Sinopsis: «Una visita médica» (Sluchai iz praktiki) es un cuento de Antón Chéjov, publicado en diciembre de 1898 en la revista Russkaya Mysl. Narra el viaje del doctor Koroliov a una fábrica en el campo ruso, donde debe atender a Liza, la hija de la propietaria. Durante su estancia, Koroliov reflexiona sobre el mundo fabril, la condición obrera y la falta de sentido de la vida acomodada. En medio de una atmósfera opresiva y melancólica, el relato plantea sutiles interrogantes existenciales sobre el sufrimiento, la soledad y el lugar del individuo en una sociedad fragmentada.

Una visita médica
Antón Chéjov
(Cuento completo)
El profesor recibió un telegrama de la fábrica de los Lialikov en el que le rogaban que acudiera cuanto antes. La hija de una tal señora Lialikova, al parecer la dueña de la fábrica, estaba enferma, pero no se entendía mucho más de aquel telegrama largo y mal redactado. El profesor no fue personalmente, sino que envió a su ayudante, el doctor Koroliov.
Había que viajar en tren dos estaciones desde Moscú y luego recorrer unas cuatro verstas en coche de caballos. Enviaron una troika a la estación para recoger a Koroliov. El cochero, que llevaba un sombrero adornado con una pluma de pavo real, respondía en voz alta y con tono marcial a todas las preguntas. Era sábado por la tarde y el sol se ponía. Desde la fábrica venían en tropel los obreros hacia la estación e inclinaban la cabeza ante la troika en la que viajaba Koroliov. Le embelesaban el atardecer, las casas de campo a ambos lados del camino, los abedules y ese ambiente sosegado que lo envolvía todo; como si, junto a los trabajadores, también el campo, el bosque y el propio sol, contagiados ya del día domingo que les esperaba, se prepararan para descansar o incluso para rezar.
Había nacido y crecido en Moscú, no conocía el campo y nunca se había interesado por las fábricas ni había estado en una. Sin embargo, había leído sobre ellas, había visitado a fabricantes y conversado con ellos, y siempre que veía una fábrica, de lejos o de cerca, pensaba que, aunque todo parecía tranquilo por fuera, dentro debía reinar una ignorancia impenetrable y un egoísmo obtuso por parte de los dueños; un trabajo monótono y malsano para los obreros; disputas; vodka; insectos. Y ahora, al ver cómo los obreros se apartaban respetuosa y temerosamente del carruaje, en sus rostros, en sus gorras, en su forma de andar, él adivinaba la suciedad física, la embriaguez, el nerviosismo, la confusión.
Entraron por los portones de la fábrica. A ambos lados desfilaban las casitas de los obreros, con rostros de mujeres, ropa y mantas tendidas en los porches. «¡Cuidado!», gritaba el cochero sin frenar los caballos. He aquí un amplio patio sin césped, con cinco enormes edificios industriales con chimeneas, algo apartados unos de otros, almacenes, barracones… Todo estaba cubierto por una pátina gris, como de polvo. Aquí y allá, como oasis en el desierto, había lastimosos jardincillos, y los tejados verdes o rojos de las casas donde vivía la administración. De pronto, el cochero frenó los caballos y el carruaje se detuvo ante una casa recién pintada de gris. Había un jardín con lilas cubiertas de polvo y, en el pórtico amarillo, olía intensamente a pintura.
—Por aquí, señor doctor —decían unas voces de mujer en la antesala y el recibidor, acompañadas de suspiros y susurros—. Pase, lo esperábamos… Es una verdadera desgracia. Por aquí, por favor.
La señora Lialikova, una mujer mayor de complexión robusta, vestida con un traje de seda negro y mangas de última moda, era, a juzgar por su rostro, algo simple y poco instruida. Miraba al doctor con ansiedad y no se atrevía a ofrecerle la mano. A su lado estaba una mujer con el pelo corto, un pince-nez sobre la nariz, una blusa colorida, muy delgada y entrada en años. El servicio la llamaba Jristina Dmitrievna y Koroliov dedujo que era la institutriz. Al parecer, por ser la más culta de la casa, se le había encargado recibir al médico, pues enseguida se apresuró a explicarle los motivos de la dolencia con detalles minuciosos, aunque sin decir quién era la enferma ni en qué consistía la enfermedad.
