Partida de rescate (Rescue Party) es un temprano relato de ciencia ficción de Arthur C. Clarke, publicado en mayo de 1946 en la revista Astounding Science Fiction. Una avanzada civilización extraterrestre recibe una tardía alerta: el sol de un sistema remoto está a punto de convertirse en nova, amenazando la vida en su tercer planeta. Sorprendentemente, contra todo pronóstico, la vida inteligente ha surgido y evolucionado con gran rapidez en ese mundo. Ante esta situación crítica, una nave de rescate es enviada con la misión de salvar a tantos miembros de la especie como sea posible. Sin embargo, enfrentan una carrera contrarreloj, pues solo disponen de cuatro horas antes de que la estrella explote y la catástrofe sea inevitable.
Partida de rescate
Arthur C. Clarke
(Cuento completo)
¿De quién era la culpa? Durante tres días, los pensamientos de Alveron habían vuelto sobre aquella cuestión y todavía no les había encontrado respuesta. Una criatura de una raza menos civilizada, o menos sensible, nunca hubiera dejado torturar su mente con eso y se habría satisfecho con la seguridad de que nadie podía ser responsable de los avatares del destino. Pero Alveron y su especie habían sido los señores del Universo desde el alba de la historia, desde aquella tan lejana época en que la Barrera del Tiempo había sido envuelta alrededor del cosmos por los desconocidos poderes que yacían más allá del Principio. A ellos les fue dado todo el conocimiento; y con el conocimiento infinito iba la responsabilidad infinita. Si había equivocaciones y errores en la administración de la Galaxia, la culpa recaía sobre la cabeza de Alveron y su gente. Y esto no era una mera equivocación: era una de las mayores tragedias de la historia.
La tripulación todavía no sabía nada. Aun a Rugon, su mejor amigo y lugarteniente del capitán de la nave, se le había dicho sólo una parte de la verdad. Pero ahora los sentenciados mundos yacían a menos de un billón de millas. En unas pocas horas aterrizarían en el tercer planeta.
Alveron leyó una vez más el mensaje de la Base; entonces, con el latigazo de un tentáculo que ningún ojo humano podría haber seguido, apretó el botón de «Alerta General». A través de todo el cilindro de una milla de largo que era la nave de Vigilancia Galáctica S9000, criaturas de muchas razas abandonaron su trabajo para escuchar las palabras de su capitán.
—Sé que han estado preguntándose —comenzó Alveron— por qué nos han ordenado abandonar nuestro patrullaje y proceder con tal aceleración hacia esta región del espacio. Algunos de ustedes pueden darse cuenta de lo que significa esta aceleración. Nuestra nave está en su viaje final: los generadores han estado funcionando durante sesenta horas a Sobrecarga Final. Tendremos mucha suerte si volvemos a la Base por nuestros propios medios.
»Nos estamos aproximando a un sol que está a punto de volverse nova. La detonación ocurrirá en siete horas, con una incertidumbre de una hora, dejándonos un máximo de sólo cuatro horas para la exploración. En el sistema que va a ser destruido hay diez planetas y hay una civilización en el tercero. El hecho fue descubierto sólo hace unos pocos días. Es nuestra trágica misión ponernos en contacto con esa raza sentenciada y, si es posible, salvar a alguno de sus miembros. Sé que es poco lo que podemos hacer en tan corto lapso y con una sola nave. Ninguna otra máquina podría alcanzar el sistema antes de que ocurra la detonación».
Hubo una larga pausa, durante la cual no podría haber habido sonido o movimiento alguno en toda la poderosa nave, que se aceleraba silenciosamente hacia los mundos de adelante. Alveron sabía qué estaban pensando sus compañeros y trató de contestar a su no formulada pregunta.
—Se preguntarán cómo se ha permitido que ocurra tal desastre, el peor de los que tenemos registro. Pero les puedo asegurar una cosa. El fallo no reside en esta nave.
»Como ya saben, con nuestra actual flota de menos de doce mil naves es posible reexaminar cada uno de los ocho millones de sistemas solares de la Galaxia, a intervalos de casi un millón de años. La mayoría de los mundos cambia muy poco en tan corto tiempo.
»Menos de cuatrocientos mil años atrás, la nave de inspección S5060 examinó los planetas del sistema al que nos estamos aproximando. No encontró inteligencia en ninguno de ellos, pese a que el tercer planeta abundaba en vida animal y que otros dos mundos habían sido alguna vez habitados. Se presentó el informe habitual, y el sistema estará apto para su próximo examen en seiscientos mil años.
»Ahora parece que en el increíblemente corto período de tiempo desde la última inspección ha aparecido vida inteligente en el sistema. El primer indicio de esto tuvo lugar cuando desconocidas señales de radio fueron detectadas en el planeta Kulath, en el sistema X 29.35, Y 34.76, Z 27.93. Se tomaron sus coordenadas: provenían del sistema al que nos dirigimos.
»Kulath está a doscientos años luz de aquí; por tanto, aquellas ondas de radio han estado en camino durante dos siglos. Por consiguiente, al menos durante este tiempo, ha existido una civilización en uno de estos mundos, una civilización que puede generar ondas electromagnéticas y todo lo que eso implica.
»Se hizo un inmediato examen telescópico del sistema y entonces se encontró que el Sol estaba en el inestable estado de prenova. La detonación podría ocurrir en cualquier momento y ciertamente podría haber tenido lugar mientras las ondas de luz estaban en camino a Kulath.
»Hubo un pequeño retraso mientras las antenas direccionales de supervelocidad de Kulath II se enfocaban en el sistema. Ellas demostraron que la detonación todavía no había ocurrido, pero que faltaban pocas horas. Si Kulath hubiera estado una fracción de año luz más lejos de este sol, nunca nos habríamos enterado de esta civilización hasta que hubiera cesado de existir.
»El administrador de Kulath se puso inmediatamente en contacto con la Base del Sector y se me ordenó dirigirme hacia el sistema al instante. Nuestro objetivo es salvar a todos los miembros que podamos de la raza sentenciada, si todavía queda alguno. Pero hemos supuesto que una civilización que posee radio debe haberse protegido contra cualquier elevación de temperatura que ya podría haber ocurrido.
»Esta nave y los dos módulos explorarán una sección del planeta, cada uno. El comandante Torkalee cogerá el Número Uno y el comandante Orostron el Número Dos. Tendrán menos de cuatro horas para explorar este mundo. Al finalizar este lapso deberán estar de vuelta en la nave. Esta partirá en ese momento, con o sin ellos. Inmediatamente daré detalladas instrucciones a los dos comandantes en el cuarto de control.
»Eso es todo. Entraremos en la atmósfera en dos horas».
Sobre el mundo conocido en un tiempo como Tierra, los fuegos se extinguían: ya no había nada que quemar. Los grandes bosques que habían barrido el planeta como una marejada con la muerte de las ciudades, no eran ahora más que resplandeciente carbón de leña, y el humo de sus piras funerarias aún manchaba el cielo. Pero las últimas horas estaban todavía por venir porque las rocas de la superficie todavía no habían comenzado a fluir. Los continentes eran apenas visibles a través de la humareda, pero sus contornos no significaban nada para los observadores de la nave que se acercaba. Las cartas que ellos poseían estaban atrasadas en más de una docena de Eras Glaciales y en más de un diluvio.
La S9000 había pasado por Júpiter y había visto inmediatamente que no podía haber vida en aquellos semigaseosos océanos de hidrocarburos comprimidos, ahora en furiosa erupción bajo el anormal calor solar. Habían omitido Marte y los planetas exteriores, y Alveron comprendió que los mundos más cercanos al Sol que la Tierra ya estarían fundiéndose. Era más que probable, pensó tristemente, que ya hubiera terminado la tragedia de esta raza desconocida. En lo profundo de su corazón pensó que quizá fuera mejor así. La nave podrá llevar sólo unos pocos cientos de supervivientes y el problema de la selección le había estado obsesionando.
