H. P. Lovecraft: En la cripta

«En la cripta», cuento de H.P. Lovecraft escrito en 1925, narra la inquietante historia de George Birch, el avaro y poco escrupuloso director de una funeraria. Durante el proceso de reubicación de cadáveres para su inhumación, Birch queda encerrado en una vieja cripta excavada en la montaña, sin la esperanza de rescate inminente. En su desesperación, se ve obligado a intentar salir por sus propios medios, a través de una pequeña abertura que hay sobre la puerta, la que intenta agrandar haciendo uso de rudimentarias herramientas que encuentra en el lugar. Mientras trabaja, Birch deberá enfrentar eventos sobrenaturales y aterradores, consecuencia de sus decisiones pasadas, que lo marcarán de por vida.

H. P. Lovecraft - En la cripta

En la cripta

H. P. Lovecraft
(Cuento completo)

Dedicado a C. W Smith,
de cuyas sugerencias tomé la idea central.


Desde mi punto de vista, no hay nada más absurdo que la tradicional asociación entre lo hogareño y lo saludable que parece dominar la psicología de las multitudes. Describa un bucólico paisaje yanqui, un torpe y obeso encargado de una funeraria de pueblo, y un lamentable contratiempo acaecido en una tumba, y a ningún lector corriente se le ocurrirá esperar otra cosa que un desbordante, aunque grotesco, episodio cómico. Sin embargo, bien sabe Dios que la prosaica historia que la muerte de George Birch me permite narrar contiene ciertos matices que harían palidecer nuestras tragedias más lúgubres.

Birch sufrió una crisis y traspasó su negocio en 1881, aunque jamás hablaba de ello si podía evitarlo. Y tampoco lo hizo su anciano médico, el doctor Davis, que murió años atrás. Se tenía por cierto que la invalidez y la conmoción que le mantenían postrado fueron causadas por un desafortunado resbalón que obligó a Birch a estar encerrado durante nueve horas en la cripta del cementerio de Peck Valley, lugar del que sólo pudo salir tras rudimentarios y desastrosos procedimientos mecánicos; pero, aunque indudablemente todo eso era cierto, también existían otros hechos más tenebrosos que Birch solía contarme entre susurros durante los delirios de borracho de sus últimos años. Confiaba en mí porque era su médico, y porque seguramente tenía la necesidad de abrirse a alguien tras la muerte de Davis. Era un hombre soltero, y no tenía ningún pariente.

Birch había sido el director de la funeraria de Peck Valley hasta 1881, y uno de los individuos más insensibles y primitivos que uno pueda imaginarse. Los métodos que solían atribuírsele resultarían totalmente impensables hoy en día, al menos en cualquier ciudad; incluso la gente de Peck Valley se habría estremecido un tanto de haber estado al corriente de la frágil ética de su artista de pompas fúnebres en materias tan delicadas como la propiedad de la valiosa «mortaja» que se ocultaba tras la tapa del ataúd, y el grado de dignidad del que hacía gala al colocar y ajustar los miembros cubiertos de sus inanimados clientes en féretros cuyas medidas no siempre habían sido calculadas con total precisión. En resumidas cuentas, Birch era un sujeto poco estricto e insensible, y un indeseable en los cometidos de su profesión; y sin embargo, aún sigo pensando que no tenía malas intenciones. Simplemente, se trataba de un ser grosero y burdo, poco habituado a pensar, vago, aficionado al alcohol —como lo demuestra su absurdo accidente— y que carecía de ese toque de imaginación que mantiene al ciudadano medio dentro de los límites del decoro.

No sé por dónde comenzar la historia de Birch, ya que no soy un narrador experto. Supongo que debería empezar en aquel gélido diciembre de 1880, cuando la tierra se heló y los sepultureros del cementerio se dieron cuenta de que ya no podrían excavar más fosas hasta la primavera. Afortunadamente, el pueblo era pequeño y el índice de mortalidad bajo, de manera que no resultó demasiado difícil dar a los inanimados clientes de Birch un refugio temporal en la única cripta del cementerio, aunque fuera bastante antigua. El dueño de la funeraria se aletargó aún más a causa de aquel clima tan duro, sobrepasando con creces su habitual desidia. Jamás había claveteado ataúdes más endebles y destartalados, ni se había despreocupado tanto de las necesidades de la oxidada cerradura de la cripta, cuya puerta abría y cerraba de golpe con la mayor indiferencia.

