Sinopsis: «Envidia» es un cuento de Ana María Matute, publicado en 1961 en el libro Historias de la Artámila. Narra la historia de Martina, una criada alta, fuerte y de carácter áspero, temida en la cocina por su genio y por no tolerar burlas ni confidencias. Su figura imponente y su aparente autosuficiencia hacen pensar que nada puede afectarla. Sin embargo, una noche de invierno, durante una conversación sobre la envidia, sorprende a todos al dejar entrever que, tras su dureza, se esconde una herida silenciosa, arraigada en lo más íntimo de su memoria.

Envidia
Ana María Matute
(Cuento completo)
Martina, la criada, era una muchacha alta y robusta, con una gruesa trenza, negra y luciente, arrollada en la nuca. Martina tenía los modales bruscos y la voz áspera. También tenía fama de mal genio, y en la cocina del abuelo todos sabían que no se le podían gastar bromas ni burlas. Su mano era ligera y contundente a un tiempo, más de una nariz había sangrado por su culpa.
Yo la recuerdo cargando grandes baldes de ropa sobre sus ancas de yegua, y dirigiéndose al río descalza, con las desnudas piernas, gruesas y morenas, brillando al Sol. Martina tenía la fuerza de dos hombres, según decía Marta, la cocinera, y el genio de cuatro sargentos. Por ello, rara era la vez que las demás criadas o alguno de los aparceros mantenían conversación con ella.
—Por tu genio no tienes amigas ni novio —le decía Marta, que en razón de su edad era la única a quien toleraba confianzas—. Deberías ser más dulce y amigable.
—Ni falta que me hace —le contestaba Martina, y mordisqueando un pedazo de pan se iba hacia el río, alta y forzuda, garbosa a pesar de su figura maciza. Realmente, hacía pensar que se bastaba a sí misma y que de nada ni de nadie necesitaba.
Yo estaba convencida de que Martina estaba hecha de hierro y de que ninguna debilidad cabía en su corazón. Como yo lo creían todos, hasta aquel día en que, después de la cena, siendo ya vísperas de la Navidad, se les ocurrió en la cocina hablar del sentimiento de la envidia.
—Mala cosa es —dijo Marta, al fin de todos—. Mala cosa es la envidia, pero bien triste, y cierto también que todos nosotros hemos sentido su punzada alguna vez.
Todos callaron, como asintiendo, y quedaron pensativos. Yo, como de costumbre, asistía de escondidas a las reuniones.
—Así es —dijo Marino, el mozo—. Todos hemos sentido la mala mordedura, ¿a qué negarlo? ¿Alguno hay aquí que no la sintiera al menos una vez en la vida? ¡Ah, vamos, supongo yo! Menos Martina, que no necesita nunca nada de nadie ni de nada.
Todos miraron a Martina esperando su bufido o su cachete. Sin embargo, Martina se había quedado pensativa, mirando al fuego, y levantó levemente los hombros.
Cruzó las manos sobre las rodillas. Ante su silencio, Marino se envalentonó:
—¿Y cómo es eso, chica? ¿Tuviste tú envidia de algo alguna vez?
Todos la miraban con curiosidad divertida. Sin embargo, cosa extraña, Martina no parecía darse cuenta de la pequeña burla que empezaba a flotar a su alrededor. Sin dejar de mirar a la lumbre, dijo lentamente:
—¿Y por qué negarlo? Vienen ahora fechas santas y no quiero mancharme con mentiras: sentí la mordedura, es verdad. Una sola vez, es cierto, pero la sentí.
Marta se echó a reír.
—¿Puede saberse de qué tuviste envidia, Martina?
Martina la miró, y yo vi entonces en sus ojos una dulzura grande y extraña, que no le conocía.
—Puede saberse —contestó—, porque ya pasó. Hace mucho tiempo, ¡era yo una zagala!
Se pasó la mano por los labios, de revés. Pareció que iba a sonreír, pero su boca seguía cerrada y seria. Todos la escuchaban sorprendidos, y al fin dijo:
—Tuve envidia de una muñeca.
Marino soltó una risotada, y ella desprecio.
—Puede rebuznar el asno —dijo agriamente—, que nunca conocerá la miel.
Mientras Marino se ruborizaba, Marta siguió:
—Cuéntanos, muchacha, y no hagas caso.
Martina dijo entonces, precipitadamente:
—Nunca hablé de esto, pero todos sabéis que cuando padre se casó con Filomena yo no lo pasé bien.
