Alexandre Dumas: La dama pálida

Alexandre Dumas - La dama pálida

«La dama pálida» es un relato corto de Alexandre Dumas que se inscribe en la tradición del vampirismo literario. Ambientado en los Montes Cárpatos, el cuento está impregnado de misterio y superstición. La protagonista es Hedwigia, una joven polaca que, en plena lucha de independencia de Polonia en 1825, es enviada por su padre a buscar refugio en un monasterio remoto. En su camino, mientras atraviesa paisajes impresionantes y peligrosos, su comitiva es atacada por bandidos moldavos liderados por el enigmático Kostaki, un joven noble, hijo de la princesa de Brankovan. Kostaki desea tomar por la fuerza a Hedwigia, pero ella es protegida por Gregoriska, el hermanastro de Kostaki, quien la lleva a su castillo y la trata con toda la deferencia debida a su posición. Mientras se encuentra en el castillo, surge entre los hermanos una intensa disputa por el amor de Hedwigia, que culminará de manera dramática y trágica.

Alexandre Dumas - La dama pálida

La dama pálida

Alexandre Dumas
(Cuento completo)

Los Montes Cárpatos

–Soy Polaca; nací en Sandomir, es decir, en un país donde las leyendas llegan a ser artículos de fe, donde creemos en nuestras tradiciones de familia tanto, o más quizá, que en el Evangelio. Ninguno de nuestros castillos deja de tener su espectro, ni existe una sola cabaña sin su espíritu familiar. Tanto en la mansión del rico como en la morada del pobre, en el castillo como en la choza, se reconoce lo mismo el principio amigo, que el principio enemigo. A veces entran en lucha y combaten. Entonces suenan en las galerías misteriosos rumores, rugidos espantosos en las viejas torres, terremotos terribles que estremecen las paredes, que obligan tanto a aldeanos como a caballeros a huir lo mismo de la cabaña que del castillo corriendo a la iglesia en busca de la cruz bendita o de las santas reliquias, únicos preservativos contra los demonios que nos atormentan.

Pero otros principios combaten allí siempre cara a cara, principios más terribles, más encarnizados, más implacables aún la tiranía y la libertad.

El año 1825 presenció entre Rusia y Polonia una de esas luchas en las cuales diríase que se vierte toda la sangre de un pueblo, como se vierte a menudo toda la sangre de una familia.

Mi padre y mis dos hermanos habían alzado pendón contra el nuevo Zar, yendo a agruparse bajo la bandera de la independencia polaca, vencida siempre, pero siempre erguida.

Supe un día que mi hermano más joven había sucumbido, otro día me anunciaron que mi hermano mayor había sido herido de muerte, y por fin, después de un día entero, durante el cual había estado oyendo el aterrador rugido del cañón que incesantemente se aproximaba, vi llegar a mi padre con un centenar de jinetes, restos de los tres mil hombres que capitaneara.

Venía a encerrarse en nuestro castillo con intención de enterrarse bajo sus ruinas.

Mi padre que nada temía por él, temblaba por mí. En efecto, para mi padre no se trataba más que de la muerte, pues que estaba bien seguro de no caer vivo en manos de sus enemigos; pero para mí se trataba de la esclavitud, del deshonor, de la vergüenza.

De los cien hombres que le quedaban, eligió mi padre diez, llamó al intendente, le entregó todo el oro y joyas que poseíamos y recordando que, cuando la segunda partición de Polonia, mi madre, casi niña, había encontrado un refugio impenetrable en el monasterio de Sahastrú, situado en medio de los montes Cárpatos, le ordenó conducirme a ese monasterio que, hospitalario para la madre, no sería sin duda menos hospitalario para la hija.

No obstante el gran amor que me profesaba mi padre, la despedida no fue larga. Según toda probabilidad, los rusos debían avistar el castillo al siguiente día, y por lo tanto, no había tiempo que perder.

Me puse precipitadamente un traje de amazona con el cual tenía por costumbre acompañar a mis hermanos en sus cacerías. Se me ensilló el caballo más seguro de la cuadra, mi padre colocó en el arzón sus propias pistolas, obra maestra de Toula, me abrazó y dio la orden de partida.

Durante la noche y la jornada del siguiente día hicimos veinte leguas siguiendo las orillas de una de esas rías sin nombre que van a arrojarse en brazos del Vístula. Esta primera etapa nos había puesto fuera del alcance de los rusos.

A los últimos rayos del sol habíamos visto brillar las nevadas cumbres de los montes Cárpatos.

Al terminarse la jornada del siguiente día alcanzamos su base; y por fin, al amanecer del tercer día, empezamos a penetrar en uno de sus desfiladeros.

Nuestros montes Cárpatos no se parecen por cierto a las civilizadas montañas de vuestro Occidente. Cuanto la naturaleza tiene de extraño y grandioso se presenta allí a las miradas en su más completa majestad. Sus tempestuosas cimas se pierden en las nubes, cubiertas de eternas nieves; sus inmensos bosques de abetos se inclinan sobre el pulido espejo de lagos parecidos a mares; lagos cuya límpida superficie nunca surcó la menor navecilla, cuyo cristal, profundo como el azul del cielo, jamás empañó la red del pescador; allí apenas resuena de vez en cuando la voz humana, entonando algún canto moldavo al cual responden los gritos de los animales salvajes. Canto y gritos van entonces a despertar algún eco solitario, asombrado de que un rumor cualquiera le haya dado a conocer su propia existencia.

Durante millas enteras, se viaja bajo sombrías bóvedas de bosques cortados por las inesperadas maravillas que la soledad ofrece a cada paso y que asombran y admiran. Allí el peligro se halla en todas partes, y se compone de mil peligros diferentes, pero ni tiempo se tiene para sentir miedo, tanta es la sublimidad de que se revisten. Aquí cascadas improvisadas por el derretimiento de los hielos que, saltando de roca en roca, invaden repentinamente el estrecho sendero que seguís, sendero abierto por la bestia salvaje y el cazador que la persigue; más allá árboles minados por el tiempo que desprendiéndose del suelo caen con terrible estruendo parecido a un terremoto; otras veces soplan huracanes que os envuelven de nubes por en medio de las cuales se ve brillar, alargarse y torcerse el rayo, parecido a una serpiente de fuego.

Siguen a los elevados picos, a los bosques vírgenes, a las montañas gigantes, a las selvas sin límites, llanuras sin fin, verdadero mar con sus olas y tempestades, sábanas áridas y abolladas donde la vista se pierde en un horizonte sin límites; entonces no es ya terror lo que se tiene, sino honda tristeza, vasta y profunda melancolía de que nada puede distraeros, porque el aspecto del país, hasta donde alcanza la mirada, es siempre el mismo. Subís y bajáis veinte veces cuestas parecidas, buscando en vano un camino trillado; al verse así perdido el viajero en su propio aislamiento y en medio de los desiertos, se cree solo en la naturaleza, y su melancolía se trueca en desolación. En efecto, la marcha parece haber llegado a ser una cosa inútil y que a nada puede conduciros; no encontráis aldea, ni castillo, ni choza, ningún vestigio de habitación humana. Sólo algunas veces, como una tristeza más en aquel yermo paisaje, un pequeño lago sin cañaverales, sin matorrales, dormido en el fondo de un barranco, como otro Mar muerto, corta el camino con sus verduzcas aguas, por encima de las cuales se elevan al acercaros, algunos pájaros acuáticos con discordes y prolongados gritos. Después dais un rodeo, subís la colina que se os presenta, bajáis a otro valle, de nuevo subís otra colina, y esto dura hasta que se ha atravesado la cadena montañosa, que va siempre menguando.

Pero, pasada esta cordillera, si volvéis hacia el mediodía, entonces recobra el paisaje su grandiosidad, entonces veis otra cordillera de montes más elevados, de forma más pintoresca, de aspecto más rico; esa nueva cordillera ostenta sus penachos de bosques, sus serpenteadores arroyos; con la sombra y el agua renace la vida en el paisaje; se oye la campana de una ermita; se ve serpentear una caravana en la falda de una montaña. En fin, a los últimos rayos del sol, se distinguen, como una bandada de blancos pájaros acurrucados, las casas de algunas aldeas que parecen haberse agrupado como para preservarse de cualquier ataque nocturno; porque, con la vida ha vuelto el peligro, y no son ya, como en los primeros montes que se han atravesado, bandadas de osos y de lobos las que deben temerse, sino hordas de bandidos moldavos las que deben combatirse.

Íbamos entre tanto acercándonos al término de nuestro viaje. Habían transcurrido sin accidente alguno diez jornadas de camino. Podíamos ya distinguir la cima del monte Pión que domina con su cabeza toda aquella familia de gigantes y en cuya cuesta meridional está situado el convento de Sahastrú al cual me dirigía.

Tres días más y habríamos llegado.

Estábamos a fines del mes de julio. El día había sido bochornoso; y con una voluptuosidad indecible empezábamos a aspirar, a eso de las cuatro, las primeras brisas de la noche. Habíamos ya doblado las ruinosas torres de Niantzo, y bajábamos hacia una llanura que empezábamos a percibir a través de la abertura de los montes. Desde donde nos hallábamos, podíamos seguir con la vista el curso del Bistriza cuyas orillas esmaltaban rojas amapolas y campánulas de blancas flores. Costeábamos un precipicio en cuyo fondo corría el río, que allí no era más que un torrente. Nuestras cabalgaduras apenas tenían espacio suficiente para marchar dos de frente.

Precedíamos a nuestro guía, recostado sobre su caballo, cantando una canción moldava, de monótonas modulaciones y cuyas palabras escuchaba yo con singular interés.

El cantor era al mismo tiempo el poeta. Nada puedo decir de la música; sería preciso ser uno de aquellos montañeses, para cantárosla con toda su salvaje tristeza, y su sombría sencillez. He aquí la letra:

Allá en el yermo pantano,
el pantano de Stavila,
que con sangre de guerreros
bañó sus cienos un día,
¿no veis tendido un cadáver
sobre la tierra rojiza?
¡Es el terrible bandido
el seductor de María!
 
Hirió una bala su peono,
hirió con punta homicida
un yatagán su garganta;
pero, ¡oh misterio!, tres días.
tres días hace lo menos
que la sangre enrojecida,
humedeciendo la tierra
con sus olas siempre tibias,
brota incesante a raudales
a raudales de la herida,
de la herida del bandido
vil seductor de María.
 
