En «La ventana tapiada» (1891), Ambrose Bierce nos transporta a los vastos y solitarios bosques cercanos a Cincinnati en 1830, donde la naturaleza salvaje sirve de telón de fondo para un relato inquietante. La historia sigue a Murlock, un hombre viudo y huraño que vive en una cabaña aislada, apartado de toda compañía. Antaño un pionero lleno de vida, Murlock ha envejecido prematuramente tras la muerte de su esposa, un suceso envuelto en circunstancias misteriosas y aterradoras, que alteró su vida para siempre.
La ventana tapiada
Ambrose Bierce
(Cuento completo)
EN 1830, a pocos kilómetros de lo que hoy es la gran ciudad de Cincinnati, se extendía un bosque inmenso y casi intacto. Toda la región estaba escasamente poblada por gentes de la frontera: almas inquietas que, apenas habían levantado casas habitables en el suelo salvaje y alcanzado ese grado de prosperidad que hoy llamaríamos indigencia, impelidos por algún misterioso impulso de su naturaleza lo abandonaban todo y se alejaban hacia el oeste, para enfrentarse a nuevos peligros y privaciones en su esfuerzo por recuperar las escasas comodidades a las que habían renunciado voluntariamente. Muchos de ellos ya habían abandonado aquella región para trasladarse a asentamientos más remotos, pero entre los que quedaban había uno que había sido de los primeros en llegar. Vivía solo en una casa de troncos circundada por el gran bosque, de cuya penumbra y silencio parecía formar parte, pues nadie le había visto sonreír ni decir una palabra innecesaria. Sus sencillas necesidades se satisfacían con la venta o el trueque de pieles de animales salvajes en el pueblo del río, pues no cultivaba nada en la tierra que, en caso de necesidad, podría haber reclamado por derecho de posesión ininterrumpida. Había indicios de «mejora»: unos cuantos acres de terreno en las inmediaciones de la casa habían sido despojados de sus árboles, cuyos tocones podridos estaban medio ocultos por los nuevos árboles que habían reparado los estragos causados por el hacha. Al parecer, el entusiasmo de aquel hombre por la agricultura había ardido con una llama mortecina, extinguiéndose en cenizas penitenciales.
La pequeña casa de troncos, con su chimenea de palos, su tejado de tablones combados sujetos con palos transversales y su revestimiento de arcilla, tenía una sola puerta y, justo enfrente, una ventana. Esta última, sin embargo, estaba tapiada; nadie recordaba una época en que no lo estuviera. Y nadie sabía por qué estaba cerrada; ciertamente no se debía a la aversión de su ocupante por la luz y el aire, pues en las raras ocasiones en que un cazador había pasado por aquel solitario lugar, era frecuente ver al recluso tomando el sol en el umbral de su puerta, si el cielo había dispuesto la luz solar para sus necesidades. Creo que hoy en día hay pocas personas que conozcan el secreto de aquella ventana, pero como verán, yo soy una de ellas.
Se decía que el nombre de aquel hombre era Murlock. Aparentaba tener setenta años, aunque en realidad tenía unos cincuenta. Algo más que el mero paso de los años había tenido que ver con su prematuro envejecimiento. Su pelo y su larga barba eran blancos, sus ojos grises y sin brillo estaban hundidos, y su rostro estaba singularmente surcado de arrugas que parecían corresponder a dos sistemas que se cruzaban. Su figura era alta y esbelta, con los hombros encorvados. Nunca lo vi; estos datos me los contó mi abuelo, de quien también obtuve la historia del hombre cuando era yo un muchacho. Lo había conocido cuando era su vecino en aquellos primeros tiempos.
Un día encontraron a Murlock muerto en su cabaña. No era una época ni un lugar para forenses y periódicos, y supongo que se convino en que había muerto por causas naturales; de lo contrario, me lo habrían dicho y lo recordaría. Sólo sé que con lo que probablemente fue un sentido de lo apropiado el cuerpo fue enterrado cerca de la cabaña, junto a la tumba de su esposa, que lo había precedido por tantos años que la tradición local apenas había conservado un indicio de su existencia. Así se cierra el último capítulo de esta historia real, exceptuando, por cierto, la circunstancia de que muchos años después, en compañía de un espíritu igualmente intrépido, penetré en el lugar y me aventuré lo bastante cerca de la cabaña en ruinas como para arrojar una piedra contra ella, y hui para evitar al fantasma que todo muchacho bien informado de los alrededores sabía que rondaba el lugar. Pero hay un capítulo anterior, el que me proporcionó mi abuelo.
Cuando Murlock construyó su cabaña y empezó a labrar con su hacha una granja —el rifle constituía su medio de subsistencia— era joven, fuerte y lleno de esperanza. En aquel país oriental de donde procedía, se había casado, como era la moda, con una joven mujer digna de su honesta devoción, que compartió los peligros y privaciones de su destino con un espíritu generoso y un corazón alegre. No se sabe nada de su nombre; de sus encantos intelectuales y personales la tradición guarda silencio y el escéptico es libre de albergar sus dudas; ¡pero Dios me libre de compartirlas! De su afecto y felicidad hay abundante certeza en cada día añadido a la vida de viudo de aquel hombre; pues ¿qué sino el magnetismo de una memoria bendita podría haber encadenado a aquel espíritu aventurero a un solar como aquél?
Un día Murlock regresó de cazar en una zona remota del bosque y encontró a su esposa postrada por la fiebre y delirando. No había ningún médico en millas a la redonda, ningún vecino; tampoco estaba en condiciones de abandonarla para pedir ayuda. Así que se dedicó a cuidarla para que recobrara la salud, pero al final del tercer día cayó inconsciente y falleció, al parecer, sin recuperar nunca la razón.
