Si todos nosotros conociéramos nuestras propias mentes (en un sentido más amplio que el de la acepción vulgar de esa frase), sospecho que descubriríamos que nuestras niñeras son responsables de la mayoría de los rincones oscuros de los cuales nos vemos obligados a apartarnos, contra nuestra voluntad.
El primer personaje diabólico que se introdujo en mi apacible infancia fue un tal Capitán Asesino. Aquel individuo debió de ser un vástago de la familia de Barba Azul, aunque en aquella época yo no tenía la menor sospecha de tal consanguinidad. Al parecer, su insinuante nombre no despertó ningún prejuicio contra él, ya que fue admitido en la mejor sociedad y poseía una inmensa riqueza. La misión del Capitán Asesino era el matrimonio, para saciar con sus tiernas esposas un apetito caníbal. El día de su boda, hacía adornar los dos lados del camino que conducía a la iglesia con unas extrañas flores; y cuando la novia le preguntaba: «Querido Capitán Asesino, nunca había visto flores como ésas… ¿Cómo se llaman?», él contestaba: «Se llaman Aderezos para Corderitas», y estallaba en una horrible carcajada, llenando de inquietud a los acompañantes de la novia al mostrar por primera vez sus blancos y afilados dientes. Todos los caballos del Capitán Asesino eran blancos como la leche, con una mancha roja en el lomo que él procuraba ocultar con los arreos. Ya que la mancha aparecía en los caballos a pesar de que todos eran blancos como la leche cuando el Capitán Asesino los compraba. Y la mancha era de sangre de la joven desposada (a ese terrorífico detalle debo mi primera experiencia personal de un estremecimiento y de heladas perlas de sudor en la frente). Después de celebrar el banquete de bodas y de despedir a sus nobles huéspedes, el Capitán Asesino se quedaba a solas con su esposa. Al día siguiente, tenía la costumbre de sacar de una alacena un tablero de plata para amasar y un rodillo de oro. Hay que aclarar que el Capitán Asesino, mientras duraba su cortejo, preguntaba siempre si su futura esposa sabía confeccionar un pastel; y si por naturaleza o educación ignoraba aquel arte, debía aprenderlo. Bien. Cuando la esposa veía que el Capitán Asesino sacaba el tablero de plata y el rodillo de oro, recordaba aquel detalle y se subía las mangas de su vestido de encaje para hacer un pastel. A continuación, el Capitán sacaba un enorme recipiente de plata, harina, mantequilla, huevos y todo lo necesario, excepto el relleno para el pastel. La encantadora esposa preguntaba: «Querido Capitán Asesino, ¿de qué va a ser el pastel?» Y él contestaba: «De carne.» La esposa insistía: «No veo la carne por ninguna parte.» Y el Capitán replicaba jocosamente: «Mira en el espejo.» Ella miraba en el espejo, pero continuaba sin ver carne, y entonces el Capitán estallaba en una ruidosa carcajada. Luego, frunciendo repentinamente el ceño, desenvainaba su espada y le ordenaba a su esposa que amasara la harina con los demás ingredientes. De modo que ella amasaba la harina, dejando caer unos grandes lagrimones sobre ella a causa de lo pesado de la tarea. Cuando la pasta estaba preparada y colocada en el recipiente de plata, el Capitán decía: «Yo veo la carne en el espejo.» Y entonces la esposa volvía a mirar al espejo, a tiempo para ver cómo el Capitán le cortaba la cabeza con su espada; y luego cortaba el cuerpo de su esposa a pedacitos, los aderezaba con sal y pimienta, rellenaba con ellos el pastel, lo hacía cocer en el horno y se lo comía todo.
El Capitán Asesino se había comido así a numerosas mujeres, cuando se encontró en el caso de escoger esposa entre dos hermanas mellizas. Al principio no sabía a cuál de las dos escoger, ya que a pesar de que una de ellas era rubia y la otra morena, las dos eran igualmente hermosas. Pero la rubia le amaba, y la morena le odiaba, de modo que escogió a la rubia. La morena hubiera impedido que se celebrara la boda de contar con medios para ello, pero no pudo hacer nada; sin embargo, la noche anterior a la boda, llena de sospechas hacia el Capitán Asesino, se introdujo en el jardín de la casa del Capitán trepando por la tapia y le espió a través de una rendija de la persiana de una ventana. Desde allí vio cómo el Capitán Asesino se afilaba los dientes. Dos días después, como de costumbre, el Capitán hizo que su rubia esposa amasara la harina y los otros ingredientes, y cuando la pasta estuvo preparada le cortó la cabeza a la desdichada, la hizo pedacitos, los aderezó con sal y pimienta y rellenó con ellos el pastel, lo hizo cocer en el horno y se lo comió todo.
La hermana morena, al enterarse de que su hermana había muerto, adivinó la verdad y decidió vengarse. De modo que se dirigió a la casa del Capitán Asesino y llamó a la puerta. Y cuando salió el Capitán, le dijo: «Querido Capitán Asesino, ahora que mi hermana ha muerto quisiera casarme contigo. Siempre te he amado, pero estaba celosa de mi hermana.» El Capitán quedó encantado y la boda se concertó para muy pronto. El día anterior al de la ceremonia, la hermana morena volvió a introducirse en el jardín de la casa del Capitán y volvió a espiarle a través de la ventana, viendo cómo afilaba sus dientes. Ante aquel espectáculo, la muchacha prorrumpió en una horrible risotada. El Capitán, sobresaltado, abrió la ventana y taladró con su mirada la oscuridad, tratando de descubrir la fuente de aquella extraña risa. Pero no vio a nadie.
Al día siguiente se celebró la boda, y al otro día el Capitán Asesino ordenó a su nueva esposa que amasara la harina y los otros ingredientes, y cuando la pasta estuvo preparada le cortó la cabeza a la desdichada, la hizo pedacitos, los aderezó con sal y pimienta y rellenó con ellos el pastel, lo hizo cocer en el horno y se lo comió todo.
Pero, antes de empezar a amasar la harina, la hermana morena había ingerido un veneno de efectos terribles, destilado de ojos de sapos y patas de arañas; y apenas el Capitán Asesino había engullido el último bocado cuando empezó a hincharse, y a ponerse azulado, y a gritar. Y continuó hinchándose y poniéndose azulado, y gritando desesperadamente, hasta que su cuerpo llegó desde el suelo hasta el techo y de pared a pared; y luego, a la una de la mañana, estalló con una fuerte explosión. Al oír aquel estrépito, todos los caballos que se encontraban en los establos, blancos como la leche, enloquecieron súbitamente y, rompiendo sus trabas, echaron a correr, atropellando a todos los que habían tenido algo que ver con el Capitán Asesino (empezando por la familia del herrero que había afilado sus dientes), hasta que todos estuvieron muertos. Luego, los caballos se alejaron al galope.
© Charles Dickens: Captain Murderer (El capitán asesino). Publicado en All The Year Round, 8 de septiembre de 1860. Traducción de Alfredo Herrera – José María Aroca.