Por fin llegó el deshielo primaveral, y las fosas fueron sigilosamente preparadas para las nueve presas mudas de la tétrica Parca que aguardaban en la cripta. Birch, a pesar de su poca predisposición al traslado y enterramiento de los cuerpos, se puso manos a la obra una desapacible mañana de abril; pero antes del mediodía, tras depositar en su morada eterna un único cadáver, tuvo que renunciar a la tarea debido al intenso chaparrón que parecía irritar a su caballo. El cuerpo pertenecía a un tal Darius Peck, un anciano nonagenario, cuya sepultura no se encontraba muy lejos de la cripta. Birch decidió retomar su trabajo al día siguiente con el cadáver del viejo y enjuto Matthew Fenner, cuya fosa también estaba cerca; pero en realidad postergó el enterramiento durante tres días más, hasta el 15 de abril, día de Viernes Santo. Como no era un individuo supersticioso, no le dio mayor importancia a la fecha, aunque a partir de aquel día se negó siempre a hacer cualquier cosa de importancia en ese fatídico sexto día de la semana. Y en verdad, los acontecimientos de aquel anochecer cambiaron profundamente a George Birch.

Así pues, la tarde del viernes 15 de abril Birch conducía su carromato tirado por un caballo en dirección a la cripta, con la finalidad de trasladar el cadáver de Matthew Fenner. Que no se encontraba del todo sobrio es algo que luego admitiría; aunque también es cierto que aún no se había entregado en serio a la bebida, como más adelante haría para intentar olvidar ciertas cosas. Simplemente se encontraba algo atontado, y lo bastante distraído como para desconcertar a su impresionable jumento, que, tras soportar un fuerte tirón de riendas al llegar a la cripta, se puso a relinchar mientras pateaba el suelo y sacudía la cabeza de la misma manera que en aquella otra ocasión en la que le había sorprendido la lluvia. El día era claro, pero se había levantado una fuerte brisa, y Birch estaba contento de hallarse a resguardo mientras abría el portón de hierro y entraba en la cripta excavada sobre la ladera. Cualquier otra persona se habría sentido incómoda en aquel recinto húmedo y pestilente que contenía los otros ocho ataúdes colocados sin orden ni concierto; pero, en aquellos días, Birch era insensible a todo, y lo único que le importaba era emplazar cada ataúd en su fosa respectiva. Aún no se había olvidado del revuelo que se armó cuando los familiares de Hanna Bixby, que deseaban trasladar su cadáver al cementerio de la ciudad en la que habían establecido su nueva residencia, encontraron el féretro del juez Capwell bajo la lápida de Hanna.

La luz era escasa, pero Bitch tenía buena vista, y no se confundió con el ataúd de Asaph Sawyer, aunque ambos eran muy parecidos. En realidad, había hecho aquel féretro para Matthew Fenner, pero al final tuvo que desecharlo por ser demasiado endeble y rústico, en un curioso ataque de sentimentalismo provocado por el recuerdo de la generosidad y amabilidad que aquel anciano le había mostrado cinco años atrás, cuando se hallaba completamente arruinado. De manera que dio al viejo Matt lo mejor que podía salir de sus manos, pero su tacañería le impulsó a conservar el ataúd desechado, y así pudo aprovecharlo cuando el viejo Asaph Sawyer murió de unas fiebres malignas. Sawyer no era un sujeto simpático, y circulaban montones de historias sobre sus inhumanas ansias de venganza y su increíble facilidad para recordar ofensas reales o imaginarias. Birch no sintió ningún remordimiento al asignarle el desvencijado ataúd, que ahora echaba a un lado mientras buscaba la caja de Fenner.

