Charles Dickens: El manuscrito de un loco

«El manuscrito de un loco», cuento de Charles Dickens publicado en 1836 como parte de “Los papeles del Club Pickwick”, nos adentra en la mente atormentada de un hombre obsesionado con la idea de la locura hereditaria. Descendiente de un linaje en el que varios hombres habían perdido la razón, está convencido de que el siguiente en la cadena será él.   Este pensamiento lo consume, aislando su existencia y sumergiéndolo en un mundo de paranoia y desesperación. A medida que su obsesión se profundiza, su vida se transforma en un oscuro laberinto de angustia y alienación, donde poco a poco comienzan a hacerse realidad sus peores temores.

Charles Dickens - El manuscrito de un loco

El manuscrito de un loco

Charles Dickens
(Cuento completo)

«¡Sí! ¡Un loco! ¡Cómo me habría herido el corazón esta palabra hace unos años! ¡Cómo habría provocado ese terror que solía invadirme a veces, haciendo zumbar y hormiguear mi sangre por las venas, hasta que el frío rocío del miedo subía a mi frente en grandes gotas y mis rodillas se entrechocaban de temor! Ahora, en cambio, me gusta. Es un hermoso nombre. Mostradme al monarca cuyo ceño iracundo haya sido jamás tan temido como la mirada de los ojos de un loco; cuya horca y hacha fueran tan seguras como las manos de un loco. ¡Ja, ja! ¡Es algo grandioso, estar loco!; que le miren a uno, como a un león salvaje, a través de las barras de hierro; y rechinar los dientes y aullar a lo largo de la noche silenciosa, con el alegre son de la pesada cadena; y rociar y revolcarse en la paja, embriagado con tan bella música. ¡Viva el manicomio! ¡Ah, es un lugar espléndido!

Recuerdo los tiempos en que tenía miedo de volverme loco; cuando me despertaba sobresaltado y caía de rodillas, rogando ser perdonado de la maldición de mi raza; cuando huía del espectáculo del júbilo y la felicidad para ocultarme en algún lugar solitario y pasar las horas fatigosas vigilando el avance de la fiebre que iba a consumir mi cerebro. ¡Sabía que la locura estaba mezclada con mi propia sangre, y con la médula de mis huesos; que había pasado una generación sin que apareciera entre ella esa enfermedad, y que yo era el primero en quien iba a revivir! Sabía que debía ser así: que siempre había sido así, y que así sería siempre; y cuando me refugiaba en un rincón oscuro de alguna sala llena de gente y veía a todos cuchichear y señalarme, volviendo los ojos hacia mí, sabía que hablaban del condenado a la locura; y me escapaba otra vez a meditar en soledad.

Así lo hice durante años; fueron años largos, muy largos. Las noches, aquí, a veces son largas, muy largas; pero no son nada al lado de las noches sin descanso y los terribles sueños que tuve entonces. Grandes formas oscuras con caras retorcidas y burlonas se acurrucaban en los rincones de mi cuarto, acercándose en la noche a mi cama para tentarme a la locura. Me decían con leves susurros que el suelo de la vieja casa en que murió mi padre estaba manchado de sangre que él derramó, con sus propias manos, en la furia de su locura. Me tapaba los oídos, pero dentro de mi cabeza gritaban, hasta hacer resonar el cuarto, que en una generación anterior a él la locura había quedado adormecida, pero que su abuelo había vivido durante años con las manos encadenadas al suelo para evitar que se hiciera pedazos. Sabía que decían la verdad: lo sabía muy bien. Lo había averiguado años antes, aunque habían tratado de hacérmelo ignorar. ¡Ja, ja! Yo era demasiado astuto para ellos, aunque me creían loco.

Por fin, me llegó, y me sorprendí de pensar cómo pude jamás haberlo temido. Ahora podía salir al mundo, y reír y gritar con los mejores del mundo. Sabía que estaba loco, pero ellos no lo sospechaban. ¡Cómo me abrazaba a mí mismo con placer, cuando pensaba en el hábil engaño que les estaba haciendo, después de tanto señalarme y burlarse de mí, cuando yo no estaba loco, sino solo temiendo que un día llegaría a estarlo! ¡Y cómo solía reír de alegría, cuando estaba solo, y qué pronto se habrían separado de mí mis amigos si hubieran sabido la verdad! Podría haber gritado de éxtasis cuando comía a solas con cierto excelente y risueño amigo, al pensar cómo habría palidecido y cómo habría echado a correr si hubiera sabido que el amigo querido que se sentaba junto a él, afilando un cuchillo brillante y agudo, era un loco, capaz y casi deseoso, de clavárselo en el corazón. ¡Ah, qué vida más alegre!