Rugon, jefe de comunicaciones y lugarteniente del capitán, entró en el cuarto de control. Durante la última hora se había esforzado en detectar radiación proveniente de la Tierra, pero en vano.
—Es muy tarde —anunció lóbregamente—. He recorrido todo el espectro y el éter está muerto, excepto nuestras propias estaciones y algunos programas de Kulath de hace doscientos años. Ya no hay nada que esté irradiando en este sistema.
Se movió hacia la gigante pantalla de visión con un movimiento fluido y gracioso, que ningún simple bípedo podría siquiera desear imitar. Alveron no dijo nada; había estado esperando esta noticia.
Una pared entera del cuarto de control fue ocupada por la pantalla, un gran rectángulo blanco que daba una impresión de profundidad casi infinita. Tres de los delgados tentáculos de control de Rugon, inútiles para el trabajo pesado, pero increíblemente veloces en cualquier manipulación, aletearon sobre los diales selectores y la pantalla se encendió con mil puntos luminosos. El campo de la estrella fluyó rápidamente mientras Rugon ajustaba los controles, haciendo que el proyector se enfocara sobre el mismo Sol.
Ningún hombre sobre la tierra hubiera reconocido la monstruosa figura que llenaba la pantalla. La luz del Sol ya no era blanca: grandes nubes azul-violáceas cubrían la mitad de su superficie, y de ellas, largos gallardetes de llamas estallaban hacia el espacio. En un punto, una enorme prominencia se había elevado fuera de la fotosfera, casi hasta penetrar en los vacilantes velos de la corona. Era como si un árbol de fuego hubiera echado raíces en la superficie del Sol, un árbol que se erguía a medio millón de millas de altura y cuyas ramas eran ríos de llamas que barrían el espacio a cientos de millas por segundo.
—Supongo —dijo Rugon— que están bastante satisfechos con los cálculos de los astrónomos. Después de todo…
—Oh, estamos perfectamente a salvo —dijo Alveron confiadamente—. He hablado al Observatorio de Kulath y han estado haciendo unas verificaciones adicionales a través de nuestros propios instrumentos. Esa incertidumbre de una hora incluye un margen secreto de seguridad, que no me dirán, en caso de que me sienta tentado a permanecer más tiempo.
Echó una ojeada al panel de instrumentos.
—El piloto ya nos debería haber hecho penetrar en la atmósfera. Encienda la pantalla y enfóquela sobre el planeta, por favor. ¡Ah, allá van!
Hubo una repentina vibración a mis pies y un bronco sonar de alarmas, acallado instantáneamente. A través de la pantalla de visión se vio que dos delgados proyectiles se zambullían hacia la creciente masa de la Tierra. Viajaron juntos unas pocas millas, luego se separaron y uno se desvaneció abruptamente, mientras penetraba en la sombra del planeta.
Lentamente, la inmensa nave madre, con su enorme volumen, descendió después de ellos en la furiosa tormenta que estaba precipitándose en las ciudades desiertas del Hombre.
Era de noche en el hemisferio sobre el que Orostron ejercía su pequeño mando. Como Torkalee, su misión era fotografiar, grabar e informar los progresos a la nave madre. El pequeño módulo explorador no tenía lugar para especímenes o pasajeros. Si se hiciera contacto con los habitantes de este mundo, la S9000 acudiría inmediatamente. No habría tiempo para negociar. Si hubiera algún problema, el rescate sería por la fuerza y las explicaciones podrían llegar después.
La arruinada región que yacía debajo estaba bañada por una imponente y vacilante luz, ya que un despliegue crepuscular descargaba su furia sobre la mitad del mundo. Pero la imagen de la pantalla de visión era independiente de la luz exterior y mostraba claramente un campo de rocas estériles que parecían no haber conocido nunca alguna forma de vida. Presumiblemente este desierto debía terminarse en algún lugar. Orostron aumentó la velocidad hasta el valor más alto que podía arriesgar en una atmósfera tan densa.
La máquina huyó a través de la tormenta y ahora el desierto comenzó a trepar hasta el cielo. Delante yacía una gran cordillera, perdidos sus picos en las nubes cargadas de humo. Orostron dirigió las antenas hacia el horizonte y la línea montañosa pareció de golpe muy cercana y amenazadora en la pantalla de visión. Comenzó a ascender rápidamente. Era difícil imaginarse un terreno menos prometedor para encontrar civilización, y se preguntó si no sería prudente cambiar de curso. Decidió que no. Cinco minutos más tarde tuvo su recompensa.
Algunas millas debajo yacía una montaña decapitada, su cúspide completamente cortada por alguna tremenda hazaña ingenieril. Por encima de la roca y a horcajadas sobre la meseta artificial había una intrincada estructura de barrotes metálicos soportando masas de maquinarias. Orostron detuvo su nave y descendió en espiral hacia la montaña.
La leve interferencia producida por el efecto Doppler ya se había desvanecido y la imagen se recortaba claramente sobre la pantalla. El reticulado sostenía algunas hileras de grandes espejos metálicos que apuntaban al cielo, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados con la horizontal. Eran levemente cóncavos y cada uno poseía en su foco un complicado mecanismo. Parecía haber algo impresionante y significativo en esta formación; cada espejo apuntaba precisamente al mismo lugar del cielo… o más allá.
Orostron se dirigió a sus colegas.
—Me parece que es una especie de observatorio —dijo—. ¿Has visto alguna vez algo como eso?
Klarten, una criatura multitentaculada y trípeda, proveniente de un racimo globular del borde de la Vía Láctea, tenía una teoría diferente.
—Ese es un equipo de comunicación. Aquellos reflectores son para enfocar rayos electromagnéticos. Ya he visto antes el mismo tipo de instalaciones en un centenar de mundos. Incluso podría ser la estación que recogió Kulath…, pese a que es bastante improbable, porque los rayos serían demasiado estrechos para espejos de ese tamaño.
—Eso explicaría el hecho de que Rugon no pudiera detectar radiación antes de que aterrizáramos —agregó Hansur II, uno de los mellizos provenientes del planeta Thargon.
Orostron no estaba de acuerdo en absoluto.
—Si aquello es una estación de radio, debe haber sido construida para comunicación interplanetaria. Miren la forma en que están orientados los espejos. No creo que haya podido cruzar el espacio una raza que ha conocido la radiocomunicación sólo dos siglos antes. A mi pueblo le llevó seis mil años.
—Nosotros lo conseguimos en tres —dijo Hansur II con indiferencia, hablando unos pocos segundos antes que su gemelo. Antes que la inevitable discusión pudiera desplegarse, Klarten comenzó a mover los tentáculos excitadamente. Mientras los otros hablaban, él había encendido el monitor automático.
—¡Aquí está! ¡Escuchen!
Movió una perilla y el pequeño cuarto se llenó con un sonido bronco y quejoso, que cambiaba de altura continuamente, reteniendo, sin embargo, ciertas características que eran difíciles de definir.
Los cuatro exploradores escucharon con atención durante un minuto; luego Orostron dijo:
—¡Seguro que esa no es ninguna forma de lenguaje! ¡Ninguna criatura puede producir sonidos con tanta rapidez!
Hansur I había llegado a la misma conclusión.
—Eso es un programa de televisión. ¿No crees así, Klarten?
Los otros estaban de acuerdo.
—Sí, y cada uno de esos espejos parecen estar emitiendo un programa diferente. Me pregunto a dónde irán. Si estoy en lo cierto, uno de los otros planetas del sistema debe estar en la línea de esos rayos. Podemos verificarlo inmediatamente.
Orostron llamó a la S9000 e informó del descubrimiento. Tanto Rugon como Alveron estaban muy excitados e hicieron una rápida verificación de los registros astronómicos.
El resultado fue sorprendente… y desalentador. Ninguno de los otros nueve planetas se encontraba a lo largo de la línea de transmisión.
Los inmensos espejos parecían apuntar ciegamente hacia el espacio.
Sólo una conclusión se podía sacar, y Klarten fue el primero en proclamarla.
—Tuvieron comunicación interplanetaria —dijo—. Pero ahora la estación debe estar desierta y los transmisores sin control. No fueron desconectados y ahora apuntan al mismo lugar que cuando los abandonaron.