El doctor y la institutriz se sentaron a conversar mientras la dueña de la casa permanecía de pie junto a la puerta, esperando. Del diálogo, Koroliov comprendió que la enferma era Liza, una joven de veinte años, hija única y heredera de la señora Lialikova. Llevaba tiempo enferma y había consultado a diversos médicos; la noche anterior, desde la tarde hasta el alba, había sufrido unas palpitaciones tan fuertes que nadie en la casa pudo dormir; temían que muriera.
—Desde niña fue enfermiza —relataba Jristina Dmitrievna con voz melodiosa, secándose los labios con la mano constantemente—. Los médicos dicen que son los nervios, pero cuando era pequeña le trataron mal la escrófula y quién sabe si será por eso.
Fueron a ver a la enferma. Ya era una mujer hecha y derecha, de buena estatura, pero fea, parecida a su madre, con los mismos ojillos pequeños y una mandíbula inferior ancha y desproporcionadamente desarrollada. Despeinada y cubierta hasta el mentón, Koroliov tuvo la impresión, en un primer momento, de que era una criatura desvalida a la que se había acogido por lástima. Le costaba creer que fuera la heredera de los cinco inmensos edificios.
—Hemos venido a verla, a curarla —dijo Koroliov—. Buenas tardes.
Se presentó y le estrechó la mano: una mano grande, fría y fea. Ella se sentó y, evidentemente acostumbrada a los médicos, indiferente a tener los hombros y el pecho descubiertos, se dejó auscultar.
—Tengo palpitaciones —dijo—. Anoche fue horrible… ¡Creí que me moría de espanto! Deme algo.
—Le daré, le daré. Tranquilícese.
Koroliov la examinó y encogió los hombros.
—El corazón está bien —dijo—. Todo está en orden. Solo es un pequeño desequilibrio nervioso. Es muy común. El ataque, supongo, ya habrá pasado. Acuéstese a dormir.
En ese momento, trajeron una lámpara. La enferma entrecerró los ojos ante la luz, se cubrió la cabeza con las manos y rompió a llorar. La impresión de criatura fea y miserable se desvaneció y Koroliov dejó de percibir los ojillos y la mandíbula prominente para contemplar una expresión sufriente, inteligente y conmovedora. Todo en ella le resultó delicado, femenino y sencillo. Sintió deseos de consolarla, no con medicamentos ni consejos, sino con una palabra amable.
La madre rodeó su cabeza con los brazos y la estrechó contra sí. ¡Cuánta desesperación y angustia en su rostro! La había criado, educado, le había enseñado francés, música y danza, había contratado a los mejores profesores y médicos, y una institutriz… y ahora no comprendía de dónde venían esas lágrimas ni por qué tanto sufrimiento. Se sentía perdida y culpable, como si aún faltara algo por hacer o alguien por invitar, aunque no sabía a quién.
—Lizanka, otra vez… otra vez —susurraba mientras la estrechaba—. Mi vida, mi paloma, mi niña, dime qué te pasa… Ten piedad, dime.
Ambas lloraban amargamente. Koroliov se sentó al borde de la cama y le tomó la mano.
—Vamos, ¿por qué llora? —le dijo con dulzura—. No hay nada en el mundo que justifique tantas lágrimas. No lloremos, no es necesario…
Pero pensó: «Ya es hora de que se case…».
—Nuestro médico de la fábrica le recetó bromuro de potasio —dijo la institutriz—, pero me parece que le sentó mal. Yo creo que, si hay que darle algo para el corazón, deberían ser esas gotas… No recuerdo cómo se llaman… Lirios de los valles, creo.
Y de nuevo la mujer comenzó a dar muchos detalles. Interrumpía al doctor, no lo dejaba hablar y en su rostro se leía un esfuerzo, como si creyera que, por ser la persona más culta de la casa, tenía la obligación de mantener una conversación continua con el médico, y necesariamente sobre medicina.
