«Las tres misas rezadas» (Les Trois Messes bases) es un relato de Alphonse Daudet publicado en 1875. Ambientado en la Nochebuena, en un castillo del Mont Ventoux, narra la historia del capellán Don Balaguer, quien se dispone a oficiar la tradicional Misa del Gallo. En el intertanto, su joven monaguillo Garrigou —que en realidad es el diablo disfrazado—, le tienta describiéndole el opulento festín que se servirá después de las ceremonias. Mientras los aldeanos y los nobles se reúnen en la capilla, el sacerdote lucha contra su creciente gula, perturbado por la visión de los singulares manjares que espera degustar, poniendo en peligro su devoción y su alma.
Las tres misas rezadas
Alphonse Daudet
(Cuento completo)
—¿Conque dos pavos trufados, Garrigou?
—Sí, reverendo padre: dos pavos magníficos repletos de trufas. Algo sé de ello, puesto que he ayudado a rellenarlos. Al asarlos parecía que les iba a estallar el pellejo de tan tirante como lo tenían…
—¡Jesús y María! ¡Y a mí que tanto me deleitan las trufas! Tráeme pronto la sobrepelliz, Garrigou… Dime, ¿qué otras viandas has divisado en la cocina además de los pavos?
—¡Huy! ¡Todo género de cosas suculentas! Desde mediodía no hemos cesado de desplumar faisanes, abubillas, chochas, gallos silvestres… Las plumas volaban por todas partes… Después trajeron del estanque anguilas, carpas doradas, truchas…
—¿De qué tamaño eran las truchas, Garrigou?
—Así de gordas, reverendo… ¡Enormes!
—¡Ay, Dios mío! Si me parece estar viéndolas… ¿Has puesto vino en las vinajeras?
—Sí, reverendo padre: he puesto vino en las vinajeras… Pero, a fe mía, no tiene comparación con el que vais a beber bien pronto, al salir de la misa del gallo. Si vierais en el gran comedor del castillo todas esas garrafas que flamean llenas de vino de todos los colores… ¡Y la vajilla de plata, los centros de mesa cincelados, las flores, los candelabros!… Nunca se habrá visto una cena tan espléndida. El señor marqués ha invitado a todos los próceres de la vecindad. Se sentarán a la mesa lo menos cuarenta personajes, sin contar el corregidor y el escribano. ¡Qué suerte tenéis, pues sois uno de los comensales, reverendo padre!… Sólo con haber olfateado tan hermosos pavos, el olor de las trufas me persigue en todas partes… ¡Aaaah!
—Vamos, vamos, hijo mío. Guardémonos del pecado de gula, sobre todo en la noche de la Natividad… Ve deprisita a encender los cirios y a dar el primer toque de campana para la misa, pues la medianoche se aproxima y no hay que empezar retrasados…
Este diálogo transcurría en una Nochebuena del año de gracia de mil seiscientos y pico entre el reverendo don Balaguer, antiguo prior de los barnabitas y por entonces capellán a gajes de los señores de Trinquelage, y su monaguillo, Garrigou, o por lo menos lo que él suponía ser el monaguillo Garrigou, pues habéis de saber que aquella noche el diablo había usurpado la faz redonda y los rasgos imprecisos del joven sacristán para, de ese modo, mejor inducir en tentación al reverendo padre y hacerle cometer un abominable pecado de gula. Así, pues, en tanto que el sedicente Garrigou (¡hum, hum!) repicaba más y mejor las campanas de la capilla señorial, el reverendo estaba acabando de revestirse la casulla en la pequeña sacristía del castillo; y con el caletre algo trastornado ya por aquellas descripciones gastronómicas, al tiempo que se vestía iba repitiendo para sus adentros:
—¡Pavos asados y trufados!… ¡Doradas carpas!… ¡Unas truchas así de rollizas!…
Afuera, el viento nocturno soplaba, esparciendo la música de las campanas. Y a esa llamada unas lucecitas iban surgiendo de la sombra en las laderas del Monte Ventoux, en lo alto del cual descollaban los almenados torreones de Trinquelage. Eran familias de granjeros que venían a oír en el castillo la misa del gallo. Trepaban por la cuesta cantando, en grupos de cinco o seis; delante, el padre, linterna en mano, y las mujeres, arrebujadas en sus grandes mantones pardos, a cuyo cobijo se arrimaba la prole. A pesar de la hora y el frío, esas buenas gentes caminaban animosas con la perspectiva de la colación que para ellas habría de estar servida abajo en las cocinas, como todos los años. De vez en cuando, en la áspera subida, la carroza de un patricio, precedida de portadores de hachones, hacía espejear al claro de luna sus cristales, o bien una mula iba trotando y agitando sus sonajas, y al resplandor de los faroles, envueltos en bruma, los colonos reconocían a su bailío y le saludaban al pasar:
—¡Muy buenas noches, maese Arnoton!