—Bueno, lo averiguaremos pronto —dijo Orostron—. Voy a aterrizar.
Lentamente llevó la máquina hacia los grandes espejos metálicos y los sobrepasó, hasta que se detuvo sobre la roca. Cien yardas más allá, un blanco edificio de piedra serpenteaba bajo la masa de las vigas de acero. No tenía ventanas, pero había varias puertas en la pared, unas frente a otras.
Orostron observó a sus compañeros trepar a sus trajes protectores y deseó poder seguirlos. Pero alguien debía permanecer en la máquina para mantenerse en contacto con la nave madre. Ésas fueron las instrucciones de Alveron, y eran muy prudentes. Uno nunca sabía lo que podría suceder en un mundo que era explorado por primera vez, y especialmente bajo condiciones como éstas.
Con suma cautela, los exploradores salieron de la compuerta hermética y ajustaron el campo antigravitatorio de sus trajes. Entonces, cada uno con el medio de locomoción propio de su raza, la pequeña partida avanzó hacia el edificio, los gemelos Hansur delante y Klarten siguiéndoles de cerca. Su control de gravedad parecía tener problemas porque, repentinamente, se cayó al suelo, para diversión de sus colegas. Orostron les vio detenerse unos instantes frente a la puerta más cercana; ésta se abrió lentamente y les perdió de vista.
Así esperó Orostron, todo lo pacientemente que pudo, mientras la tormenta crecía a su alrededor y en el cielo la luz de la aurora se hacía aún más brillante. A las horas convenidas llamó a la nave madre y recibió breves instrucciones de Rugon. Se preguntó cómo le iría a Torkalee en la otra mitad del planeta, pero no pudo contactar con él a través de los estallidos y los truenos de la interferencia solar.
Klarten y los Hansur no tardaron en descubrir que sus teorías eran correctas. El edificio era una estación de radio y estaba totalmente desierto. Consistía en una sala tremendamente grande, con unas pocas oficinas pequeñas que convergían hacia ella. En la estancia principal se extendían, fila tras fila, equipos eléctricos; las luces centelleaban y pestañeaban en cientos de paneles de control y un brillo opaco llegaba de los elementos de una gran avenida de tubos de vacío.
Pero Klarten no estaba impresionado. El primer equipo de radio que construyera su raza estaba ya fosilizado en estratos de mil millones de años de antigüedad. El Hombre, que había poseído máquinas eléctricas durante unos pocos siglos, no podía competir con aquellos que las conocieron durante la mitad de la vida de la Tierra.
No obstante, el grupo mantuvo sus grabadores en funcionamiento mientras exploraban el edificio. Había aún un problema a resolver. La estación desierta estaba transmitiendo programas, pero ¿de dónde venían? El tablero central fue localizado enseguida. Estaba diseñado para que manejara veintenas de programas al mismo tiempo, pero la fuente de estos programas se perdía en un laberinto de cables que desaparecían bajo la tierra. Allá, en la S9000, Rugon trataba de analizar las transmisiones y quizá sus investigadores le revelaran su origen. Era imposible seguir el rastro de cables que podrían atravesar continentes.
El grupo no perdió mucho tiempo en la desierta estación. No había nada que pudiera aprender de ella, y estaban buscando vida más que información científica. Minutos más tarde, la pequeña nave se elevó suavemente de la meseta y se dirigió hacia las llanuras que debían existir detrás de las montañas. Les quedaban menos de tres horas.
Mientras el conjunto de enigmáticos espejos se perdía de vista, Orostron tuvo una idea repentina. ¿Era su imaginación, o todos se habían movido describiendo un pequeño ángulo, como si todavía compensaran la rotación de la Tierra? No podía estar seguro y abandonó el asunto sin darle importancia. Eso sólo significaba que el mecanismo director funcionaba aún, después de tanto tiempo.
Quince minutos después descubrieron la ciudad. Era una metrópoli grande y extensa, construida alrededor de un río que había desaparecido dejando una deforme cicatriz que se revolvía entre los grandes edificios y bajo puentes que ahora parecían muy fuera de lugar.
Aun desde el aire, la ciudad estaba desierta. Pero sólo quedaban dos horas y media… no había tiempo para una exploración cuidadosa. Orostron tomó una decisión y aterrizó cerca de la estructura más fuerte que pudo ver. Parecía razonable suponer que algunas criaturas hubieran procurado refugio en los edificios más fuertes, donde estarían seguros hasta el final definitivo.
Las cavernas más profundas (el mismo corazón del planeta), no ofrecerían protección cuando llegara el cataclismo final. Aun si esta raza hubiera alcanzado los planetas exteriores, su sentencia sería diferida en las pocas horas que los voraces frentes de onda tardaran en atravesar el Sistema Solar.
Orostron no podía saber que la ciudad no había estado desierta por unos días o semanas, sino por más de un siglo. Porque la cultura de las ciudades, que había sobrevivido a tantas civilizaciones, había sido finalmente sentenciada cuando el helicóptero trajo transporte universal. En pocas generaciones, las grandes masas de la especie humana, sabiendo que podían alcanzar cualquier parte del globo en cosa de horas, habían vuelto a los campos y bosques que siempre añoraron. La nueva civilización tenía máquinas y recursos que las tempranas generaciones nunca habían soñado, pero era esencialmente rural, y ya no estaba unida a las conejeras de acero y cemento que habían dominado los siglos anteriores. Tales ciudades permanecían como centros de investigación, administración y diversión; a otras se las había dejado caer, donde era mucho problema destruirlas. Pero las ciudades fundadas en el vapor, el hierro y el transporte de superficie habían pasado con las industrias que las habían alimentado.
Y así, mientras Orostron esperaba en el módulo, sus colegas corrían a lo largo de corredores vacíos y salones desiertos, tomando innumerables fotografías, pero sin aprender nada de las criaturas que habían utilizado estos edificios. Había bibliotecas, salas de reuniones, salas de consejo, miles de oficinas…; todas estaban vacías y sepultadas en el polvo. Si no hubieran visto la estación de radio en su ciudadela de montaña, los exploradores podrían muy bien haber creído que este mundo no había conocido vida durante siglos.
Durante los largos minutos de espera, Orostron trato de imaginar hacia dónde había desaparecido esta raza. Quizá, sabiendo que era imposible escapar, se habían matado entre ellos, quizá habían construido grandes refugios en las entrañas del planeta y quizá ahora millones estaban agachados a sus pies, esperando el fin. Comenzó a temer que nunca lo sabría.
Fue casi un alivio cuando al fin tuvo que dar la orden de regreso. Pronto sabría si el grupo de Torkalee había sido más afortunado. Y estaba ansioso por Volver a la nave madre, porque mientras pasaban los minutos, el suspense se había vuelto más y más agudo. En su mente siempre hubo una pregunta: ¿Y qué si los astrónomos de Kulath habían cometido un error? Comenzaría a sentirse feliz cuando las paredes de la S9000 estuvieran rodeándole. Sería aún más feliz cuando estuvieran en el espacio exterior, y este horrible sol se encogiera lejos de la popa.
Tan pronto como sus colegas entraron en la compuerta, Orostron lanzó su pequeña máquina hacia el cielo, y dispuso los controles para volar a casa, a la S9000. Luego se dirigió a sus amigos.
—Bueno, ¿qué han encontrado? —preguntó.
Klarten extrajo un gran rollo de lienzo y lo extendió en el suelo.
—Así es como eran —dijo quedamente—. Bípedos, aun sólo dos brazos. Parecen habérselas arreglado bien, pese a esa desventaja. Sólo dos ojos, salvo que haya otros en la parte de atrás. Tuvimos suerte de encontrar esto; es casi lo único que dejaron atrás.
El viejo óleo dirigió una pétrea mirada a las tres criaturas que le observaban tan atentamente. Por esas ironías del destino, su absoluta falta de valor le había salvado del olvido. Cuando la ciudad fue evacuada, nadie se molestó en mover a Alderman John Richards, 1909-1974. Había estado acumulando polvo durante un siglo y medio, mientras muy lejos de las antiguas ciudades, la nueva civilización se había elevado a alturas que culturas anteriores jamás habían conocido.