Por lo que sabemos de una naturaleza como la suya, podemos aventurarnos a esbozar algunos de los detalles del retrato hecho por mi abuelo. Cuando se convenció de que estaba muerta, Murlock tuvo el suficiente sentido común para recordar que había que prepararla para el entierro. En el cumplimiento de este sagrado deber se equivocaba a veces, hacía ciertas cosas incorrectamente, y otras que hacía bien, las repetía una y otra vez. Sus fracasos ocasionales en la realización de algún acto simple y ordinario le llenaban de asombro, como sucede con un borracho que se maravilla ante la suspensión de leyes naturales familiares. También se sorprendió de no llorar: se sorprendió y se avergonzó un poco; seguramente es cruel no llorar por los muertos. «Mañana», dijo en voz alta, «tendré que hacer el ataúd y cavar la tumba; y entonces la echaré de menos, cuando deje de verla; pero ahora… está muerta, por supuesto, pero todo está bien… debe estar bien, de algún modo. Las cosas no pueden ser tan malas como parecen».
Permaneció de pie junto al cadáver, bajo la luz mortecina, acomodando el cabello y dando los últimos toques al sencillo aseo, haciéndolo todo mecánicamente, con un cuidado carente de alma. En su conciencia seguía flotando la convicción de que todo estaba bien, de que volvería a tenerla como antes y de que todo se explicaría. No tenía experiencia con el dolor; su capacidad de sentirlo no se había ampliado con el uso. Su corazón no podía asimilarlo ni su imaginación comprenderlo. No sabía que había sido tan duramente golpeado; ese conocimiento llegaría más tarde, y nunca se iría. El dolor es un artista de poderes tan variados como los instrumentos con los que toca sus cantos fúnebres por los muertos, y evoca en algunos las notas más agudas y estridentes, y en otros los acordes graves y profundos que palpitan de forma recurrente como el lento golpear de un tambor lejano. A algunos les sobresalta, a otros les deja estupefactos. A unos les llega como el golpe de una flecha, aguijoneando todas las sensibilidades hasta hacerlas más agudas; a otros como el golpe de una maza, que al aplastar entumece. Podemos suponer que Murlock se sintió de ese modo afectado, porque (y aquí pisamos un terreno más seguro que el de las conjeturas) apenas hubo terminado su piadosa labor, se desplomó en una silla junto a la mesa sobre la que yacía el cuerpo, y observando lo blanco que se veía el perfil en la creciente penumbra, apoyó los brazos en el borde de la mesa y dejó caer el rostro sobre ellos, sin lágrimas aún y con un cansancio indecible. En aquel momento entró por la ventana abierta un sonido largo y plañidero, como el llanto de un niño perdido en las profundidades del bosque que se oscurecía. Pero el hombre no se movió. De nuevo, y más cerca que antes, sonó aquel grito sobrenatural sobre sus debilitados sentidos. Tal vez era una bestia salvaje; tal vez era un sueño. Murlock estaba dormido.
Algunas horas más tarde, según se supo después, este vigilante infiel se despertó y, levantando la cabeza de los brazos, escuchó atentamente, sin saber por qué. Allí, en la negra oscuridad, al lado de la muerte, recordando todo sin sobresaltarse, forzó la vista para ver… no sabía qué. Sus sentidos estaban alertas, su respiración estaba suspendida, su sangre había aquietado su ritmo como para ayudar al silencio. ¿Quién o qué le había despertado y dónde estaba?
De pronto, la mesa se agitó bajo sus brazos, y al mismo tiempo oyó, o creyó oír, un paso ligero, suave… otro… ¡sonidos como de pies descalzos sobre el suelo!
Estaba aterrorizado hasta el punto de no poder gritar ni moverse. Por fuerza esperó… esperó allí en la oscuridad durante lo que parecieron siglos, al límite del terror que puede conocer un hombre y vivir para contarlo. En vano trató de pronunciar el nombre de la mujer muerta, en vano trató de extender la mano sobre la mesa para saber si estaba allí. Su garganta era impotente, sus brazos y manos parecían de plomo. Entonces ocurrió algo espantoso. Un cuerpo pesado pareció lanzarse contra la mesa con tal ímpetu que la empujó contra su pecho y estuvo a punto de derribarlo, y en el mismo instante oyó y sintió la caída de algo sobre el suelo con un golpe tan violento que toda la casa se estremeció por el impacto. Siguió un forcejeo y una confusión de sonidos imposible de describir. Murlock se había puesto en pie. El miedo había perdido, por exceso, el control de sus facultades. Puso las manos sobre la mesa. No había nada.
Hay un punto en el que el terror puede convertirse en locura; y la locura incita a la acción. Sin intención definida, sin otro motivo que el impulso caprichoso de un loco, Murlock saltó hacia la pared, cogió a tientas su rifle cargado y lo disparó sin apuntar. Por el fogonazo que iluminó vivamente la habitación, vio una enorme pantera que arrastraba a la mujer muerta hacia la ventana, con los dientes clavados en su garganta. Luego se hizo una oscuridad más negra que antes, y el silencio; y cuando volvió en sí, el sol estaba en lo alto y en el bosque resonaban los cantos de los pájaros.
El cuerpo yacía cerca de la ventana, donde la bestia lo había dejado al espantarse por el resplandor y el ruido del rifle. La ropa estaba revuelta, el largo cabello desordenado, las extremidades yacían de cualquier manera. De la garganta, terriblemente lacerada, había manado un charco de sangre aún no coagulada del todo. La cinta con que había atado las muñecas estaba rota; las manos fuertemente apretadas. Entre los dientes había un fragmento de oreja del animal.