Llegué a poseer tesoros; la riqueza se amontonó sobre mí, y yo me entregué a placeres mil veces multiplicados por la conciencia de mi secreto bien guardado. Tuve una herencia. La ley —la ley, con su mirada de águila— había quedado engañada y había entregado en manos de un loco unos millares de libras, objeto de discusión. ¿Dónde estaba el ingenio de los sagaces hombres de mente sana? ¿Dónde la destreza de los abogados, empeñados en encontrar un punto débil? La astucia del loco les había superado a todos.

Tenía dinero. ¡Cómo me cortejaban! Lo gasté en abundancia. ¡Cómo me elogiaban! ¡Cómo se humillaron ante mí aquellos tres hermanos orgullosos y dominantes! Su anciano padre, con la cabeza cana, me adoraba; ¡con qué deferencia, con qué respeto, con qué devota amistad! El viejo tenía una hija; los jóvenes, una hermana; los cinco eran pobres. Yo era rico, y cuando me casé con la muchacha vi una sonrisa de triunfo en los labios de sus necesitados familiares al pensar en su plan bien organizado y su hermoso premio. Era yo quien había de sonreír. ¡Sonreír! Reír a carcajadas, y revolverme el pelo, y rodar por el suelo con gritos de júbilo. Poco se imaginaban que la habían casado con un loco.

Un momento: si lo hubiesen sabido, ¿la habrían salvado? La felicidad de una hermana contra el oro de su marido. ¡La pluma más ligera que yo soplo al aire contra la alegre cadena que adorna mi cuerpo!

En una cosa me engañaba, aun con toda mi astucia. Si no hubiera estado loco —pues aunque los locos somos agudos, a veces nos perdemos en confusión— me hubiera dado cuenta de que aquella muchacha habría preferido que la colocaran, rígida y fría, en un ataúd de plomo, antes que entrar, como esposa envidiada, en mi casa rica y deslumbrante.

Me hubiera dado cuenta de que su corazón pertenecía a aquel muchacho moreno cuyo nombre le oí exhalar una vez en su turbado sueño; y que me la habían sacrificado para aliviar la pobreza del encanecido viejo y sus orgullosos hermanos.

Ahora no recuerdo figuras ni caras, pero sé que la muchacha era hermosa. Sé que lo era, pues en las noches con claridad de luna, cuando me despierto sobresaltado y todo está en silencio a mi alrededor, veo, quieta e inmóvil en un rincón de mi celda, una leve y consumida figura, de largo pelo negro, que, tendida por su espalda, se remueve sin que haya ningún viento de este mundo; mientras, ella me mira fijamente, sin parpadear ni cerrar los ojos. ¡Chist! La sangre se me hiela al escribir esto: esa figura es ella; su cara está muy pálida y sus ojos están vidriosos, pero los conozco muy bien. Esta figura no se mueve; jamás frunce el ceño ni tuerce la boca, como hacen otras formas que llenan a veces este lugar; pero es mucho más terrible para mí, más terrible incluso que los espíritus que me tentaron hace años: viene de la tumba, y es como la muerte.

Durante un año vi palidecer más y más ese rostro; durante un año vi caer las lágrimas por las tristes mejillas, y jamás supe la causa. Pero la averigüé por fin. No pudieron ocultármela mucho tiempo. Nunca me había querido; yo nunca creí que me quisiera; pero despreciaba mi riqueza y odiaba el esplendor con que vivía yo, y eso no me lo había imaginado. Quería a otro. Esto no lo había pensado nunca. Extraños sentimientos me invadieron y mi cerebro fue ocupado por pensamientos que alguna fuerza extraña metía violentamente en él. No la odiaba, aunque sí odié al muchacho por el que lloraba todavía. Me compadecí —sí, me compadecí— de la mísera vida a que la habían condenado sus fríos y egoístas familiares. Sabía que ella no podría seguir viviendo mucho tiempo; pero la idea de que antes de morir pudiera ser madre de algún malhadado ser, destinado a transmitir la locura a su posteridad, fue lo que me decidió.