—¡Buenas noches nos dé Dios, hijos míos!
La noche era despejada, las estrellas se mostraban abrillantadas por el frío; el cierzo pelaba, y una tenue aguanieve, que resbalaba sobre los indumentos sin mojarlos, guardaba fielmente la tradición de las Nochebuenas blanquivestidas. En lo más alto de la loma aparecía el castillo como meta, con su ingente mole de torres y adarves, el campanario de su capilla enhiesto hacia el azul negruzco, y una muchedumbre de lucecitas que parpadeaban, iban, venían y se agitaban en todas las ventanas, semejando sobre el fondo sombrío del edificio esas chispas que van corriendo sobre las cenizas del papel que se quema. Una vez pasado el puente levadizo y la poterna, para llegar a la capilla era preciso atravesar el primer patio, lleno de carrozas, de escuderos, de literas, todo claro por el resplandor de las antorchas y el llamear de las cocinas. Se escuchaba el tintinear de los asadores, el estrépito de las cacerolas, el entrechocar de la cristalería y la plata removidos en los preparativos de un festín; sobre todo ello, un vapor tibio y bienoliente a carnes asadas y fuertes especias de las laboriosas salsas, provocaba las exclamaciones de los cortijeros, del capellán, del corregidor y de todos los demás.
—¡Qué gran cena vamos a tener después de misa!
¡Tilín, tilín! ¡Tilín, tilín!
Es que va a comenzar la misa de medianoche. En la capilla del palacio —una catedral en miniatura, con arcos entrecruzados, de revestimiento de roble que llega a la altura de las paredes— han extendido reposteros y han encendido todos los cirios. ¡Y cuánta gente! ¡Qué hermosos vestidos! He aquí, por de pronto, acomodados en los esculpidos sillones del coro, al señor de Trinquelage, luciendo un traje de raso color salmón, y junto a él todos los nobles próceres invitados… Enfrente, en unos reclinatorios tapizados de terciopelo, se han instalado la anciana marquesa viuda, con su vestido de brocado color de fuego, y la joven señora de Trinquelage, tocada con una eminente torre da encaje encañonado a la última moda de la corte de Francia. Más abajo, vestidos de negro, con vastas pelucas en punta y rostros rasurados, se ve al baile Tomás Arnoton y al escribano maese Ambroy —dos notas graves entre las vistosas sedas y los damascos recamados—. Luego vienen los obesos mayordomos, los pajes, los monteros, los intendentes, doña Bárbara con todas sus llaves al costado pendiendo de un llavero de plata fina. Al fondo, en los bancos, la gente de escaleras abajo: los sirvientes, los granjeros con sus familias y, por último, justo contra la puerta que entreabren y vuelven a cerrar con discreción, los señores pinches, que vienen entre dos salsas a tomar un airecillo de misa y a traer un aroma de réveillon a la iglesia, toda resplandeciente y entibiada por tantos cirios encendidos.
¿Es la vista de esos gorritos blancos lo que ocasiona distracciones al oficiante? ¿No sería más bien la campanilla de Garrigou, esa empecatada campanillita que se agita al pie del altar con una precipitación infernal y que parece decir todo el tiempo: «Apresurémonos, apresurémonos… Cuanto antes hayamos acabado, más pronto estaremos a la mesa»?
El hecho es que cada vez que repica esa campanilla del demonio, el capellán olvida su misa y no piensa ya más que en la cena. Ve en la imaginación a los cocineros, rumorosos y ajetreados, los hornos en que arde una lumbre de forja, el apetitoso vaho que se escapa de las entreabiertas tapaderas de las marmitas, y ese vaho de pavos magníficos, atiborrados, tensos, empedrados de trufas…
O también ve pasar filas de pajes portadores de platos envueltos en tentadoras vaharadas, y se figura entrar con ellos en el gran salón comedor, dispuesto ya para el gaudeamus. ¡Oh, delicia! Ved la amplia mesa toda relampagueante y bien cargada: los pavos reales aureolados con sus plumas, los faisanes desplegando sus tornasoladas alas, los frascos color de rubí, las pirámides de frutas deslumbrantes entre el ramaje verde y aquellos estupendos pescados de que hablaba Garrigou (¡Sí, Sí, Garrigou!), tendidos sobre un lecho de hinojo, con la escama nacarada, como si acabasen de salir del agua con un ramito de hierbas aromáticas en sus hocicos de monstruos. De tal relieve es la visión de estas maravillas que don Balaguer se figura que todos esos manjares miríficos están servidos ante él sobre los bordados del mantelillo del altar, y dos o tres veces, en lugar de Dominus vobiscum, pronuncia el Benedicite, con gran sorpresa suya. Aparte de esos ligeros lapsus, el digno varón desembucha su Oficio muy concienzudamente, sin saltarse una línea, sin omitir una genuflexión, y todo va bastante bien hasta el término de la primera misa, pues sabéis que en la madrugada de Navidad el mismo oficiante debe celebrar tres misas consecutivas.