—Eso es casi todo lo que encontramos —dijo Klarten—. La ciudad debe haber estado desierta durante años. Me temo que nuestra expedición ha sido un fracaso. Si en este mundo hay criaturas vivientes, se han escondido demasiado bien como para encontrarlas.
Su comandante se sentía forzado a asentir con él.
—Era una tarea casi imposible —dijo—. Si hubiéramos tenido semanas en vez de horas, podríamos haber tenido éxito. Por todo lo que sabemos, podrían haber construido refugios incluso bajo el mar. Nadie parece haberlo pensado.
Echó un vistazo a los indicadores y corrigió la dirección.
—Estaremos allá en cinco minutos. Alveron parece moverse un poco rápido. Me pregunto si Torkalee ha encontrado algo.
La S9000 estaba flotando a pocas millas sobre la orilla de un ardiente continente, cuando Orostron llegó a ella. La línea de peligro estaba a treinta minutos y no había tiempo que perder.
Hábilmente maniobró la pequeña nave hasta meterla en su tubo de lanzamiento, y el grupo salió de la compuerta hermética.
Había una pequeña multitud aguardándoles. Eso era de esperar, pero Orostron pudo notar inmediatamente que lo que había llevado a sus amigos hasta allí era algo más que curiosidad. Aún antes de que pronunciara una palabra, supo que algo andaba mal.
—Torkalee no ha vuelto. Perdió a su grupo y nosotros iremos al rescate. Venga al cuarto de control inmediatamente.
Desde el principio Torkalee fue más afortunado que Orostron. Había seguido la zona del crepúsculo, manteniéndose alejado del intolerable resplandor solar, hasta que llegó a las costas de un mar interior. Era un mar muy reciente, una de las últimas obras del hombre, ya que la región que cubría había estado desierta hacía menos de un siglo. En pocas horas estaría desierta nuevamente, porque el agua estaba hirviendo y nubes de vapor se elevaban hasta los cielos. Pero ellas no podían ocultar la belleza de la gran ciudad blanca que dominaba ese mar desprovisto de mareas.
Aún había máquinas voladoras estacionadas en gran número alrededor del cuadrado sobre el que aterrizó Torkalee. Eran desalentadoramente primitivas, pero preciosamente terminadas, y se sostenían con hélices rotatorias. No había signos de vida en ninguna parte, pero el lugar daba la impresión de que sus habitantes no estaban muy lejos. En algunas ventanas se veían brillar luces.
Los tres compañeros de Torkalee no perdieron tiempo en abandonar la máquina. El líder del grupo, por mayoría de rango y de raza, era T’sinadree, quien al igual que el mismo Alveron, había nacido en uno de los antiguos planetas de los soles centrales. Luego Alarkane, de una de las razas más jóvenes del Universo, lo que le producía un perverso orgullo. El último era uno de los extraños seres del sistema Palador. No tenía nombre, como todos los de su género, porque no tenía identidad propia siendo sólo una móvil pero dependiente célula de la conciencia de su raza. Pese a que hacía ya tiempo que él y sus compañeros habían sido diseminados por toda la Galaxia en la exploración de incontables mundos, algún vínculo aún desconocido los unía tan inexorablemente como las células de un cuerpo humano.
Cuando hablaba una criatura de Palador, el pronombre que usaba era siempre «nosotros». No había, ni tampoco podría haber nunca, ninguna primera persona del singular en el idioma de Palador.
Las grandes puertas del espléndido edificio obstaculizaron a los exploradores, pese a que cualquier niño humano hubiera conocido su secreto. T’sinadree no perdió el tiempo en ellas, pero llamó a Torkalee con su transmisor personal. Luego, los tres se hicieron rápidamente a un lado mientras su comandante maniobraba la máquina hasta la mejor posición. Hubo un breve estallido de llamas intolerables; el acero macizo vaciló una vez, al borde del espectro visible, y desapareció. Las piedras aún brillaban cuando la ansiosa partida entró en el edificio, los rayos de sus proyectores luminosos formando un abanico delante de ellos.
Las antorchas no eran necesarias. Enfrente tenían una gran sala que brillaba bajo la luz proveniente de hileras de tubos a lo largo del cielo raso. De los dos lados, la sala se abría hacia largos corredores y justo enfrente de ellos una sólida escalinata conducía majestuosamente a los pisos superiores.
T’sinadree dudó por un momento. Entonces, como cualquier camino era tan bueno como el otro, condujo a sus compañeros por el primer corredor.
El sentimiento de que cerca había vida era ahora muy fuerte. Parecía que en cualquier momento se enfrentaría con criaturas de este mundo. Si mostraran hostilidad (y realmente en muy poco se les podría culpar si lo hicieran), los paralizadores serían usados inmediatamente.
La tensión era muy grande cuando el grupo entró en el primer cuarto y sólo se relajó cuando vieron que no contenía nada excepto máquinas… fila tras fila de ellas, ahora quietas y silenciosas. Alineados en el inmenso cuarto había miles de archivos metálicos, formando, hasta donde llegaba la vista, una pared continua. Y eso era todo; no había muebles, nada, excepto los gabinetes y las misteriosas máquinas.
Alarkane, siempre el más rápido de los tres, ya estaba examinando los archivos. Cada uno contenía miles de hojas de un material fuerte y delgado, perforadas con innumerables ranuras y agujeros. El Paladorio se apropió de una de las tarjetas, y Alarkane grabó toda la escena con algunos primeros planos de las máquinas. Después marcharon. La gran sala, que había sido una de las maravillas del mundo, no significaba nada para ellos. Ningún ojo viviente podría volver a ver esa maravillosa batería de cuasihumanos analizadores Hollerith, y los cinco mil millones de tarjetas perforadas conteniendo todo lo que pudo grabarse de cada hombre, mujer y niño del planeta.
Era claro que este edificio había sido recientemente utilizado. Con creciente excitación, los exploradores se apresuraron a entrar en el próximo cuarto. Encontraron que éste era una enorme biblioteca, porque millones de libros yacían a su alrededor sobre miles y miles de anaqueles. Aquí pese a que los exploradores no podían saberlo, estaban los registros de todas las leyes por las que el Hombre había pasado, y todos los discursos que habían sido pronunciados en sus cámaras de consejo.
T’sinadree estaba decidiendo su plan de acción cuando Alarkane atrajo su atención sobre un grupo de anaqueles que distaban cien yardas. A diferencia de los otros, estaba medio vacío. A su alrededor había libros formando un desordenado montón en el piso, como tirados por alguien en una frenética prisa. Los signos eran inconfundibles. No hacía mucho tiempo, otras criaturas habían seguido este camino. Leves huellas de ruedas sobre el suelo eran claramente visibles para el agudo sentido de Alarkane, pese a que los otros no podían ver nada. Alarkane podía incluso detectar las pisadas, pero al no saber nada de las criaturas que las producían, no podía decir en qué dirección iban.
El sentimiento de proximidad era ahora más fuerte que nunca, pero era una proximidad en el tiempo, no en el espacio. Alarkane expresó las ideas del grupo.
—Estos libros deben haber sido valiosos, y alguien ha venido a rescatarlos… casi como un pensamiento tardío, creo. Eso significa que debe haber un lugar de refugio, posiblemente no muy lejos. Quizá podamos encontrar otras claves que nos conduzcan hasta él.
T’sinadree asintió; el Paladorio no estaba tan entusiasmado.
—Puede ser así —dijo—, pero el refugio puede estar en cualquier parte del planeta, y sólo nos quedan dos horas. No perdamos más tiempo si deseamos rescatar a esta gente.