Resolví matarla.

Durante varias semanas pensé en el veneno, y luego en ahogarla, y luego en el fuego. ¡Hermoso espectáculo, la grandiosa casa en llamas, y la mujer del loco desvaneciéndose en cenizas! ¡Pensar en la broma de ofrecer una gran recompensa por la cabeza del culpable, y ver a un hombre cuerdo balanceándose al viento por algo que no hizo, y todo ello por la astucia de un loco! Muchas veces lo pensé, pero por fin lo dejé. ¡Ah, el placer de afilar la navaja día tras día, sintiendo el borde afilado y pensando en el tajo que daría un golpe de su claro y sutil filo!

Por fin, los espíritus que tantas veces habían estado conmigo susurraron a mi oído que había llegado la hora, y pusieron en mi mano la navaja abierta. La agarré con firmeza, me levanté silenciosamente de la cama y me incliné sobre mi esposa. Tenía la cara oculta entre las manos. Se las aparté suavemente y cayeron sin ruido en su pecho. Había llorado; todavía estaban húmedas en sus mejillas las huellas de las lágrimas. Su rostro estaba tranquilo y plácido y mientras lo miraba, una sosegada sonrisa iluminó sus pálidos rasgos. Le puse la mano en el hombro, con suavidad. Se sobresaltó: era solo un sueño pasajero. Me incliné otra vez. Dio un grito y se despertó.

Un movimiento de mi mano, y ella nunca hubiera vuelto a lanzar gritos ni sonidos. Pero me asusté, echándome atrás. Había fijado sus ojos en los míos. No supe cómo, pero me acobardaban y me asustaban; temblé bajo su mirada. Se levantó de la cama, sin dejar de mirarme fijamente. Temblé; tenía la navaja en la mano, pero no podía moverme. Se dirigió a la puerta. Al acercarse a ella se volvió, apartando los ojos de mi cara. Quedó roto el hechizo.

Di un salto y la agarré por el brazo. Lanzando gritos y gritos, se desplomó por el suelo.

Entonces pude haberla matado sin lucha, pero la casa entera se había alarmado. Oí pisadas por las escaleras. Dejé otra vez la navaja en su acostumbrado cajón, abrí la puerta y grité pidiendo socorro.

Llegaron, la levantaron y la pusieron en la cama. Allí estuvo inmóvil durante horas y horas; y cuando volvió a tener vida, mirada y lenguaje, la cordura la había abandonado y deliraba de modo salvaje y furioso.

Se llamaron médicos; grandes hombres llegaron a mi puerta rodando en cómodos coches, con buenos caballos y espléndidos lacayos. Estuvieron junto a su cama durante semanas. Tuvieron una gran reunión, y celebraron una consulta en otro cuarto, en voz baja y solemne. Uno, el más listo y más celebre de ellos, me llevó aparte y, pidiéndome que me preparara para lo peor, me dijo —¡a mí, al loco!— que mi mujer estaba loca. Estaba junto a mí, al lado de una ventana abierta, mirándome cara a cara y con la mano en mi brazo. Con un soló esfuerzo, yo podía haberle tirado a la calle. Hubiera sido una gran diversión hacerlo así; pero estaba en juego mi secreto, y le dejé marchar. Pocos días después me dijeron que tenía que hacer vigilar a mi mujer; tenía que buscarle un guardián. ¡Yo! Salí al campo, donde nadie pudiera oírme, y me reí hasta que el aire resonó con mis gritos.

Murió al día siguiente. El anciano encanecido la siguió hasta la tumba, y los orgullosos hermanos vertieron una lágrima sobre el cadáver insensible de la que habían mirado en vida como alma de hierro. Todo eso alimentaba mi secreto regocijo y, al volver en coche a casa, me reí hasta que se me saltaron las lágrimas tras el pañuelo blanco que me había llevado a la cara.