Justo al reconocer el ataúd de Matt, una ráfaga de viento cerró de golpe la puerta, dejándole sumido en una oscuridad aún más profunda. Por el estrecho dintel apenas pasaban unos débiles rayos de luz, y prácticamente ninguno a través del conducto de ventilación que había sobre su cabeza, de manera que tuvo que avanzar a trompicones entre las cajas alargadas mientras buscaba el tirador de la puerta. En medio de aquella fúnebre luminosidad tiró de la oxidada manivela, empujó las planchas metálicas y se preguntó por qué la puerta se había vuelto tan súbitamente obstinada. Atardecía, y entonces empezó a darse cuenta de su verdadera situación; se puso a gritar despavorido, como si su caballo pudiera hacer algo más que contestarle con un relincho de indiferencia. Lo cierto es que aquel picaporte, tras largos años de abandono, estaba roto, y el descuidado dueño de la funeraria se había quedado encerrado en la cripta, víctima de su propia desidia.

Los hechos debieron de acontecer hacia las tres y media de la tarde. Birch, que era un sujeto de temperamento pragmático y eminentemente práctico, dejó de gritar enseguida y se puso a buscar unas herramientas que recordaba haber visto en un rincón de la cripta. No está muy claro si llegó a intimidarse por aquella situación un tanto horrible y tremendamente absurda, pero el hecho de estar allí encerrado, tan lejos de los sitios comunes por donde transitaba la vida cotidiana de los hombres, era suficiente como para exasperarlo profundamente. Sus tareas diarias fueron tristemente interrumpidas, y a menos que la providencia llevara hasta allí a algún caminante despistado, tendría que hacer noche en la cripta. Pronto dio con el montón de herramientas y, tras coger un martillo y un cincel, Birch volvió a la puerta caminando por encima de los ataúdes. El aire empezaba a estar muy cargado, pero no dio demasiada importancia a este hecho mientras bregaba, casi a tientas, con el pesado y herrumbroso picaporte de metal. Habría dado cualquier cosa por disponer de una linterna o de un pequeño trozo de vela, pero, a falta de ambos, intentaba apañárselas en medio de la penumbra como buenamente podía.

Cuando se percató de que la manivela no iba a ceder, contando sólo con aquellas frágiles herramientas y en unas condiciones de luz tan precarias, Birch miró a su alrededor en busca de otras salidas posibles. La cripta había sido excavada en una ladera de la colina, de manera que el estrecho conducto de ventilación que había sobre su cabeza discurría a lo largo de varios metros de tierra, haciendo impracticable aquella vía de escape. Sin embargo, encima de la puerta había una especie de abertura sobre un montante empotrado en la fachada de ladrillo, y pudiera ser que un trabajador diligente fuera capaz de ensancharla; así que se quedó mirándola fijamente mientras se devanaba los sesos pensando en la manera de llegar hasta el montante. En la cripta no había nada parecido a una escalerilla, y los nichos que había a los lados y en la parte trasera —que Birch jamás se había tomado la molestia de usar— no posibilitaban el ascenso a la parte superior de la puerta. Tan sólo los mismos ataúdes podían convertirse en potenciales peldaños, y mientras consideraba esta posibilidad pensaba en cuál sería la mejor manera de colocarlos. Decidió que con tres ataúdes podría alcanzar el montante, pero que sería mejor utilizar cuatro. Los féretros eran prácticamente iguales, y podían apilarse uno sobre otro; así que empezó a hacer cálculos sobre cuál sería la forma más estable de colocar los ocho para conseguir una plataforma escalable de cuatro peldaños. Mientras pensaba en todo esto, no pudo menos que desear que las unidades de su proyectada escalera hubieran sido construidas de un modo más sólido. El hecho de que hubiera tenido la suficiente imaginación para haber deseado que las cajas estuvieran vacías es una cuestión que ya ofrece serias dudas.

Por fin, decidió formar una base de tres cajas paralelas a la pared, sobre la que colocaría dos niveles más de dos cajas cada uno, el último de los cuales remataría con una sola caja a modo de plataforma. De esta manera podría ascender y alcanzar la altura deseada con muy pocos esfuerzos. Aunque si lo hubiera pensado mejor, podría haber usado tan sólo dos cajas en la base para sostener toda la estructura, dejando otra de reserva para la cúspide en caso de que necesitara llegar más arriba para poder salir de allí. De forma que el cautivo se puso manos a la obra en medio de la creciente oscuridad, transportando los insensibles restos mortales sin ninguna ceremonia mientras su Torre de Babel en miniatura crecía peldaño a peldaño. Algunos ataúdes empezaron a rajarse debido a la presión que soportaban, por lo que Birch decidió reservar para el último escalón la sólida caja de Matthew Fenner, con la intención de que sus pies tuvieran una plataforma lo más estable posible. En medio de aquella penumbra, se veía obligado a confiar en el tacto para escoger el ataúd adecuado, y acabó dando con él de una manera prácticamente accidental, ya que sus manos tropezaron milagrosamente con la caja, tras haberla colocado por error al lado de otro ataúd del tercer piso.