El grupo se precipitó una vez más hacia adelante, parando sólo para recoger unos pocos libros que podrían ser de utilidad a los científicos de la Base… pese a que dudaba que alguna vez pudieran traducirse. Pronto descubrieron que el edificio se componía de pequeñas habitaciones exhibiendo todas ellas señales de ocupación reciente. La mayoría de ellas estaban equipadas y limpias, pero una o dos eran casi todo lo contrario. Los exploradores se sintieron particularmente sorprendidos por una habitación (que sin duda era algún tipo de oficina), que parecía haber sido completamente arruinada. El piso estaba cubierto de papeles, los muebles habían sido destrozados, y a través de las ventanas se filtraba humo de los fuegos de afuera.
T’sinadree se alarmó bastante.
—¡Seguro que ningún animal peligroso pudo haber entrado en un lugar como éste! —exclamó, jugueteando nerviosamente con su paralizador.
Alarkane no contestó. Comenzó a producir ese extraño sonido al que su raza llamaba «risa». Pasaron varios minutos hasta que pudo explicar qué era lo que le había causado gracia.
—No creo que esto lo haya hecho ningún animal —dijo—. En realidad, la explicación es muy simple. Suponte que «tú» has estado trabajando toda tu vida en esta habitación, tratando con interminables documentos, año tras año. Y de golpe, te dicen que no la verás nunca más, que tu trabajo ha terminado, y que puedes irte para siempre. Más que eso… que nadie vendrá detrás de ti. Todo ha terminado. ¿Cómo te irías, T’sinadree?
El otro pensó unos instantes.
—Bueno, supongo que pondría las cosas en orden y me iría. Eso es lo que parece haber sucedido en todos los otros cuartos.
Alarkane se rio otra vez.
—Seguro que lo harías. Pero algunos individuos tienen una psicología diferente. Creo que me habría gustado la criatura que usaba esta habitación.
No se explicó más detalladamente, y sus dos colegas pensaron en sus palabras durante un rato, hasta que abandonaron el tema.
Cuando Torkalee dio la orden de regreso fue como un choque. Habían reunido una gran cantidad de información, pero no habían encontrado ninguna clave que les pudiera conducir a los perdidos habitantes de este mundo. Aquel problema seguía siendo tan frustrante como antes y ahora parecía que nunca sería resuelto. Sólo quedaban cuarenta minutos hasta que partiera la S9000.
Estaban a mitad de camino de regreso al módulo cuando vieron el pasillo semicircular que conducía a las profundidades del edificio. Su estilo arquitectónico era bastante diferente del utilizado en los demás lugares, y su piso suavemente inclinado era una atracción irresistible para criaturas cuyas numerosas patas ya se habían cansado de las escaleras de mármol que sólo los bípedos podrían haber construido en tal profusión. T’sinadree era el que más había sufrido, porque él empleaba doce patas normalmente y podía utilizar veinte cuando estaba apurado, pese a que ninguno le había visto hacer esta maravilla.
El grupo se quedó inmóvil, mirando el pasillo con un único pensamiento. ¡Un túnel que conducía hacia las profundidades de la Tierra! Al final de esto, aún podrían encontrar gente de este mundo y rescatar a algunos de ellos de su destino. Porque todavía había tiempo para llamar a la nave madre, en caso de necesidad.
T’sinadree hizo una señal a su comandante, y Torkalee colocó la máquina inmediatamente sobre sus cabezas. No habría tiempo para que el grupo volviera a seguir sus huellas a través del laberinto de pasillos, tan meticulosamente grabado en la mente del Paladorio que no había ninguna posibilidad de perderse. Si se necesitara rapidez, Torkalee podría abrirse paso taladrando la docena de pisos de encima de sus cabezas. En cualquier caso, no tardaría mucho en averiguar qué había al final del pasillo.
Sólo necesitó treinta segundos. El túnel terminaba casi abruptamente en una muy curiosa estancia cilíndrica, que a lo largo de las paredes tenía asientos magníficamente acolchados. No había otra salida excepto aquélla por la que habían llegado, y pasaron algunos segundos antes de que la finalidad de la cámara se aclarara en la mente de Alarkane. Es una pena, pensó, nunca tendría tiempo para utilizarla. La idea fue interrumpida de golpe por un grito de T’sinadree. Alarkane se volvió de plano y vio que la entrada se había cerrado silenciosamente detrás de ellos.
Aun en aquel primer momento de pánico, Alarkane se encontró pensando con algo de admiración: ¡Quienesquiera que fuesen, sabían cómo construir mecanismos automáticos!
El Paladorio fue el primero en hablar. Balanceó uno de sus tentáculos en dirección de los asientos.
—Creemos que sería mejor que nos sentáramos —dijo. La mente «múltiples» del Paladorio ya había analizado la situación, y sabía lo que vendría.
No tuvieron que esperar mucho antes de que un zumbido de alta frecuencia llegara de una rejilla de arriba, y por última vez en la historia una voz humana, aunque inanimada, fue escuchada en la Tierra. Las palabras no tenían sentido, pese a que los atrapados exploradores pudieron adivinar su mensaje en forma bastante clara.
—Elijan sus estaciones, por favor, y tomen asiento.
Simultáneamente, en un lado del compartimiento, se encendió un panel mural. Allí había un simple mapa que consistía en una serie de una docena de círculos interconectados por una línea. Cada uno de los círculos tenía una inscripción al lado, y debajo de ella había dos botones de diferentes colores.
Alarkane miró inquisidoramente a su superior.
—No los toques —dijo T’sinadree—. Si dejamos que los controles actúen solos, quizá las puertas se abran de nuevo.
Estaba equivocado. Los ingenieros que habían diseñado el subterráneo automático habían supuesto que cualquiera que entrase en él quería, naturalmente, ir a algún lugar. Si ellos no elegían alguna estación intermedia, su destino sólo podría ser la terminal de la línea.
Hubo otra pausa mientras los relevadores y thyratrones esperaban las órdenes a seguir. En esos treinta segundos, si hubieran sabido qué hacer, el grupo podría haber abierto las puertas y abandonado el subterráneo. Pero no lo sabían, y las máquinas, preparadas para una psicología humana, actuaron por ellos.
El oleaje de aceleración no fui muy grande; el excesivo almohadillado era un lujo, no una necesidad. Sólo una vibración casi imperceptible habló de la velocidad a la que viajaban a través de las entrañas de la Tierra, en un viaje cuya duración no podían siquiera adivinar. Y en treinta minutos, la S9000 abandonaría el Sistema Solar.
Sobre la veloz máquina hubo un largo silencio. T’sinadree y Alarkane pensaban rápidamente. Lo mismo hacía el Paladorio, aunque de una manera diferente. El concepto de muerte personal no tenía sentido para él, porque la destrucción de una sola unidad para la mente colectiva no significaba más que la pérdida de un cortaúñas para un hombre. Pero podía, aunque con gran dificultad, apreciar la condición de las inteligencias individuales como las de Alarkane y T’sinadree, y estaba ansioso por ayudarles, si era posible.
Alarkane había logrado ponerse en contacto con Torkalee con su transmisor personal, pese a que la señal era muy débil y parecía desaparecer rápidamente. En poco tiempo explicó la situación, y casi inmediatamente las señales se hicieron más claras. Torkalee estaba siguiendo el rastro de la máquina, volando sobre la tierra bajo la cual se apresuraban hacia su destino desconocido. Aquella fue la primera indicación que tuvieron del hecho de que estaban viajando a casi mil millas por hora, y muy poco después de eso, Torkalee pudo comunicarles la aún más destructora noticia de que se aproximaban rápidamente hacia el mar. Mientras estuvieran bajo el continente, había una esperanza, aunque tenue, de que pudieran detener la máquina y escapar. Pero bajo el océano…, ni todos los cerebros y maquinarias de la nave madre podrían salvarlos. Nadie podría haber proyectado una trampa más perfecta.
T’sinadree había estado examinando el mapa con gran atención. Su significado era obvio y, a lo largo de la línea que conectaba los círculos, se arrastraba una manchita luminosa. Ya estaba a la mitad de camino de la primera de las estaciones marcadas.
—Voy a apretar uno de estos botones —dijo al fin T’sinadree—. No hará ningún daño, y podríamos aprender algo.
