Sinopsis: «Vago espinazo de la noche» es un cuento de Adela Fernández, publicado en 1996 en la colección del mismo nombre. Ambientado en un orfanato, narra la historia de un grupo de niños que, tras sufrir un castigo humillante, planean vengarse mediante una ceremonia secreta liderada por Ignacio, el mayor de ellos, quien asegura poseer conocimientos arcanos y ancestrales. Fascinados por la idea de una estructura cósmica llamada el «espinazo de la noche», imaginan un ascenso hacia lo divino que pronto se convierte en una experiencia inquietante y trascendental.

Vago espinazo de la noche
Adela Fernández
(Cuento completo)
AL PRINCIPIO yo no quería hacerlo, pero fui seducido por la idea. El pacto suicida surgió en el orfanato después de que don Saturnino, el prefecto, nos castigó con un baño a manguerazos de agua fría. Nos mantuvo desnudos en el patio, secándonos bajo la mortecina luz de una luna menguante. Estuvimos ahí durante horas, cansados de tanta temblorina y asqueados por el hedor que nos llegaba de la pocilga en la que agonizaba una cerda. Por la desnudez, el frío quemante, la neblina que todo lo entristecía y los estridentes gemidos del animal, nos sentimos más huérfanos que nunca.
Habíamos puesto sal en la azucarera de los maestros y a todos los castigados nos pareció que la irrisoria travesura no merecía ese duro escarmiento. A las cuatro de la mañana entramos al dormitorio y entre gimoteos y risas de rabia discurrimos cómo vengarnos. Ignacio, el mayor de todos, el grandulón de once años nos convenció de que lo mejor era morirnos, quitarnos la vida para que don Saturnino por el resto de sus años cargara con la culpa de este suicidio colectivo.
Ignacio era hijo de un curandero y sobrino de un espiritista y presumía de tener contacto con el más allá y conocimiento sobre los rectos caminos de la muerte, así que hicimos todo cuanto dijo que era necesario. Nos enseñó a invocar a la Parca mediante rezos en idioma extraño con el fin de que no llegáramos a ser tristes ectoplasmas apegados a la tierra, sino espíritus puros, iluminados y elevados. Con palabras bellamente descriptivas nos dibujó la existencia del Vago Espinazo de la Noche conformado de polvo de luz y de armoniosas constelaciones. Fue fácil imaginarnos esa inmensa y luminosa osamenta brillando en la negrura del firmamento nocturno. Nos prometió que ascenderíamos a Dios por ella; iniciaríamos ese viaje tanático por el coxis e iríamos trepando por las vértebras que nos revelarían misterios inimaginables.
Al alcanzar las cervicales podríamos entrar al cerebro de Dios. Eso nos dijo. A todos nos pareció una aventura fascinante y con obediencia y devoción seguimos las órdenes de Ignacio. Durante ocho noches, los cinco compañeros, tomados de la mano y con los ojos cerrados, rezamos las letanías indicadas. Al llegar el noveno día hicimos ceremoniosamente el pacto. A cada uno de nosotros Ignacio nos dio a masticar cinco bolitas de mescalina y después entramos al laboratorio a robar cuatro galones de éter que bebimos a grandes tragos.
A pesar de los vómitos, el efecto fue inmediato. Recuerdo el mareo, el zumbido y la terrible visión: el inmenso espinazo gravitaba en el universo, iluminado por sus propios cuerpos siderales. Ahí estábamos todos escalando las primeras vértebras en el esfuerzo por no caer dada aquella viscosidad brillante. De pronto el miedo me paralizó y mientras mis compañeros trepaban hacia la cabeza en busca de la inteligencia numinosa, yo, atraído por una fuerza maligna, fui arrastrado desde el centro del espinazo hacia la cola, zona llena de partículas frenéticas. No sé por cuantas horas descendí por entre los huesos respirando oleadas de cortante diamantina y sangrando por boca y nariz. La armoniosa luminosidad y sus reflejos estaban muy lejos de mí y yo, solo, quedé atrapado en la última vértebra del coxis donde se gestan las miserias, el mal y el desconcierto. Preso en el terror me encontré entre los residuos del caos sin posibilidad de escapar de él y sin comprender por qué no logré el ascenso.
Cuando desperté en la enfermería no sentí ningún alivio porque la parte más esencial de mí se quedó en aquella cósmica cárcel. Mis amigos murieron y quiero pensar que lograron llegar al cerebro de Dios. Han pasado siete años desde que se fueron y yo he sobrevivido desencantado con la realidad y humillado ante la Muerte que misteriosamente me rechazó.
Permanezco en la vida, ya crecido y aún marginado en el hospicio, con esta sensación de que la cabeza se me hincha cada vez más, zumba y se llena de agua espesa donde flotan o se hunden los astros del mal y del sufrimiento. Por haberme quedado vagando en la zona inferior del esqueleto del universo y al haber perdido la facultad del habla, todos piensan que soy un idiota; sobre todo eso piensa don Saturnino cuando lo miro fijamente. Lo que pasa es que cuando observo cuánto se agobia con sus culpas y cómo vive temeroso de los fantasmas, tal como lo planeamos, me asombro y quisiera preguntarle qué es lo que realmente pasa en su consciencia. Sé que algo le pasa, aunque cuando se refiere al caso dice que sólo fue una pendejada de chiquillos.
Nadie se imagina cuánto sufro y lo mucho que me esfuerzo por salir de esa concavidad estelar. Con una mezcla de compasión y repudio me llaman Bobo y me han destinado a barrer los patios. Cumplo con la rutina de sol a sol mientras mi espíritu instalado en el Vago Espinazo de la Noche lucha contra las miserias anhelando que éstas desaparezcan algún día; sé que cuando yo ordene mi propio caos, saldré de la cola y… vértebra por vértebra subiré, tendré acceso a la zona de polvo de luz y, como lo hicieron mis amigos, podré penetrar en el divino cerebro sideral del Bien y de la Inteligencia cósmica. Éste sigue siendo mi único anhelo: llegar a Dios. En eso pienso cuando barro y en eso sueño cuando duermo.
FIN