Una vez terminada la torre, y tras una pausa para dar descanso a sus doloridos brazos, durante la cual permaneció sentado en el peldaño inferior de su tétrico artefacto, Birch ascendió con suma cautela, equipado con sus herramientas, y se colocó al nivel del estrecho montante. Los márgenes de la abertura eran de ladrillo, y no parecían existir muchas dudas de que podría agrandarlos rápidamente a golpe de cincel y conseguir que su cuerpo pasara. Nada más descargar los primeros martillazos, el caballo se puso a relinchar de una forma que igual podría ser de aliento como de burla ante la tarea de su dueño. En cualquier caso, las dos cosas resultaban bastante apropiadas, ya que la inesperada resistencia de los, en apariencia, desgastados ladrillos constituía sin duda una sardónica acotación a la vanidad de los anhelos mortales, y la fuente de una tarea cuya ejecución se merecía los más grandes estímulos.

Cayó la noche y Birch seguía dándole al martillo. Ahora sólo podía valerse del sentido del tacto, ya que las nubes habían ocultado la luna, y aunque su trabajo progresaba lentamente, él se sentía algo más animado al ver cómo se ensanchaba la abertura tanto por la parte de arriba como por la de abajo. Estaba convencido de que a medianoche podría salir; tampoco dejó que esta circunstancia se viera enturbiada por fantasmales apreciaciones. Libre pues de toda preocupación por la hora, el lugar y la compañía que tenía bajo sus pies, martilleaba filosóficamente los endurecidos ladrillos, lanzando maldiciones cuando alguna esquirla le golpeaba la cara y riéndose cuando otra impactaba en el caballo, que cada vez estaba más nervioso y no paraba de relinchar junto al ciprés. Al rato, el montante se había ensanchado tanto que cada cierto tiempo probaba a introducir su cuerpo por él, inclinándose de un lado a otro de forma que las cajas que tenía debajo empezaban a rechinar y tambalearse. Se dio cuenta de que no necesitaría apilar otro ataúd sobre la plataforma para alcanzar la altura apropiada, ya que la oquedad se encontraba exactamente al nivel idóneo para traspasarla cuando sus dimensiones lo permitiesen.

Sería la medianoche cuando Birch consideró que podría atravesar el dintel. Agotado y sudoroso a pesar de los abundantes descansos, bajó hasta el suelo de la cripta y se sentó un rato sobre el ataúd de la base con la intención de reponer fuerzas para llevar a cabo su esfuerzo final y conseguir saltar al exterior. Su hambriento animal relinchaba sin descanso y de una forma casi sobrenatural, y Birch hubiera deseado que éstos cesaran. Curiosamente apenas sentía entusiasmo ante su inminente liberación, y estaba preocupado por el esfuerzo que debía realizar, pues su cuerpo ya mostraba esa corpulencia indolente propia de los hombres entrados en años. Mientras volvía a subir por los rechinantes ataúdes sintió su propio peso de una dolorosa manera; sobre todo cuando, al llegar al que estaba más alto, escuchó aquel exasperante chasquido que presagiaba el total desmoronamiento de la madera. Al parecer, no había elegido el ataúd más robusto para rematar la plataforma, ya que en cuanto volvió a descansar todo su peso sobre él, la carcomida tapa cedió, haciéndole caer unos centímetros más abajo, sobre una superficie que ni tan siquiera él mismo se atrevía a imaginar. Desquiciado por el sonido, o quizá por el hedor que se diseminó incluso en el aire libre, el caballo emitió un chillido demasiado horrendo como para tratarse de un simple relincho y se lanzó frenéticamente hacia la oscuridad de la noche, mientras el carromato traqueteaba locamente tras él.