Ya de sus ojos azules
la impura llama no brilla.
¡Huyamos todos, huyamos
de la laguna maldita!
Es un vampiro! Los lobos
buscan su oculta guarida,
y voladoras las aves,
sus alas negras agitan,
que es un vampiro el amante,
el seductor de María.

De improviso sonó la detonación de un arma de fuego y silbó una bala. Se interrumpió la balada, y el guía, herido de muerte; cayó rodando al fondo del precipicio, en tanto que su caballo se detenía estremecido, alargando su inteligente cabeza hacia el abismo en donde desapareció su dueño.

Al mismo tiempo resonó un inmenso grito y vimos aparecer en los flancos de la montaña unos treinta bandidos. Estábamos completamente rodeados.

Empuñó cada cual su arma, y aunque cogidos por sorpresa, como los que me acompañaban eran veteranos acostumbrados al fuego, no se dejaron intimidar y contestaron: yo misma, dando el ejemplo, empuñé una pistola, y, conociendo la desventaja de nuestra posición, grité: «¡Adelante!» y espoleé a mi caballo, que se precipitó frenético en dirección a la llanura.

Pero teníamos que habérnoslas con montañeses que saltaban de roca en roca como verdaderos demonios del abismo, haciendo fuego al saltar y guardando siempre sobre nuestro flanco la posición que desde un principio habían tomado.

Por lo demás, nuestra maniobra había sido prevista. En un sitio donde se ensanchaba el camino, y formaba una plazoleta el monte, nos esperaba un joven a la cabeza de una docena de jinetes; al vernos pusieron sus caballos a galope y vinieron a encontrarnos de frente, tanto que los que nos perseguían descendían de los flancos de la montaña, y, cortándonos la retirada nos envolvían por todos lados.

La situación era grave, y sin embargo, acostumbrada desde mi infancia a las escenas de guerra, pude abarcarla con una mirada sin perder un solo detalle.

Todos aquellos hombres, vestidos con pieles de carneros, llevaban inmensos sombreros hongos coronados de flores naturales, como los de los húngaros. Cada uno empuñaba un largo fusil turco, que blandían, después de haber disparado, lanzando gritos salvajes: llevaban, a más, en el cinto, un sable y un par de pistolas.

El jefe era un joven de veintidós años apenas, de rostro pálido, rasgados ojos negros y cabellos que caían en bucles sobre sus hombros. Su traje se componía del vestido moldavo guarnecido de pieles y ceñido a la cintura por una faja con tiras de oro y seda. Un sable corvo brillaba en su mano y se veían cuatro pistolas prendidas a su cinto. Durante el combate lanzaba gritos roncos e inarticulados que parecían no pertenecer a la lengua «humana», y que sin embargo eran, por lo visto, voces de mando porque sus hombres obedecían a aquellos gritos, tendiéndose boca abajo en el suelo para evitar las descargas de nuestros soldados, levantándose a su vez para hacer fuego, disparando sobre los que aún estaban en pie, rematando los heridos y convirtiendo el combate en carnicería.

Había visto caer, uno tras otro, las dos terceras partes de mis defensores. Cuatro quedaban todavía en pie, agrupándose a mi alrededor, no para pedir gracia que estaban ciertos de no obtener sino resueltos a vender su vida lo más caro posible.

Entonces el jefe arrojó un grito más expresivo que los demás extendiendo hacia nosotros la punta de su sable. Sin duda esa orden era la de envolver en un círculo de fuego nuestro último grupo y fusilarnos a todos juntos, porque los largos mosquetes moldavos se bajaron simultáneamente. Comprendí que había llegado nuestra hora suprema. Levanté los ojos y las manos al cielo en mi postrer rezo y aguardé la muerte.

En aquel momento vi, no bajar, sino precipitarse, saltar de roca en roca, un joven que se detuvo en pie, sobre una piedra que dominaba toda aquella escena, parecido a una estatua en su pedestal, y que, extendiendo la mano sobre el campo de batalla, no pronunció más qué una sola palabra:

—¡Basta!

A tal voz alzaron todos la mirada pareciendo obedecer a aquel nuevo jefe. Sólo un bandido, uno solo, encarándonos el fusil, hizo fuego.

Uno de nuestros hombres exhaló un grito; la bala le había roto el brazo izquierdo.

Volvióse casi enseguida para arrojarse sobre el que le había herido, pero antes de que hubiese dado cuatro pasos su caballo, un relámpago brilló encima de nosotros, y el bandido rebelde caía, despedazada por un balazo la cabeza.

Tan diversas emociones habían agotado mis fuerzas: me desmayé.

Cuando recobré mis sentidos, me hallaba tendida en la yerba, apoyada la cabeza sobre las rodillas de un hombre de quien sólo veía la mano blanca y cubierta de sortijas, rodeando mi talle, en tanto que, ante mí, en pie, cruzado de brazos y con el sable bajo uno de ellos, estaba el jefe moldavo que había dirigido el ataque contra nosotros.

—Kostaki, decía en francés y en tono de mando el que me sostenía, vais a ordenar al instante que vuestros hombres se retiren y a dejarme cuidar a esta mujer.

—Hermano mío, respondió el aludido que parecía contenerse con pena; hermano mío, cuidad de no apurar mi paciencia. Yo os dejo el castillo, dejadme vos el bosque. En el castillo vos sois el dueño pero yo soy aquí el soberano. Me bastaría aquí una palabra para obligaros a obedecerme.

—Kostaki, soy el mayor, es decir, el dueño en todas partes, lo mismo en el castillo que en el bosque, lo mismo allí que aquí. ¡Oh!, soy de la sangre de Brankovan, como vos mismo, acostumbrado también a mandar, y mando.

—Vos, Gregoriska, mandáis a vuestros lacayos, pero a mis soldados ¡no!

—Vuestros soldados son bandidos, Kostaki… bandidos que haré colgar de las almenas de nuestras torres, si al instante no me obedecen.

—Pues bien, tratad de mandárselo.

Entonces sentí que el que me sostenía retiraba suavemente la rodilla y colocaba con cuidado mi cabeza sobre una piedra. Le seguí ansiosa con la vista, y pude ver al mismo joven que había caído, por decirlo así, del cielo en medio de nuestra pelea, y que sólo había podido entrever, por haberme desmayado en el instante mismo en que habló.

Tendría unos veinticuatro años, era de elevada estatura, y en sus grandes ojos azules se leían resolución y firmeza singulares.

Sus largos cabellos rubios, indicio de la raza eslava, le caían sobre los hombros como los del arcángel san Miguel, ornando unas mejillas jóvenes y frescas; entreabría sus labios desdeñosa sonrisa, dejando ver una doble hilera de perlas; su mirada era la que cruza el águila con el rayo. Iba vestido con una especie de túnica de terciopelo negro; un pequeño birrete parecido al de Rafael, ornado de una pluma de águila, cubría su cabeza; llevaba pantalones ajustados y botas bordadas. Su talle estaba ceñido por un cinturón del cual pendía un cuchillo de caza; y colgaba de sus hombros una pequeña carabina de dos cañones, cuya puntería había podido apreciar uno de los bandidos.

Extendió la mano, y aquella mano tendida parecía dictar órdenes a su mismo hermano.

Pronunció algunas palabras en idioma moldavo, palabras que parecieron ejercer profunda impresión en los bandidos. Entonces, en el mismo idioma, habló a su vez el joven jefe, y adiviné que en sus palabras iban envueltas imprecaciones y amenazas.

Pero a aquel largo y acalorado discurso, el mayor de los dos hermanos sólo respondió una palabra.

Los bandidos se inclinaron.

Hizo un gesto, y los bandidos se alinearon tras de nosotros.

—Y bien, sea, Gregoriska, —dijo Kostaki volviendo a valerse de la lengua francesa—. No irá esa mujer a la caverna; pero no por ello dejará de ser mía. La encuentro hermosa, la he conquistado y la quiero.

Y al decir estas palabras, se arrojó hacia mí y me tomó en sus brazos.

—Esa mujer será conducida al castillo y entregada a mi madre, y de aquí a allá no la abandonaré, respondió mi protector.

—¡Mi caballo! —gritó Kostaki en lengua moldava.

Diez bandidos se apresuraron a obedecer y presentaron al dueño el caballo que pedía.

Gregoriska miró a su alrededor, cogió por la brida al caballo sin dueño y de un salto montó en él sin tocar si siquiera los estribos.

Kostaki se colocó en la silla casi con tanta ligereza como su hermano, aun cuando me tenía aún entre sus brazos, partió al galope.

El caballo de Gregoriska parecía haber recibido el mismo impulso, y fue a colocar su cabeza y su flanco juntó a la cabeza y flanco del caballo de Kostaki.

Era cosa curiosa el ver a aquellos dos jinetes, volando uno al lado del otro, sombríos, silenciosos, no perdiéndose de vista ni un solo instante, y, sin mirarse al parecer, abandonados a sus caballos, cuya desesperada carrera les llevaba a través de bosques, rocas y precipicios.

Mi cabeza caída me permitía ver los hermosos ojos de Gregoriska fijos en los míos. Kostaki lo reparó, levantó mi cabeza y ya no vi más que su mirada sombría que me devoraba. Bajé los párpados; pero inútilmente: a través de su velo, continué viendo aquella mirada lacerante que, penetrando hasta el fondo de mi pecho, me atravesaba el corazón.

Entonces se apoderó de mí una extraña alucinación; me pareció ser la Leonora de la balada de Burger, arrastrada por el caballo y el caballero fantasmas, y cuando sentí que nos deteníamos, sólo con terror abrí mis ojos, tan convencida me hallaba de que no iba a ver a mi alrededor sino cruces rotas y sepulcros abiertos.

Lo que vi, no, era mucho más risueño.

Era el patio interior de un castillo moldavo construido en el siglo XIV.

El Castillo de Brankovan

Kostaki dejó que me deslizara desde sus brazos al suelo, y casi al mismo tiempo bajó conmigo; pero por rápido que fuese su movimiento, no hizo más que seguir al de Gregoriska.

Como éste lo había dicho, él era el amo en el castillo.

Los criados acudieron con presteza en cuanto vieron llegar a los dos jóvenes y a la extranjera; pero aunque guardaran iguales consideraciones a Kostaki y a Gregoriska, conocíase perfectamente que trataban al último con más profundo respeto y mayor sumisión.

