De todos modos, nadie sonreía. Se paraban innumerables veces y movían lentamente las piernas en un punto fijo. Era una marcha triste, vacía. La lluvia les recordaba que tenían que continuar, que había que seguir adelante, que era un pecado detenerse. Le obedecían a la lluvia. Volteaban a mirar aquel lugar por última vez y seguían con su marcha. ¿Recuerdas el silencio que se originaba en torno a sus cuerpos? ¿Recuerdas cómo todo moría lentamente? ¿Cómo todo se marchitaba mientras ellos pasaban? Porque nadie sonreía. Sabían que tenían un enorme peso en las espaldas, pero ni siquiera le prestaban atención, no, no era resignación, era costumbre, falta de otros hábitos, carencia de otro destino. Sí, sabían que habían nacido para llevarlo, sabían que vivían sin derecho o una esperanza. Así estaban cuando saliste a su encuentro por primera vez. Te miraron desinteresadamente. No, no era desinterés lo que llevaba esa mirada. Había búsqueda en aquellos ojos, eran ojos cansados de buscar la felicidad perdida, pero no vencidos como para no encontrarla.
Y te apiadaste de ellos, Ideal.
Pensaste que necesitaban una guía para aquella penosa búsqueda; que ya habían tenido bastante con su marcha, les dijiste que le darías a su vista una esperanza.
Y te aceptaron, Ideal.
Lloraron de Alegría al comprender cabalmente el significado del punto que tú les señalabas. ¿Recuerdas la bella luz que iluminó sus caras al obtener de la vida el sentido que les estabas inculcando? Comprendieron que tú eras aquella salvación buscada. Tomaron fuerzas sobre las espaldas para llevar aquella carga, y mirando siempre hacia todo lo que se pierde mientras más se aleja, continuaron su marcha.
Y te amaron, Ideal.
Te siguieron por todos los caminos para encontrarte algún día en toda la magnitud de tus palabras. Y cuando llovía cantaban oraciones en torno a ti, sólo para celebrar el agua que caía, y que ya no les recordaba que debían continuar con una penosa marcha, que se habían detenido de su destino. Y cuando les hablabas no despegaban la vista de ti, y corrían a tocarte, a palparte, a olerte, a sentirte, a no perderte.
Te idolatraban, Ideal.
Tal vez fue por eso, para responder aquel amor, que no te conformaste con lo que les habías prometido, y cada día les asegurabas más felicidad, se la ponías al alcance de la mano. Y eso era como tirar dulces al aire entre un grupo de niños, ¿recuerdas? Sólo bastaba que pronunciaras la palabra, para que los tuvieras allí junto a ti, averiguándote, buscándote.
Les prometiste demasiado, Ideal.
Tenían que comprender tarde o temprano la falsa realidad de tus palabras. Se sentían dichosos de luchar por ti, pero llegó la hora en que se dieron cuenta que no era posible alcanzarte totalmente.
Que solamente eras un símbolo ficticio, no para seres humanos sino para dioses, que aunque no lo pareciera, estabas demasiado lejos de ellos, y esa altura jamás se podría franquear. Y nuevamente, poco a poco sus ojos empezaron a revelar aquél cansancio de antes. ¿Recuerdas cómo se dieron cuenta del engaño, cómo llegaron a conocer las falsas esperanzas y cómo se adentraron en el sentimiento de impotencia?
Y lloraste, Ideal.
Sí, te compadeciste ante lo que tu falsedad había producido en ellos. Estabas frente a su total desesperación y ante sus búsquedas vanamente perdidas, y todo por culpa tuya. Entonces en ese momento, les volviste la espalda y te alejaste cobardemente de su presencia, de aquellos seres cansados, inmensamente desengañados de ti y de todo lo que fuera vida.
Y los dejaste solos, Ideal.
Aquello fue un error, comprende. Ellos ya no te querían, pero a pesar de todo necesitaban de tu compaña. Y no se volvieron a encontrar, se perdieron entre sus mismos fracasos y cerraron los ojos a la claridad para hundirlos en una oscuridad sin límites y sin salida alguna.
Y supieron lo que es la soledad, Ideal.
Porque, a pesar de todo, ellos no habían llegado a conocer aquel estado de la vida, y ¿sabes? Fue demasiado duro encontrarse de frente con semejante realidad, con el sentimiento de estar muriéndose lentamente sin tener esperanzas de pedirle ayuda a una de las miles de personas que pasan sonrientes por el lado.
Y te odiaron, Ideal.
En ellos empezó a nacer un rencor sin límites ante todo lo que fuera tuyo, ante lo que recordara tu presencia. Pero era un rencor estéril, porque ni siquiera podían desahogarse con tu cara. Odiaban tu presencia, pero sin embargo necesitaban que vinieras para vomitar su odio.
Y empezaron a llamarte a los gritos, Ideal.
Te suplicaban que aparecieras, vinieras a ponerle fin a ese rencor destructor, que no permitieras que el odio manejara sus malditas existencias. Pero no, aquellas súplicas se helaban en tu cruel humanidad.
Y no les respondías, Ideal.
Se cansaron de aquella búsqueda suplicante y se dieron a la tarea de perseguirte, de hallarte por la fuerza, de acabar contigo para de una vez desahogar su odio y eliminar tu presencia para siempre, para que no volvieras a encontrarte nuevamente en medio de ellos. Para que pudieran alcanzar la paz necesitaban matarte, era necesario.
Y te encontraron, Ideal.
Lo comprendiste, ¿no es verdad? Te seguían necesitando… pero por eso mismo, por ese absurdo deseo de ti, fue que acabaron contigo. Sus cerebros, su alma, sus huesos, sus pelos y sus uñas estaban rebosantes de odio y de necesidad por ti. Y maldita sea, fuiste testigo de lo que digo, y pudiste comprobar mi veracidad. Tú eras promesas, odio, falsedad, amor, mal camino, miseria. Contigo, todo eso se perdió.
Pero cuando dejaste de existir, lloraron, Ideal.
No debes preocuparte más por ellos, ahora no tienen problemas, toman lo que se les presente y dejan lo que les quiten, viven indiferentes, todo les da lo mismo. Se puede decir que viven felices. Están mejor ahora, y ni siquiera te recuerdan, tu presencia era un estorbo, ya no le haces falta a nadie. Te has perdido para siempre.
Pero, maldito, Ideal, ¿puedes decirme por qué no respondiste a sus llamados?
© Andrés Caicedo: El ideal. Publicado en Cuentos completos, 2014.