Birch, que se encontraba ahora en una lúgubre situación, estaba demasiado bajo para afrontar la salida a través del dintel ensanchado, pero reunió todas sus fuerzas para hacer un último intento. Asiéndose a los bordes de la abertura, trató de izarse hasta ella, cuando notó que algo extraño se aferraba a sus tobillos y le impedía el avance. Acto seguido, supo lo que era el miedo por primera vez durante aquella noche; pues, a pesar de todos sus tirones, no conseguía librarse del misterioso abrazo que mantenía cautivos sus pies. Sintió unos dolores espantosos, como si algo le desgarrara brutalmente las pantorrillas, y su mente era un torbellino de espanto mezclado con sensaciones más materialistas que sugerían astillas, clavos sueltos o alguna otra característica de una caja de madera despedazada. Es posible que gritara. Lo que sí está claro es que se puso a dar patadas y a retorcerse frenética y maquinalmente, mientras su consciencia quedaba prácticamente eclipsada a causa de un leve desvanecimiento.

El instinto le guio mientras culebreaba a través del montante, y también después, al arrastrarse por el suelo después del sordo batacazo que se produjo al caer sobre el terreno empapado. Al parecer, no podía mantenerse en pie y la luna, que empezaba a aparecer de nuevo, debió presenciar un fantasmagórico espectáculo mientras Birch remolcaba sus tobillos ensangrentados hacia la caseta del cementerio, arañando frenéticamente con los dedos el barro ennegrecido, mientras su cuerpo respondía con esa lentitud enloquecedora que se experimenta cuando alguien se siente perseguido por los fantasmas de su propia pesadilla. Y sin embargo, estaba claro que nadie le perseguía, ya que se encontraba solo y con vida cuando Armington, el guardia del cementerio, respondió a sus débiles arañazos en la puerta.

Armington ayudó a Birch a sentarse en el borde de un camastro desnudo y mandó a su hijo Edwin en busca del doctor Davis. El aterrorizado Birch estaba plenamente consciente, aunque era incapaz de decir nada con sentido; tan sólo musitaba cosas como: «¡Oh, mis tobillos!», «¡suelta!», o «… encerrado en la cripta». Al rato llegó el doctor con su maletín y le hizo unas cuantas preguntas muy concretas mientras le quitaba la ropa, los zapatos y los calcetines. Las heridas —pues ambos tobillos estaban terriblemente desgarrados a la altura del tendón de Aquiles— parecieron intrigar soberanamente al anciano médico, hasta el punto de casi llegar a asustarle. Sus preguntas se hicieron más agudas que las simples cuestiones médicas, y sus manos temblaban mientras vendaba los miembros desgarrados de Birch, intentando ocultarlos de la vista lo antes posible.

Para un médico tan impersonal como el doctor Davis, resultó bastante extraordinario el ominoso y exhaustivo interrogatorio al que sometió a Birch, como si intentara sonsacar del agotado director de la funeraria hasta el más mínimo detalle de su terrible experiencia. Se hallaba insólitamente ansioso por saber si Birch estaba seguro —completamente seguro— de la identidad del cadáver que había dentro de aquel último ataúd; quería averiguar cómo lo había escogido, cómo había llegado a la conclusión de que era la caja de Fenner, a pesar de la oscuridad reinante, y cómo pudo distinguirlo del féretro del malvado Asaph Sawyer que, aunque de inferior calidad, era igual al otro. ¿Cómo podía haber cedido con tanta facilidad el robusto ataúd de Fenner? Davis, que era el médico del pueblo desde hacía años, había estado presente en los funerales de los dos fallecidos, y también los había tratado durante la enfermedad que acabó con ellos. Incluso se había preguntado, en el funeral de Sawyer, cómo se las habían arreglado para que el vengativo granjero cupiese totalmente estirado en un féretro de tamaño tan parecido al del diminuto Fenner.