Dos mujeres se acercaron; Gregoriska les dio una orden en idioma moldavo y con la mano me hizo seña de que las siguiese.

Era tan respetuosa la mirada con que acompañó la seña, que no vacilé. Pasados cinco minutos, me encontraba en un aposento que, por desamueblado e inhabitable que pareciera al hombre menos exigente, era desde luego el mejor del castillo.

Era una gran pieza cuadrada, con una especie de diván de sarga verde que servía por el día de asiento, y de lecho por la noche. Había además cinco o seis grandes sillones de encina, un ancho cofre y en uno de los rincones de esta estancia un dosel semejante a un magnífico altar. Nada de cortinas, ni en las ventanas ni en el lecho.

Subíase a ese cuarto por una escalera donde de trecho en trecho aparecían en sus nichos, de tamaño mayor que el natural, tres estatuas de los Brankovan.

Pasado un momento, subieron al cuarto los equipajes, entre los que se hallaban mis maletas. Las mujeres me ofrecieron sus servicios. Pero aunque reparé en el desorden de mi traje, conservé mi vestido de amazona, por estar más en armonía con el de mis huéspedes que otro cualquiera.

En aquel momento llamaron suavemente a la puerta.

—Entrad, —dije naturalmente en francés, porque ya sabéis que el francés es para nosotros los polacos una lengua casi materna.

Gregoriska entró.

—¡Ah, señora!, ¡cuánto me alegro de que habléis francés!

—Y yo también, —le respondí—, puesto que por esta casualidad he podido apreciar vuestra generosa conducta para conmigo. En este idioma me habéis librado de los designios de vuestro hermano y en este mismo idioma voy a expresaros mi sincero reconocimiento.

—Gracias, señora. Era natural que me interesara por una mujer que se encontraba en vuestra situación. Estaba cazando en la montaña, cuando oí detonaciones irregulares y continuas, por lo que comprendí que se trataba de algún ataque a mano armada, y me dirigí adonde sonaba el tiroteo. Gracias a Dios, llegué a tiempo; pero ¿me permitiréis, señora, que me informe del casual motivo por qué una mujer de distinción, como vos, se ha arriesgado a penetrar en nuestras montañas?

—Soy polaca, —le respondí—; mis dos hermanos acaban de sucumbir en la guerra contra Rusia; mi padre, a quien he dejado dispuesto a defender nuestro castillo contra el enemigo, sin duda a estas horas ha ido ya a reunirse con ellos en el sepulcro, y yo, obedeciendo las órdenes de mi padre, huyendo de aquellas escenas de muerte, venía a buscar un refugio en el monasterio de Sahastrú, donde mi madre encontró en su juventud y en iguales circunstancias un asilo seguro.

—¿Sois enemiga de los rusos? Tanto mejor, entonces, dijo el joven, tanto mejor, porque ese título tal será para vos poderoso auxiliar en este castillo, y es fuerza que sepáis que hemos menester de todas nuestras fuerzas para sostener la lucha que se prepara. Y puesto que ya sé ahora quién sois vos, justo es que sepáis quiénes somos nosotros: el nombre de Brankovan no os será desconocido, ¿verdad, señora?

Me incliné, en ademán afirmativo.

—Mi madre es la última princesa de este nombre, la última descendiente de aquel ilustre caudillo a quien hicieron matar los Cantimir, miserables cortesanos de Pedro I. Casó mi madre en primeras nupcias con mi padre Servan Waivady, príncipe como ella pero de raza menos ilustre.

Mi padre había sido educado en Viena, donde pudo apreciar las ventajas de la civilización. Resolvió hacer de mí un europeo, y partimos para Francia, Italia, España y Alemania.

Mi madre…, no debiera un hijo, bien lo sé, contaros lo que voy a deciros; pero como es preciso que nos conozcáis, podréis apreciar las causas de esta revelación; mi madre que, durante los primeros viajes de mi padre, cuando estaba yo en mi infancia, había tenido relaciones culpables con un jefe de sectarios (así es, añadió Gregoriska sonriendo, cómo llaman en este país a los hombres que os han atacado), mi madre, digo, que había tenido relaciones culpables con el conde Giordaki Koproli, medio griego, medio moldavo, escribió a mi padre para decírselo todo y pedirle el divorcio, apoyando semejante demanda en que no quería —ella, una Brankovan— continuar siendo la mujer de un hombre que era cada día más extranjero en su país. Desgraciadamente, mi padre no tuvo necesidad de otorgar su consentimiento a esta demanda, que a vos podrá parecer extraña, pero que es muy natural y común entre nosotros. Acababa mi padre de morir de un aneurisma que le martirizaba hacía ya tiempo, y yo fui quien recibí la carta. Nada tenía yo que hacer, sino votos sinceros por la felicidad de mi madre, y una carta mía le llevó estos votos anunciándole que había quedado viuda.

En esta misma carta le pedía el permiso de continuar mis viajes, permiso que me fue otorgado.

Mi intención decidida era fijarme en Francia o en Alemania, para no encontrarme frente a un hombre que me odiaba y a quien yo no podía amar —me refiero al marido de mi madre—, cuando llegó repentinamente a mí noticia que el conde Giordaki Koproli acababa de ser asesinado, según decían, por los antiguos cosacos de mi padre.

Me apresuré a regresar: yo amaba a mi madre, comprendía su soledad, su necesidad de tener junto a ella y en tal momento, a las personas que podían serle queridas. Sin que nunca me hubiese profesado un amor muy tierno, era yo su hijo.

Una mañana entré, sin que me esperasen, en el castillo de nuestros padres, y encontré en él a un joven que tomé al principio por un extranjero y que luego supe era mi hermano. Era Kostaki, el hijo del adulterio, que había legitimado un segundo casamiento; Kostaki, es decir, la indomable criatura que habéis visto, cuya única ley son las pasiones, para quien nada sagrado hay en este mundo más que su madre, y que me obedece como el tigre obedece al brazo que le ha domado, pero con un eterno rugido y retenido por la vaga esperanza de devorarme un día.

En el interior del castillo, en la morada de los Brankovan y de los Waivady soy todavía el amo; pero, fuera de este recinto, al hallarse al aire libre, vuelve a ser el salvaje hijo de los bosques y de los montes que todo quiere doblegarlo bajo su voluntad de hierro. ¿Cómo ha cedido hoy, y cómo sus hombres han cedido? No sé explicármelo; tal vez por añeja costumbre, por un resto de respeto. No quisiera sin embargo aventurar una nueva prueba. Permaneced aquí no abandonéis esta habitación, este patio, el interior de los muros, en fin, y yo respondo de todo; pero si dais un paso fuera del castillo, no respondo de nada como no sea de hacerme matar para defenderos.

—¿No podré, pues, según los deseos de mi padre, continuar mi camino hacia el convento de Sahastrú?

—Haced, ensayad, ordenad, y os acompañaré; pero de seguro quedaré en el camino, y vos… vos no llegaréis.

—¿Qué hacer, entonces?

—Quedarse, aguardar, tomar consejo de los acontecimientos, aprovechar las circunstancias. Suponed que habéis caído en una cueva de bandidos y que sólo vuestro valor puede sosteneros, vuestra sangre fría salvaros. Mi madre, no obstante su preferencia por Kostaki, el hijo de su amor, es buena y generosa. Además, es una Brankovan, es decir, una verdadera princesa. Vos la veréis y ella os defenderá contra las brutales pasiones de Kostaki. Poneos bajo su protección; sois bella y os amará… os amará, sí, porque, ¿quién podría veros sin amaros? —añadió mirándome con indefinible expresión—. Venid ahora al comedor, donde os espera mi madre; y no mostréis turbación ni desconfianza; hablad en polaco; nadie conoce aquí esta lengua; yo traduciré vuestras palabras a mi madre, y, perded cuidado, no le diré sino lo que sea preciso decirle. Lo que sobre todo os encargo, es que no digáis ni una sola palabra acerca de lo que acabo de revelaros; nadie debe sospechar que estamos de acuerdo. Venid.

Le seguí por la escalera de que ya os he hablado, iluminada por resinosas antorchas sostenidas por manos de hierro empotradas en la pared.

Era evidente que sólo para mí usaban aquella iluminación no acostumbrada.

Llegamos al comedor.

Enseguida de haber abierto la puerta Gregoriska, y haber pronunciado, en moldavo, una palabra que luego supe que quería decir: la extranjera, una mujer de elevada estatura se adelantó hacia nosotros.

Era la princesa Brankovan.

Llevaba trenzados detrás de la cabeza sus blancos cabellos, cubierto por una gorrita de marta cibelina, coronada por un penacho, testimonio de su regia estirpe, y vestía una especie de bata de tela de oro, cuyo cuerpo sembrado de pedrerías ocultaba a medias un sobretodo de tela turca, guarnecido de pieles análogas a las de la gorra.

En la mano, un rosario de cuentas de ámbar.

A su lado estaba Kostaki llevando el espléndido y majestuoso traje magiar, con el cual me pareció aún más extraño.

Era una túnica de terciopelo verde de mangas muy anchas, que le caía hasta cerca de las rodillas; llevaba pantalones de cachemira encarnada y babuchas de tafilete bordadas de oro; su cabeza estaba descubierta, y sus largos cabellos, azules a fuerza de ser negros, caían sobre el desnudo cuello, donde asomaba la finísima orla blanca de una camisa de seda.

Me saludó torpemente y pronunció en moldavo algunas palabras que fueron para mí ininteligibles.

Podéis hablar francés, hermano mío, dijo Gregoriska, la señora es polaca y entiende este idioma.

Entonces pronunció Kostaki en francés ciertas palabras casi tan ininteligibles para mí como las que en moldavo había pronunciado, pero las interrumpió la madre extendiendo gravemente el brazo. Indudablemente declaraba a sus hijos que era ella quien debía recibirme.

Entonces empezó en lengua moldava un discurso de bienvenida al cual daba su fisonomía un sentido fácil de explicar. Me mostró la mesa, me ofreció un asiento junto al suyo, me señaló con un ademán la casa entera, como para decirme que podía disponer de ella, y sentándose la primera con benévola dignidad, hizo la señal de la cruz y empezó una oración.

Cada uno ocupó entonces su asiento, asiento fijado por la etiqueta. Gregoriska se sentó junto a mí. Yo era la extranjera, y por consiguiente ocupaba el sitio honorífico de Kostaki junto al de su madre Smeranda.

Así era como se llamaba la princesa.