—Estoy de acuerdo. ¿Cuál probarás primero?
—Hay sólo dos tipos, y no tendrá importancia si primero probamos el tipo equivocado. Supongo que uno es para hacer arrancar la máquina y el otro para detenerla.
Alarkane no tenía grandes esperanzas.
—Arrancó sin apretar ningún botón —dijo—. Creo que es completamente automático y que no lo podemos controlar desde aquí de ninguna manera.
T’sinadree no podía aceptar esa idea.
—Estos botones están claramente asociados con las estaciones, y no tiene ningún sentido tenerlos si no los puedes usar para detenerte. La única pregunta es: ¿cuál es el correcto?
Su análisis era perfectamente válido. La máquina podía ser detenida en cualquier estación intermedia. Habían estado en marcha sólo treinta minutos, y ahora podían irse, no se produciría ningún daño. Fue mala suerte que la primera elección de T’sinadree fuera el botón equivocado.
La lucecita del mapa se arrastró lentamente a través del círculo iluminado sin modificar su velocidad. Y al mismo tiempo Torkalee llamó desde la nave, en la superficie.
—Acaban de pasar bajo una ciudad y se están dirigiendo mar afuera. No podrá haber otra parada hasta dentro de unas mil millas.
Alveron había abandonado toda esperanza de encontrar vida sobre este mundo. La S9000 había vagado por la mitad del planeta, sin permanecer nunca mucho sobre un lugar, descendiendo una y otra vez en un esfuerzo por llamar la atención. No había habido respuesta; la Tierra parecía completamente muerta. Si alguno de sus habitantes estaba aún vivo, pensaba Alveron, se debía haber escondido en las profundidades adonde no podría alcanzarles ninguna ayuda, pese a que la sentencia sería igualmente indudable.
Rugon trajo noticias del desastre. La gran nave cesó su infructuosa búsqueda y voló nuevamente a través de la tormenta hacia el océano sobre el cual el pequeño módulo de Torkalee todavía seguía la pista de la máquina enterrada.
La escena era verdaderamente terrorífica. Desde que nació la Tierra no había habido mares como éste. Montañas de agua corrían ante la tormenta que ahora había alcanzado velocidades de muchos cientos de millas por hora. Aun a esta distancia del continente, el aire estaba lleno de escombros voladores: árboles, fragmentos de casas, hojas de metal, cualquier cosa que no hubiera sido atada al suelo. Ninguna máquina aerosustentada podría haber vivido ni un momento en tal temporal. Y una y otra vez, aun el rugir del viento era ahogado cuando las vastas montañas de agua chocaban entre sí con un estampido que parecía sacudir el firmamento.
Afortunadamente, todavía no había habido serios terremotos. Muy por debajo del lecho oceánico, la magnífica obra de ingeniería que había sido el subterráneo hermético privado del Presidente Mundial, aún funcionaba perfectamente, sin ser afectada por el tumulto y la destrucción de arriba. Seguiría funcionando hasta el último minuto de existencia de la Tierra, que, si los astrónomos tenían razón, no distaba mucho más de quince minutos… aunque Alveron hubiera dado mucho por saber exactamente cuánto más. Pasaría cerca de una hora antes de que el atrapado grupo pudiera alcanzar un continente, y al menos la más leve esperanza de rescate.
Las instrucciones de Alveron habían sido precisas, aunque aun sin ellas, ellos nunca habrían soñado con asumir ningún riesgo con la gran máquina que había sido confiada a su cuidado. Si hubiera sido humana la decisión de abandonar a los atrapados miembros de su tripulación, habría sido desesperadamente difícil. Pero provenía de una raza mucho más sensible que el Hombre, una raza que amaba tanto las cosas del espíritu que hacía ya tiempo, y con infinita repugnancia, había asumido el control del Universo porque era la única manera de estar seguro de que se haría justicia. Alveron necesitaría todas sus dotes sobrehumanas para sostenerlo durante las próximas horas.
Mientras tanto, a una milla bajo el lecho oceánico, Alarkane y T’sinadree estaban realmente muy atareados con sus comunicadores privados. Quince minutos no es un período muy largo como para arreglar los asuntos de toda una vida. Es, en realidad, lo suficientemente largo como para dictar más de un puñado de esos mensajes de despedida, que en tales momentos son mucho más importantes que todos los demás asuntos.
Durante todo el tiempo, el Paladorio había permanecido silencioso e inmóvil, sin decir una palabra. Los otros dos, resignados a su destino y absorbidos por sus problemas personales, no habían pensado en él. Se sorprendieron cuando súbitamente comenzó a dirigirse a ellos con su peculiar y desapasionada voz.
—Percibimos que están haciendo ciertos arreglos concernientes a su anticipada destrucción. Eso probablemente será innecesario. El capitán Alveron espera rescatarnos si podemos detener esta máquina cuando lleguemos de nuevo a tierra.
Tanto T’sinadree como Alarkane estaban demasiado sorprendidos como para decir algo. Luego el último dijo con voz entrecortada:
—¿Cómo lo supiste?
Era una pregunta tonta, porque inmediatamente recordó que había varios Paladorios (si uno pudiera usar esta expresión) a bordo de la S9000, y en consecuencia, su compañero sabía todo lo que estaba sucediendo en la nave madre. Por eso no esperó respuesta y continuó:
—¡Alveron no puede hacer eso! ¡No se atreverá a tomar tal riesgo!
—No habrá ningún riesgo —dijo el Paladorio—. Le hemos dicho lo que tiene que hacer. Realmente, es muy simple.
Alarkane y T’sinadree miraron a su compañero con un sentimiento cercano al pavor, dándose cuenta de lo que podía haber sucedido. En momentos de crisis, las unidades individuales que formaban la mente Paladoria podían unirse en una organización no menos estrecha que la de cualquier cerebro físico. En tales momentos formaban un intelecto más poderoso que cualquier otro del Universo. Todos los problemas ordinarios podían resolverse por unos pocos cientos o miles de unidades. Muy raramente, se necesitarían millones. Y en dos ocasiones históricas los billones de células de toda la conciencia Paladoria se habían unido en una sola para enfrentarse con situaciones de peligro que amenazaban a la raza. La mente de Palador era uno de los más grandes recursos mentales del Universo; su fuerza completa rara vez era requerida, pero el conocimiento de que ésta se podía obtener era sumamente confortante para las otras razas. Alarkane se preguntó cuántas células se habrían coordinado para atender esta particular emergencia. También se preguntó cómo había llamado su atención un incidente tan trivial.
Pero nunca sabría la respuesta a esa pregunta, aunque podría haberla adivinado si hubiera sabido que la terriblemente remota mente Paladoria poseía una casi humana traza de vanidad. Hacía mucho, Alarkane había escrito un libro tratando de probar que eventualmente todas las razas inteligentes sacrificarían la conciencia individual y que un día sólo existirían en el Universo mentes-grupales. Palador, había dicho, era el primero de esos intelectos definitivos, y la vasta y dispersa mente no había sido contrariada.
No tenían tiempo para hacer más preguntas antes de que Alveron en persona comenzara a hablar a través de sus sistemas de comunicación.
—¡Alveron llamando! Permaneceremos en este planeta hasta que las ondas de la detonación lo alcancen, y así les podremos rescatar. Se están dirigiendo a una ciudad sobre la costa, que alcanzarán en cuarenta minutos, con su velocidad actual. Si no los podemos detener en ese momento, vamos a perforar el túnel detrás y delante de ustedes para quitarles la energía. Luego hundiremos un cilindro para sacarlos, el jefe de ingenieros dice que lo puede hacer en cinco minutos, con los proyectores principales. Por tanto, estarán a salvo en una hora, a menos que el Sol explote antes.
—¡Y si eso sucede, igual seremos destruidos! ¡No debe arriesgarse!