Koroliov empezó a aburrirse.
—No encuentro nada grave —dijo al salir del dormitorio y dirigirse a la madre—. Si su hija ha sido atendida por el médico de la fábrica, que continúe él con el tratamiento. Hasta ahora ha sido adecuado y no veo necesidad de cambiar de médico. ¿Para qué? Es una dolencia común, nada serio…
Hablaba sin prisa, mientras se ponía los guantes, y la señora Lialikova permanecía inmóvil, mirándolo con los ojos enrojecidos por el llanto.
—Faltan treinta minutos para el tren de las diez —dijo Koroliov—. Espero llegar a tiempo.
—¿Y no podría quedarse con nosotros? —preguntó ella, y de nuevo le corrieron lágrimas por las mejillas. —Me da vergüenza molestarlo, pero se lo ruego… por Dios —añadió en voz baja, mirando hacia la puerta—, quédese a pasar la noche. Ella es mi única hija… Mi única hija… Lo que ocurrió anoche fue tan espantoso que aún no me repongo… No se vaya, por lo que más quiera…
Quiso decirle que tenía mucho trabajo en Moscú, que lo esperaba su familia; le resultaba complicado pasar la tarde y la noche en una casa ajena sin necesidad. Pero, al ver su rostro, suspiró y comenzó en silencio a quitarse los guantes.
En la sala y el salón encendieron todas las lámparas y candelabros para él. Se sentó junto al piano, hojeó unas partituras y observó los cuadros de las paredes, los retratos. En las pinturas al óleo, enmarcadas en dorado, había vistas de Crimea, un mar tempestuoso con un barquito, un monje católico con una copa en la mano… Todo ello estaba pintado con un estilo tosco, rebuscado y sin talento. En los retratos no había ningún rostro bello o interesante: todos tenían los pómulos anchos y los ojos saltones. En el de Lialikov, el padre de Liza, se veía una frente pequeña y un rostro autocomplaciente; el uniforme le colgaba como un saco sobre su cuerpo tosco y sin distinción; en el pecho, lucía una medalla y la insignia de la Cruz Roja. Una cultura pobre, un lujo accidental, sin sentido, incómodo, como ese uniforme. Los suelos eran tan brillantes que resultaban incómodos, al igual que las arañas… Y, sin saber por qué, le vino a la memoria una historia sobre un comerciante que iba al baño con una medalla al cuello.
Desde la antesala se oían susurros y el suave ronquido de alguien. De pronto, desde el patio llegaron unos sonidos metálicos, secos y entrecortados que Koroliov nunca había escuchado antes y no comprendía. Le provocaron una sensación extraña y desagradable.
«No viviría aquí ni por todo el oro del mundo», pensó, y volvió a concentrarse en las partituras.
—Doctor, pase a cenar —lo llamó en voz baja la institutriz.
La mesa era grande, con muchas entradas y vinos, pero solo comían ellos dos: él y Jristina Dmitrievna. Ella bebía Madeira, comía con rapidez y hablaba, mirándolo a través del pince-nez:
—Los obreros están muy satisfechos con nosotros. En la fábrica tenemos representaciones teatrales cada invierno; los propios obreros actúan, también hacemos lecturas con linterna mágica y tenemos un salón de té estupendo, y qué sé yo cuántas cosas más. Nos quieren mucho y, cuando se enteraron de que Lizanka estaba peor, encargaron un rezo. Son incultos, pero también sienten.
—Da la impresión de que no hay ningún hombre en esta casa —dijo Koroliov.
— Ni uno. Piotr Nikanorich murió hace año y medio y nos quedamos solas. Así vivimos las tres. En verano estamos aquí y en invierno en Moscú, en Polianka. Llevo once años viviendo con ellas. Como si fuera de la familia.
Sirvieron esturión, croquetas de pollo y compota; los vinos eran franceses y caros.
—Doctor, no se prive, por favor —decía Jristina Dmitrievna mientras comía, secándose la boca con el puño. Se notaba que vivía allí muy a gusto—. Coma con confianza.