Gregoriska también había mudado de traje. Llevaba como su hermano la túnica magiar; sólo que era de terciopelo granate y sus pantalones de cachemira azul. Pendía de su cuello una magnífica condecoración: el Nisham del sultán Mahmoud.

Los demás comensales de la casa cenaban a la misma mesa, cada cual ocupando el sitio que le designaba su jerarquía entre los amigos o entre los servidores.

La cena fue triste; ni una vez sola me dirigió Kostaki la palabra aunque su hermano guardó siempre la atención de hablarme en francés. Por lo que toca a la madre, me ofreció ella misma de todo lo que sirvieron con aquella solemnidad que nunca la abandonaba. Tenía razón Gregoriska: era una verdadera princesa.

Después de la cena, Gregoriska se adelantó hacia su madre, explicándole en lengua moldava la necesidad que sentiría sin duda de hallarme sola, y cuán necesario me sería el descanso después de un día tan lleno de emociones.

Smeranda hizo con la cabeza una seña de aprobación, me tendió la mano, me besó en la frente como lo hubiera hecho con su hija y me deseó una feliz noche en su castillo.

Gregoriska no se había equivocado: deseaba yo ardientemente aquel instante de soledad. Así, pues, di las gracias a la princesa que me acompañó hasta la puerta, donde me esperaban las dos mujeres que me habían conducido anteriormente a mi habitación.

La saludé a mi vez, lo mismo que a sus dos hijos y entré en el aposento mismo del cual saliera una hora antes.

El sofá había sido convertido en lecho, y éste era el único cambio que allí se había operado.

Di gracias a las doncellas haciéndoles seña de que me desnudaría sola, y salieron enseguida deshaciéndose en testimonios de respeto que indicaban que tenían orden de obedecerme en todo.

Me quedé en aquel aposento inmenso donde mi luz, al cambiar de sitio, no iluminaba más que las partes que recorría, sin llegar a iluminar lo restante; singular combinación que establecía una lucha entre el resplandor de mi bujía y los rayos de la luna que atravesaban por mi ventana sin cortinas.

Además de la puerta por la cual había entrado y que daba a una escalera, otras dos puertas comunicaban con mi aposento; pero los cerrojos enormes de que estaban provistas y que se cerraban del lado en que yo me hallaba, bastaban para tranquilizarme.

Me acerqué a la puerta de entrada que cuidadosamente inspeccioné. Ésta, como las otras, tenía sus medios de defensa. Abrí mi ventana: daba sobre un precipicio.

Comprendí que ya con qué intención había elegido Gregoriska aquella habitación.

En fin, al volver a mi sofá, encontré sobre una mesa colocada a mi cabecera, un billetito doblado.

Lo abrí y leí en polaco.

«Dormid tranquila; nada tenéis que temer mientras permanezcáis en el interior del castillo».
«GREGORISKA».

Seguí el consejo que me daba. Y vencida de la fatiga me acosté y me dormí.

Los dos hermanos

A partir de aquel momento quedé establecida en el castillo, y empezó el drama que voy a contaros.

Ambos hermanos se enamoraron de mí cada uno según su carácter.

Kostaki, desde el día siguiente, me dijo que me amaba, declaró que sería suya y no de otro, y que me mataría antes que dejarme pertenecer a otro, fuera quien fuese.

Gregoriska nada dijo; pero me rodeó de cuidados y atenciones. Todos los recursos de una educación brillante, todos los recuerdos de su juventud pasada en las más nobles cortes de Europa fueron empleados para complacerme y, ¡ay!, no era difícil; al primer sonido de su voz, había yo sentido que aquella voz acariciaba mi alma; a la primera mirada de sus ojos sentí que aquella mirada penetraba hasta mi corazón.

A los tres meses, Kostaki me había repetido cien veces que me amaba, y yo le odiaba; a los tres meses Gregoriska no me había dirigido aún una sola palabra de amor; y, sin embargo, yo sentía que cuando me lo exigiese sería suya enteramente.

Kostaki había renunciado a sus correrías. Ya no abandonaba el castillo. Había abdicado por de pronto en favor de una especie de teniente que, de vez en cuando, venía a recibir sus órdenes, y desaparecía.

Smeranda me amaba también con apasionada amistad cuya expresión me daba miedo. Protegía visiblemente a Kostaki y parecía estar más celosa de mí, de lo que lo estaba él mismo. Sólo que, como no entendía el polaco, ni el francés y yo por mi parte no entendía el moldavo, no podía instar mucho en favor de su hijo; pero había aprendido a decir en francés tres palabras, las cuales repetía cada vez que sus labios se posaban sobre mi frente:

Kostaki ama Hedwigia.

Un día supe una noticia terrible y que vino a colmar mis desdichas; habían sido liberados los cuatro hombres que sobrevivieran al combate, y habían partido para Polonia, jurando que uno de ellos volvería antes de tres meses para darme noticias de mi padre.

Uno de ellos regresó, en efecto, una mañana.

Nuestro castillo había sido tomado por asalto, incendiado y arrasado; mi padre se hizo matar defendiéndole.

Estaba sola en el mundo.

Redobló sus instancias Kostaki y su ternura Smeranda; pero por aquella vez pretexté el luto de mi padre. Kostaki insistió diciendo que cuanto más aislada me hallaba, más necesidad tenía de sostén; su madre insistió con él y más que él quizá.

Gregoriska me había hablado de esa fuerza de voluntad, de ese poder que ejercen sobre sí mismos los moldavos, cuando no quieren dejar leer en sus sentimientos. De ello era él propio un ejemplo viviente. Era imposible estar más cierta de amor de un hombre de lo que yo lo estaba del suyo, y sin embargo, si se me hubiese preguntado en qué prueba se apoyaba aquella certeza, me hubiera sido imposible decirlo; nadie, en el castillo, podía decir que hubiese visto su mano tocar la mía, ni sus ojos buscar los míos. Sólo los celos podían descubrir a Kostaki aquella rivalidad, como sólo mi amor podía esclarecerme sobre aquel amor.

Lo confieso, sin embargo, aquel poder de Gregoriska sobre sí mismo me inquietaba. Ciertamente que yo creía, pero no era bastante, necesitaba convencerme, cuando una noche, así que acababa de entrar en mi habitación, oí llamar suavemente a una de las dos puertas que ya he indicado que cerraban por dentro. En el modo de llamar, adiviné que el llamamiento procedía de un amigo. Me acerqué y pregunté:

—¿Quién va?

—Gregoriska, —respondió una voz cuyo acento no era posible que equivocara yo con otro.

—¿Qué me queréis? —le pregunté temblando de emoción.

—Si tenéis confianza en mí, dijo Gregoriska, si me creéis hombre de honor, concededme un favor.

—¿Cuál?

—Apagad vuestra luz como si estuvieseis acostada, y, dentro de media hora, abridme vuestra puerta.

—Volved dentro de media hora. —Fue mi única respuesta. Apagué la luz y esperé.

Mi corazón latía con violencia, comprendiendo que se trataba de algún acontecimiento importante.

Transcurrió la media hora; oí llamar aún más quedo que la primera vez. Como durante el intervalo había descorrido los cerrojos, sólo tuve que abrir la puerta.

Gregoriska entró y, sin aguardar a que él me lo dijera, empujé la puerta detrás de él y corrí los cerrojos.

Permaneció un instante mudo e inmóvil, imponiéndome silencio con el gesto. Después, cuando se hubo cerciorado de que ningún peligro urgente nos amenazaba, me condujo al centro de la vasta habitación y conociendo por mi temblor que me sería imposible permanecer en pie, fue a buscarme una silla.

Me senté, o por mejor decir, me dejé caer sobre aquel asiento.

—¡Oh! ¡Dios mío! —le dije—, ¿qué hay, y por qué tantas precauciones?

—Porque mi vida, lo cual nada importaría, y la vuestra quizá también dependen de la conversación que vamos a tener. —Asustada; le cogí de la mano.

Llevó él mi mano a sus labios, sin dejar de mirar para pedirme perdón de semejante osadía.

Yo bajé los ojos; era expresar en silencio mi consentimiento.

—Os amo, —me dijo con su voz melodiosa como un canto—; ¿me amáis vos?

—Sí, —le respondí.

—¿Consentiríais en ser mi esposa?

—Sí.

Gregoriska pasó la mano por su frente con una profunda aspiración de felicidad.

—¿Entonces, no rehusaréis seguirme?

—Os seguiré a todas partes.

—Porque ya comprenderéis, —continuó—, que no podemos ser felices sino huyendo.

—¡Oh!, ¡sí! —exclamé—; ¡huyamos!

—¡Silencio! —dijo él estremeciéndose—; ¡silencio!

—Tenéis razón.

Y, trémula, me acerqué a él.

—He aquí la causa, me dijo, de que haya permanecido tan largo tiempo sin confesaros mi amor. Y es que deseaba, una vez seguro de vuestro amor, que nada pudiera oponerse a nuestra unión. Yo soy rico, Hedwigia, inmensamente rico; pero a la manera de los señores moldavos, rico en tierras, en rebaños, en siervos. Pues bien, he vendido al monasterio de Hango por valor de un millón de tierras, en rebaños, en villas, y me han dado por valor de trescientos mil francos en pedrerías cien mil francos en oro, y el resto en letras de cambio sobre Viena. ¿Os bastará un millón?

Yo le estreché la mano.

—Vuestro amor me hubiera bastado Gregoriska, juzgad pues.

—Pues bien, oídme. Mañana, iré al monasterio de Hango para terminar el negocio con el superior. Tiene caballos dispuestos, que nos esperarán desde las nueve, ocultos a cien pasos del castillo. Después de cenar, subiréis como hoy a vuestra habitación, como hoy apagaréis vuestra luz, como hoy, en fin, me introduciré yo en vuestro aposento. Sólo que mañana en lugar de salir solo, vos me seguiréis, llegaremos a la puerta que da al campo, encontraremos nuestros caballos, y pasado mañana al amanecer habremos andado ya treinta leguas.

—¡Ojalá fuese pasado mañana!

—¡Hedwigia mía!

Gregoriska me estrechó contra su corazón, nuestros labios se encontraron.

¡Ah! Él lo había dicho. Era hombre honrado; pero, harto comprendió, que si no le pertenecía mi cuerpo, al menos le pertenecía el alma.