—¡Y va una! —dice el capellán para sus adentros con un suspiro de alivio; luego, sin perder un minuto, hace un signo a su ayudante, o a aquel a quien él imagina que es su ayudante—. Y…
¡Tilín, tilín! ¡Tilín, tilín! ¡Tilín, tilín!
La segunda misa va empezar, y con ella comienza también el pecado de don Balaguer.
—¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Apresurémonos! —le grita con vocecita agria la campanilla de Garrigou.
Y lo que es esta vez, el desdichado oficiante se abandona inerme al demonio de la gula, se precipita sobre el misal y devora sus páginas con la avidez de su apetito sobreexcitado. Frenéticamente se prosterna y se levanta, esboza los gestos de santiguarse y las genuflexiones, abrevia todos los movimientos para acabar antes. Apenas extiende sus brazos al leer el Evangelio ni se golpea el pecho en el Confíteor. Entre el monaguillo y él hay una competencia para ver cuál tartajeará más ligerito. Versículos y responsos se atropellan y empujan unos a otros. Los vocablos pronunciados a medias, sin abrir la boca, cosa que haría perder mucho tiempo, finalizan en susurros incomprensibles:
—Oremus… ps… ps… ps…
—Mea culpa… pa… pa… pa…
Lo mismo que vendimiadores presurosos pisando la uva en el lagar, ambos chapuzan en el latín de la misa, lanzando saliva a diestro y siniestro:
—Dom… scum —dice Balaguer.
—Stutuo… —replica Garrigou.
Y todo el tiempo la endiablada campanilla sigue tintineando en sus oídos, como esos cascabeles que ponen a los caballos de diligencias con objeto de hacerles galopar a toda velocidad. Ya comprendéis que a ese paso pronto está despachada una misa rezada.
—¡Y van dos! —se dice el capellán atropellado.
Luego, sin tomarse el tiempo de respirar, arrebatado y sudoroso, se descuelga por los peldaños del altar y…
¡Tilín, tilín! ¡Tilín, tilín! ¡Tilín, tilín!
Empieza la tercera misa. Ya sólo hay que dar algunos pasos más para llegar al comedor; mas, ¡ay!, a medida que el réveillon se acerca, el infortunado Balaguer se siente presa de una locura de impaciencia y de gula. Su visión se acentúa: las carpas doradas, los asados pavos rellenos están ahí, ahí mismo… Ya los toca… Ya los… ¡Oh, Señor! Los platos humean, los vinos embalsaman y, sacudiendo su rabioso cascabel, la pequeña campanilla le grita:
—¡Deprisa, deprisa! ¡Aún más deprisa!
Pero, ¿cómo podría ir más deprisa? Sus labios apenas se mueven…. Ya no pronuncia las palabras. Sólo le queda hacerle trampa a Dios y escamotearle su misa… ¡Y eso es lo que hace el desdichado!… De tentación en tentación, por de pronto, se salta un versículo, luego dos… Después, como la Epístola es demasiado larga, no la termina; roza el Evangelio, pasa ante el credo sin entrar, se salta el padrenuestro, saluda de lejos el prefacio y por brincos y zancadas se precipita así en la condenación eterna, siempre seguido de cerca del infame Garrigou (Vade retro, Satanás), quien le secunda con un maravilloso acuerdo, le levanta la casulla, vuelve los folios dos a dos, zarandea los misales, vuelca y derrama las vinajeras y, sin cesar, sacude la campanilla cada vez más fuerte, cada vez más rápido.
¡Hay que ver la cara de susto de todos los presentes! Se ven forzados a seguir por la mímica del sacerdote esa misa de la que no entienden ni jota; unos se levantan cuando otros se arrodillan, o se sientan cuando los demás están de pie; y las fases de tan singular Oficio se confunden por los bancos en una multitud de actitudes diversas. La estrella de Belén, de camino por las rutas celestes, allá arriba, hacia el pequeño establo, palidece de espanto viendo tanta confusión…
—El señor abad corre mucho… No lo puede una seguir… —murmura la anciana dueña, agitando descompasadamente su cofia.