—No dejen que eso les preocupe; estamos perfectamente a salvo. Cuando el Sol estalle, la onda expansiva tardará varios minutos en alcanzar su máximo. Pero aparte de eso, estamos en la parte nocturna del planeta, detrás de una pantalla de ocho mil millas de roca. Cuando llegue el primer aviso de la explosión, aceleraremos hacia afuera del Sistema Solar, manteniéndonos en la sombra del planeta. Bajo nuestra máxima aceleración, alcanzaremos la velocidad de la luz antes de abandonar el cono de sombra y entonces el Sol no nos podría dañar.
T’sinadree aún temía tener esperanzas. Otra objeción surgió inmediatamente en su mente.
—Sí, ¿pero cómo obtendrán algún aviso, aquí en la zona de noche del planeta?
—Muy fácilmente —replicó Alveron—. Este mundo tiene una luna que es ahora visible desde este hemisferio. Tenemos telescopios apuntados sobre ella. Si muestra algún súbito aumento de brillo, nuestro acelerador principal operará automáticamente y seremos arrojados fuera del sistema.
La lógica era inquebrantable. Alveron, cauteloso como siempre, no corría ningún riesgo. Pasarían muchos minutos antes de que el escudo de ocho mil millas de roca y metal pudiera ser destruido por los fuegos del estallante sol. En ese tiempo, la S9000 podría alcanzar la seguridad de la velocidad de la luz.
Alarkane apretó el segundo botón cuando aún estaban a varias millas de la costa. No esperó que sucediera nada, suponiendo que la máquina no podía parar entre estaciones. Pareció demasiado bueno para ser cierto cuando, pocos minutos más tarde, se extinguió la leve vibración de la máquina y se detuvieron.
Las puertas se abrieron deslizándose silenciosamente. Aun antes de que estuvieran completamente abiertas, los tres abandonaron el compartimiento. No correrían más riesgos. Delante de ellos se extendía un largo túnel, elevándose ligeramente hasta donde se perdía la vista. Iban a empezar a recorrerlo cuando de golpe la voz de Alveron llamó desde los comunicadores:
—¡Quédense donde están! ¡Vamos a perforar!
La tierra se estremeció una vez, y de muy adelante llegó el tronar de roca que se caía. Nuevamente se sacudió la tierra… y cien yardas más adelante el pasaje se desvaneció abruptamente. Un tremendo pozo vertical había sido limpiamente cortado a través de él.
El grupo corrió nuevamente hacia adelante hasta que llegó al final del corredor, y se detuvo a esperar en su borde. El pozo en el que terminaba, tenía mil pies de ancho y descendía tan lejos dentro de la tierra como podían llegar los rayos de las antorchas. En lo alto las nubes de tormenta desaparecían bajo una luna que ningún hombre habría reconocido, tan lúgubremente brillante era su disco. Y, el más glorioso de los espectáculos, la S9000 flotaba arriba en lo alto, los grandes proyectores que habían barrenado este enorme hoyo aún despedían una luz rojo-cereza.
Una forma oscura se desprendió de la nave madre y cayó suavemente hacia la tierra. Torkalee volvía para recoger a sus amigos. Poco más tarde, Alveron les saludó en el cuarto de control. Señaló hacia la gran pantalla de visión y dijo suavemente:
—Como ven, tuvimos el tiempo justo.
El continente debajo de ellos era lentamente ocupado por las olas de una milla de alto que atacaban sus costas. Lo último que alguien iba a ver de la Tierra era una gran llanura, bañada con la plateada luz de la Luna anormalmente brillante. Atravesando su faz, las aguas se filtraban en un reluciente flujo hacia una distante cordillera montañosa. El mar había ganado su victoria final, pero su triunfo tendría una corta vida, porque en poco tiempo ya no habría mar ni tierra. Mientras el silencioso grupo en el cuarto de control observaba la destrucción de abajo, la infinitamente mayor catástrofe de la cual éste era sólo el preludio llegó suavemente sobre ellos.
Era como si de repente hubiera estallado el alba sobre este paisaje iluminado por la Luna. Pero no era el alba: sólo era la Luna, brillando con el brillo de un segundo sol. Quizá por treinta segundos, esa luz pavorosa, inmaterial, ardió fieramente sobre la sentenciada región de abajo. Luego hubo un repentino fulgor de luces indicadoras en todo el tablero de control. El acelerador principal estaba en funcionamiento. Durante un segundo, Alveron miró los indicadores y verificó su información. Cuando miró de nuevo hacia la pantalla, la Tierra había desaparecido.
Los magníficos y forzados generadores murieron suavemente cuando la S9000 estaba pasando la órbita de Perséfone. No tenía importancia, el Sol nunca les podría dañar, y pese a que la nave estaba acelerándose irremediablemente hacia la solitaria noche del espacio interestelar, sólo sería cosa de días hasta que llegara el rescate.
Había ironía en eso. Un día atrás, ellos habían sido los rescatantes, yendo en ayuda de una raza que ya no existía. Alveron se preguntó, y no por primera vez, sobre el mundo que acababa de perecer. Trató en vano, de figurárselo como había sido en su gloria, las calles de sus ciudades ¡llenas de vida! Aunque su gente había sido primitiva, ¡podrían haber ofrecido mucho al Universo! ¡Si sólo pudiera haber hecho contacto! Era inútil quejarse, mucho antes de su llegada, la gente de este mundo debía haberse sepultado en su férreo corazón. Y ahora ellos y su civilización permanecerían como un misterio, por el resto del tiempo.
Alveron se sintió feliz cuando sus pensamientos fueron interrumpidos por la entrada de Rugon. El jefe de comunicaciones había estado muy ocupado desde el despegue, tratando de analizar los programas radiados por el transmisor que había descubierto Orostron. No era un problema difícil, pero exigía la construcción de equipos especiales, y eso hubiera llevado tiempo.
—Bueno, ¿qué encontraste? —preguntó Alveron.
—Bastante —replicó su amigo—. Aquí hay algo misterioso, y yo no lo entiendo.
»No nos llevó mucho tiempo el averiguar cómo estaban estructuradas las transmisiones de televisión pudimos adaptarlas a nuestros propios equipos. Parece ser que había cámaras por todo el planeta, vigilando puntos de interés. Aparentemente, algunos de ellos estaban en las ciudades, en la parte superior de altísimos edificios. Las cámaras rotaban continuamente para ofrecer vistas panorámicas. En los programas que hemos grabado hay alrededor de veinte escenas diferentes.
»Además, hay una cantidad de transmisiones de un tipo diferente, sin sonido ni imagen. Parecen ser puramente científicas…, posiblemente lecturas de instrumentos o algo por el estilo. Todos estos programas se transmitían simultáneamente en diferentes bandas de frecuencia.
»Debe haber una razón para todo esto. Orostron todavía cree que simplemente la estación no fue desconectada cuando la abandonaron. Pero esos no son el tipo de programas que radiaría normalmente una estación como ésa. Seguro que se usaba para comunicaciones interplanetarias… en eso Klarten tenía razón. Por tanto, este pueblo debe de haber cruzado el espacio, ya que en la época de la última inspección ninguno de los otros planetas tenía vida. ¿Están de acuerdo?».
Alveron lo seguía atentamente.
—Sí, eso parece bastante razonable. Pero también es cierto que el rayo no apuntaba a ninguno de los otros planetas. Lo verifiqué yo mismo.
—Lo sé —dijo Rugon—. Lo que quiero descubrir es por qué una estación gigante de comunicaciones interplanetarias está transmitiendo apresuradamente imágenes de un mundo pronto a ser destruido… Imágenes que serían de inmenso interés para científicos y astrónomos. Alguien se ha tomado la molestia de colocar todas estas cámaras panorámicas. Estoy convencido de que estos rayos iban a alguna parte.
Alveron se levantó de golpe.
—¿Imaginas que podría haber un planeta exterior que no haya sido descubierto? —preguntó—. Si es así, tu teoría está ciertamente equivocada. El rayo ni siquiera apuntaba en el plano del Sistema Solar. Y aun si fuera así… solo mira esto.