Transcurrió la noche sin que me fuera dado dormir un solo instante. Me encontraba ya huyendo con Gregoriska, me sentía llevada por él como lo había sido por Kostaki; sólo que, esta vez, la carrera terrible, espantosa, fúnebre, se trocaba en tierno y prolongado abrazo, al cual la celeridad añadía cierta voluptuosidad, propia de la carrera. Llegó el día, y bajé.


Me pareció que había algo de más sombrío aún de lo acostumbrado, en la manera como me saludó Kostaki. Su sonrisa no era sólo una ironía, era una amenaza.

Smeranda me pareció la misma que de costumbre.

Durante el desayuno, Gregoriska mandó que le ensillaran su caballo. Kostaki pareció no fijar la atención en semejante orden.

A las once se despidió de nosotros Gregoriska diciéndonos que hasta la noche no estaría de vuelta, y suplicando a su madre que no le esperase a comer; después volviéndose hacia mí, me rogó tuviese a bien admitir sus disculpas.

Salió. La mirada de su hermano le siguió hasta el instante en que dejó el aposento, y, en aquel instante, brotó de esta mirada un rayo tal de odio que a mi pesar me estremecí.

Transcurrió el día en medio de las ansias que podéis figuraros. A nadie había confiado yo nuestros proyectos, ni aun casi en mis rezos me había atrevido a decírselos a Dios, y me parecía que cada mirada que en mí se fijaba podía penetrar y leer en el fondo de mi corazón.

La comida fue un suplicio. Sombrío y taciturno, Kostaki hablaba raras veces; aquel día se contentó con dirigir dos o tres veces la palabra en moldavo a su madre y cada vez me hizo estremecer el acento de su voz.

Cuando me levanté para subir a mi aposento, Smeranda, como de costumbre, me abrazó, y, al abrazarme, me dijo aquella misma frase que desde hacía ocho días no había oído salir de su boca:

Kostaki ama Hedwigia.

Esta frase me persiguió como una amenaza, y al encontrarme sola en mi aposento me pareció que una voz murmuraba a mis oídos:

—¡Kostaki ama Hedwigia!

Ahora bien, el amor de Kostaki, Gregoriska me lo había dicho, era la muerte.

A las siete de la noche y cuando empezaba a oscurecer, vi a Kostaki atravesar el patio. Se volvió para mirar hacia mis ventanas; pero yo me hice atrás a fin de que no pudiera verme.

Estaba inquieta, porque le había visto dirigirse hacia las cuadras.

Me arriesgué a descorrer los cerrojos de la puerta y a deslizarme hasta el aposento vecino, desde donde podía ver todo lo que iba a hacer.

En efecto, se dirigía a la cuadra, de donde por sí mismo sacó a su caballo favorito, y lo ensilló con sus propias manos, con el cuidado de un hombre que concede la mayor importancia a los menores detalles. Llevaba el traje mismo con el cual le vi por primera vez, y su sable por toda arma.

Ensillado ya su caballo, miró otra vez a la ventana de mi aposento. Enseguida, como no me viera, montó, mandó abrir la puerta por la cual había salido y debía entrar su hermano y se alejó al galope en dirección al monasterio de Hango.

Entonces se me oprimió el corazón de una manera terrible; un presentimiento fatal me decía que Kostaki iba al encuentro de su hermano.

Permanecí en aquella ventana tanto tiempo como pude distinguir el camino que a un cuarto de legua del castillo había un recodo y se perdía en el principio de un bosque. Pero la noche era cada vez más densa y lo perdí de vista. Permanecí allí todavía. Por fin, la propia inquietud me devolvió la fuerza, y como era evidente que en la sala baja podría recibir más pronto las primeras noticias de uno o del otro de los dos hermanos, bajé.

Mi primera mirada fue para Smeranda. En la tranquilidad de su rostro vi que no sentía aprensión alguna; daba sus órdenes para la cena acostumbrada y estaban colocados en sus sitios los cubiertos de ambos hermanos.

No me atreví a interrogar a nadie. ¿Por otra parte, a quién hubiera interrogado? Nadie en el castillo, excepto Kostaki y Gregoriska, hablaba ninguno de los dos idiomas únicos que yo conocía.

Me estremecía al menor ruido.

A las nueve, por lo común, nos sentábamos a la mesa para cenar.

Había yo bajado a las ocho y media y seguía con los ojos la aguja cuyo movimiento era casi visible en el vasto cuadrante del reloj.

Dieron los tres cuartos. La vibración resonó sombría y triste; enseguida la aguja emprendió su marcha silenciosa, y la vi de nuevo recorrer la distancia con la regularidad y lentitud de una punta de compás.

Algunos minutos antes de las nueve me pareció oír en el patio el galope de un caballo. Smeranda lo oyó también, porque volvió la cabeza del lado de la ventana; pero era demasiado oscura la noche para que pudiese ver nada.

—¡Oh!, ¡si me hubiese mirado en aquel momento, cómo hubiera adivinado lo que pasaba en mi corazón!

No había sonado más que el galope de un solo caballo, y era muy natural. Ya sabía yo que no regresaría más que un solo caballero.

¿Pero cuál?

Resonó en la antesala el rumor de unas pisadas. Éstas eran lentas; parecían gravitar sobre mi corazón.

Se abrió la puerta y vi diseñarse una sombra en la oscuridad. Esta sombra se paró un instante en el umbral de la puerta.

Mi corazón estaba suspenso.

La sombra se adelantó, y a medida que iba penetrando en el círculo de luz, yo respiraba.

Reconocí a Gregoriska.

Un instante más de dolor, y se rompería mi corazón.

Reconocí a Gregoriska, sí, pero pálido como la muerte. Solamente con verle, se adivinaba ya que acababa de ocurrir algo terrible.

—¿Eres tú, Kostaki? —preguntó Smeranda.

—No, madre mía, —respondió Gregoriska con voz sorda.

—¡Ah!, ¿por fin estáis aquí, y desde cuando aquí debe esperaros vuestra madre?

—Madre mía, —dijo Gregoriska fijando una mirada en el reloj—, no son más que las nueve.

En aquel momento, efectivamente, dieron las nueve.

—Verdad es, —dijo Smeranda—. ¿Dónde está vuestro hermano? —A mi pesar, pensé que era la misma pregunta que Dios había dirigido a Caín.

Gregoriska no respondió.

—¿Nadie ha visto a Kostaki? —preguntó Smeranda. El mayordomo se informó.

—A las siete, —dijo éste—, el conde ha ido a la cuadra a ensillar por sus propias manos su caballo, y ha partido por el camino del monasterio de Hango.

En aquel momento se encontraron mis ojos con los de Gregoriska. No sé si fue realidad o alucinación, pero me pareció que una gota de sangre lucía en medio de su frente.

Llevé lentamente el dedo a mi propia frente, indicando el sitio donde creía ver aquella mancha.

Comprendiéndolo Gregoriska; tomó su pañuelo y se enjugó.

—Sí, sí —murmuró Smeranda—, habrá encontrado algún oso, algún lobo que se habrá entretenido en perseguir. Por cosa tan baladí deja un hijo a su madre. ¿Dónde le habéis dejado, Gregoriska?, decid.

—Madre mía, —respondió Gregoriska con voz conmovida pero entera—, mi hermano y yo no hemos partido juntos.

—Bien está, —dijo Smeranda—. Sírvase la cena, sentémonos a la mesa y ciérrense las puertas. Los que estén fuera, dormirán fuera.


Las dos primera partes de esta orden fueron ejecutadas al pie de la letra. Smeranda ocupó su asiento, Gregoriska se sentó a su derecha y yo a su izquierda.

Después salieron los criados para cumplir la tercera orden, es decir, para cerrar las puertas del castillo.

En aquel momento se oyó un gran rumor en el patio y un sirviente, azorado, se precipitó en el comedor exclamando:

—Princesa, el caballo del conde Kostaki acaba de entrar en el patio, solo y cubierto de sangre.

—¡Oh! —murmuró Smeranda irguiéndose pálida y amenazadora—; así entró una noche el caballo de su padre.

Dirigí la vista hacia Gregoriska. No estaba ya pálido; estaba lívido.

En efecto, el caballo del conde Koproli había entrado una noche en el patio del castillo, cubierto de sangre, y una hora después los servidores habían encontrado y traído el cuerpo cubierto de heridas.

Smeranda tomó un hachón de manos de uno de los criados, se adelantó hacia la puerta, la abrió, y bajó al patio.

Al asustado caballo apenas podían contenerle tres o cuatro servidores.

Smeranda se adelantó hacia el animal; miró la sangre que manchaba su silla, y descubrió una herida en lo alto de la frente.

—Kostaki ha sido muerto de frente, dijo la princesa, en duelo, y por un solo enemigo. Buscad su cuerpo, hijos míos, que más tarde trataremos de buscar al matador.

Como el caballo había entrado por la puerta de llano, todos los servidores se precipitaron por esta puerta, y relucieron los hachones por la campiña hasta perderse en el bosque, como, en una hermosa noche de verano, se ven centellear las luciérnagas en las llanuras de Niza y de Pisa.

Smeranda, como si hubiese estado convencida de que las pesquisas no serían largas, esperaba de pie en la puerta. Ni una lágrima corría de los ojos de aquella desolada madre, y sin embargo se sentía rugir la desesperación en el fondo de su alma.

Gregoriska estaba detrás de ella y yo junto a Gregoriska. Por un instante, al abandonar el salón, había tenido la intención de ofrecerme el brazo, pero no se atrevió.

Al cabo de un cuarto de hora o poco más, se vio por la revuelta del camino aparecer una antorcha, enseguida dos, después todas.

Sólo que aquella vez en lugar de esparramarse por la campiña, estaban agrupadas en torno de un centro común.

Este centro común, según pudo verse muy pronto, se componía de una litera y de un hombre tendido sobre ella.

El fúnebre cortejo avanzaba, pero lentamente.

A los diez minutos llegó a la puerta. Al reparar en la madre viva que aguardaba al hijo muerto, los que lo llevaban se descubrieron instintivamente, después entraron silenciosos en el patio.

Smeranda les siguió, y nosotros seguimos a Smeranda. De ese modo llegamos al salón en el cual fue depositado el cuerpo.

Entonces, con ademán de suprema majestad, Smeranda se abrió paso, y acercándose al cadáver, dobló en tierra una rodilla, separó los cabellos que ocultaban su rostro, y permaneció contemplándole por largo tiempo, enjutos los ojos. Abriendo enseguida la túnica moldava, entreabrió la camisa manchada de sangre.