Maese Arnoton, con sus grandes gafas de acero sobre la nariz, busca en su devocionario dónde diablos está. Mas, en el fondo, todas esas buenas gentes que, también ellas, piensan en engullir la cena, no están contrariadas porque la misa lleve esa marcha vertiginosa; y cuando don Balaguer, con la faz radiante, se vuelve hacia los fieles vociferando con energía Ite missa est, hay en la capilla un vocerío unánime para responderle un Deo gracias tan gozoso, tan animador, que uno se creería sentado ya a la mesa, en el primer brindis del réveillon.
Cinco minutos más tarde, todos los señores tomaban asiento en el gran salón, con el capellán presidiendo. El castillo iluminado resonaba de cantos y gritos, risotadas y rumores; y el venerable don Balaguer hincaba su tenedor en una pechuga de gallineta, anegando el remordimiento de su pecado en oleadas de vino Chateauneuf y en el jugo de las viandas. Tanto bebió y comió el pobre santo varón, que aquella madrugada se murió de un terrible ataque, sin haber tenido ni siquiera tiempo de arrepentirse; luego, a la mañanita, llegó al cielo, todavía rumoroso del eco de aquellos festines nocturnos, y podéis figuraros cómo fue recibido allí.
—¡Retírate de mi vista, mal cristiano! —le dijo el soberano Juez, Señor de nosotros todos—. Tu culpa es suficiente para borrar toda una existencia de virtud… ¡Ah! Me has hurtado una misa del Gallo… Pues bien, como reparación me satisfarás trescientas de ellas, y no serás admitido en el Paraíso hasta que no hayas celebrado en tu propia capilla esas trescientas misas de Natividad en presencia de todos los que han pecado por tu falta…
… Y tal es la verídica leyenda de don Balaguer, lo mismo que cuentan en el país de los olivos. Hoy día ya no existe el castillo de Trinquelage, mas la capilla sigue tan derechita, en todo lo alto del monte Ventoux, en un bosquecillo de encinas. El viento hace batir la puerta desvencijada, la hierba invade el umbral; hay nidos en las esquinas del altar y en el dintel de los altos ventanales cuyas vidrieras de colores han desaparecido desde tiempo atrás. No obstante, parece ser que todos los años, por Navidad, una luz sobrenatural vaga por entre esas ruinas, y que los aldeanos, al ir a las misas y cenas de medianoche, divisan ese espectro de capilla alumbrado por cirios invisibles que arden a la intemperie, incluso bajo la nieve y el viento. Os reiréis de ello si queréis: Un vendimiador del lugar —un tal Garríguez, sin duda descendiente de Garrigou— me ha afirmado que una Nochebuena, hallándose ligeramente achispado, se había extraviado en el monte por el lago de Trinquelage; y escuchad lo que allí había visto:
… Hasta las once, nada. Todo estaba oscuro, silencioso, inanimado. De súbito, a eso de medianoche, en lo más alto del campanario, rompió a tañer un carillón, un viejo, un viejísimo carillón que parecía estar a diez leguas. Pronto, en el sendero que va subiendo, Garríguez vio estremecerse unas luminarias y agitarse sombras indecisas. En el atrio de la capilla iban y venían, cuchicheaban:
—¡Buenas noches, maese Arnoton!
—¡Muy buenas noches, hijos míos!
Cuando hubo entrado toda la gente, el bueno del vendimiador —que era muy valiente— se aproximó en silencio y, mirando a través de la destrozada puerta, presenció un espectáculo singular. Todos aquellos que había visto pasar estaban dispuestos en hilera alrededor del coro, en la nave ruinosa, como si los antiguos bancos existiesen aún. Bellas damas engalanadas de brocados y con cofias de encajes, próceres recamados de arriba abajo, aldeanos luciendo casacones con floripondios, como los de nuestros bisabuelos; todos ellos con un aspecto viejo, marchito, polvoriento y fatigado… De vez en cuando, pajarracos nocturnos —huéspedes habituales de la capilla—, despertados por tantas luminarias, venían a revolotear en torno de los cirios, cuya llama ascendía rectilínea y vaga, como si hubiese ardido tras una gasa; y lo que divertía mucho a Garríguez era cierto personaje de grandes quevedos de acero que a cada instante sacudía su empingorotada peluca negra, sobre la que una de esas aves estaba situada, erguida y enredada allí, batiendo las alas cautelosamente.
En el fondo, un anciano de estatura infantil, arrodillado en medio del coro, agitaba desesperadamente una campanilla sin cascabel y sin voz, mientras que un presbítero revestido de oro viejo iba y venía desde el altar recitando unas plegarias de las que no se oía ni una palabra… Indudablemente, era don Balaguer, celebrando su tercera misa rezada.
FIN