Encendió la pantalla de visión y ajustó los controles. Una esfera azul-blanca colgaba de la aterciopelada cortina del espacio, aparentemente compuesta por muchos cascarones concéntricos de gas incandescente. Aun cuando la inmensa distancia hacía invisible todo movimiento, se expandía claramente a una fabulosa velocidad. En su centro había un enceguecedor punto luminoso…, la blanca estrella enana en la que ahora se había convertido el Sol.
—Probablemente no te das cuenta de cuán grande es esta esfera —dijo Alveron—. Mira esto.
Aumentó la amplificación hasta que sólo fue visible la porción central de la nova. Cerca de su corazón había dos condensaciones diminutas, una a cada lado del núcleo.
—Esos son los dos planetas gigantes del sistema. De alguna manera han logrado seguir existiendo. Y estaban a varios cientos de millones de millas del Sol. La nova aún se está expandiendo…, pero ya es dos veces más grande que el Sistema Solar.
Rugon calló por unos instantes.
—Quizá tengas razón —dijo, de mala gana—. Has destrozado mi primera teoría. Pero todavía no me has satisfecho.
Dio algunas vueltas al cuarto antes de hablar otra vez. Alveron esperó pacientemente. Conocía los poderes casi intuitivos de su amigo, que muchas veces podía resolver un problema en donde la lógica pura parecía insuficiente.
Entonces, con lentitud, Rugon comenzó a hablar de nuevo.
—¿Qué piensas de todo esto? —dijo—. Suponte que hemos subestimado completamente a este pueblo. Orostron lo hizo una vez…, pensó que ellos nunca podrían haber cruzado el espacio, ya que sólo habían conocido la radio durante dos siglos. Hansur II me lo dijo. Bueno, Orostron estaba bastante equivocado. Quizá todos estemos equivocados. Le eché una ojeada al material que trajo Klarten de la emisora. Al principio no se impresionó por lo que encontró por haber sido alcanzado en tan poco tiempo, es una hazaña maravillosa. En esa estación había aparatos que pertenecieron a civilizaciones de miles de años atrás. Alveron, ¿podemos seguir ese rayo para ver a dónde se dirige?
Alveron no dijo nada durante un minuto entero. Había estado esperando esta pregunta, pero no era fácil de contestar. Los generadores principales se habían agotado por completo. No había forma de repararlos. Pero aún había energía disponible y mientras hubiera energía, con tiempo, se podría hacer cualquier cosa. Implicaría mucha improvisación, y algunas maniobras difíciles, porque la nave aún mantenía su enorme velocidad inicial. Sí, podría hacerse, y la actividad evitaría que la tripulación se deprimiera aún más, ahora que había comenzado a aflojarse la reacción causada por el fracaso de la misión. La noticia de que la nave de reparaciones más cercana no les podría alcanzar durante tres semanas, también había causado una grieta en la moral de la tripulación.
Como siempre, los ingenieros montaron un escándalo tremendo. Otra vez, como siempre, hicieron el trabajo en la mitad del tiempo que habían rechazado como absolutamente imposible. Muy lentamente, durante muchas horas, la nave comenzó a disminuir la velocidad que su acelerador principal le había proporcionado en tan poco tiempo. La S9000 cambió su rumbo a lo largo de una curva tremenda, de millones de millas de radio, y los campos de las estrellas giraron a su alrededor.
La maniobra duró tres días, pero al fin de ese período, la nave cojeaba a lo largo de un rumbo paralelo al que una vez había venido de la Tierra. Se dirigían hacia el vacío, con la radiante esfera que había sido el Sol consumiéndose lentamente a sus espaldas. De acuerdo con los estándares del vuelo interestelar, estaban casi inmóviles.
Rugon luchó con los instrumentos durante horas, dirigiendo sus rayos detectores hacia el profundo espacio que tenía delante. Ciertamente no había planetas en un radio de años luz; de eso no había ninguna duda. De vez en cuando Alveron venía a verlo, y siempre tenía que darle la misma respuesta: «Nada que informar». Una vez de cada cinco, su intuición le abandonaba completamente, comenzó a preguntarse si ésta no era esa ocasión.
Una semana después, las agujas de los detectores de masa temblaron débilmente en el fondo de sus escalas. Pero Rugon no dijo nada, ni aun a su capitán. Esperó hasta estar seguro, y siguió esperando aún hasta que los trazadores de corto alcance comenzaron a reaccionar y a formar las primeras imágenes débiles sobre la pantalla de visión. Todavía esperó pacientemente hasta que pudo interpretar las imágenes. Entonces, cuando supo que su más absurda fantasía era superada por la verdad, llamó a sus colegas al cuarto de control.
La imagen en la pantalla de visión era familiar: infinitos campos estelares, sol tras sol hasta los mismos límites del Universo… Cerca del centro de la pantalla, una distante nebulosa formaba una húmeda mancha que era difícil de observar.
Rugon aumentó la amplificación. Las estrellas fluyeron fuera del campo; la pequeña nebulosa se expandió hasta llenar la pantalla y entonces… ya no fue más una nebulosa. Una exclamación de asombro partió de toda la compañía ante la imagen que aparecía delante de ellos.
Surgían, legua tras legua en el espacio, situados en un arreglo tridimensional de filas y columnas con la precisión de una formación militar, miles de pequeños lápices luminosos. Se movían suavemente: el inmenso reticulado conservaba su forma como una sola unidad. Aun cuando Alveron y sus camaradas estaban vigilando, la formación comenzó a escaparse de la pantalla y Rugon debió centrar nuevamente los controles.
Después de una larga pausa, Rugon comenzó a hablar:
—Ésta es la raza —dijo con suavidad— que ha conocido la radio sólo durante dos siglos…, la raza que nosotros creímos que se había arrastrado para morir en el corazón de su planeta. He examinado esas imágenes bajo el más alto aumento posible.
»Ésta es la más grande flota que jamás se haya registrado. Cada uno de esos puntos de luz representa una nave más grande que la nuestra. Por supuesto, son muy primitivas…, lo que ven en la pantalla son los reactores de sus cohetes. Sí, ¡se atrevieron a usar cohetes para atravesar el espacio interestelar! Les llevará siglos alcanzar la estrella más cercana. La raza entera debe haberse embarcado en este viaje con la esperanza de que sus descendientes lo completen, generaciones después.
»Para medir el alcance de sus conocimientos, piensen las eras que nos llevó conquistar el espacio y las aún más largas eras hasta que tratamos de llegar a las estrellas. Aun si hubiéramos sido amenazados con la aniquilación, ¿podríamos haber hecho tanto en tan poco tiempo? Recuerden, ésta es la civilización más joven del universo. Cuatrocientos mil años atrás ni siquiera existía. ¿Qué será dentro de un millón de años?».
Una hora más tarde, Orostron abandonó la deteriorada nave madre para hacer contacto con la gran flota de adelante. Mientras el pequeño torpedo desaparecía entre las estrellas, Alveron se volvió hacia su amigo e hizo una observación que Rugon recordaría frecuentemente en los años siguientes.
—Quisiera saber cómo son —musitó—. ¿No serán más que maravillosos ingenieros, sin arte ni filosofía? Van a tener tal sorpresa cuando Orostron los alcance…, creo que será casi un golpe para su orgullo. Es gracioso, todas las razas aisladas creen que son el único pueblo del Universo. Pero deben estarnos agradecidos; les ahorraremos unos buenos siglos de viaje.
Alveron miró la Vía Láctea, que yacía como un velo de plateada niebla atravesando la pantalla. La señaló con su tentáculo, que barrió el círculo completo de la Galaxia, desde los Planetas Centrales hasta los solitarios soles del Rim.
—¿Sabes? —le dijo a Rugon—, estoy bastante asustado por este pueblo. ¿Y si no les gusta nuestra pequeña Federación? —una vez más señaló las nubes estelares que aparecían reunidas en la pantalla, brillando bajo la luz de sus incontables soles.
—Algo me dice que será un pueblo muy decidido —agregó—. Mejor que seamos amables con ellos. Después de todo, sólo les superamos en una proporción de un millón a uno.
Rugon se rio del pequeño chiste de su capitán.
Veinte años después, la observación no pareció graciosa.
FIN