La herida estaba en el costado derecho del pecho. Debía haber sido causada por una hoja recta y cortante de dos filos. Recordé haber visto aquel día mismo, en el cinto de Gregoriska, el largo cuchillo de caza que servía de bayoneta a su carabina.

Busqué el arma en su cinto, pero había desaparecido. Smeranda pidió agua, mojó su pañuelo en ella y lavó los cruentos bordes.

La sangre fresca y pura subió a enrojecer los labios de la herida.

El espectáculo que ante los ojos se me ofrecía, presentaba no sé qué de atroz y de sublime a la vez. Aquel vasto salón, ahumado por las antorchas de resina, aquellos rostros bárbaros, aquellos ojos brillantes de ferocidad, aquellos trajes extraños, aquella madre que calculaba, a la vista de la sangre tibia todavía, el tiempo que hacía que la muerte le robara a su hijo, aquel terrible silencio, interrumpido solamente por los sollozos de los bandidos de quien era Kostaki el jefe, todo esto, lo repito, era atroz y sublime a un mismo tiempo.

Por fin, Smeranda acercó sus labios a la frente de su hijo; enseguida, levantándose, y echando hacia atrás las largas trenzas de sus cabellos blancos, que se habían desprendido:

—¡Gregoriska! —dijo.

Gregoriska se estremeció, movió la cabeza y saliendo de su atonía.

—¿Madre mía? —respondió.

—Acercaos, hijo mío, y oídme.

Gregoriska obedeció, pero estremeciéndose.

A medida que se iba acercando al cadáver, la sangre, más abundante y más encarnada, brotaba de la herida. Por fortuna, Smeranda no miraba ya hacia aquel lado, pues a la vista de aquella sangre acusadora, no hubiera tenido necesidad de buscar al asesino.

—Gregoriska, —dijo la princesa—, sé muy bien que Kostaki y tú no os amabais; sé muy bien que tú eres Walvady por tu padre, y él era Koproli por el suyo, pero por vuestra madre ambos pertenecíais a los Brankovan. Sé asimismo que tú eres un hombre de las ciudades de Occidente y él un hijo de las montañas orientales; pero, erais hijos de una misma madre. Pues bien, Gregoriska, quiero saber si iremos a depositar al hijo junto a su padre sin que haya sido pronunciado el juramento de venganza; quiero saber si puedo llorar tranquila como una mujer, confiando en que tú, un hombre, tomará a su cargo el castigo del asesino.

—Nombradme al asesino de mi hermano, señora, y os juro, que, si lo exigís, antes de una hora habrá cesado de vivir.

—Jurad, sin embargo, Gregoriska, jurad bajo pena de maldición, ¿entendéis, hijo mío?, jurad que morirá el asesino, que no dejaréis piedra sobre piedra de su casa, que su madre, sus hijos, sus hermanos, su mujer o su desposada morirán por vuestra mano. Jurad e invocad sobre vos la cólera celeste si faltáis a tan sagrado juramento; invocad para vos, si faltáis a tan santo voto, la miseria, la execración de vuestros amigos, la maldición de vuestra madre.

Gregoriska extendió su mano sobre el cadáver.

—Juro que el asesino morirá, —dijo.

A este juramento extraño y del que solamente yo y el muerto quizá, podíamos comprender el verdadero sentido, vi o creí verse cumplir un espantoso prodigio.

Los ojos del cadáver se abrieron y se clavaron en mí más animados acaso de lo que nunca los había visto, y sentí, como si hubiera sido palpable aquel doble rayo, penetrar un hierro encendido en mi corazón.

Era ya más de lo que podía soportar. Me desmayé.

El Monasterio de Hango

Cuando recobré mis sentidos, me encontré acostada en mi cama; velaba junto a mí una de las dos mujeres. Pregunté dónde estaba Smeranda, y se contestó que velaba junto al cuerpo de su hijo.

Pregunté dónde estaba Gregoriska y se me dijo que había salido para el monasterio de Hango.

—No pensábamos ya en fugarnos. ¿No había muerto Kostaki? No se trataba tampoco de matrimonio. ¿Podía casarme con el fratricida?

Tres días y tres noches transcurrieron así en medio de sueños extraños. Ya durmiese, ya estuviese despierta, veía siempre aquellos dos ojos vivos en aquel rostro muerto: era una visión horrible.

Al tercer día debía efectuarse el entierro de Kostaki. Por la mañana me llevaron, de parte de Smeranda, un traje completo de viuda.

Me vestí y bajé.

La casa parecía deshabitada. Todo el mundo se hallaba en la capilla.

Me encaminé hacia allí.

Al ir a penetrar en el sagrado recinto, Smeranda, a quien no había visto desde tres días antes, atravesó el umbral y se acercó a mí.

Parecía una imagen del dolor. Con un movimiento leve como el de una estatua, posó sus labios helados sobre mi frente y con voz sepulcral pronunció sus acostumbradas palabras: Kostaki ama Hedwigia.

No podéis figuraros el efecto que produjeron en mí estas palabras. Semejante protesta de amor hecha en tiempo presente en vez de tiempo pasado; ese ama en vez de amaba; ese amor de ultratumba que venía a buscarme en vida produjo en mí una terrible impresión.

Al mismo tiempo un extraño sentimiento se apoderaba de mí, como si yo hubiese sido en efecto la mujer del que había muerto y no la prometida del que estaba vivo. Aquella tumba me atraía hacia sí, a pesar mío, dolorosamente, como dicen que la serpiente atrae al pájaro que fascina. Busqué con los ojos a Gregoriska y le vi pálido, en pie y apoyado contra una columna; sus ojos estaban fijos en el cielo y no puedo por lo tanto decir si me vio.

Los monjes del monasterio de Hango rodeaban el cuerpo entonando salmodias del rito griego, armoniosas alguna vez, monótonas casi siempre. Yo también quise rezar, pero expiró en mis labios la oración. Hallábase mi espíritu perturbado en tal manera que me parecía más bien asistir a un conciliábulo de demonios que a una reunión de sacerdotes.

En el instante en que se llevaron el cuerpo, quise seguirle, pero las fuerzas me faltaron. Sentí vacilar mis piernas y me apoyé en la puerta.

Entonces Smeranda se me acercó, e hizo una seña a Gregoriska.

Gregoriska, obediente, se acercó.

Enseguida Smeranda me dirigió la palabra en lengua moldava.

—Mi madre me manda repetiros palabra por palabra lo que va a decir, —murmuró Gregoriska.

Entonces Smeranda habló de nuevo. Cuando hubo concluido:

—He aquí las palabras de mi madre, —dijo Gregoriska.

—«Lloráis a mi hijo, Hedwigia, porque le amabais, ¿no es verdad? Os doy gracias por vuestras lágrimas y por vuestro amor; de aquí en adelante sois mi hija lo mismo que si Kostaki hubiese sido vuestro esposo; de aquí en adelante tenéis una patria, una madre, una familia. Derramemos la copa de lágrimas que se debe a los muertos, y enseguida seamos entrambas, yo su madre, vos su mujer, dignas del que ya no es. ¡Adiós! Retiraos a vuestra habitación; yo voy a seguir a mi hijo hasta su última morada; a mi vuelta me encerraré con mi dolor y no me veréis hasta que lo habré vencido; pero no lo dudéis, le venceré, porque no quiero que me mate».

No pude contestar a estas palabras de Smeranda traducidas por Gregoriska, sino con un gemido.

Subí a mi aposento y el cortejo se alejó. Le vi desaparecer por un recodo del camino. El monasterio de Hango no distaba más que media legua del castillo, por el atajo; pero lo montañoso del terreno obligaba al camino a torcer, y siguiendo éste se empleaban en el viaje cerca de dos horas.

Estábamos en noviembre. Los días eran fríos y cortos. A las cinco era ya de noche.

A cosa de las siete vi reaparecer las antorchas. Era el cortejo fúnebre que regresaba. El cadáver reposaba en el panteón de sus padres. Todo había concluido.

Os he indicado ya la obsesión extraña de que era presa desde el fatal acontecimiento que a todos nos había vestido de luto, y especialmente desde que había visto abrirse y fijarse en mí unos ojos que la muerte había cerrado. Aquella noche, fatigada por las emociones de todo el día, estaba aún más triste. Oía dar una tras otra las horas en el reloj del castillo y me iba entristeciendo a medida que el tiempo transcurrido me acercaba al instante en que Kostaki había muerto.

Oí dar las nueve menos cuarto.

Entonces una sensación extraña se apoderó de mí. Era un terror espeluznante que recorría todo mi cuerpo, helándolo; y mezclado con este terror algo como un sueño invencible que entorpecía mis sentidos: mi pecho se oprimió, se velaron mis ojos. Extendí los brazos y fui a caer de espaldas sobre mi lecho.

Sin embargo mis sentidos no se habían amortiguado tan completamente que me impidieran oír un rumor de pisadas acercándose a mi puerta; enseguida, me pareció que ésta se abría: después ya no vi ni oí nada más.

Únicamente sentí un vivísimo dolor en el cuello. Después de lo cual caí en completo letargo.

A media noche, desperté; mi lámpara estaba aún encendida; quise levantarme; pero estaba tan débil, que me fue preciso probarlo dos o tres veces. Vencí, empero, esta debilidad, como despierta sentía en el cuello el mismo dolor que había experimentado en mi adormecimiento, me arrastré, apoyándome en la pared, hasta el espejo y miré.

Algo parecido a la picada de un alfiler marcaba la arteria de mi cuello.

Pensé que algún insecto me había mordido durante mi sueño, y, como estaba fatigada a lo sumo, me acosté y me dormí. Al día siguiente desperté como de costumbre y como de costumbre quise levantarme tan pronto como se abrieron mis ojos; pero sentí una debilidad que no había experimentado más que una sola vez en mi vida; el día siguiente de una sangría.

Me acerqué al espejo y me asombró mi palidez.

El día transcurrió triste y sombrío: experimentaba una impresión extraña, tenía necesidad de permanecer inmóvil, porque todo movimiento era para mí una fatiga.

Llegó la noche; encendieron mi lámpara; las camareras, así al menos lo comprendí por sus gestos, me ofrecieron quedarse. Les di las gracias y salieron.