Después de la cena, llevaron al doctor a una habitación donde le habían preparado la cama. Pero no tenía sueño; el ambiente era sofocante y olía a pintura. Se puso el abrigo y salió.
Afuera hacía fresco, amanecía y, en el aire húmedo, los cinco edificios de la fábrica se recortaban en el cielo junto con sus alargadas chimeneas, los barracones y los almacenes. Era domingo y no se trabajaba; todas las ventanas estaban a oscuras, salvo las de uno de los edificios, donde aún ardía un horno. Dos ventanas se veían teñidas de rojo y, de vez en cuando, una llama salía de la chimenea junto con el humo. Lejos, más allá del patio, croaban las ranas y cantaba un ruiseñor.
Al observar los edificios y los barracones donde dormían los obreros, volvió a su cabeza lo que siempre pensaba cuando veía fábricas. Por muchos espectáculos, linternas mágicas, médicos y diversas mejoras que hubiera, los trabajadores que había visto ese día en el camino no se distinguían en nada de los vistos en su infancia, cuando no existían tales progresos. Como médico que comprendía las enfermedades crónicas, de causa incomprensible e irremediable, consideraba las fábricas un error, cuya raíz también era difusa e irreparable. Todas las mejoras introducidas en la vida de los obreros, aunque no le parecían del todo superfluas, las equiparaba con los tratamientos de enfermedades incurables.
«Aquí hay un malentendido, sin duda… —pensaba, mirando las ventanas rojas—. Unos mil quinientos o dos mil obreros trabajan sin descanso en un ambiente malsano fabricando telas de mala calidad. Viven medio muertos de hambre y solo de vez en cuando se despejan de esta pesadilla en una taberna. Un centenar de personas supervisa el trabajo y toda su vida se reduce a anotar multas, regañar y cometer injusticias. Y son apenas dos o tres, los llamados dueños, quienes disfrutan de los beneficios sin trabajar y, además, desprecian esas malas telas. Pero ¿qué clase de beneficios? ¿Cómo los disfrutan? Lialikova y su hija son desgraciadas, da pena verlas, y la única que vive a gusto es Jristina Dmitrievna, una señorita mayor y algo tonta que siempre lleva un pince-nez sobre la nariz. Entonces resulta que esos cinco edificios funcionan y se vende tela de mala calidad en los mercados orientales solo para que Jristina Dmitrievna pueda comer esturión y beber Madeira».
De pronto, se oyeron los mismos sonidos extraños que Koroliov había escuchado antes de la cena. Junto a uno de los edificios, alguien golpeaba una plancha metálica y, enseguida, detenía el sonido, produciendo ruidos cortos, ásperos e impuros, algo así como «tin… tin… tin… tin… tin…». Tras medio minuto de silencio, en otro edificio se oían unos golpes similares, pero más graves, como un bajo: «ton… ton… ton…». Once veces. Evidentemente, los vigilantes estaban dando la hora.
Entonces se oyó junto al tercer edificio: «tac… tac… tac…». Y así en todos los edificios, y después tras los barracones y los portones. En medio del silencio nocturno, parecía que los sonidos no provenían de los vigilantes, sino de la propia criatura monstruosa de ojos rojizos, el mismo diablo que gobernaba allí, a amos y a obreros por igual, y que se burlaba de todos ellos.
Koroliov salió del patio hacia el campo.
—¿Quién va ahí? —le gritó una voz áspera desde la entrada.
«Como en una prisión…», pensó, sin responder.
Aquí, los ruiseñores y las ranas se oían con más claridad; se sentía la noche de mayo. Desde la estación llegaba el rumor de un tren, en alguna parte cantaban gallos soñolientos, pero la noche seguía tranquila y el mundo dormía en paz. En el campo, cerca de la fábrica, había una estructura de madera en la que se acumulaban materiales de construcción. Koroliov se sentó sobre unas tablas y siguió pensando:
«La única que se siente bien aquí es la institutriz, y toda la fábrica funciona para su placer. Pero eso es solo en apariencia; ella es una figura decorativa. El verdadero beneficiario de todo esto… es el diablo».