Marta asintió con la cabeza.
—Fue verdadera madrastra, eso sí, muchacha. Pero tú siempre te supiste valer por ti misma.
Martina se quedó de nuevo pensativa y el resplandor del fuego dulcificaba sus facciones de un modo desconocido.
—Sí, eso es: valerme por mí misma… eso es cierto. Pero también he sido una niña. ¡Sí, a qué negarlo, cuernos, niña y bien niña! ¿Acaso no tiene una corazón?… Después que padre casó con Filomena, vinieron los zagales Mauricio y Rafaelín… ¡Todo era poco para ellos, en aquella casa…! Y bien, yo, en cambio, la grandullona, al trabajo, a la tierra. No es que me queje, vamos: sabido es que a esta tierra se viene, por lo general, a trabajar. ¡Pero tenía siete años! ¡Sólo siete años…!
Al oír esto todos callaron. Y yo sentí un dolor pequeño dentro, por la voz con que lo dijo. Continuó:
—Pues ésta es la cosa. Un día llegaron los del Teatrín… ¿recuerda usted, señora Marta, aquellos cómicos del Teatrín? ¡Madre, qué majos eran…! Traían un teatrillo de marionetas, que le decían. Me acuerdo que me escapé a verle. Tenía ahorrados dos realines, escondidos en un agujero de la escalera, y acudí… Sí, me gustó mucho, mucho. Ponían una función muy bonita, y pasaban cosas que yo no entendí muy bien. Pero sí que me acuerdo de una muñeca preciosa —la principal era—, lo más precioso que vi: pelo rubio hasta aquí, y unos trajes… ¡Ay, qué trajes sacaba la muñeca aquélla! ¡Mira que en cada escena uno diferente…! Y abanicos, y pulseras… ¡Como un sueño era la muñeca! Estuve yo como embobada mirándola… Bien, tanto es así, que, en acabando, me metí para adentro, a fisgar. Vi que la mujer del cómico guardaba los muñecos en un baulito. Y a la muñeca, que se llamaba Floriana, la ponía en otro aparte. Conque fui y le dije: «Señora, ¿me deja usté mirarla?». Ella, a lo primero, pareció que me iba a echar, pero luego se fijó más en mí, y me digo yo ahora si le daría lástima de verme descalza y rota como iba, y flacucha que me criaba, y dijo: «¿Pagaste tu entrada, chiquita?». «La pagué, sí, señora». Ella me miró más, de arriba a abajo, y por fin se rio así, para entre ella, y dijo: «Bueno, puedes mirarla si eso te gusta». ¡Vaya si me gustaba! Bizca me quedé: tenía la Floriana una maleta para ella sola y, ¡Virgen, qué de trajes, qué de pulserinas, coronas y abanicos! Uno a uno me los iba ella enseñando, y me decía: «Éste para esto, éste para lo otro». ¡Ay, Dios, un sueño parecía! Viéndola, a mí me arañaban por dentro, me arañaban gatos o demonios de envidia, y pena y tristura me daba, he de confesarlo. ¡Y cómo vivía aquella muñeca, cielo santo! ¡Cómo vivía!
»En que llegué a casa, la Filomena me esperaba con la zapatilla y me dio buena tunda por la escapada. Sorbiéndome el moquillo me subí al escaño ande dormía, en el jergón de paja. Y me acordaba del fondo del baúl de sedas mullidas, donde dormía la Floriana y mirando mis harapos me venían a las mientes sus sedas y sus brazaletes. A la mañana, arreando, salí con el primer sol y me fui para el carro de los cómicos, descalza y medio desnuda como estaba, y me puse a llamar a voces a la señora, y en que salió, despeinada y con sueño, le pedí que me llevaran con ellos: por Dios y por todo, si me querían llevar con ellos, que, bien lavada y peinada, podía serles como de muñeca.
Marta sonrió y le puso la mano en el hombro.
—Vaya, muchacha —le dijo—. No te venga la tristeza pasada. Bien que te defendiste luego. ¡Poca envidia es esa tuya!
Martina levantó la cabeza, con un gesto como de espantar una mosca importuna.
—¡Y quién dice otra cosa! Nadie tiene que andarme a mí con compasiones. ¡Fresca estaría! ¡Cuántas querrían estar en mi lugar! ¡Pues sí que! De pecados de envidia estábamos hablando, no de tristeza.
FIN