A la hora misma de la víspera experimenté los mismos síntomas. Quise entonces levantarme y pedir socorro; pero no pude andar ni hasta la puerta. Oí vagamente el timbre del reloj dando las ocho y tres cuarto; resonaron los pasos, se abrió la puerta; pero nada veía, nada oía, y, como la víspera, había ido a caer tendida sobre mi cama.

Como la víspera sentí un agudo dolor en el mismo sitio; como la víspera, también me desperté a las doce de la noche, sólo que mucho más débil y mucho más pálida.

Se renovó todavía al siguiente día la terrible obsesión. Estaba decidida a bajar hasta la habitación de Smeranda, por débil que me encontrase, cuando una de las doncellas entró en mi cuarto y pronunció el nombre de Gregoriska. Gregoriska iba tras ella.

Quise levantarme para recibirle; pero volví a caer en mi sillón.

Lanzó un grito al verme y quiso precipitarse hacia mí; pero tuve fuerza suficiente para extender mi brazo hacia él.

—¿Qué venís a hacer aquí? —le pregunté.

—¡Ah! ¡Venía a despedirme de vos!, ¡venía a deciros que dejo este mundo que me es insoportable sin vuestro amor y sin vuestra presencia!, ¡venía a deciros que me retiro al monasterio de Hango!

—Mi presencia os está vedada, Gregoriska, —le respondí—; pero no mi amor. ¡Ah!, yo os amo siempre, y mi mayor pena es que de hoy en adelante este amor sea casi un crimen.

—¿Entonces puedo esperar que oraréis por mí, Hedwigia?

—Sí, sólo que no oraré mucho tiempo, —añadí sonriendo.

—¿Qué tenéis?, ¿por qué estáis tan pálida?

—¡Tengo… que Dios se compadece de mí y me llama a su lado!

Gregoriska se me acercó, me tomó una mano, que no tuve fuerza para retirarle y, mirándome fijamente me dijo:

—Esa palidez no es natural, Hedwigia. ¿De qué proviene?

—Si os lo dijese, Gregoriska, creeríais que estoy loca:

—No, no, decídmelo, Hedwigia, os lo suplico; vivimos aquí en un país que a ningún otro se parece, en una familia que a ninguna otra se parece tampoco. Decid, decidlo todo: os lo suplico.

Entonces se lo conté todo. La extraña alucinación que me sobrecogía a la hora en que Kostaki había debido morir; el terror, el entorpecimiento, aquel frío glacial, aquella postración que me encadenaba a mi lecho, aquel ruido de pasos que creía oír aquella puerta qué creía ver abrirse, en fin, aquel dolor agudo seguido de una palidez y de una debilidad sin cesar crecientes.

Había creído que mi relato le parecería a Gregoriska un principio de locura, y lo terminaba con timidez, cuando vi, por el contrario, que prestaba a mi relato atención profunda.

Cuando hube acabado de hablar, reflexionó un instante.

—¿Así, me preguntó, os dormís cada noche a las nueve menos cuarto?

—Sí, por más esfuerzos que haga para resistir al sueño.

—¿Creéis ver abrirse vuestra puerta?

—Sí, no obstante tener echado el cerrojo por dentro.

—¿Sentís un dolor agudo en el cuello?

—Sí a pesar de conservar apenas mi cuello la huella de una herida.

—¿Queréis permitirme que vea? —me dijo.

Yo recliné mi cabeza sobre el hombro. Gregoriska examinó la cicatriz.

—Hedwigia, —me dijo a los pocos instantes—, ¿tenéis confianza en mí?

—¿Y lo preguntáis? —le contesté.

—¿Creéis en mi palabra?

—Como creo en los Santos Evangelios.

—Pues bien, Hedwigia, bajo mi palabra os juro que no viviréis ocho días si os negáis a hacer hoy mismo lo que voy a deciros.

—¿Y si consiento?

—Si consentís… os salvaréis quizá.

—¿Quizá?

Gregoriska se calló.

—Suceda lo que suceda, —añadí—, haré cuanto me mandéis.

—¡Pues bien!, oídme, dijo, y no os asustéis sobre todo. Tanto en vuestro país, como en Hungría y como en nuestra Rumanía existe una tradición…

Me estremecí, porque la tradición a que aludía había ya acudido a mi memoria.

—¡Ah! —exclamó—, ¿sabéis ya lo que quiero decir?

—Sí, —respondí—, he visto en Polonia a personas sometidas a tan horrible fatalidad.

—¿Supongo que hablaréis de los vampiros?

—Sí; cuando era muy niña, vi desenterrar en el cementerio de una villa perteneciente a mi padre, cuarenta personas, muertas en quince días, sin que se pudiera adivinar la causa de su muerte. Diecisiete dieron todas las señales de vampirismo, es decir, se las encontró frescas, coloradas, semejantes a vivos; las otras eran sus víctimas.

—¿Y qué hicieron para libertar al país?

—Se les hundió una estaca en el corazón y los quemaron enseguida.

—Sí, así se procede, ordinariamente; pero, en nuestro caso para nosotros, no basta eso. Para libraros del fantasma, quiero ante todo conocerle, y os juro por el cielo que lo conoceré. Sí, y si es preciso lucharé con él cuerpo a cuerpo, sea quien fuere.

—¡Oh! Gregoriska, —exclamé, aterrada.

—He dicho sea quien fuere y lo repito. Pero es preciso para salir con bien de esa terrible aventura, que consintáis en todo lo que de vos voy a exigir.

—Decid.

—Halláos dispuesta a las siete. Bajad a la capilla; pero bajad sola: hay que vencer vuestra debilidad, Hedwigia, hay que vencerla. Allí recibiremos la bendición nupcial. Consentid en ello, querida mía; es preciso para defenderos que, ante Dios y ante los hombres, tenga yo derecho a velar sobre vos. Subiremos enseguida aquí; y después, veremos.

—¡Oh! Gregoriska, —exclamé—; si es él, os matará.

—Nada temáis, mi amada Hedwigia. Consentid sólo.

—Ya sabéis que haré cuanto queráis, Gregoriska.

—Entonces, hasta la noche.

—Sí, haced por vuestra parte lo que gustéis, que yo os secundaré en cuanto pueda.

Y salió.

Un cuarto de hora después vi a un jinete tomar a escape el camino del monasterio: era él.

Apenas le hube perdido de vista caí de rodillas y recé, como no se reza en vuestro país sin creencias; y esperé las siete ofreciendo a Dios y a los santos el holocausto de mis pensamientos; sólo me levanté en el instante en que dieron las siete.

Estaba débil como una moribunda, pálida como un cadáver.

Cubrí mi cabeza con un ancho velo negro, bajé la escalera sosteniéndome en las paredes, y me dirigí a la capilla sin haber encontrado a nadie.

Gregoriska me aguardaba con el padre Basilio, superior del convento de Hango. Llevaba en el costado una espada santa, reliquia de un viejo cruzado que había tomado a Constantinopla con Ville-Hardouin y Beandoin de Flandes.

—Hedwigia, —me dijo golpeando con la mano su espada—, con la ayuda de Dios ved lo que romperá el encanto que amenaza vuestra vida. Acercaos resueltamente; ved aquí a un santo hombre que, después de haber recibido mi confesión, va a recibir nuestros juramentos.

Comenzó la ceremonia; quizá no hubo nunca otra más sencilla y solemne a la vez. Como nadie asistía, él mismo nos colocó en la cabeza las nupciales coronas. Vestidos ambos de luto, dimos la vuelta al altar, con un cirio en la mano; después, el religioso pronunció las palabras de ritual y añadió:

—Y ahora id, hijos míos, y que Dios os dé la fuerza y el valor indispensable para luchar contra el enemigo del género humano. Armados estáis con vuestra inocencia y su justicia: venceréis al demonio. Id, y benditos seáis.

Besamos los libros santos y salimos de la capilla.

Entonces, por vez primera, me apoyé en el brazo de Gregoriska, y me pareció que al contacto de aquel brazo valeroso, a la proximidad de aquel noble corazón, la vida entraba nuevamente en mis venas.

Segura estaba yo de triunfar, pues que Gregoriska se hallaba conmigo; subimos a mi aposento.

Daban las ocho y media.

—Hedwigia, —me dijo entonces Gregoriska—, no tenemos tiempo que perder. ¿Quieres dormirte como de costumbre para que todo ocurra durante tu sueño?, ¿o quieres permanecer despierta y verlo todo?

—Junto a ti nada temo, quiero permanecer despierta y verlo todo.

Gregoriska sacó de su bolsillo un ramo bendito, húmedo aún de agua sagrada y me lo dio.

—Toma pues este ramo, me dijo, acuéstate, recita tus oraciones a la Virgen y espera sin temor. Dios está con nosotros. Sobre todo, no dejes caer tu ramo, porque con él dictarás órdenes al infierno mismo. No me llames, no grites; reza, aguarda y espera.

Me tendí en la cama, cruzando mis manos sobre el pecho en el cual apoyé el ramo bendito.

Por su parte, Gregoriska se ocultó detrás del dosel de que ya he hablado y que cortaba el ángulo de mi aposento. Contaba yo los minutos y sin duda Gregoriska los contaba también por su parte.

Dieron los tres cuartos.

Vibraba aún el zumbido del martillo, cuando sentí el mismo entorpecimiento, el mismo terror, el mismo frío glacial; pero acerqué a mis labios el ramo bendito y se disipó esa primera sensación.

Entonces oí distintamente el rumor de los mesurados y lentos pasos que resonaban en la escalera y se acercaban a mi puerta.

No tardó ésta en abrirse pausadamente, sin ruido, como empujada por una fuerza sobrenatural, y entonces…

La voz se detuvo como ahogada en la garganta de la dama pálida.

—Y entonces, —continuó ésta haciendo un esfuerzo—, entonces vi a Kostaki, pálido como le había visto cuando estaba tendido en la litera; sus largos cabellos negros, esparcidos sobre los hombros, goteaban, sangre; llevaba su traje acostumbrado; pero la ropilla, desabrochada, dejaba ver la ensangrentada herida.

Todo era muerto, todo era cadáver… carne, traje, movimientos… los ojos solo, sus ojos terribles estaban vivos.

Ante aquel espectáculo, ¡cosa extraña!, en vez de sentir redoblar, mi espanto, sentí acrecentarse mi valor. Dios me lo enviaba, sin duda, para que pudiera juzgar mi situación y defenderme contra el infierno. Al primer paso que dio el fantasma hacia mi lecho, crucé con osadía mi mirada con aquella mirada de plomo y le presenté el ramo bendecido.

