Aparece como un hombre atento y afectuoso, aunque también algo ausente, sobre todo en las escenas más íntimas o emotivas. Es cariñoso con su mujer, pero se distrae cuando ella habla; celebra las excentricidades de su hijo, pero delega su cuidado en otras personas. En el momento del accidente, se queda paralizado, incapaz de actuar con claridad.
Finalmente, hay un personaje cuya naturaleza es ambigua: el caballo. Aunque su existencia puede interpretarse de manera literal —es un animal real que aparece en la calle y luego es cuidado por Leila—, su aparición está tan cargada de simbolismo que roza lo fantástico. El caballo funciona como una especie de doble de Peta, como una manifestación de su deseo de «ser un caballo» llevada al plano material. Aparece justo después del accidente, en una escena cargada de extrañeza y lirismo, y permite a Leila canalizar su dolor, proyectar su afecto y acompañar, en cierto modo, la transformación final del niño. El animal no habla, pero mira, respira y se deja abrazar, y su figura regresa incluso en los sueños de la narradora. Su ambigüedad es clave: no importa si fue real o imaginario, sino lo que representa para Leila y para Elena.
Análisis de Un animal fabuloso de Samanta Schweblin
Un animal fabuloso, de Samanta Schweblin, es un cuento que opera en múltiples planos al mismo tiempo: la memoria, el duelo, la identidad y el deseo de trascendencia. Lo que en apariencia parece una simple conversación entre dos mujeres que reviven un recuerdo trágico, se despliega en realidad como una compleja exploración sobre la forma en que habitamos el pasado, sobre el sentido que intentamos darle a aquello que no tiene explicación y sobre los límites, a veces difusos, entre la realidad y lo simbólico.
La estructura del cuento, construida como un monólogo que se va abriendo lentamente hacia la confesión, reproduce el mismo movimiento de la memoria: fragmentaria, vacilante, pero también obstinada. Leila, la narradora, no solo recuerda los hechos, sino que los reconstruye a medida que habla, eligiendo qué contar, qué callar y en qué orden hacerlo. Esa oscilación entre lo que se quiere narrar y lo que se resiste a ser dicho es una de las tensiones más sutiles del relato. La voz de Leila está llena de matices: es reflexiva y contenida, y a veces se ve interrumpida por imágenes que irrumpen con una claridad abrumadora. La precisión con la que aparecen ciertos detalles —la textura de una baldosa, el sonido de un cigarrillo, la postura de un cuerpo— refuerza la verosimilitud de lo narrado y, al mismo tiempo, dota al texto de una cualidad sensorial, casi física.
El cuento se sustenta, en gran medida, en una tensión emocional que nunca se resuelve del todo. Hay una tragedia en el centro de la historia —la muerte accidental de un niño—, pero el texto no gira en torno a ese hecho, sino a sus ecos. No se trata de revivir el dolor, sino de explorar lo que quedó flotando después: el afecto interrumpido, la relación con la culpa y la necesidad de dar testimonio. Leila atiende al deseo de comunicación de Elena, no para explicarle nada ni para saldar cuentas pendientes, sino porque entiende que hay algo que solo ella puede ofrecerle en ese momento terminal: la memoria compartida de un hijo perdido.
Uno de los aspectos más llamativos del cuento es el tratamiento de la figura del caballo. Aparece en dos momentos clave: primero, cuando Leila lo ve desde el taxi al llegar a Buenos Aires, y luego, en la calle, justo después del accidente. Sin embargo, su presencia no puede interpretarse como una simple coincidencia narrativa. El caballo encarna una dimensión simbólica, ya que es la manifestación del deseo de Peta, quien afirma que quiere ser un caballo. También puede interpretarse como una representación de lo irrepresentable: una manifestación del dolor, la pérdida o incluso la esperanza de transfiguración. Al no ofrecer una explicación definitiva sobre el vínculo entre el niño y el animal, Schweblin deja abierta una zona de ambigüedad que enriquece la lectura: ¿fue real el caballo?, ¿fue una proyección de Leila?, ¿es el símbolo de una entrega final, una metamorfosis deseada por el niño?
Esta cuestión nos lleva a otra dimensión del cuento: la relación entre lo real y lo imaginado. Schweblin no recurre a elementos fantásticos explícitos, pero el relato está impregnado de una atmósfera de extrañeza en la que los límites entre los hechos y las percepciones se difuminan. La narración avanza entre lo racional y lo intuitivo, y en algunos momentos el cuento parece plantearse si ciertos deseos, expresados con suficiente claridad, pueden alterar el mundo físico. La imagen final de Leila abrazada al caballo mientras los paramédicos se llevan el cuerpo de Peta condensa esa ambivalencia: es, al mismo tiempo, un acto de consuelo concreto y un gesto profundamente simbólico.
Desde el punto de vista formal, el cuento está cuidadosamente construido a partir de una narración en primera persona que, aunque se sumerge sin temor en la emoción, evita el sentimentalismo. El ritmo es pausado, con largas frases introspectivas que reflejan la oscilación del recuerdo. La voz de Leila está marcada por la contención: no hay estallidos emocionales, sino una acumulación silenciosa de afecto y sentido. La conversación telefónica con Elena estructura el relato como una especie de confesión tardía, en la que no es importante lo que se dice de inmediato, sino lo que se va revelando a medida que avanzan las frases, con las pausas y las insinuaciones.
Respecto al desenlace, el cuento concluye con una escena ambigua, pero profundamente significativa. Después de escuchar cómo Leila recuerda con detalle a su hijo y relata la aparición del caballo herido en la calle, Elena formula una última pregunta: «¿Dónde está el caballo, Leila?». No parece una pregunta simbólica ni general, sino una referencia directa al animal que Leila encontró y abrazó la noche del accidente. Elena quiere saber dónde está ahora, como si necesitara encontrar en ese caballo una forma de conexión final con su hijo, algo que aún permanezca. Leila no sabe qué responder, pero comprende que Elena necesita creer que el caballo sigue existiendo, que está en algún lugar. No le da una respuesta concreta, pero le pregunta si tiene algo para escribir. Esa simple frase, sin información real, funciona como una aceptación tácita: Leila se dispone a seguir hablando. Entonces, Elena se pone en pie, abre el ventanal que da al patio donde ocurrió la tragedia y dice: «Lo tengo todo. Todo está aquí listo. Te escucho». Así termina el cuento: con Elena abriéndose al recuerdo y Leila, por fin, preparada para darle forma con su voz.

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