Tras dos largas horas, el doctor Davis se retiró, recomendando encarecidamente a Birch que insistiera en todo momento en que sus heridas habían sido causadas únicamente por una mezcla de clavos sueltos y madera astillada. ¿Qué otra cosa habría podido causarlas? Pero lo mejor sería hablar lo menos posible del asunto, y no consentir que ningún otro médico le tratara las heridas. Birch siguió aquella recomendación durante toda su vida, hasta que un día me lo contó todo, y cuando vi sus cicatrices —ya viejas y descoloridas— reconocí que había actuado sabiamente. La cojera lo persiguió el resto de sus días debido a los profundos tajos que le habían desgarrado los tendones, pero pienso que la mayor herida se había producido en su alma. Sus procesos mentales, antaño tan flemáticos y lógicos, habían quedado marcados por una profunda cicatriz, y daba lástima observar sus reacciones a ciertas referencias casuales como «viernes», «cripta», «ataúd», y otras palabras de vínculos menos obvios. El aterrorizado caballo de Birch había vuelto a casa, pero la cordura de su amo no había sido del todo capaz de hacer lo mismo. Traspasó su negocio, pero desde entonces siempre había algo que lo inquietaba. Quizá sólo era el miedo, un miedo mezclado con una especie de raro y tardío remordimiento por su antigua ordinariez. La bebida, por supuesto, no hizo más que agravar lo que pretendía atemperar.

Cuando el doctor Davis dejó a Birch la citada noche, cogió una linterna y se acercó a la vieja cripta del cementerio. La luz de la luna resplandecía sobre los fragmentos de ladrillo y en la vetusta fachada, y el picaporte del portón cedió fácilmente a un pequeño empujoncito desde el exterior. Insensibilizado por sus muchas y terribles experiencias en la sala de disección, el doctor entró en la cripta y echó un vistazo a su alrededor, conteniendo las náuseas mentales y físicas que le provocaban todo lo que veía y olfateaba. Tan sólo emitió un único y fuerte grito, y luego un jadeo ahogado que resultó aún más terrible que cualquier chillido. Acto seguido, salió corriendo en dirección a la casa del guarda y rompió todas las reglas de la profesión médica al levantar y sacudir a su paciente, mientras le soltaba una retahíla de susurros estremecedores que resonaron en los atolondrados oídos de Birch como el sisear de un vitriolo ardiente.

—¡Era el ataúd de Asaph, Birch, tal y como suponía! Reconocí su dentadura, a la que le faltaban los incisivos de la mandíbula superior… ¡Por el amor de Dios, jamás enseñe esas heridas! El cuerpo estaba en un estado muy avanzado de descomposición, pero nunca he visto una expresión tan vengativa en ningún rostro… vivo o muerto… Ya sabe cuán rencoroso era el despiadado Asaph, cómo arruinó al viejo Raymond treinta años después del pleito que tuvieron por una cuestión de límites, y cómo pisoteó al cachorro que le dio un mordisco hará un año en agosto… Era el mal encarnado, Birch, y en mi opinión su estricta observancia del ojo por ojo se ha impuesto a la mismísima Muerte. ¡Dios, qué furia la suya! ¡Estaría aterrado si la hubiera tomado conmigo!

»¿Por qué lo hizo, Birch? Asaph era un bribón, y no le condeno por haberle proporcionado un ataúd de desecho, ¡pero de nuevo se pasó de la raya! Habría bastado con cualquier otro féretro, y usted ya sabía que el viejo Fenner era un hombre pequeño.

»Jamás mientras viva logrará quitarme de la cabeza el cuadro que contemplé. Usted debió patalear con gran desesperación, ya que el ataúd de Asaph se encontraba en el suelo. Tenía la cabeza destrozada, y había un gran revoltijo. He visto cosas espantosas antes, pero nada igual a lo que descubrí en la cripta. ¡Ojo por ojo! ¡Por todos los cielos, Birch, usted se lo buscó! Aquel cráneo me revolvió el estómago, pero lo otro resultó mucho peor: ¡esos tobillos seccionados limpiamente para que el cuerpo de Asaph pudiera encajar en el desechado ataúd de Matt Fenner!

(18 de septiembre de 1925)

H. P. Lovecraft - En la cripta
  • Autor: Howard Phillips Lovecraft
  • Título: En la cripta
  • Título Original: In the Vault
  • Publicado en: The Tryout, noviembre de 1925
  • Traducción: José María Nebreda