El espectro intentó adelantarse; pero un poder más fuerte que el suyo le mantuvo en su sitio.

Se paró.

—¡Oh! —murmuró—; no duerme; ¡todo lo sabe!

Hablaba en moldavo y, sin embargo, lo entendí como si aquellas palabras hubiesen sido pronunciadas en un idioma conocido. Nos hallábamos así, cara a cara, el fantasma y yo, sin que mis ojos pudieran separarse de los suyos, cuando vi, sin tener necesidad de volver la cabeza hacia aquel lado, a Gregoriska, salir de su escondite, parecido al ángel exterminador llevando su espada en la mano. Hizo la señal de la cruz con la mano izquierda, y avanzó lentamente tendida la espada hacia el fantasma; éste, al aspecto de su hermano, había a su vez tirado del sable con una carcajada terrible; mas apenas el sable hubo tocado el hierro bendecido, cuando el brazo del fantasma cayó inerte junto a su cuerpo.

Kostaki exhaló un suspiro preñado de lucha y desesperación.

—¿Qué quieres? —preguntó a su hermano.

—¡En nombre del Dios vivo! —exclamó Gregoriska—, te conjuro para que me respondas.

—Habla, —dijo el fantasma rechinando los dientes.

—¿Soy yo quien te aguardó?

—No.

—¿Soy yo quien te atacó?

—No.

—¿Soy yo quien te hirió?

—No.

—Tú te arrojaste sobre mi espada, y todo hubo concluido. Por consiguiente, a los ojos de Dios y de los hombres, no soy culpable del crimen de fratricidio; tú no has recibido una misión divina sino infernal; tú has salido de la tumba, no como una sombra santa, sino como un espectro maldito y vas a volver de nuevo a tu tumba.

—¡Con ella, sí! —exclamó Kostaki haciendo un esfuerzo supremo para apoderarse de mí.

—¡Solo! —exclamó a su vez Gregoriska—; esa mujer me pertenece.

Y al pronunciar estas palabras, con la punta del hierro bendito tocó la llaga viva.

Kostaki exhaló un grito, como si le hubiese herido una espada de fuego y llevando a su pecho la mano izquierda dio un paso hacia atrás.

Al mismo tiempo y con un movimiento que parecía ir acorde con el suyo, Gregoriska dio un paso hacia adelante; entonces, fijos sus ojos en los ojos del muerto, la espada apuntada al pecho de su hermano, comenzó una caminata lenta, terrible, solemne; algo parecido a la escena de D. Juan y del Comendador, retrocediendo el espectro ante el sagrado acero, bajo la voluntad irresistible del campeón de Dios, siguiéndole éste paso a paso sin pronunciar una sola palabra, jadeantes los dos, lívidos entrambos, el vivo empujando al muerto delante de él, y obligándole a abandonar el castillo que había sido en lo pasado su morada, por la tumba que era su habitación en lo porvenir.

¡Oh!, era cosa horrible de ver, os lo juro.

Y no obstante, arrastrada yo por una fuerza superior, invisible, desconocida, sin darme cuenta de lo que hacía, me levanté y los seguí. Bajamos la escalera iluminados sólo por las pupilas ardientes de Kostaki; así atravesamos la galería, así cruzamos el patio; así franqueamos la puerta, con el mismo andar mesurado; el espectro hacia atrás, Gregoriska con el brazo extendido, y yo siguiéndoles.

Esta fantástica carrera duró una hora; era preciso volver el muerto a su tumba; sólo que, en vez de seguir el camino habitual, Kostaki y Gregoriska habían cortado el terreno en línea recta, inquietándose poco por los obstáculos que habían dejado de existir. Bajo sus pies se allanaba el suelo, se secaban los torrentes, retrocedían los árboles, se separaban las rocas; el mismo milagro se operó para mí que se operaba para ellos; solamente, el cielo me parecía cubierto de una gasa negra, la luna y las estrellas habían desaparecido, y no veía brillar en la obscuridad de la noche más que los ojos de fuego del vampiro.

De este modo llegamos a Hango, de este modo pasamos a través del seto de arbustos que servía de muralla al cementerio. Apenas habíamos entrado, distinguí en la sombra la tumba de Kostaki colocada al lado de la de su padre; ignoraba que estuviese situada allí y la conocí sin embargo.

Aquella noche nada ignoraba yo, todo lo sabía. Gregoriska se detuvo a orillas de la abierta huesa.

—Kostaki, —dijo—, no ha concluido aún todo para ti. Una voz celeste me dice que serás perdonado si te arrepientes; ¿prometes volver a entrar en la tumba, prometes no salir de ella, prometes, en fin, consagrar a Dios el culto que hasta ahora has tributado al infierno?

—No, respondió Kostaki.

—¿Te arrepientes? —preguntó Gregoriska.

—¡No!

—¿Por última vez, Kostaki?

—¡No!

—Pues bien; llama en tu auxilio a Satanás como yo invoco a Dios, y veamos de nuevo quién saldrá victorioso.

Dos gritos resonaron a un mismo tiempo; se cruzaron los aceros brotando chispas, y el combate duró un minuto que me pareció un siglo.

Kostaki cayó; vi alzarse la espada terrible, la vi hundirse en su cuerpo y clavar aquel cuerpo en la tierra recientemente removida.

Un grito supremo y que nada tenía de humano desgarró el aire.

Yo me precipité.

Gregoriska había permanecido en pie, pero vacilando. Corrí y le sostuve en mis brazos.

—¿Estáis herido? —le pregunté con ansiedad.

—No, —me dijo—; pero en un duelo semejante, mi querida Hedwigia, no es la herida la que mata, es la lucha. He luchado con la muerte y pertenezco a la muerte.

—Amado, amado mío, —exclamé—, aléjate de aquí y volverá la vida tal vez.

—No, —dijo él—, aquí está mi tumba, Hedwigia; pero no perdamos tiempo: toma un poco de esa tierra impregnada con su sangre y aplícatela sobre la mordedura que te hizo; es el único medio de preservarte en lo futuro de su horrible amor.

Obedecí estremeciéndome. Me incliné para recoger aquella ensangrentada tierra, y, al bajarme, vi el cadáver clavado en el suelo; la espada bendita le atravesaba el corazón, y brotaba de su herida una sangre negra y abundante, como si en aquel instante acabase de morir.

Impregné un poco de tierra con la sangre, y apliqué el horrible talismán sobre mi herida.

—Y ahora, mi adorada Hedwigia, —dijo Gregoriska con voz débil—; escucha bien mis postreras instrucciones: abandona el país tan pronto como puedas. Sólo la distancia es una seguridad para ti. El padre Basilio ha recibido hoy mis voluntades supremas, y a sus cuidados dejo encomendado el cumplimiento. ¡Hedwigia, un beso!, ¡el último!, ¡el único, Hedwigia!… ¡Ah!, ¡yo muero!

Y al decir estas palabras, Gregoriska cayó junto a su hermano.

En cualquier otra circunstancia, hallándome en medio del cementerio, cerca de aquella tumba abierta, con aquellos dos cadáveres, tendidos uno junto al otro, hubiera enloquecido; pero, y lo he dicho, Dios había puesto en mí una fuerza igual a los acontecimientos de los que me hacía no solamente testigo, sino también actriz.

En el momento en que miraba en torno mío, buscando un auxilio cualquiera, vi abrirse la puerta del monasterio, y los monjes, guiados por el padre Basilio, se adelantaron dos a dos, con sendas antorchas encendidas y entonando las oraciones de difuntos.

El padre Basilio acababa de llegar al convento; había previsto lo que había ocurrido, y, a la cabeza de toda la comunidad, se dirigía al cementerio.

Me encontró viva junto a dos muertos.

Kostaki tenía el rostro contraído por una postrera convulsión.

Gregoriska, por el contrario, estaba tranquilo y casi sonriendo.

Como lo había encargado Gregoriska, se le enterró junto a su hermano; el cristiano guardando al condenado.

Smeranda al saber aquella nueva desgracia y la parte que en ella había yo tomado, quiso verme. Fue, por consiguiente, a encontrarme al monasterio de Hango y supo de mi boca todo lo que en aquella terrible noche había acontecido.

Le referí en todos sus detalles la fantástica historia, pero me escuchó como Gregoriska me había escuchado, sin admiración, sin terror.

—Hedwigia, —me dijo después de un momento de silencio—, por extraño que sea lo que acabáis de contarme, no habéis dicho sin embargo más que la pura verdad. La raza de los Brankovan está maldita hasta la tercera y cuarta generación por haber muerto un sacerdote a manos de un Brankovan. Pero ha llegado el término de la maldición, pues, aunque esposa, sois virgen y en mí se extingue la raza. Si mi hijo os ha legado un millón, tomadlo, y a mi muerte, aparte de los legados piadosos que cuento hacer, tendréis el resto de mi fortuna. Y ahora, creedme, seguid cuanto antes el consejo de vuestro esposo; volveos pronto a los países donde no permite Dios que se cumplan esos terribles prodigios. De nadie necesito yo para que conmigo llore a mis hijos. Adiós, y no os inquietéis por mí. Mi suerte futura sólo pertenece a mí y a Dios.

Y después de haberme abrazado y besado en la frente como de costumbre, me dejó y fue a encerrarse en el castillo de Brankovan.

Ocho días después partí para Francia, y, como lo había esperado Gregoriska, cesó de visitarme el terrible fantasma. Mi salud se ha restablecido también y no he conservado de ese acontecimiento más que la palidez mortal que acompaña hasta la tumba a toda criatura humana que ha recibido el beso de un vampiro.

La dama se calló, dieron las doce, y casi me atrevería a decir que el más valiente de nosotros se estremeció al timbre del reloj.

Era ya hora de retirarnos, y nos despedimos del señor Ledrú. Un año después, ese excelente hombre había muerto.

Ésta es la primera vez que, después de su muerte, se me presenta ocasión de pagar un tributo al buen ciudadano, al modesto sabio, al hombre honrado sobre todo.

Me apresuro pues a aprovecharla. Jamás he vuelto a Fontenay-aux-roses.

Alexandre Dumas - La dama pálida
  • Autor: Alexandre Dumas
  • Título: La dama pálida
  • Título Original: La dama pálida
  • Publicado en: Mille et un fantômes (1849)
  • Traducción: Sin datos

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