Pero aunque había logrado mi objetivo matándola, me sentía inquieto y turbado, y noté que mi secreto tendría que conocerse antes que pasara mucho tiempo. No podía ocultar el loco regocijo y la alegría que hervía en mi interior y que, cuando estaba solo en casa, me hacía dar saltos y palmadas, y dar vueltas bailando, y gritar en voz alta. Cuando salía a la calle y veía a la gente atareada corriendo por las aceras, o cuando iba al teatro y oía la música y observaba a la gente bailando, sentía tal júbilo que me hubiera lanzado entre ellos, haciéndoles pedazos y aullando de éxtasis. Pero rechinaba los dientes, y golpeaba con los pies en el suelo y me clavaba las uñas en las manos. Conservaba así el secreto; nadie sabía todavía que yo era un loco.

Recuerdo —aunque es una de las últimas cosas que soy capaz de recordar, pues ahora mezclo las realidades con mis sueños, y, teniendo tanto que hacer, y estando siempre con prisas aquí, no tengo tiempo de separar ambas cosas de esa extraña confusión en que se enredan—, recuerdo cómo lo dejé escapar al fin. ¡Ja, ja! Me parece estar viendo sus miradas temerosas, y todavía siento la facilidad con que les hice salir disparados, y cómo hundí el puño en sus caras blancas, y echando yo a volar como el viento, les dejé allá atrás, chillando y gritando. La fuerza de un gigante me anima cuando pienso en ello. Aquí tenéis, mirad cómo esta barra de hierro se dobla bajo mi furioso esfuerzo. Podría partirla como una ramita, pero aquí hay largas galerías con muchas puertas: no creo que pudiera orientarme por ellas; y aunque pudiera, sé que detrás hay puertas de hierro que están cerradas y atrancadas. Saben qué loco tan listo he sido; están orgullosos de tenerme aquí, para enseñarme.

Vamos a ver, sí, yo había salido. Era de noche, muy tarde, cuando llegué a casa y encontré al más orgulloso de los tres hermanos que me esperaba para verme: un asunto urgente, dijo; me acuerdo muy bien. Yo odiaba a aquel hombre con todo el odio de un loco. Me dijeron que estaba allí. Corrí por las escaleras arriba. Tenía que decirme unas palabras. Hice salir a los criados. Era muy tarde, y estábamos reunidos a solas, por primera vez.

Al principio, mantuve mi mirada cuidadosamente apartada de él, pues sabía qué poco se imaginaba —y me gloriaba de saberlo— que la luz de la locura centelleaba en mis ojos como fuego. Estuvimos sentados en silencio durante unos minutos. Por fin habló. Mi reciente disipación, y unas observaciones extrañas hechas por mí a tan poco tiempo de la muerte de su hermana, eran un insulto a su memoria. Reuniéndolo con algunas circunstancias que al principio habían escapado a su observación, él creía que yo no la había tratado bien. Deseaba saber si tenía razón al suponer que yo pretendía lanzar un reproche sobre su recuerdo, y un insulto a su familia. El uniforme que vestía le obligaba a pedir esa explicación.

¡Aquel hombre tenía un grado en el ejército; un grado comprado con mi dinero y con la desgracia de su hermana! Aquel era el hombre que más había trabajado en el plan para seducirme y adueñarse de mi riqueza. Aquel era el hombre que había sido el principal causante de que su hermana se casara conmigo, sabiendo muy bien que su corazón estaba entregado a aquel muchacho sentimental. ¡El uniforme que vestía! ¡La librea de su degradación! Puse mis ojos en él —no podía evitarlo—, pero no dije una palabra.

Vi el cambio repentino que tenía lugar en él bajo mi mirada. Era hombre valiente, pero el color desapareció de su cara y echó atrás la silla. Yo arrastré la mía acercándome a él y me eché a reír: me estaba divirtiendo mucho. Le vi estremecerse. Sentí que en mí crecía la locura. Me tenía miedo.

—Tú querías mucho a tu hermana cuando estaba en vida —dije—; mucho.

Miró a su alrededor, incómodo, y vi cómo su mano agarraba el respaldo de la silla, pero no dijo nada.

—Granuja —dije—, te he descubierto; he descubierto tus conjuras infernales contra mí. Sé que el corazón de ella estaba entregado a otro antes de que la obligarais a casarse conmigo. Lo sé… lo sé.

Saltó de repente de la silla, blandiéndola en alto, y me pidió que me apartara; pues yo me había ido acercando a él cada vez más, mientras hablaba.