Y pensaba en el diablo, en quien no creía, mientras miraba de reojo las dos ventanas de fuego. Le parecía que aquellos ojos rojos lo observaban: era el propio diablo, esa fuerza misteriosa que había creado las relaciones entre fuertes y débiles, aquel error brutal que ya no podía corregirse. Es natural que el fuerte oprima al débil; así lo dictan las leyes de la naturaleza. Pero esto, aunque suene lógico en un artículo o un manual, en el caos de la vida cotidiana, en el enredo de pequeñas cosas que forman los vínculos entre las personas, ya no es una ley, sino una incongruencia lógica, porque tanto el fuerte como el débil acaban siendo víctimas de esa relación, doblegados por una fuerza desconocida y ajena a la vida y al ser humano.
Así pensaba Koroliov, sentado en las tablas, cuando de repente tuvo la sensación de que esa fuerza desconocida estaba realmente cerca, observándolo. Mientras tanto, el cielo del este se tornaba cada vez más pálido. El tiempo pasaba rápidamente. Los cinco edificios y las chimeneas, sobre el fondo gris del amanecer y sin nadie alrededor, como si todo estuviera muerto, tenían un aspecto especial, diferente al del día. Se le olvidó que en su interior había motores de vapor, electricidad, teléfonos… Lo único que venía a su mente eran estructuras sobre pilotes, imágenes de la Edad de Piedra… Sentía la presencia de una fuerza brutal e inconsciente…
Y de nuevo se oyó:
—Tin… tin… tin… tin…
Doce veces. Luego, silencio absoluto durante medio minuto y, después, en el otro extremo del patio:
—Ton… ton… ton…
«¡Qué desagradable!», pensó Koroliov.
— Tac… tac… —sonó en un tercer lugar, de manera cortante, aguda, como con enojo—. Tac… tac…
Y para marcar las doce campanadas se tardaron cuatro minutos. Después, silencio. Y de nuevo la impresión de que todo estaba muerto a su alrededor.
Koroliov permaneció allí un poco más y volvió a casa, pero tardó en acostarse. En las habitaciones contiguas se oían susurros, pasos descalzos y el golpeteo de zapatillas.
«¿Tendrá otro ataque?». —pensó Koroliov.
Salió para ver a la enferma. Las habitaciones ya estaban totalmente iluminadas y, en el salón, la luz solar entraba a través de la neblina matutina, insinuándose en las paredes y en el suelo. La puerta del cuarto de Liza estaba entreabierta y ella se hallaba sentada en un sillón junto a la cama, con una bata y envuelta en un chal, despeinada. Las cortinas estaban cerradas.
—¿Cómo se siente? —preguntó Koroliov.
—Es usted muy amable.
Le tomó el pulso y le apartó un mechón de pelo que le caía en la frente.
—No ha dormido —dijo él—. Afuera hace un tiempo espléndido, es primavera, cantan los ruiseñores, y usted aquí, en penumbra, sumida en sus pensamientos…
Ella lo escuchaba y lo miraba a la cara; tenía los ojos tristes e inteligentes, y se notaba que quería decirle algo.
—¿Le ocurre esto a menudo? —preguntó él.
Ella movió los labios y respondió:
—A menudo. Casi todas las noches me siento así.
En ese momento, los vigilantes dieron las dos. Se oyó: «tin…tin…», y ella se estremeció.
—¿Le molestan esos golpes? —preguntó él.
—No sé. Todo me inquieta aquí —respondió, pensativa—. Todo me inquieta. En su voz percibo comprensión; desde el primer momento sentí que con usted podía hablar de todo.
—Hable, por favor.
— Quiero decirle lo que pienso. Me parece que no estoy enferma, sino que tengo miedo e inquietud porque debe ser así y no puede ser de otro modo. Incluso la persona más sana se angustiaría si un bandido rondara bajo su ventana. A menudo me dan medicinas —continuó, mirando su regazo, y sonrió tímidamente—. Estoy muy agradecida y no niego los beneficios del tratamiento, pero me gustaría hablar no con un médico, sino con alguien cercano, con un amigo que me comprendiera, que me dijera si tengo razón o no.
—¿No tiene amigos? —preguntó Koroliov.
—Estoy sola. Tengo a mi madre, la quiero, pero aun así me siento sola. Así ha sido mi vida… Los solitarios leen mucho, pero hablan poco; oyen poco, y ven la vida como un misterio. Son místicos y, a menudo, ven al diablo donde no está. Tamara, en la obra de Lérmontov, estaba sola y vio al diablo.
—¿Lee mucho?
—Mucho. Tengo tiempo de sobra, desde la mañana hasta la noche. Durante el día leo; por las noches… mi cabeza está vacía, en lugar de pensamientos hay sombras.
—¿Ve usted algo por las noches? —preguntó Koroliov.
— No, pero lo siento…
Volvió a sonreír y alzó los ojos hacia el doctor con una mirada tan triste y lúcida que él sintió que confiaba en él, que quería hablarle con sinceridad y que pensaba como él. Pero guardaba silencio, quizá esperando a que él hablara.
Koroliov sabía qué decirle: para él era evidente que debía alejarse cuanto antes de esos cinco edificios, de ese diablo que la observaba por las noches. También era evidente que ella pensaba lo mismo y que solo esperaba que alguien en quien confiara se lo confirmara.
Pero no sabía cómo decírselo. ¿Cómo se le pregunta a un condenado por qué ha sido sentenciado? ¿Cómo se le pregunta a una persona muy rica para qué necesita tanto dinero, por qué lo gestiona tan mal, por qué no se desprende de él, incluso cuando ve que en ello radica su desdicha? Y, si se empieza a hablar del tema, la conversación se vuelve torpe, larga, incómoda.
«¿Cómo decirlo? —reflexionaba Koroliov—, ¿será necesario decirlo?».
Y se lo dijo al fin, aunque no directamente, sino dando rodeos:
—Usted, como heredera y dueña de una fábrica, no está conforme con su situación, no cree en su derecho y por eso no duerme. Eso, sin duda, es mejor que estar conforme, dormir a pierna suelta y creer que todo va bien. Su insomnio es honorable; en cualquier caso, es un buen signo. A nuestros padres, por ejemplo, ni se les habría ocurrido mantener una conversación como esta; dormían profundamente por la noche. Nosotros, en cambio, mal dormimos, nos angustiamos, hablamos mucho y nos cuestionamos si tenemos o no razón. Para nuestros hijos o nietos, esa pregunta —si tienen o no razón— ya estará resuelta. Ellos lo verán más claro que nosotros. La vida será hermosa dentro de unos cincuenta años. Lástima que no vayamos a vivir para verla. Sería interesante.
—¿Y qué harán entonces los hijos y los nietos? —preguntó Liza.
—No sé… Supongo que lo dejarán todo y se irán.
—¿A dónde?
—¿A dónde? A cualquier parte —dijo Koroliov, y se echó a reír—. Hay muchos sitios a donde puede ir una persona buena e inteligente.
Miró su reloj.
—Ya ha salido el sol —dijo—. Es hora de dormir. Desvístase y duerma tranquila. Me alegra mucho haberla conocido —añadió, mientras le estrechaba la mano—. Es usted una persona noble e interesante. Buenas noches.
Se dirigió a su habitación y se acostó.
A la mañana siguiente, cuando trajeron el carruaje, todos salieron al pórtico para despedirlo. Liza vestía de blanco, con una flor en el cabello. Estaba pálida, delicada, y lo miraba con tristeza e inteligencia, como la noche anterior. Sonreía y hablaba, y todo en ella expresaba que quería decirle algo especial e importante solo a él. Se oía el canto de las alondras y las campanas de la iglesia. Las ventanas de los edificios de la fábrica resplandecían alegres y, al pasar por el patio y luego por el camino hacia la estación, Koroliov ya no pensaba en los obreros, ni en las estructuras, ni en el diablo, sino en ese tiempo que, quizá, estaba cerca y en el que la vida sería tan luminosa y alegre como esa mañana tranquila de domingo. Pensaba también en lo agradable que era viajar en troika, en un buen carruaje, en una mañana como esa, en primavera, y calentarse al sol.
FIN