Yo, más que hablar, gritaba, pues sentía pasiones tumultuosas arremolinándose en mis venas y los antiguos espíritus susurrando e incitándome a romperle el corazón en pedazos.

—¡Maldito! —dije, poniéndome en pie de repente y precipitándome sobre él—. ¡Yo la maté! Estoy loco. ¡Vas a caer! ¡Sangre, sangre! ¡La tendré!

De un golpe eché a un lado la silla que me lanzó aterrorizado, y me agarré a él; con un pesado golpe caímos juntos por el suelo.

Fue una hermosa batalla, pues era hombre alto y robusto, que peleaba por salvar la vida; y yo, un loco poderoso con sed de destruirle. Yo sabía que ninguna fuerza podía igualar a la mía, y tenía razón. ¡Otra vez tenía razón, aunque estaba loco! Sus esfuerzos se debilitaron. Me puse de rodillas en su pecho y apreté firmemente con las dos manos su blanda garganta. Su cara se puso púrpura; los ojos se le salían de las órbitas y, sacando la lengua, parecía burlarse de mí; le apreté más fuerte.

La puerta se abrió de repente con mucho ruido, y una muchedumbre de gente se precipitó dentro, animándose con gritos a sujetar a aquel loco.

Mi secreto estaba descubierto; mi única lucha, ahora, era por quedar libre. Me puse de pie antes que nadie me echara la mano, me lancé contra mis atacantes y me abrí paso con las manos vacías igual que si hubiera tenido un hacha, amontonándoles por delante. Llegué a la puerta, salté por la baranda y en un momento estuve en la calle.

Corrí rápido y derecho, y nadie se atrevió a detenerme. Oía detrás el ruido de pasos y redoblé mi velocidad. Cada vez se oían menos, por la distancia, y por fin todo desapareció; pero yo seguí disparado, a través de pantanos y arroyos, sobre tapias y muros, con un grito salvaje que era repetido por los extraños seres que se agolpaban a mi alrededor por todas partes y que hacían crecer el sonido hasta que traspasaba los aires. Yo era transportado en brazos de demonios que corrían con el viento, barriendo por delante setos y diques, y que me hacían girar en torbellinos, con un ruido y una velocidad que me trastornaba la cabeza, hasta que por fin me tiraron con un violento golpe y caí pesadamente por tierra. Cuando me desperté me encontré aquí; aquí, en esta alegre celda, donde rara vez entra la luz del sol, y la luna solo se filtra en rayos que apenas sirven sino para mostrar las oscuras sombras que me rodean y esa figura silenciosa en el rincón. Cuando estoy despierto en la cama, oigo a veces gritos y clamores extraños desde lugares lejanos de este gran edificio. No sé lo que son, pero no proceden de esta forma pálida, ni ella les hace caso. Pues desde las primeras sombras del atardecer hasta la primera luz de la mañana, está quieta e inmóvil en el mismo sitio, escuchando la música de mi cadena de hierro y observando mis contorsiones en el camastro de paja»

* * *

Al final del manuscrito estaba anotado esto, con otra letra:

[El desgraciado cuyos delirios están anotados más arriba fue un triste ejemplo de los fatales resultados de las energías mal dirigidas en los comienzos de la vida y de los excesos continuados hasta que no se pudieron ya reparar jamás las consecuencias. La desconsiderada depravación, la disipación y las orgías de sus días de juventud le causaron fiebre y delirio. El primer efecto del delirio fue la extraña sugestión, fundada en una famosa teoría médica, que unos apoyan enérgicamente y otros discuten no menos enérgicamente, según la cual en su familia existía una locura hereditaria. Esto le produjo una continua melancolía, que con el tiempo se convirtió en una demencia morbosa y, finalmente, terminó en locura delirante. Hay muchas razones para creer que los acontecimientos aquí detallados, aunque deformados por su imaginación enferma, ocurrieron realmente. Solo debe sorprender, a los que conocieron los vicios de su juventud, que sus pasiones, una vez que no estuvieron ya dominadas por la razón, no le llevaran a cometer hechos aún más espantosos.]

Charles Dickens - El manuscrito de un loco
  • Autor: Charles Dickens
  • Título: El manuscrito de un loco
  • Título Original: A Madman’s Manuscript
  • Publicado en: The Posthumous Papers of the Pickwick Club
  • Traducción: José María Valverde